Wolff observaba cómo comía Sonja. El hígado estaba a medio asar, rosado y suave, justo como le gustaba a ella. Comía con deleite, como de costumbre. Wolff pensaba en cuánto se parecían ambos. En su trabajo eran competentes, profesionales y muy certeros. Los dos vivían a la sombra de traumas infantiles: la muerte del padre de Sonja y el nuevo casamiento de su madre, por el que entró a formar parte de una familia árabe. Ninguno de ellos había llegado siquiera a aproximarse al matrimonio, porque se querían demasiado a sí mismos para amar a otra persona. Lo que los unía no era amor, ni siquiera afecto; eran apetitos compartidos. Para ellos, lo más importante en la vida era complacer sus gustos. Sabían que Wolff estaba corriendo un riesgo menor, pero innecesario, al comer en un restaurante; ambos pensaban que valía la pena; porque la vida no tendría demasiado sentido sin buena comida.
Sonja terminó el hígado y el camarero trajo un postre helado. Siempre tenía mucha hambre después de actuar en el Cha-Cha Club. No era sorprendente: en su espectáculo gastaba una gran cantidad de energía. Pero cuando finalmente abandonara la danza, se engordaría. Wolff la imaginaba dentro de veinte años: tendría tres papadas y un pecho enorme; el cabello, quebradizo y grisáceo; los pies, planos, y quedaría sin aliento después de subir las escaleras.
—¿Por qué sonríes? —preguntó Sonja.
—Estaba imaginándote vieja, con un vestido viejo sin formas y con velo.
—No seré así. Seré muy rica y viviré en un palacio rodeado de jóvenes desnudos y de mujeres ansiosas por satisfacer mis menores caprichos. ¿Y tú?
Wolff sonrió.
—Creo que seré el embajador de Hitler en Egipto, e iré a la mezquita con el uniforme de las SS.
—Tendrás que quitarte tus botas altas.
—¿Podré visitarte en tu palacio?
—Sí, por favor…, con tu uniforme.
—¿Tendré que quitarme mis botas altas en tu presencia?
—No. Todo, menos las botas.
Wolff rió. Sonja estaba raramente alegre. Él llamó al camarero y pidió café, brandy y la cuenta. Dijo a Sonja:
—Hay buenas noticias. Las he estado reservando. Creo que encontré a tu Fawzi.
De repente, ella quedó inmóvil, mirándole fijamente.
—¿Quién es? —preguntó en voz baja.
—Ayer fui al almacén. Aristopoulos tiene una sobrina que trabaja con él.
—¡Una vendedora!
—Es una verdadera belleza. Tiene un rostro encantador, inocente, y una sonrisa ligeramente maliciosa.
—¿Qué edad tiene?
—Es difícil decirlo. Alrededor de los veinte, diría yo. Tiene un cuerpo tan infantil…
Sonja se relamió.
—¿Y crees que ella…?
—Creo que sí. Se muere por escapar de Aristopoulos, y prácticamente se me echó en los brazos.
—¿Cuándo?
—La llevaré a cenar mañana por la noche.
—¿La traerás a casa?
—Quizá. Tengo que sondearla. Es tan perfecta… No quiero estropearlo todo mostrándome impaciente.
—Quieres decir que vas a poseerla primero.
—Si es necesario.
—¿Crees que es virgen?
—Es posible.
—Si lo es…
—En ese caso, te la reservaré. Trabajaste muy bien con el comandante; mereces un premio.
Wolff se reclinó en su asiento estudiando a Sonja. El rostro de la bailarina era una máscara de avidez al pensar en la corrupción de un ser hermoso e inocente. Wolff sorbió su brandy. Una agradable sensación de calor le invadió el estómago. Se sentía muy bien: pleno de comida y de vino, cumpliendo con su misión estupendamente y con una nueva aventura a la vista.
Llegó la cuenta y pagó en libras esterlinas.
El restaurante era pequeño pero marchaba muy bien. Ibrahim lo dirigía y su hermano cocinaba. Habían aprendido en un hotel francés de Túnez, su patria, y cuando su padre murió vendieron las ovejas y viajaron a El Cairo en busca de fortuna. La filosofía de Ibrahim era simple: solo conocía la cocina franco-árabe, y eso era cuanto ofrecían. Quizá podrían haber atraído más clientes si el menú, en la vidriera, hubiera ofrecido spaghetti, bolognaise, o roast beef y Yorkshire pudding; pero esos clientes no volverían y, de todos modos, Ibrahim tenía su orgullo.
