3

Wolff sacó un pañuelo del bolsillo de sus pantalones y limpió la sangre de la hoja del cuchillo. Examinó la hoja en la penumbra y volvió a limpiarla. Siguió caminando lustrando vigorosamente el delgado acero. Se detuvo y pensó: «¿Qué estoy haciendo? Ya está limpia». Arrojó el pañuelo y volvió a colocar el cuchillo en su funda, debajo del brazo. Salió del callejón y entró en una calle, se orientó y se encaminó hacia la Ciudad Vieja.

Se imaginó una celda de cárcel. Tenía un metro ochenta de largo por uno veinte de ancho, y la mitad la ocupaba la cama. Debajo de la cama había un orinal. Las paredes eran de piedra gris lisa. Una bombilla pequeña colgaba del cielo raso, en la punta de un cable. En un extremo de la celda había una puerta. En el otro, una ventanita cuadrada, justo sobre el nivel de los ojos: por ella podía ver el brillante cielo azul. Imaginó que se despertaba por la mañana y veía todo eso, y recordaba que llevaba allí un año, y que durante otros nueve seguiría allí. Usó el orinal, y después se lavó las manos en la palangana de hojalata, en el rincón. No había jabón. A través de una abertura de la puerta empujaron un plato de avena cocida fría. Recogió la cuchara y tomó un bocado, pero no pudo tragar, porque estaba sollozando.

Sacudió la cabeza para librarla de visiones de pesadilla.

«Logré escapar. ¿No es así? Logré escapar». Se dio cuenta de que algunos transeúntes le miraban fijamente al pasar. Vio un espejo en el escaparate de una tienda y se miró en él. Tenía el cabello desordenado, un lado de su rostro estaba lastimado e hinchado, una manga aparecía rasgada y había sangre en el cuello. Todavía jadeaba por el esfuerzo de correr y luchar. «Mi aspecto es peligroso», pensó. Continuó andando y en la esquina siguiente dobló para tomar un camino indirecto que evitara las calles principales.

¡Esos imbéciles de Berlín le habían dado dinero falsificado! No era sorprendente que fueran tan generosos. Lo imprimían ellos mismos. Era tan idiota, que Wolff se preguntó si podía tratarse de algo más que de idiotez. El Abwehr estaba al mando de los militares, no del partido nazi. Su jefe, Canaris, no era el más entusiasta partidario de Hitler.

«Cuando vuelva a Berlín habrá una purga».

¿Cómo lo habían pescado allí, en El Cairo? Había gastado mucho dinero. Las falsificaciones entraron en circulación. Los bancos detectaron los billetes falsos… No, no los bancos, la Tesorería General. De todos modos, alguien debía de haber rechazado el dinero y se corrió la voz en todo El Cairo. El propietario del restaurante advirtió que el dinero era falso y llamó a los soldados. Wolff sonrió tristemente al recordar lo halagado que se había sentido por el brandy que le ofreciera el dueño del restaurante. Solo un truco para retenerle hasta que llegara la policía militar.

Pensó en el hombre de la motocicleta. Debía de ser un sujeto decidido para conducir la moto por aquellos callejones, subiendo y bajando escaleras. No tenía revólver, adivinaba Wolff; de lo contrario, lo habría usado. Tampoco llevaba casco, de modo que presumiblemente no era un PM. ¿Alguien de Información, quizá? ¿El comandante Vandam, incluso?

Wolff esperaba que fuera así.

«Lo corté —pensó—. Bastante hondo, sin duda. Me pregunto dónde. ¿En la cara? Espero que haya sido Vandam».

Concentró su pensamiento en el problema inmediato. Tenían a Sonja. Ella diría que apenas le conocía. Inventaría alguna historia sobre un casual conocimiento en el Cha-Cha Club. No podrían retenerla mucho, porque era famosa, una estrella, una especie de heroína para los egipcios, y encarcelarla podría provocar graves contratiempos. De modo que pronto la soltarían. Sin embargo, Sonja tendría que darles su dirección, lo que significaba que no podía volver a la casa flotante: al menos, por el momento. Pero estaba exhausto, magullado y desgreñado. Tenía que lavarse y descansar unas horas en algún sitio.

«He estado aquí antes, errando por la ciudad, cansado y perseguido, sin tener donde ir», pensó.

Esta vez tendría que volver a recurrir a Abdullah.

