Sonja meditaba tristemente. Había alentado alguna esperanza de encontrar a Wolff cuando, hacia la madrugada, regresó a la casa flotante; pero el lugar estaba frío y desierto. No sabía qué pensar. Al principio, cuando la arrestaron, solo sintió rabia porque había huido dejándola a merced de los asesinos británicos. Al estar sola, siendo mujer y, en cierto modo, cómplice en el espionaje de Wolff, sintió terror por lo que pudieran hacerle. Pensó que él debía haberse quedado y haberla protegido. Luego se dio cuenta de que ese proceder no habría sido inteligente. Al abandonarla, Wolff había alejado de ella las sospechas. Era difícil aceptarlo, pero era por su bien. Sentada sola en el cuarto desnudo del Cuartel General, había cambiado el objeto de su ira, de Wolff a los británicos. Y cuando los desafió, se echaron atrás.
En aquel momento, no estaba segura de que el hombre que la interrogaba fuese el comandante Vandam. Pero luego, cuando la dejaron en libertad, el funcionario dejó escapar el nombre. La confirmación la había deleitado. Sonrió de nuevo al pensar en el grotesco vendaje de la cara de Vandam. Wolff debía de haberle herido con el cuchillo. Debió matarlo. De todos modos, ¡qué gran noche, qué soberbia noche!
Se preguntó dónde estaría Wolff. Se habría ocultado en algún sitio, en la ciudad. Saldría cuando, a su juicio, no hubiera peligro. Ella no podía hacer nada. Pero le habría gustado que estuviera allí para compartir el triunfo.
Se puso el camisón. Sabía que debía acostarse, pero no tenía sueño. Quizá una copa la ayudara. Fue a buscar una botella de whisky, sirvió un poco en un vaso y le agregó agua. Lo estaba saboreando cuando oyó pasos en la pasarela. Sin pensar, llamó:
—¿Achmed…?
Luego se dio cuenta de que no eran sus pasos. Estos eran demasiado ligeros y rápidos. Permaneció al pie de la escalera, en camisón, con el vaso en la mano. Se levantó la escotilla y asomó un rostro árabe dentro.
—¿Sonja?
—Sí…
—Creo que esperaba a otra persona.
El hombre bajó la escalera. Sonja lo observaba, pensando: «¿Y ahora qué?». Cuando llegó al suelo, el desconocido se quedó frente a ella. Era un hombre pequeño, de rostro agradable y movimientos rápidos y precisos. Llevaba ropas europeas: pantalones oscuros, zapatos negros lustrados y camisa blanca, de manga corta.
—Soy el inspector Kemel, y me honra conocerla.
Extendió la mano.
Sonja se dio la vuelta y se alejó, cruzó el cuarto hasta el diván y se sentó. Creía haber terminado con la policía. Ahora trataban de intervenir los egipcios. Se tranquilizó pensando que, al final, probablemente todo se arreglaría con un soborno. Tomó un sorbo de whisky mientras observaba a Kemel. Por fin dijo:
—¿Qué es lo que quiere?
Kemel se sentó sin que lo invitaran.
—Me interesa su amigo, Alex Wolff.
—No es mi amigo.
Kemel pasó por alto la frase.
—Los británicos me han dicho dos cosas del señor Wolff: una, que acuchilló a un cabo en Assyut; segunda, que ha tratado de pasar billetes ingleses falsificados en un restaurante de El Cairo. La historia no deja de ser curiosa. ¿Qué hacía en Assyut? ¿Por qué mató al militar? ¿Y dónde consiguió el dinero falso?
—No sé nada de ese hombre —dijo Sonja esperando que Wolff no llegara en ese momento.
—Pero yo sí —replicó Kemel—. Tengo otras informaciones, que los británicos pueden o no poseer. Sé quién es Alex Wolff. Su padrastro era abogado, aquí, en El Cairo. Su madre era alemana. También sé que Wolff es un nacionalista. Sé que fue su amante y sé que usted es nacionalista.