La fórmula daba resultado. Ganaban bastante dinero, más del que su padre había visto jamás. El negocio prosperaba aún más con la guerra. Pero a Ibrahim no lo volvía descuidado.
Dos días antes había estado tomando café con un amigo que era cajero del Metropolitan Hotel. El amigo le contó que la Tesorería General británica se había negado a cambiarle cuatro libras esterlinas recibidas como pago en el bar del hotel. Los billetes eran falsos, según los británicos. Lo que resultaba injusto era que habían confiscado el dinero.
Ibrahim no consentiría que a él le ocurriera lo mismo. Aproximadamente la mitad de sus clientes eran británicos, y muchos de ellos pagaban en libras esterlinas. Desde que se había enterado de lo ocurrido examinaba con cuidado cada billete antes de meterlo en la caja. Su amigo del Metropolitan le explicó cómo detectar la falsificación.
Era típico de los británicos. Lejos de hacer un anuncio público que evitara pérdidas a los comerciantes de El Cairo, se limitaban a esperar y confiscaban los billetes falsos. Los comerciantes de El Cairo estaban acostumbrados a ese comportamiento y se habían unido. El tam-tam funcionaba bien.
Cuando Ibrahim recibió los billetes falsos del europeo alto que estaba cenando con la famosa bailarina, no supo con seguridad qué hacer. Todos los billetes eran nuevos, crujientes y tenían el mismo defecto. Ibrahim volvió a cotejarlos con uno de los buenos que tenía en la caja: no había duda. ¿Debía, quizá, explicar el asunto en privado al cliente? Tal vez se ofendiera, o al menos lo disimulara, y probablemente se fuera sin pagar. La cuenta era crecida —incluía los platos más caros y vino de importación— y por eso Ibrahim no quería arriesgarse a sufrir la pérdida.
Decidió llamar a la policía. Impedirían que el cliente se escapara y quizá le obligaran a extender un cheque, o por lo menos un pagaré.
Pero ¿a qué policía recurrir? La egipcia diría que no era asunto de su responsabilidad, tardaría en llegar y después pediría unto. Presumiblemente, el cliente era inglés —¿por qué, de lo contrario, habría de tener libras esterlinas?—, puede que oficial, y el dinero falsificado era británico. Ibrahim decidió llamar a la policía militar.
Fue a la mesa con la botella de brandy. Les sonrió.
—Monsieur, espero que les haya gustado la comida.
—Excelente —dijo el hombre.
Hablaba como un oficial británico.
Ibrahim se dirigió a la mujer.
—Es un honor servir a la mejor bailarina del mundo.
Sonja asintió con gesto majestuoso.
—Espero que acepten una copa de brandy, con los cumplidos de la casa.
—Muy amable —cumplimentó el hombre.
Ibrahim les sirvió más brandy y se alejó con una reverencia. «Eso los mantendría un rato más», pensó. Salió por la puerta trasera y fue a la casa de un vecino que tenía teléfono.
«Si tuviera un restaurante, haría así las cosas», pensó Wolff. Las dos copas de brandy costaban muy poco al propietario, en relación con la cuenta total, pero resultaba un gasto muy eficaz para hacer que el cliente se sintiera apreciado. A menudo Wolff había pensado en abrir un restaurante, pero eran castillos en el aire: sabía que eso significaba mucho trabajo.
Sonja también disfrutaba con esa atención especial. Verdaderamente, resplandecía bajo la influencia combinada de la lisonja y el licor. Esa noche, en la cama, roncaría como un cerdo.
El propietario desapareció unos minutos y después regresó. Por el rabillo del ojo, Wolff le vio susurrar algo a un camarero. Pensó que estaban hablando de Sonja. Sintió punzadas de celos. En algunos lugares de El Cairo, por sus buenas maneras y generosas propinas, le conocían por su nombre y le recibían como a un rey. Pero había pensado que era prudente no ir a los lugares donde le reconocerían; no lo haría mientras los británicos le estuvieran persiguiendo. Se preguntó si podía permitirse reducir un poco más sus precauciones.
Sonja bostezó. Era hora de mandarla a la cama. Wolff hizo señas a un camarero y dijo:
—Por favor, traiga la capa de la señora.
El hombre se retiró, se detuvo a murmurar algo al propietario y luego continuó hacia el guardarropa.