Mientras caminaba hacia la Ciudad Vieja sabía en todo momento, en el fondo de su mente, que Abdullah era todo lo que quedaba y de pronto se encontró a pocos pasos de la casa del viejo ladrón. Se agachó para pasar debajo de la arcada, recorrió el largo pasillo oscuro y subió la escalera de piedra en espiral hasta la morada de Abdullah.

Abdullah estaba sentado en el suelo, con otro hombre. Había un narguile entre ellos y el aire estaba saturado del perfume del hachís. Abdullah levantó la vista hacia Wolff y esbozó una sonrisa soñolienta. Habló en árabe:

—He aquí a mi amigo Achmed, también llamado Alex. Bienvenido, Achmed-Alex.

Wolff se sentó en el suelo con ellos y los saludó en árabe.

—Aquí mi hermano Yasef desea plantearte una adivinanza, algo que nos ha estado intrigando a él y a mí durante horas, desde que empezamos a fumar, y a propósito…

Abdullah pasó la pipa a Wolff, que fumó llenándose los pulmones.

Yasef dijo:

—Achmed-Alex, amigo de mi hermano, bienvenido. Dime: ¿Por qué los británicos nos llaman wogs?

Yasef y Abdullah se deshicieron en risas entrecortadas. Wolff se percató de que estaban profundamente drogados.

Debían de haber estado fumando toda la tarde. Dio otra chupada a la pipa y se la pasó a Yasef. La droga era fuerte. Abdullah siempre tenía lo mejor. Wolff explicó:

—Pues conozco la respuesta. Los egipcios que trabajaban en el canal de Suez recibieron camisas especiales que acreditasen su derecho a estar en propiedad británica. Las iniciales WOGS que llevaban en la espalda correspondían a las palabras Working On Government Service (trabajador al servicio del Gobierno).

Yasef y Abdullah rompieron otra vez en carcajadas nerviosas. Abdullah dijo:

—Mi amigo Achmed-Alex es listo. Es tan listo como un árabe, casi, porque casi es árabe. Es el único europeo que se aprovechó de mí, Abdullah.

—Creo que eso no es verdad —replicó Wolff, entrando en su estilo de expresión pétrea—. Jamás trataría de aprovecharme de mi amigo Abdullah, pues ¿quién podría engañar al diablo?

Yasef sonrió y asintió en señal de que apreciaba la agudeza.

—Escucha, mi hermano, y te contaré. —Abdullah arrugó la frente según reunía sus pensamientos confundidos con la droga—. Achmed-Alex me pidió que robara algo para él. De ese modo, yo correría el riesgo y él tendría la recompensa. Por supuesto, no se aprovechó de mí así, tan simplemente. Yo robé la cosa, era un maletín, y, por supuesto, tenía la intención de quedarme con el contenido pues el ladrón tiene derecho al producto del delito, según la ley de Dios. Por lo tanto, yo debía haberme aprovechado de él, ¿no es así?

—Por cierto —convino Yasef—, aunque no recuerdo el pasaje de las Sagradas Escrituras que dice que un ladrón tiene derecho al producto del delito. Sin embargo…

—Quizá no —dijo Abdullah—. ¿De qué estaba hablando?

Wolff, que todavía era más o menos dueño de sí, le dijo:

—Tú debiste aprovecharte de mí, porque abriste el maletín.

—¡Claro! Pero espera. No había nada de valor en él, así es que Achmed-Alex se había aprovechado de mí. ¡Pero espera! Le hice pagar por mis servicios; por lo tanto, yo cobré cien libras y él no obtuvo nada.

Yasef frunció el ceño.

—Tú, entonces, te aprovechaste de él.

—No. —Abdullah sacudió la cabeza con tristeza—. Él me pagó con billetes falsos.

Yasef miró fijamente a Abdullah. Abdullah le devolvió la mirada. Ambos estallaron en carcajadas. Se dieron mutuas palmadas en los hombros, golpearon el suelo con los pies y rodaron sobre los almohadones, riendo hasta que se les llenaron los ojos de lágrimas.