Sonja se había quedado helada. Permaneció inmóvil, sin probar la copa que se había servido, observando cómo el astuto detective exhibía las pruebas contra ella. No dijo nada.
Kemel continuó.
—¿Dónde consiguió el dinero falso? No fue en Egipto. No creo que haya aquí un impresor capaz de hacer ese trabajo. Y si lo hubiera, creo que fabricaría dinero egipcio. Por lo tanto, ese dinero proviene de Europa. Ahora bien, Wolff, también conocido como Achmed Rahmah, desapareció silenciosamente hace un par de años. ¿Adónde fue? ¿A Europa? El regreso… Por la ruta de Assyut. ¿Por qué? ¿Quiso introducirse a hurtadillas en el país, pasar inadvertido? Quizá formaba parte de una organización de falsificadores ingleses y ahora ha vuelto con su parte de las ganancias. Pero no lo creo, porque no es un hombre pobre, ni tampoco un criminal. Así pues, hay un misterio.
«Lo sabe —pensó Sonja—. Dios mío, lo sabe».
—Ahora los británicos me han pedido que vigile esta casa flotante y les informe sobre todas las personas que entran y salen. Ellos esperan que Wolff venga aquí. Entonces lo arrestarán, y luego obtendrán la respuesta. A menos que yo resuelva el rompecabezas primero.
¡Vigilancia sobre la casa flotante! Wolff nunca volvería. «Pero… ¿por qué me lo dice Kemel?», pensó Sonja.
—La clave, creo, está en el origen de Wolff: es a la vez alemán y egipcio. —Kemel se puso de pie y cruzó el cuarto para sentarse junto a Sonja y mirarla a la cara—. Creo que él está luchando en esta guerra. Creo que está luchando por Alemania y por Egipto. Creo que el dinero falso proviene de los alemanes. Creo que Wolff es un espía.
Sonja pensó: «Pero no sabe dónde encontrarlo. Por eso está aquí».
Kemel le clavó los ojos. Ella se volvió, temerosa de que pudiera adivinar sus pensamientos mirándole a la cara.
—Si Wolff es un espía, yo puedo capturarlo. O puedo salvarlo —dijo el detective.
Sonja se volvió bruscamente.
—Eso ¿qué significa?
—Quiero verle. En secreto.
—¿Por qué?
Kemel mostró una sonrisa astuta y cómplice.
—Sonja, usted no es la única que quiere que Egipto sea libre. Somos muchos. Queremos ver a los británicos derrotados y no somos quisquillosos en cuanto a quién lo haga. Deseamos trabajar con los alemanes. Queremos ponernos en contacto con ellos. Queremos hablar con Rommel.
—¿Y usted cree que Achmed puede ayudarlos?
—Si es espía, debe de tener un medio de enviar mensajes a los alemanes.
Sonja estaba confusa. De acusador, Kemel se había convertido en otro conspirador, a menos que fuera una trampa. No sabía si confiar en él o no. No tenía tiempo suficiente para pensarlo. No sabía qué decir, así que no dijo nada.
Kemel asintió con amabilidad.
—¿Puede concertarme una cita?
De ninguna manera Sonja podía tomar semejante decisión de improviso.
—No —dijo.
—Recuerde la vigilancia de la casa flotante —advirtió Kemel—. Los informes llegarán a mi poder antes de pasar al comandante Vandam. Si existe una posibilidad, solo una posibilidad, de que usted pueda concertar una entrevista, a mi vez puedo asegurar que los informes que pasen a Vandam estén cuidadosamente corregidos a fin de que no contengan nada… embarazoso.
Sonja ya había olvidado la vigilancia. Cuando Wolff regresara —y lo haría tarde o temprano—, los que estuvieran observando informarían y Vandam se enteraría, a menos que Kemel lo arreglara. Eso lo cambiaría todo. No tenía alternativa.
