Elene estaba aterrada. Todo había salido mal. Se suponía que iban a arrestar a Wolff en el restaurante y ahora estaba allí, en un taxi con ella, con una sonrisa salvaje. Elene no se movía. Tenía la mente en blanco.
—¿Quién era ese hombre? —dijo Wolff sin dejar de sonreír.
Elene no podía razonar. Miró a Wolff, luego hacia el otro lado, y dijo:
—¿Cómo?
—El hombre que nos persiguió. Saltó sobre el estribo. No pude verle bien, pero tuve la impresión de que era europeo. ¿Quién era?
Elene dominó su temor. «Es William Vandam y tenía el propósito de arrestarlo». Tenía que inventar una historia. ¿Por qué razón alguien podría salir de un restaurante para perseguirla e intentar meterse en su taxi?
—Él… no lo conozco. Estaba en el restaurante. —De repente se inspiró—. Me estaba molestando. Yo estaba sola. Fue por su culpa, porque llegó tarde.
—Lo siento muchísimo —dijo Wolff enseguida.
Elene se sintió de pronto más confiada, después de ver que Wolff se tragaba su cuento tan fácilmente.
—¿Y por qué estamos en un taxi? —preguntó—. ¿Qué es todo esto? ¿Por qué no estamos cenando?
Elene percibió cierto tono quejumbroso en su propia voz, y lo aborreció.
—Tuve una idea maravillosa. —Wolff volvía a sonreír y Elene contuvo un estremecimiento—. Vamos a hacer un picnic. Tengo una canasta en el maletero del coche.
Elene no sabía si creerlo o no. ¿Por qué había empleado ese truco en el restaurante, mandar a un chico con el mensaje «La espero fuera. A. W.» si no sospechaba una trampa? ¿Qué haría ahora? ¿La llevaría al desierto y la acuchillaría? Elene sintió un súbito impulso de saltar del coche. Cerró los ojos y se obligó a pensar con calma. «Si sospechaba que le había tendido una trampa, ¿por qué ha venido?». No; tenía que ser algo más complicado. Parecía que había creído lo del hombre del restaurante… Pero no estaba segura de lo que se ocultaba detrás de esa sonrisa.
Preguntó:
—¿Adónde vamos?
—A unos cuantos kilómetros fuera de la ciudad, a un lugar de la ribera desde donde podemos contemplar la puesta del sol. Va a ser un atardecer encantador.
—No quiero ir.
—¿Qué le pasa?
—Apenas le conozco.
—No sea tonta. El conductor estará con nosotros todo el tiempo… y yo soy un caballero.
—Debería bajar del coche.
—Por favor, no. —Wolff le tocó suavemente el brazo—. Tengo un poco de salmón ahumado, un pollo frío, vino y una botella de champán. Estoy aburrido de los restaurantes.
Elene reflexionó. Podía dejarlo y estaría segura… Nunca volvería a verle, eso era lo que quería, alejarse de él para siempre. «Pero yo soy la única esperanza de Vandam. ¿Qué me importa a mí Vandam? Sería feliz si no lo viera nunca más y volviera a la vida pacífica de antes…».
La vida de antes.
Sí, le importaba Vandam, se dio cuenta. Por lo menos, lo suficiente como para detestar la idea de fallarle. Tenía que quedarse con Wolff, cultivar su amistad, tratar de conseguir otra cita, de averiguar dónde vivía.
Impulsivamente, dijo:
—Vayamos a su casa.
Wolff levantó las cejas.
—¡Qué cambio de idea tan repentino!
Elene se dio cuenta de que había cometido un error.
—Estoy confundida —dijo—. Usted aparece de pronto con esta sorpresa. ¿Por qué no me avisó?
—Hace solo una hora que se me ocurrió la idea. No pensé que podía asustarla.
Elene se dio cuenta de que, sin proponérselo, estaba representando el papel de muchacha confundida. Decidió no exagerar.
—Está bien —dijo. Trató de serenarse. Wolff la estaba estudiando.
—No es tan vulnerable como parece, ¿verdad?
—No lo sé.
—Recuerdo lo que le dijo a Aristopoulos, el día que la vi por primera vez en la tienda.
Elene también recordaba: había amenazado a Mikis con cortarle el pito si la tocaba otra vez. Debía haberse sonrojado, pero no podía hacerlo de forma voluntaria.