Wolff sonrió forzado. Era justo el tipo de historia graciosa que gustaba a los negociantes árabes, una historia con su cadena de engaños. Abdullah la contaría durante años. Pero a Wolff le provocó un escalofrío. De modo que también Abdullah sabía que los billetes eran falsos. ¿Cuántos más estaban enterados? Wolff sintió como si la jauría de cazadores hubiese formado un círculo a su alrededor, de manera que, cualquiera que fuese la dirección en que corría, siempre chocaba con alguno; y el círculo se cerraba cada día más.

En ese momento, Abdullah pareció darse cuenta del estado de Wolff. Inmediatamente se manifestó muy preocupado.

—¿Qué te ha ocurrido? ¿Te han robado? —Tomó una campanita y la hizo sonar. Casi de inmediato, del cuarto vecino, apareció una mujer medio dormida—. Trae un poco de agua caliente —le dijo Abdullah—. Lava las heridas de mi amigo. Dale mi camisa europea. Trae un peine. Trae café. ¡Rápido!

En una casa europea Wolff hubiera protestado por el hecho de que despertaran a las mujeres, después de medianoche, para atenderle; pero allí esa protesta hubiera sido muy descortés. Las mujeres existían para servir a los hombres y no se sorprendían ni molestaban por las perentorias demandas de Abdullah.

Wolff explicó:

—Los británicos trataron de arrestarme y me vi obligado a luchar antes de que pudiera huir. Por desgracia, creo que ahora saben dónde he estado viviendo, y eso es un problema.

—¡Ah!

Abdullah chocó el narguile y lo pasó nuevamente.

Wolff empezó a sentir los efectos del hachís: estaba sosegado, pensaba con lentitud y tenía sueño. El tiempo corría más despacio. Dos de las esposas de Abdullah empezaron a atenderle con grandes cuidados, lavándole la cara y peinando sus cabellos. Wolff hallaba muy placenteros esos servicios.

Abdullah pareció dormitar por unos instantes. De pronto abrió los ojos.

—Debes quedarte aquí. Mi casa es tuya. Te esconderé de los británicos —prometió.

—Eres un verdadero amigo —dijo Wolff.

«Era extraño», pensó. Había planeado ofrecer dinero a Abdullah para que lo ocultara. Entonces Abdullah había revelado saber que el dinero no era bueno y él se preguntó qué otra cosa podía hacer. Pero resultaba que Abdullah iba a ocultarlo gratis. Un verdadero amigo. No había amigos en el mundo de Abdullah: estaba la familia por la cual haría cualquier cosa, y el resto, por el que no haría nada. «¿Cómo me he ganado este tratamiento especial?», pensó Wolff adormilado.

Su alarma estaba sonando otra vez. Se obligó a pensar: no era fácil, después del hachís. «Vayamos por partes —se dijo—. Abdullah me pide que permanezca aquí. ¿Por qué? Porque estoy en apuros. Porque soy su amigo. Porque me he aprovechado de él. Porque me he aprovechado de él. Esta historia no ha terminado. Abdullah quisiera agregar otro engaño a la cadena. ¿Cómo? Delatándome a los británicos». Eso era. En cuanto Wolff se durmiera, Abdullah enviaría un mensaje al comandante Vandam. Prenderían a Wolff. Los británicos pagarían a Abdullah por la información y, finalmente, la historia se podría anotar en su crédito.

«Maldito sea».

Una esposa trajo una camisa europea blanca. Wolff se puso de pie y se quitó la suya, desgarrada y manchada de sangre. La esposa evitó mirarle el pecho desnudo.

—Todavía no la necesita. Dásela por la mañana —ordenó Abdullah.

Wolff se abrochó la camisa.

—¿Quizá sería indigno para ti dormir en la casa de un árabe, mi amigo Achmed? —preguntó Abdullah.

—Los británicos tienen un proverbio: «El que come con el diablo debe usar una cuchara larga» —le contestó Wolff.

Abdullah sonrió burlón, mostrando su diente de acero. Wolff había adivinado su plan.

—Casi un árabe —dijo.

—Adiós, amigos míos —se despidió Wolff.

—Hasta la próxima —replicó Abdullah.

Wolff salió a la noche fría preguntándose adonde podía ir.

En el hospital, una enfermera paralizó la mitad de la cara de Vandam con un anestésico local. Luego la doctora Abuthnot le cosió la mejilla con sus largas manos sensibles y expertas. Le colocó un esparadrapo protector, que aseguró con una larga venda atada alrededor de la cabeza.

—Debo de parecer una caricatura con dolor de muelas —dijo Vandam.