—Le conseguiré una entrevista.
—Muy bien. —El detective se puso de pie—. Llame al cuartel principal de policía y deje un mensaje diciendo que Sirhan desea verme. Cuando reciba ese mensaje, me pondré en contacto con usted para convenir el día y la hora.
—De acuerdo.
Kemel se dirigió hacia la escalera y luego se volvió.
—A propósito… —Sacó una billetera del bolsillo de sus pantalones y extrajo una pequeña fotografía. Se la entregó a Sonja. Era una foto de ella—. ¿Querría autografiarla para mi esposa? Es una gran admiradora suya. —Le extendió una pluma—. Se llama Hesther.
Sonja escribió: «A Hesther, con mis mejores deseos, Sonja». Le devolvió a Kemel la fotografía. Pensaba: «Esto es increíble».
—Se lo agradezco tanto… Ella se alegrará muchísimo.
«Increíble».
—Me pondré en contacto lo antes posible —aseguró Sonja.
—Gracias.
El detective extendió la mano. Esta vez Sonja la estrechó. Kemel subió la escalera y salió, cerrando la escotilla tras de sí.
Sonja se sentó. Según se mirara había manejado bien el asunto. No estaba convencida totalmente de la sinceridad de Kemel; pero si le había tendido una trampa, ella no lo advertía.
Se sintió cansada. Terminó el whisky y cruzó las cortinas hacia el dormitorio. Aún tenía puesto el camisón y sentía bastante frío. Fue a la cama y tiró del cobertor para destaparla. Oyó un ruido de golpes suaves y repetidos. Por un instante se le detuvo el corazón. Dio una vuelta en redondo para mirar la portilla del lado más distante, el que daba al río. Detrás del vidrio había una cabeza.
Sonja lanzó un grito.
La cara desapareció.
Se trataba de Wolff. Subió corriendo la escalera y salió a la cubierta. Miró por la borda y lo vio en el agua. Parecía estar desnudo. Trepó por el costado del barco, usando las portillas para agarrarse. Sonja consiguió asirle del brazo, tiró y le hizo subir a la cubierta. Wolff permaneció acuclillado un instante, lanzando rápidas miradas a uno y otro lado de la ribera, como una astuta rata de agua. Luego bajó precipitadamente por la escotilla. Sonja le siguió.
Wolff quedó de pie sobre la alfombra, chorreando agua y tiritando. Estaba desnudo.
—¿Qué ha sucedido? —le preguntó Sonja.
—Prepárame un baño —dijo él.
Sonja cruzó el dormitorio hacia el cuarto de aseo. Tenía una bañera pequeña con un calentador eléctrico. Abrió los grifos y arrojó al agua un puñado de cristales perfumados. Wolff se metió en la bañera y dejó que el agua subiera a su alrededor.
—¿Qué ha ocurrido? —repitió Sonja.
Wolff dominó sus temblores.
—No quise arriesgarme viniendo por el camino de sirga, de modo que me desnudé en la orilla opuesta y crucé a nado. Miré adentro y vi a ese hombre contigo… Supongo que era otro policía.
—Sí.
—De forma que tuve que esperar en el agua hasta que se marchó.
Sonja rió.
—¡Pobrecito!
—¡No es nada divertido! ¡Dios, estoy helado! Los cabrones de la Abwehr me dieron dinero falso. Estrangularé a alguien por esto, en cuanto vaya a Alemania.
—¿Por qué?
—No sé si es incompetencia o deslealtad. Canaris ha sido siempre poco entusiasta respecto a Hitler. Cierra los grifos, ¿quieres?
Empezó a quitarse el barro del río que tenía en las piernas.
—Tendrás que usar tu propio dinero —dijo Sonja.