—Estaba muy enojada —dijo.
Wolff rió entre dientes.
—Eso me pareció —dijo—. Trate de tener en cuenta que yo no soy Aristopoulos.
Elene esbozó una sonrisa.
—De acuerdo.
Dirigió su atención al conductor. Había salido de la ciudad y Wolff empezó a darle instrucciones. Elene se preguntó dónde habría encontrado Wolff el taxi. Para los estándares egipcios, era lujosísimo. Se trataba de un coche americano, con asientos grandes y mullidos y muy espacioso, y parecía tener pocos años.
Atravesaron una serie de aldeas y luego entraron en un camino en muy mal estado. Siguieron una senda sinuosa, subieron una pequeña cuesta y llegaron a una planicie al borde de un risco. El río quedaba directamente abajo y, en la otra orilla, Elene vio el mosaico de campos cultivados que se extendían a lo lejos hasta llegar a la bien definida línea bronceada que marcaba el margen del desierto.
—¿No es un lugar encantador? —preguntó Wolff.
Elene tuvo que darle la razón. Una bandada de vencejos que se elevaba en la otra ribera le hizo levantar la mirada y vio las nubes del atardecer ya bordeadas de rosa. Una jovencita se alejaba del río con un enorme jarro de agua sobre la cabeza. Una falúa navegaba solitaria corriente arriba, impulsada por la suave brisa.
El conductor bajó del auto y se alejó unos cincuenta metros. Se sentó, dándoles la espalda a propósito, encendió un cigarrillo y desplegó un periódico.
Wolff sacó un cesto del maletero del coche y lo puso en el suelo del vehículo, entre ellos. Mientras él desempaquetaba la comida, Elene le preguntó:
—¿Cómo descubrió este sitio?
—Mi madre me traía aquí de niño. —Le sirvió un vaso de vino—. Después de morir mi padre, mi madre se casó con un egipcio. De vez en cuando ella se sentía oprimida en el hogar musulmán, así que me traía aquí en un gharry y me hablaba de… Europa y cosas por el estilo.
—¿A usted le gustaba?
Wolff vaciló.
—Mi madre tenía su modo de echar a perder cosas como estas. Siempre interrumpía la diversión. Acostumbraba a decir: «Eres muy egoísta, como tu padre». A esa edad yo prefería a mi familia árabe. Mis hermanastros eran malísimos, y nadie trataba de dominarlos. Solíamos robar naranjas en jardines ajenos, arrojar piedras a los caballos para que se desbocaran, pinchar neumáticos de bicicletas… Solo a mi madre le molestaba, y lo único que hacía era advertirnos que, en última instancia, seríamos castigados. Siempre me decía: «¡Algún día te atraparán, Alex!».
«La madre tenía razón», pensaba Elene. Algún día atraparían a Alex.
Elene empezaba a serenarse. No sabía si Wolff llevaba el cuchillo que había usado en Assyut. Eso la puso tensa otra vez. La situación era tan normal —un hombre encantador que llevaba a una chica de picnic junto al río— que por un momento había olvidado que pretendía algo de él.
Elene preguntó:
—¿Dónde vive ahora?
—Los británicos han… requisado mi casa. Estoy viviendo con unos amigos.
Le alcanzó un plato de porcelana con una loncha de salmón ahumado; luego cortó un limón por la mitad, con un cuchillo de cocina. Elene observó las diestras manos de Wolff. Se preguntó qué quería él de ella que lo obligaba a empeñarse tanto en complacerla.
Vandam se sentía muy desalentado. La cara le dolía tanto como su amor propio. El gran arresto había sido un fracaso. Había fracasado profesionalmente; Alex Wolff se había burlado de él, y él había puesto en peligro a Elene.
Estaba en su casa, con un nuevo vendaje en la mejilla, sentado y bebiendo ginebra para calmar el dolor. Wolff le había eludido con condenada facilidad. Vandam estaba seguro de que el espía ignoraba lo de la emboscada. De lo contrario, no hubiera aparecido. No; solo estaba tomando precauciones; y las precauciones habían funcionado magníficamente bien.
Tenía una buena descripción del taxi. Era un coche que se distinguía, bastante nuevo, y Jakes había conseguido ver el número de la matrícula. Todos los policías y PM de la ciudad lo estaban buscando y tenían orden de detenerlo de inmediato y arrestar a sus ocupantes. Tarde o temprano lo hallarían, pero Vandam estaba seguro de que sería demasiado tarde. Sin embargo, esperaba noticias junto al teléfono.