La doctora estaba seria. No tenía mucho sentido del humor.

—No estará tan contento cuando pase el efecto de la anestesia. Le va a doler mucho la cara. Voy a darle un calmante.

—No, gracias —dijo Vandam.

—No sea terco, comandante —replicó ella—. Luego se arrepentirá.

Vandam la miró, vestida con su bata de hospital y sus cómodos zapatos de tacón bajo, y se preguntó cómo podía haberla encontrado siquiera ligeramente deseable. Era muy agradable, incluso bonita, pero también fría, superior y aséptica. No como…

No como Elene.

—Un calmante me hará dormir —dijo Vandam.

—Y eso sería bueno —dijo la doctora—. Si usted duerme podemos estar seguros de que, por unas horas, los puntos no sufrirán tensiones.

—Me encantaría, pero tengo un trabajo importante que no puede esperar.

—Usted no puede trabajar. Ni siquiera debería caminar. Debe hablar lo menos posible. Está débil por la pérdida de sangre, y una herida como esta es mental y físicamente traumática. Dentro de pocas horas sentirá el efecto y estará mareado, con náuseas, exhausto y confuso.

—Estaré peor si los alemanes toman El Cairo —dijo Vandam mientras se ponía en pie.

La doctora Abuthnot parecía contrariada. Vandam pensó lo bien que le sentaba hallarse en situación de indicarle a la gente lo que debía hacer. No estaba segura de cómo manejar la desobediencia abierta.

—Está loco —dijo.

—Sin duda. ¿Puedo comer?

—No, tome glucosa disuelta en agua tibia.

«Podría probar con ginebra tibia», pensó Vandam. Estrechó su mano. Estaba fría y seca.

Jakes le esperaba a la puerta del hospital con un coche.

—Sabía que no podrían retenerlo mucho, señor. ¿Debo llevarle a su casa?

—No. —El reloj de Vandam se había detenido—. ¿Qué hora es?

—Las dos y cinco.

—Presumo que Wolff no estaba cenando solo.

—No, señor. La persona que lo acompañaba está detenida en el Cuartel General.

—Lléveme allí.

—Si está seguro…

—Sí.

El coche arrancó. Vandam preguntó:

—¿Ha dado parte a la superioridad?

—¿Sobre lo sucedido esta noche? No, señor.

—Bien. Puede esperar a mañana.

Vandam no dijo lo que ambos sabían: que el departamento, que ya estaba en tela de juicio por haber permitido que Wolff reuniera datos secretos, se encontraba en una situación más penosa aún por haberlo dejado escapar de sus manos.

—Supongo que la persona que estaba cenando con Wolff era una mujer —dijo Vandam.

—Y muy mujer, si me permite decirlo, señor. Un verdadero manjar. Se llama Sonja.

—¿La bailarina?

—Nada menos.

Continuaron en silencio. «Wolff tenía que ser un fresco —pensaba Vandam— para salir con la bailarina más famosa de Egipto mientras robaba secretos militares británicos». Y bien, ahora ya no estaría tan fresco. En cierto modo era lamentable; el incidente le había advertido que los británicos estaban tras él, y en adelante tendría más cuidado. «Nunca los asustes; sencillamente, atrápalos».

Llegaron al Cuartel General y bajaron del coche.

—¿Qué han hecho con ella desde que llegó? —preguntó Vandam.

—El tratamiento del no tratamiento —dijo Jakes—. Una celda desnuda, ningún alimento, ninguna bebida, ninguna pregunta.

—Bien.

Era una lástima, de todas formas, que le hubieran dado tiempo de reflexionar. Vandam sabía, por los interrogatorios de los prisioneros de guerra, que los mejores resultados se lograban inmediatamente después de la captura, cuando el detenido aún temía que lo mataran. Más tarde, mientras lo conducían de un lugar a otro y recibía alimento y bebida, empezaba a pensar como prisionero más que como soldado, y recordaba que tenía nuevos derechos y obligaciones. Entonces estaba en mejores condiciones de mantener la boca cerrada. Vandam debía haber interrogado a Sonja después de la pelea en el restaurante. Como eso había sido imposible, lo mejor era que la mantuvieran aislada y no recibiera ninguna información hasta que él llegase.