—No puedo. Seguramente el banco tiene instrucciones de avisar a la policía en cuanto me deje ver. Podría pagar alguna que otra cuenta con cheques, pero eso podría ayudarles a pescarme. Me queda la posibilidad de vender una parte de mis valores, o incluso la villa, pero también en ese caso el dinero tiene que pasar por un banco…
«Así es que tendrá que usar el mío —pensó Sonja—. Pero tú no pides: simplemente lo tomas». Archivó la idea para considerarla en el futuro.
—Ese detective va a vigilar el barco… Por orden de Vandam.
Wolff sonrió abiertamente.
—De modo que era Vandam.
—¿Le heriste tú?
—Sí, pero no sé dónde. No había luz.
—En la cara. Tenía un enorme vendaje.
Wolff lanzó una carcajada.
—¡Ojalá pudiera verlo! —Se puso serio y preguntó—: ¿Te interrogó?
—Sí.
—¿Qué le dijiste?
—Que apenas te conozco.
—¡Bien hecho! —La miró apreciativamente. Sonja se dio cuenta de que él estaba contento y algo sorprendido de que hubiera conservado la sangre fría—. ¿Te creyó?
—Por lo visto no, puesto que ordenó vigilarme.
Wolff frunció el ceño.
—Esto va a resultar un inconveniente. No puedo cruzar el río cada vez que quiera venir a casa…
—No te preocupes —dijo Sonja—. Lo he arreglado.
—¿De veras?
No era exactamente así y Sonja lo sabía, pero sonaba bien.
—El inspector es de los nuestros —explicó.
—¿Un nacionalista?
—Sí. Quiere usar tu radio.
—¿Cómo sabe que tengo una radio?
Había un tono amenazador en la voz de Wolff.
—No lo sabe —respondió tranquilamente Sonja—. De lo que le han dicho los británicos deduce que eres un espía; y presume que un espía tiene un medio de comunicarse con los alemanes. Los nacionalistas desean enviar un mensaje a Rommel.
Wolff sacudió la cabeza.
—Prefiero no involucrarme en eso.
Sonja no iba a dejar que deshiciera un pacto establecido por ella.
—Tienes que hacerlo —dijo bruscamente.
—Supongo que sí —admitió Wolff, abatido.
Sonja experimentó una extraña sensación de poder. Era como si ahora mandase. Resultaba estimulante.
—Están cerrando el cerco. No quiero más sorpresas como la de anoche. Quisiera dejar este barco, pero no sé adónde ir. Abdullah está enterado de que mi dinero no sirve. Le gustaría entregarme a los británicos. ¡Maldición!
—Estarás seguro aquí, mientras cooperes con el detective.
—No tengo alternativa.
Sonja se sentó en el borde de la bañera, mirando el cuerpo desnudo de Wolff. Parecía… no derrotado, pero sí acorralado. Tenía la cara tensa y había en su voz un ligero tono de temor. Adivinó que Wolff, por vez primera, se estaba preguntando si podría sostenerse hasta que llegara Rommel. Y, también por primera vez, dependía de ella. Necesitaba su dinero; necesitaba su casa. La noche anterior había dependido de su silencio en el interrogatorio y en ese momento se creía salvado por su trato con el detective nacionalista. Estaba cayendo en su poder. La idea la fascinó. Se sintió sensualmente excitada.
—No sé si mantener mi cita con esa chica, Elene, esta noche —dijo Wolff.
—¿Por qué no? No tiene nada que ver con los británicos. ¡La conociste en una tienda!
—Quizá. Es solo que creo más seguro quedarme aquí. No sé.
—No —dijo Sonja con firmeza—. Yo la quiero.
Wolff la miró con los ojos entornados. Ella no sabía si estaba considerando el asunto o pensando en su recién descubierta fuerza de voluntad.
—Muy bien —dijo al final el espía—. Se trata de tomar precauciones.
Wolff se había dado por vencido. Sonja había probado su fuerza contra la de él, y había ganado. Eso le causaba una especie de excitación. Se estremeció.