¿Qué estaría haciendo Elene? Tal vez se encontraba en otro restaurante, a la luz de las velas, bebiendo vino y celebrando los chistes de Wolff. Vandam la imaginó, con su vestido color crema, sosteniendo una copa y sonriendo maliciosamente… aquella sonrisa que prometía todo lo que uno quería. Vandam miró su reloj. Quizá habían terminado de cenar. ¿Qué harían entonces? Era tradicional ir a ver las pirámides a la luz de la luna: el cielo negro, las estrellas, el interminable y chato desierto, y también los afilados planos triangulares de las tumbas faraónicas. El lugar estaría vacío, excepto, tal vez, por alguna pareja de amantes. Quizá treparan hasta una cierta altura, él adelantándose y luego ofreciendo sus brazos para que ella subiera. Pero pronto Elene quedaría exhausta, con el cabello y el vestido desarreglados, y diría que aquellos zapatos no estaban diseñados para escalar. Así que se sentarían sobre las piedras grandiosas, todavía calientes por el sol, y respirarían el aire tibio mientras observaban las estrellas. Al regresar hacia el taxi, ella tiritaría dentro de su vestido sin mangas y Wolff le pasaría el brazo por los hombros para darle calor. ¿La besaría en el taxi? No, era muy maduro para hacer eso. Cuando le hiciera una sugerencia, sería de alguna manera indirecta. ¿Propondría regresar a su casa o a la de ella? Vandam no sabía qué desear. Si fueran a la casa de Wolff, Elene informaría por la mañana y podrían arrestar al espía en su domicilio, con su radio, su código y tal vez los mensajes enviados y recibidos. Profesionalmente eso sería mejor… pero también significaría que Elene pasaría una noche con Wolff, y esa idea molestó a Vandam más de lo debido. De otro modo, si fueran a la casa de ella, donde Jakes estaba esperando con diez hombres y tres coches, atraparían a Wolff antes de que tuviera oportunidad de…
Vandam se puso de pie y paseó de un lado a otro de la habitación. Distraídamente tomó el libro Rebeca, el que pensaba que Wolff estaba usando como base de su código. Leyó la primera línea: «Anoche soñé que volvía a Manderley». Dejó el libro, luego lo volvió a abrir y siguió leyendo. La historia de la muchacha vulnerable, intimidada, era una buena distracción. Cuando se dio cuenta de que la chica se casaría con el viudo maduro y atractivo, y que el matrimonio sería desafortunado a causa de la presencia espectral de la primera esposa, cerró el libro y lo dejó otra vez. ¿Cuál era la diferencia de edad entre él y Elene? ¿Durante cuánto tiempo lo obsesionaría el recuerdo de Angela? También ella había sido fríamente perfecta. Elene, como ella, era joven e impulsiva, y necesitaba que la rescataran de la vida que llevaba. Estos pensamientos lo irritaban, pues él no iba a casarse con Elene. Encendió un cigarrillo. ¿Por qué pasaba el tiempo tan lentamente? ¿Por qué no sonaba el teléfono? ¿Cómo pudo dejar que Wolff se le escapara de entre las manos dos veces en dos días? ¿Dónde estaba Elene?
¿Dónde estaba Elene?
Antes ya había puesto en peligro a una mujer. Ocurrió después de su otro fracaso, cuando Rashid Alí salió furtivamente de Turquía bajo las propias narices de Vandam. Este había enviado a un agente para detener al espía alemán, el hombre que había intercambiado ropas con Alí le ayudó a escapar. Vandam esperaba salvar algo del desastre descubriendo todo lo relativo a aquel individuo. Pero al día siguiente encontraron muerta a la mujer sobre una cama de hotel. Era un paralelismo escalofriante.
No tenía sentido quedarse en casa. No podía dormir y no había ninguna otra cosa que pudiera hacer allí. Iría a reunirse con Jakes y los otros, pese a las órdenes de la doctora Abuthnot. Se puso una chaqueta y la gorra del uniforme, salió y sacó su motocicleta del garaje.