Jakes le precedió por el pasillo cuando se dirigían a la sala de interrogatorios. Vandam echó una ojeada por la mirilla. Era una pieza cuadrada, sin ventanas, pero muy iluminada con luz eléctrica. Había una mesa, dos sillas y un cenicero. A un lado había un cubículo sin puerta, un inodoro.

Sonja estaba sentada en una de las dos sillas, frente a la puerta. «Jakes tenía razón —pensó Vandam—. Es un manjar». Sin embargo, distaba de ser «bonita». Era una especie de amazona, con su cuerpo maduro, voluptuoso, y sus rasgos firmes y bien proporcionados. En Egipto, las mujeres jóvenes generalmente tenían piernas esbeltas y graciosas, como los ciervos jóvenes de suave pelaje. Sonja era más bien como… Vandam arrugó la frente y pensó: una tigresa. Llevaba un vestido largo, amarillo brillante, que para Vandam era chillón pero que estaría muy a tono en el Cha-Cha Club. La observó durante un par de minutos. Estaba sentada e inmóvil. No parecía inquieta; no lanzaba miradas nerviosas alrededor de la celda desnuda; no fumaba ni se mordía las uñas. Vandam pensó que iba a ser un hueso duro de roer. Luego Sonja cambió la expresión de su bello rostro. Se puso de pie y empezó a ir y venir por el cuarto. Vandam reflexionó: «No tan duro».

Abrió la puerta y entró.

Se sentó a la mesa sin hablar. La dejó de pie, lo que representaba una desventaja psicológica para la mujer: «El primer tanto me lo anoto yo», pensó Vandam. Oyó que Jakes entraba tras él y cerraba la puerta. Levantó la vista y miró a Sonja.

—Siéntese.

Ella permaneció de pie, contemplándole, y poco a poco una sonrisa se dibujó en su boca. Señaló las vendas.

El segundo tanto se lo anotaba Sonja.

—Siéntese.

—Gracias.

Sonja se sentó.

—¿Quién es «él»?

—Alex Wolff, el hombre al que ustedes trataron de vapulear esta noche.

—¿Y quién es Alex Wolff?

—Un cliente rico del Cha-Cha Club.

—¿Cuánto hace que le conoce?

Sonja miró su reloj.

—Cinco horas.

—¿Qué relación tiene con él?

Ella se encogió de hombros.

—Tuvimos una cita.

—¿Cómo se conocieron?

—De la forma acostumbrada. Después de mi actuación un camarero me trajo un mensaje. El señor Wolff me invitaba a reunirme con él en su mesa.

—¿Cuál?

—¿Qué mesa?

—¿Qué camarero?

—No recuerdo.

—Continúe.

—El señor Wolff me ofreció una copa de champán y me pidió que cenara con él. Acepté; fuimos al restaurante. Ya conoce el resto.

—¿Suele sentarse con personas del público después de su actuación?

—Sí; es una costumbre.

—¿Suele cenar con esas personas?

—Ocasionalmente.

—¿Por qué aceptó esta vez?

—El señor Wolff parecía una persona diferente. —Sonja miró de nuevo el vendaje de Vandam y sonrió burlonamente—. Y lo es.

—¿Cuál es su nombre completo?

—Sonja el-Aram.

—¿Dirección?

—Jihan, Zamalek. Es una casa flotante.

—¿Edad?

—¡Qué descortés!

—¿Edad?

—Me niego a contestar.

—Está en terreno peligroso…

—No, usted está en terreno peligroso.

Repentinamente, Sonja sorprendió a Vandam mostrando sus sentimientos. Había estado reprimiendo su furia durante todo ese tiempo. Agitó un dedo delante del rostro de Vandam.

—Por lo menos diez personas vieron a sus matones uniformados arrestarme en el restaurante. Para mañana al mediodía, la mitad de El Cairo sabrá que los británicos han metido en la cárcel a Sonja. Si mañana por la noche no aparezco en el Cha-Cha, habrá una revuelta. Mi pueblo quemará la ciudad. Tendrán que traer tropas del desierto para hacer frente a la situación. Y si salgo de aquí con una sola magulladura o rasguño, lo mostraré a todo el mundo desde el escenario y el resultado será el mismo. No, míster, no soy yo quien está en terreno peligroso.

Vandam la miró inexpresivo durante toda la andanada y luego habló como si ella no hubiera dicho nada extraordinario. Tenía que ignorar su perorata, porque Sonja tenía razón y él no podía negarlo.