—Todavía tengo frío —dijo Wolff—. Añade un poco de agua caliente.
—No.
Sin quitarse el camisón, Sonja entró en la bañera.
Vandam se sentía optimista sentado en el Oasis Restaurant, sorbiendo un martini helado, con Jakes a su lado. Durmió todo el día y se despertó maltrecho, pero listo para contraatacar. Había ido al hospital, donde la doctora Abuthnot le dijo que era una locura estar levantado y dando vueltas, pero que le acompañaba la suerte, pues su herida estaba mejorando. Le había cambiado el vendaje por uno más pequeño y cuidado, que no tenía que atarse alrededor de la cabeza. Eran ya las siete y cuarto y en pocos minutos atraparía a Alex Wolff.
Vandam y Jakes estaban en el fondo del salón, en un punto desde el cual dominaban todo el establecimiento. La mesa más cercana la ocupaban dos fornidos sargentos que comían pollo frito pagado por Información. Afuera, en un coche sin identificación que estaba estacionado al otro lado de la calle, había dos PM de paisano, con revólveres en los bolsillos de sus chaquetas. La trampa estaba montada; lo único que faltaba era la carnada. Elene llegaría en cualquier momento.
Aquella mañana Billy había quedado impresionado por el vendaje. Vandam le hizo jurar que guardaría el secreto y luego le contó la verdad.
—Tuve una pelea con un espía alemán. Él tenía un cuchillo. Se escapó, pero creo que podré atraparlo esta noche.
Era un quebrantamiento del secreto, pero qué demonios, el muchacho necesitaba saber por qué su padre estaba herido. Después de escuchar lo sucedido, Billy ya no se sintió preocupado sino emocionado. Gaafar, pasmado, iba y venía silenciosamente y hablaba en susurros, como si hubiera un muerto en la casa.
Con Jakes, la impulsiva intimidad de la noche anterior no había dejado ninguna huella evidente. Sus relaciones oficiales habían retornado: Jakes recibía órdenes, le llamaba señor y no daba opiniones ni aunque se las pidieran. «Estaba bien así —pensaba Vandam—; formaban un buen equipo. ¿Para qué hacer cambios?».
Vandam consultó su reloj de pulsera. Eran las siete y treinta. Encendió otro cigarrillo. En cualquier momento Alex Wolff entraría por la puerta. Vandam se sintió seguro de reconocer a Wolff —un europeo alto, de nariz aguileña, con cabellos y ojos castaños; un hombre fuerte, en buena forma física—, pero no haría nada hasta que entrase Elene y se sentase con él. Entonces Vandam y Jakes actuarían. Si Wolff intentaba huir, los dos sargentos obstruirían la puerta y, en el caso improbable de que lograra pasar, los PM que estaban afuera le dispararían.
Siete y treinta y cinco. Vandam anhelaba interrogar a Wolff. ¡Qué batalla de voluntades! Pero Vandam ganaría, porque tendría todas las ventajas. Tantearía a Wolff, buscaría los puntos débiles y luego presionaría hasta que el prisionero se quebrara.
Siete y treinta y nueve. Wolff se retrasaba. Por supuesto, era posible que no viniera. «Dios no lo permita». Vandam se estremeció al recordar el aire de suficiencia con que había dicho a Bogge: «Espero arrestarlo mañana por la noche». La sección de Vandam tenía mala fama en ese momento y solo el rápido arresto de Wolff le permitiría recuperarse. «Pero supongamos que, después del susto de anoche, Wolff haya decidido no hacerse notar durante una temporada. ¿Dónde se escondería?». De algún modo, Vandam tenía la impresión de que no hacerse notar no era el estilo de Wolff. En eso confiaba.
A las siete cuarenta se abrió la puerta del restaurante y entró Elene. Vandam oyó que Jakes silbaba hacia dentro. La muchacha estaba estupenda. Llevaba un vestido de seda de color crema. La sencillez del corte hacía resaltar su esbelta figura, y el color y la textura de la tela favorecían su delicada piel bronceada: Vandam sintió el impulso repentino de acariciarla.