Elene y Wolff permanecían de pie juntos, cerca del borde del risco, mirando las luces brillantes de El Cairo y las más cercanas, trémulas y mortecinas, de las hogueras de los campesinos en las oscuras aldeas. Elene pensaba en un campesino imaginario —trabajador, paupérrimo, supersticioso—, colocaba un colchón de paja sobre el suelo de tierra, se cubría con una manta burda y buscaba consuelo en los brazos de su mujer. Elene había dejado atrás la miseria —para siempre, esperaba—, pero a veces le parecía que con ella había dejado atrás algo más, algo de lo que no podía prescindir. En Alejandría, cuando era niña, la gente dejaba impresiones de las palmas de las manos, en color azul, sobre las rojas paredes de barro. Formas de manos para protegerse del mal. Elene no creía en la eficacia de las impresiones de palmas, pero, a pesar de las ratas, a pesar de los aullidos cuando el prestamista golpeaba a sus dos esposas, a pesar de las garrapatas que infestaban a todos, a pesar de la muerte de muchos recién nacidos, ella creía que había algo allí que los protegía del mal. Intentaba encontrar ese algo cuando llevaba hombres a su casa, cuando los admitía en su cama, aceptaba sus regalos, sus caricias y su dinero, pero nunca lo encontraba.
No quería hacer eso nunca más. Había empleado demasiado tiempo de su vida buscando el amor donde no correspondía. En especial, no quería ir con Alex Wolff, aunque a ratos se preguntaba: «¿Por qué no hacerlo una vez más?». Ese era el punto fríamente razonable de Vandam. Pero cada vez que contemplaba la posibilidad de hacer el amor con Wolff, veía la imagen que la había acosado durante las últimas semanas: la de seducir a William Vandam. Sabía cómo sería Vandam: la miraría con inocente admiración y la acariciaría asombrado de placer. Pensando en eso, Elene se sintió momentáneamente incapaz de resistir el deseo. También sabía cómo sería Wolff: malicioso, egoísta, hábil e inconmovible.
Se volvió de espaldas al panorama y caminó en silencio hasta el coche. Era el momento de que Wolff se le insinuara. Habían terminado la comida, vaciado la botella de champán y el termo de café y liquidado el pollo y el racimo de uvas. Él esperaría su justa recompensa. Desde el asiento trasero del coche, lo observó. Wolff permaneció un momento en el borde del risco y luego caminó hacia ella, llamando al conductor. Tenía el porte seguro que la estatura a menudo da a los hombres. Era atractivo, mucho más encantador que cualquiera de los amantes que había tenido Elene; pero ella le tenía miedo, y ese miedo no provenía solo de lo que sabía de Wolff, de su historia, sus secretos y su cuchillo, sino de la comprensión intuitiva de la naturaleza: de algún modo, Elene sabía que su encanto no era espontáneo, sino fingido, y que se mostraba amable porque quería utilizarla.
Ya la habían utilizado demasiado.
Wolff se sentó a su lado.
—¿Le agradó el picnic?
Elene hizo un esfuerzo por parecer animada.
—Sí, fue delicioso. Gracias.
El coche arrancó. O bien Wolff la invitaría a su casa, o la llevaría a su apartamento y le pediría tomar una copa con ella para terminar la noche. Tendría que buscar una forma alentadora de negarse. Se le ocurrió que eso era ridículo: se estaba comportando como una virgen asustada. «¿Qué estoy haciendo… reservándome para el Príncipe Azul?», pensó.
Había permanecido silenciosa durante demasiado tiempo. Se suponía que debía ser graciosa y simpática. Debía hablarle.
—¿Ha oído las noticias sobre la guerra? —preguntó, y se dio cuenta de inmediato de que no era el más divertido de los temas.
—Los alemanes siguen ganando —respondió Wolff—. Por supuesto.
—¿Por qué «por supuesto»?
Wolff la miró sonriendo condescendiente.
—El mundo está dividido en amos y esclavos, Elene. —Hablaba como si estuviera explicando hechos evidentes a un colegial—. Los británicos han sido los amos durante demasiado tiempo. Se han ablandado y ahora le toca el turno a otros.
—Y los egipcios… ¿son amos o esclavos?
Elene sabía que debía callarse la boca, que caminaba sobre una fina capa de hielo, pero la suficiencia de Wolff la enfurecía.
—Los beduinos son amos —dijo él—. Pero el egipcio es un esclavo nato.