—Empecemos de nuevo —dijo con suavidad—. Dice que conoció a Wolff en el Cha-Cha…

—No —interrumpió Sonja—. No voy a empezar de nuevo. Cooperaré con usted y contestaré sus preguntas, pero no me interrogará.

Se puso en pie, volvió la silla y se sentó de espaldas a Vandam.

Por un momento, el comandante miró con fijeza la nuca de Sonja. Ella lo había vencido total y cabalmente. Vandam estaba irritado consigo mismo por haberlo permitido, pero su rabia estaba mezclada con una oculta admiración por la forma en que Sonja lo había hecho. De pronto se levantó y abandonó el cuarto. Jakes lo siguió.

En el pasillo, Jakes preguntó:

—¿Qué le parece?

—Tendremos que dejarla ir.

Jakes fue a dar las instrucciones pertinentes. Mientras esperaba, Vandam pensó en Sonja. Se preguntaba qué fuerza le daba arrestos para desafiarle. Su historia podía ser verdadera o falsa, pero debía haberse mostrado asustada, confusa, intimidada y finalmente dócil. Era cierto que su fama le brindaba protección; pero, al amenazarlo con ella, debió de estar fanfarroneando, insegura y desesperada, pues el aislamiento en una celda atemoriza a cualquiera, en especial a las celebridades, porque la excomunión repentina del mundo rutilante conocido les hace dudar más que nunca de la realidad de ese mundo.

¿Qué le daba fuerzas? Volvió a evocar la conversación. La pregunta que se había negado a contestar era la de la edad. Evidentemente, su talento le había permitido continuar más allá de la edad en que se retiran las bailarinas corrientes, de manera que quizá vivía temiendo el paso de los años. Por allí no había indicios. Por lo demás, se había mostrado tranquila, inexpresiva, excepto cuando sonrió a causa de su herida. Entonces, al final, había estallado, pero aun así había usado su furia; no había sido dominada por ella. Trató de recordar el rostro de Sonja cuando se enfureció. ¿Qué había visto Vandam en aquel rostro? No era solo ira. No era temor.

Entonces se dio cuenta. Era odio.

Ella le odiaba. Por lo tanto, Sonja odiaba a los británicos. Y su odio le daba fuerzas.

Vandam se sintió cansado. Se sentó pesadamente en un banco del pasillo. ¿De dónde iba a sacar fuerzas él? Era fácil ser fuerte si uno era perturbado, y en el odio de Sonja había cierto extraño destello. Él no tenía ese amparo. Con calma, de forma racional, consideró lo que estaba en juego. Imaginó a los nazis entrando en El Cairo; la Gestapo en las calles; los judíos egipcios arreados a los campos de concentración; la propaganda fascista en la radio…

La gente como Sonja contemplaba Egipto bajo el dominio británico y sentían que los nazis ya habían llegado. No era verdad, pero si uno trataba de ver por un momento a los británicos con los ojos de Sonja, ello era en cierto modo factible; los nazis decían que los judíos eran infrahumanos, y los británicos decían que los negros eran como niños. No había libertad de prensa en Alemania, pero tampoco la había en Egipto. Y los británicos, como los alemanes, tenían su policía política. Antes de la guerra Vandam había oído, en los comedores de oficiales, manifestaciones de caluroso apoyo a la política de Hitler. Odiaban a Hitler no porque fuera fascista, sino porque había sido cabo del ejército y pintor de brocha gorda en la vida civil. Había bestias en todas partes y a veces llegaban al poder. Entonces había que combatirlas.

Era una filosofía más racional que la de Sonja, pero no resultaba precisamente inspiradora.

El efecto del anestésico empezó a desaparecer. Sentía una aguda y clara línea de dolor que le recorría la mejilla, como una quemadura reciente. Se dio cuenta de que también le dolía la cabeza. Esperaba que Jakes tardara en disponer la libertad de Sonja, para poder quedarse sentado en el banco un poco más.

Pensó en Billy. No quería que el chico le echara en falta a la hora del desayuno. «Quizá me quede despierto hasta la mañana, le lleve a la escuela y luego me quede en casa para dormir», pensó. ¿Cómo sería la vida de Billy bajo los nazis? Le enseñarían a despreciar a los árabes. Sus actuales maestros no eran grandes admiradores de la cultura africana, pero por lo menos Vandam podía hacer algo por inculcar a su hijo que la gente distinta no era necesariamente estúpida.