Elene miró a su alrededor buscando, evidentemente, a Wolff. Sus ojos se encontraron con los de Vandam y siguieron su movimiento sin vacilar. El maitre se aproximó y ella le habló. La instaló en una mesa para dos, cerca de la puerta.
Vandam captó la mirada de uno de los sargentos e inclinó la cabeza en dirección a Elene. El sargento hizo un ligero gesto de asentimiento y miró su reloj.
¿Dónde estaba Wolff?
Vandam encendió un cigarrillo y empezó a preocuparse. Había supuesto que Wolff, siendo un caballero, llegaría con cierta anticipación y que Elene lo haría un poco después. De acuerdo con este guión, el arresto habría tenido lugar en el momento que ella se sentara. «Esto anda mal —pensó—. Anda condenadamente mal».
Un camarero le llevó a Elene algo de beber. Eran las siete y cuarenta y cinco. Ella miró en dirección a Vandam y encogió ligera y delicadamente sus finos hombros.
Se abrió la puerta del restaurante. Vandam quedó inmóvil, con el cigarrillo a medio camino de los labios, y luego se retrepó de nuevo, decepcionado: solo era un muchachito. El chico entregó un papel a un camarero y volvió a salir.
Vandam decidió pedir otra copa.
Vio que el camarero iba a la mesa de Elene y le entregaba la nota. Vandam arrugó la frente. ¿Qué era eso? ¿Una disculpa de Wolff, que no podía acudir a la cita? El rostro de Elene mostró una expresión de perplejidad apenas perceptible. Miró a Vandam y volvió a encogerse ligeramente de hombros.
Vandam consideró la posibilidad de ir y preguntarle qué ocurría…, pero eso daría al traste con la emboscada, pues, ¿qué ocurriría si Wolff entraba mientras Elene hablaba con él? Wolff podía dar media vuelta y huir, y solo tendría que eludir a los PM; dos personas en lugar de seis.
Vandam murmuró a Jakes:
—Espere.
Elene tomó su cartera de la silla que estaba a su lado y se puso en pie. Miró otra vez a Vandam y luego se volvió. Vandam pensó que iba al tocador. En cambio, fue hasta la puerta y la abrió.
Vandam y Jakes se levantaron al mismo tiempo. Uno de los sargentos se incorporó a medias, observando a Vandam y este le hizo señas de que se volvieran a sentar: no tenía objeto detener a Elene. Vandam y Jakes cruzaron deprisa el restaurante dirigiéndose hacia la puerta.
Al pasar junto a los sargentos Vandam dijo:
—Síganme.
Salieron a la calle. Vandam miró a su alrededor. Había un mendigo ciego sentado contra la pared, con un platillo rajado que contenía algunas piastras. Tres soldados, uniformados, trastabillaban por la acera, ya borrachos, cogidos por los hombros, cantando una canción picaresca. Un grupo de egipcios se habían parado junto a la puerta del restaurante y se estrechaban vigorosamente las manos. Un vendedor ambulante ofreció a Vandam hojas de afeitar baratas. A pocos metros de distancia, Elene subía a un taxi.
Vandam echó a correr.
La puerta del taxi se cerró con violencia y el coche partió.
Al otro lado de la calle, el auto de los PM rugió, salió disparado hacia delante y chocó con un autobús.
Vandam alcanzó al taxi y saltó al estribo. El coche viró de repente. Vandam no pudo sostenerse, saltó, corrió y, finalmente, cayó.
Se puso de pie. La cara le ardía de dolor: la herida sangraba de nuevo y sentía el pegajoso calor bajo el esparadrapo. Jakes y los dos sargentos se reunieron alrededor de Vandam. Al otro lado de la calle, los PM discutían con el conductor del autobús.
El taxi había desaparecido.