«Dice en serio todas y cada una de estas palabras», pensó Elene y se estremeció.
Llegaron a los suburbios de la ciudad. Ya era más de medianoche y reinaba la tranquilidad, pero el centro todavía estaría muy activo. Wolff preguntó:
—¿Dónde vive usted?
Elene se lo dijo. De modo que iba a ser allí. Wolff continuó:
—Tenemos que repetir esto.
—Me encantaría.
Alcanzaron Sharia Abbas y Wolff le indicó al conductor que se detuviera. Elene se preguntó qué pasaría entonces. Wolff se dirigió a ella y dijo:
—Gracias por la encantadora velada. La veré pronto.
Se apeó del coche.
Elene lo miró estupefacta. Wolff se agachó junto a la ventanilla del conductor, le entregó una suma de dinero y le dio la dirección de Elene. El chófer asintió con la cabeza. Wolff dio un golpe en el techo del auto y el taxista arrancó. Elene miró hacia atrás y vio a Wolff que la saludaba con la mano. Cuando el coche doblaba una esquina, Wolff echó a andar hacia el río.
«¿Qué conclusión se puede sacar de esto?», se preguntó Elene.
Ninguna sugerencia, ninguna invitación a su casa, ni copa ni siquiera un beso de buenas noches. ¿A qué jugaba, a hacerse el difícil?
Pensó, perpleja, en todo el asunto mientras el taxi la conducía a su casa. Quizá la técnica de Wolff era tratar de intrigar a las mujeres. Quizá solo era un excéntrico. Cualquiera que fuese la razón, ella estaba muy agradecida. Se reclinó en el asiento y aflojó los músculos. No estaba obligada a elegir entre rechazarlo o ir a la cama con él. Gracias a Dios.
El taxi se detuvo en la puerta de la casa de Elene. Repentinamente, de la nada, aparecieron tres coches rugiendo. Uno se detuvo justo frente al taxi; el otro detrás, muy cerca, y el tercero, a un lado. Unos hombres surgieron de las sombras. Abrieron de par en par las cuatro puertas del coche, y cuatro revólveres apuntaron al interior. Elene lanzó un grito.
Entonces apareció una cabeza dentro del auto, y Elene reconoció a Vandam.
—¿Se ha ido? —preguntó.
Elene se dio cuenta de lo que ocurría.
—Pensé que iban a dispararme —replicó.
—¿Dónde lo ha dejado?
—En Sharia Abbas.
—¿Cuánto hace?
—Cinco minutos. ¿Puedo salir del coche?
Vandam le dio la mano y ella bajó a la acera.
—Siento haberla asustado —le dijo Vandam.
—Esto es lo que se dice cerrar la puerta del establo cuando el caballo ya se ha escapado.
—Así es.
Vandam parecía totalmente derrotado.
Elene sintió cariño por él. Le tocó el brazo.
—No tiene ni idea de lo feliz que me siento al verle —dijo.
Vandam la miró extrañado, como si no supiera con seguridad si creerla o no.
—¿Por qué no manda a casa a sus hombres y me acompaña a mi apartamento? —preguntó Elene.
Vandam dudó un instante.
—Muy bien. —Se volvió hacia uno de sus hombres, un capitán—. Jakes, quiero que interrogue al conductor del taxi; vea lo que puede sacarle. Despida a los hombres. Lo veré en el Cuartel General dentro de una hora, aproximadamente.
—Muy bien, señor.
Elene lo condujo hacia dentro. ¡Era tan agradable entrar en casa, dejarse caer en el sofá y quitarse los zapatos de una patada! La prueba había pasado, Wolff se había ido y Vandam estaba allí.
—Sírvase una copa—dijo.
—No, gracias.
—¿Qué es lo que ha salido mal?
Vandam se sentó al otro lado y sacó sus cigarrillos.
—Esperábamos que cayera en la trampa sin percatarse de nada… pero sospechó, o fue cauteloso, y se nos escapó. ¿Qué ocurrió después?
Elene apoyó la cabeza en el respaldo del sofá, cerró los ojos y en pocas palabras le relató lo ocurrido. No dijo lo que había pensado respecto a acostarse con Wolff, ni que este apenas la había tocado en toda la noche. Habló imperiosamente: quería olvidar, no recordar. Cuando terminó dijo:
—Prepáreme una copa, aunque usted no beba.