¿Qué ocurriría en un aula nazi si Billy levantaba la mano y decía: «Perdone, señora, mi padre dice que un inglés tonto no es más listo que un árabe tonto»?

Pensó en Elene. Era una mantenida, pero por lo menos podía elegir a sus amantes y, si no le gustaba lo que ellos querían hacer en la cama, podía echarlos a puntapiés. En el burdel de un campo de concentración no tendría esa posibilidad… Vandam se estremeció.

«Sí. No somos muy admirables, especialmente en nuestras colonias, pero los nazis son peores, lo sepan o no los egipcios. Vale la pena luchar. En Inglaterra progresa la civilización con lentitud; en Alemania está dando un gran paso atrás. Piensa en las personas que amas y las cosas se te harán más claras».

»Saca fuerzas de eso. Quédate despierto un poco más. Levántate».

Vandam se puso en pie. Jakes regresó.

—Ella es anglófoba —dijo Vandam.

—¿Cómo dice, señor?

—Sonja. Odia a los británicos. No creo que Wolff haya sido una amistad casual. Vamos.

Salieron juntos del edificio. Afuera todavía estaba oscuro.

—Señor, está muy cansado —dijo Jakes.

—Sí, estoy muy cansado, pero todavía razono correctamente, Jakes. Lléveme a la central de policía.

—Sí, señor.

Arrancaron. Vandam dio el paquete de cigarrillos y el encendedor a Jakes, que conducía con una mano mientras daba fuego a Vandam. A causa de la herida, a Vandam le costaba chupar: podía mantener el cigarrillo entre los labios y aspirar el humo, pero no absorber con la fuerza necesaria para encenderlo. Jakes le pasó el cigarro. «Me gustaría acompañarlo con un cóctel», pensó Vandam.

Jakes detuvo el automóvil en la puerta de la comisaría.

—Necesitamos ver al jefe de los detectives, o como lo llamen —dijo Vandam.

—No creo que esté aquí a esta hora…

—Consiga su dirección. Lo despertaremos.

Jakes entró en el edificio. Vandam miró fijamente hacia delante, a través del parabrisas. Empezaba a amanecer. Las estrellas se habían apagado y el cielo se veía más gris que negro, había pocas personas en los alrededores. Vio a un hombre que conducía dos borricos cargados. Los almuecines aún no habían llamado a la primera oración del día.

Jakes regresó.

—Gezira —dijo, mientras ponía la marcha y soltaba el embrague.

Vandam pensó en Jakes. Alguien le había dicho que tenía un gran sentido del humor. Vandam siempre le había considerado agradable y alegre, pero no había advertido nunca señal de verdadero humor. «¿Seré tan tirano que mi personal se horroriza de hacer chistes en mi presencia? —pensó—. Nadie me hace reír. Excepto Elene».

—Nunca me cuenta chistes, Jakes.

—¿Cómo dice, señor?

—Aseguran que tiene un formidable sentido del humor; sin embargo, nunca me cuenta chistes.

—No, señor.

—¿Le importaría ser franco por un momento y decirme por qué?

Hubo una pausa, y luego Jakes dijo:

—Usted no incita a la familiaridad, señor.

Vandam asintió. ¿Cómo podían saber lo mucho que le gustaba echar atrás la cabeza y rugir de risa?

—Es usted muy discreto, Jakes. Dejemos la cuestión.

«El asunto de Wolff me está perturbando —pensó—. Me pregunto si en verdad alguna vez he sido bueno en el trabajo, e incluso si sirvo para algo. Y me duele la cara».

Cruzaron el puente hacia la isla. El cielo pasó del gris pizarra al gris perla. Jakes agregó:

—Quisiera decir, señor, si me permite, que usted es, con mucho, el mejor jefe que he tenido.

—¡Oh! —Vandam no lo esperaba—. ¡Dios mío! Bueno, gracias, Jakes, gracias.

—No hay de qué, señor. Hemos llegado.

Detuvo el coche a la entrada de una casa pequeña, bonita, de una sola planta, con un jardín bien cuidado. Vandam calculó que al jefe de detectives le iba bastante bien con los sobornos, pero no demasiado. Un hombre cauteloso, quizá: era una buena señal.