Vandam se dirigió al armario. Elene se dio cuenta de que estaba enfadado. Miró el vendaje que tenía en la cara. Lo había advertido en el restaurante y, de nuevo, hacía pocos minutos, pero ahora tenía tiempo de formularle ciertas preguntas.
—¿Qué le ha ocurrido en la cara?
—Anoche casi capturamos a Wolff.
—¡Oh, no!
Así que Vandam había fracasado dos veces en veinticuatro horas. No le extrañaba que se sintiera derrotado. Elene quería consolarlo, rodearlo con sus brazos, hacerle apoyar la cabeza en su regazo y acariciarle el cabello. Su deseo se asemejaba a un dolor. Decidió —impulsivamente, como siempre decidía las cosas— que esa noche lo llevaría a su cama.
Vandam le sirvió una copa. También preparó otra para él. Cuando Vandam se inclinó hacia delante para alcanzarle el vaso ella levantó una mano, le tocó la barbilla con la punta de los dedos y le hizo girar la cabeza, para poder observar la mejilla. Él la dejó mirar durante un segundo y después apartó la cabeza.
Elene no le había visto nunca tan tenso. Vandam cruzó el cuarto y se sentó frente a ella, erguido, en el borde de la silla. Estaba conteniendo una fuerte emoción, algo parecido a la ira, pero cuando Elene lo miró a los ojos no vio cólera, sino dolor.
—¿Qué impresión le ha causado Wolff? —preguntó entonces Vandam.
Elene no estaba segura del objeto de la pregunta.
—Encantador. Inteligente. Peligroso.
—¿Su aspecto?
—Manos cuidadas, camisa de seda, un bigote que no le sienta bien. ¿Qué trata de averiguar?
Vandam sacudió la cabeza irritado.
—Nada. Todo.
Encendió otro cigarrillo.
Con ese humo no podría llegar a él. Elene quería que Vandam se sentara a su lado, que le dijera que era hermosa y valiente y que había actuado bien; pero sabía que era inútil preguntar. Aun así, indagó:
—¿Cómo lo he hecho?
—No lo sé —contestó Vandam—. ¿Qué hizo?
—Usted sabe lo que hice.
—Sí. Estoy sumamente agradecido.
Vandam sonrió, pero ella se dio cuenta de que la sonrisa no era sincera. ¿Qué le ocurría? Había algo familiar en su cólera, algo que ella entendería tan pronto como pudiera palparlo. No era solo la idea de haber fracasado. Era su actitud, la forma en que le hablaba, cómo se sentaba frente a ella y, en especial, cómo la miraba. Su expresión era… era casi de repugnancia.
—¿Wolff dijo que la vería otra vez? —preguntó Vandam.
—Sí.
—Espero que lo haga. —Apoyó el mentón en las manos. Tenía la cara crispada por la tensión. Columnas de humo ascendían de su cigarrillo—. ¡Cristo, espero que lo haga!
—Ya veo. «Tenemos que repetir esto», ¿eh?
—Algo así. ¿En qué cree que pensaba, exactamente?
Elene se encogió de hombros.
—Otro picnic, otra cita. ¡Maldita sea, William! ¿Qué le ha picado?
—Es simple curiosidad —contestó él. En su rostro apareció una sonrisa torcida, que ella nunca le había visto—. Quisiera saber lo que hicieron, además de comer y beber, en el asiento trasero de ese enorme taxi, y en la orilla del río; ya sabe, todo ese tiempo juntos, en la oscuridad, un hombre y una mujer…
—¡Cállese! —Elene cerró los ojos. De pronto comprendía, sabía. Sin abrirlos, dijo—: Voy a acostarme. Ya conoce la salida.
Pocos minutos después se oyó un portazo.
Elene fue a la ventana y miró hacia la calle. Le vio salir del edificio y montar en su motocicleta. Vandam puso el motor en marcha y se alejó a gran velocidad, doblando la esquina como si estuviera en una carrera. Elene estaba muy cansada y algo triste por tener que pasar la noche sola. Pero no se sentía desdichada, porque había comprendido la ira de Vandam. Sabía cuál era el motivo y eso le daba esperanzas. Cuando él desapareció de su vista, Elene sonrió ligeramente y dijo en voz queda:
—William Vandam, creo que realmente estás celoso.