Recorrieron el sendero de entrada y llamaron a la puerta. Al cabo de un par de minutos asomó una cabeza por la ventana y habló en árabe.

Jakes sacó su voz de sargento primero.

—¡Servicio de Información Militar! ¡Abra la maldita puerta!

Un minuto después la abrió un árabe pequeño, ajustándose todavía el cinturón de los pantalones. Dijo en inglés:

—¿Qué ocurre?

Vandam intervino.

—Es una emergencia. Permítanos entrar, ¿quiere?

—Desde luego.

El detective se hizo a un lado y ellos entraron. Los condujo a un pequeño salón.

—¿Qué ha pasado?

Parecía asustado y Vandam pensó: «¿Quién no lo estaría? Una llamada a la puerta en mitad de la noche…».

—No hay nada que temer, pero queremos establecer una vigilancia y la necesitamos de inmediato.

—Por supuesto. Por favor, siéntese. —El detective buscó una libreta y un lápiz—. ¿Quién es la persona?

—Sonja el-Aram.

—¿La bailarina?

—Sí. Queremos que vigile su casa las veinticuatro horas. Es una casa flotante llamada Jihan, en Zamalek.

Mientras el detective anotaba los datos, Vandam deseaba no haber tenido que utilizar la policía egipcia para aquel trabajo. Sin embargo no tenía alternativa; era imposible, en un país africano, emplear para la vigilancia a personas de habla inglesa, de piel blanca, que llamarían la atención.

—¿De qué se la acusa? —preguntó el detective.

«No esperes que te lo diga», pensó Vandam.

—Creemos que Sonja el-Aram puede estar mezclada con alguien que está haciendo circular libras esterlinas falsas en El Cairo —contestó.

—De modo que quiere saber quién entra y sale, si llevan algo, si hacen reuniones a bordo…

—Sí. Y nos interesa especialmente un hombre. Se trata de Alex Wolff, el sospechoso del asesinato de Assyut. Usted ya debe de tener su descripción.

—Por supuesto. ¿Informes diarios?

—Sí, salvo que, si ven a Wolff, deseo saberlo de inmediato. Puede comunicarse con el capitán Jakes o conmigo en el Cuartel General durante el día. Dele nuestros números de teléfono particulares, Jakes.

—Conozco esas casas flotantes —dijo el detective—. El camino de sirga es un paseo muy popular al atardecer, pero especialmente para los enamorados.

—Así es —convino Jakes.

Vandam miró a Jakes y levantó una ceja.

El detective continuó:

—Un buen lugar, quizá para los mendigos. Nadie ve nunca un mendigo. Por la noche… Bueno, hay arbustos, también muy apreciados por los enamorados.

Vandam dijo:

—¿Es cierto, Jakes?

—No sabría decirle, señor.

Se daba cuenta de que le estaba tomando el pelo y sonrió. Entregó al detective una hoja de papel con los números de teléfono.

Un niño pequeño entró en el cuarto restregándose los ojos. Tenía cinco o seis años. Miró a su alrededor, soñoliento, y se acercó al detective.

—Mi hijo —dijo orgullosamente.

—Creo que ya podemos irnos —dijo Vandam—. A menos que quiera que le dejemos en la ciudad.

—No, gracias; tengo coche, y quisiera ponerme la chaqueta y la corbata y peinarme.

—Muy bien, pero no se entretenga.

Vandam se puso en pie. Repentinamente, no veía bien. Era como si los párpados se le cerraran de forma involuntaria. Sintió que perdía el equilibrio. Jakes se puso a su lado y le sujetó por el brazo.

—¿Todo en orden, señor?

La visión retornó lentamente.

—Todo en orden, ahora —dijo Vandam.

—Tiene una herida muy grave —dijo el detective con tono solidario.

Salieron hacia la puerta.

—Caballeros, pueden estar seguros de que llevaré este asunto personalmente. No podrán meter un ratón a bordo de esa casa flotante sin que ustedes lo sepan.

El detective aún sostenía al niño en sus brazos. Lo apoyó sobre su cadera izquierda y extendió la mano derecha.

—Hasta pronto —dijo Vandam. Le dio la mano—. A propósito, soy el comandante Vandam.

El detective hizo una pequeña reverencia.

—Inspector Kemel a su servicio, señor.