En algún lugar, en el fondo de la mente de Wolff, débil y distante, sonó una alarma. Jugaba con una cuchara mientras esperaba la capa de Sonja. Ella comió otro pastelillo. El propietario cruzó el restaurante, salió por la puerta delantera, y luego volvió. Se acercó a la mesa y preguntó:
—¿Desean que les pida un taxi?
Wolff miró a Sonja.
—Como quieras —dijo ella.
—Me gustaría respirar un poco de aire. Caminemos un rato y después tomaremos un coche.
—De acuerdo.
Wolff miró al propietario.
—No queremos taxi.
—Muy bien, señor.
El camarero trajo la capa de Sonja. El propietario miraba constantemente hacia la puerta. Wolff escuchó otra alarma, esta vez más fuerte.
—¿Pasa algo? —preguntó al propietario.
El hombre parecía preocupado.
—Debo decirle que hay un problema sumamente delicado, señor.
Wolff empezó a irritarse.
—Bien, ¿de qué se trata, amigo? Queremos irnos a casa.
Se oyó el sonido de un vehículo que se detenía con brusquedad a la puerta del restaurante.
Wolff tomó al propietario por las solapas de la chaqueta.
—¿Qué está pasando aquí?
—El dinero con que pagó la cuenta, señor, no es bueno.
—¿No aceptan libras esterlinas? Entonces, ¿por qué no…?
—No es eso, señor. El dinero es falso.
La puerta del restaurante se abrió con violencia y entraron tres policías militares.
Wolff los miró fijamente, con la boca abierta. Todo ocurría con tanta rapidez que no le alcanzaba el aliento… Policía militar. Dinero falso. De pronto sintió miedo. Podía ir a la cárcel. Esos imbéciles de Berlín le habían dado billetes falsos. Era tan estúpido que hubiera querido agarrar a Canaris por la garganta y retorcérsela.
Sacudió la cabeza. No había tiempo para ponerse furioso. Tenía que mantener la calma y tratar de salir airoso de aquel lío…
Los PM avanzaron hacia la mesa. Dos eran británicos y el tercero, australiano. Llevaban pesadas botas y cascos de acero, y una pequeña pistola al cinto. Uno de los británicos preguntó:
—¿Es ese el hombre?
—Un momento —dijo Wolff, y quedó sorprendido de la calma y suavidad de su voz—. El propietario acaba de decirme que mi dinero no es bueno. No lo creo; pero estoy dispuesto a complacerle y estoy seguro de que podemos llegar a algún arreglo que le satisfaga. —Miró al propietario con gesto de reproche—. Realmente, no era necesario llamar a la policía.
—Es un delito pasar dinero falso —dijo el PM de más graduación.
—A sabiendas —dijo Wolff—. Es un delito pasar a sabiendas dinero falso. —Mientras escuchaba su propia voz, baja y persuasiva, crecía su confianza—. Ahora, pues, propongo lo siguiente. Tengo aquí mi talonario y algún dinero egipcio. Haré un cheque para pagar la cuenta y daré la propina con el dinero egipcio. Mañana llevaré los presuntos billetes falsos a la Tesorería General británica, para que los examine, y si realmente son falsificados, los entregaré. —Sonrió al grupo que lo rodeaba—. Supongo que esto satisfará a todos.
El propietario dijo:
—Preferiría que pagara en efectivo, señor.
Wolff deseó darle un puñetazo en la cara.
—Quizá yo tenga suficiente dinero egipcio —ofreció Sonja.
«Gracias a Dios», pensó Wolff.
Sonja abrió su bolso.
—De todas formas, señor, he de pedirle que me acompañe —dijo el PM.
El corazón de Wolff dio otro vuelco.
—¿Por qué?
—Necesito hacerle algunas preguntas.
—De acuerdo. ¿Por qué no me visita mañana? Vivo…
—Tendrá que venir conmigo. Es una orden.
—¿De quién?
—Del subjefe de policía.
—Muy bien, entonces —dijo Wolff. Se puso en pie. Sentía cómo el temor insuflaba poder a sus brazos—. Pero mañana por la mañana ustedes, o sus jefes, se encontrarán en grandes dificultades.
Entonces levantó la mesa y la arrojó contra el PM.
Había planeado y calculado el movimiento en un par de segundos. Era una pequeña mesa circular, de madera sólida. El borde golpeó al PM en el puente de la nariz. El soldado cayó hacia atrás y la mesa aterrizó sobre él.
La mesa y el PM estaban a la izquierda de Wolff. A la derecha estaba el propietario. Sonja se encontraba enfrente, todavía sentada. Los otros PM se hallaban detrás de ella, uno a cada lado.
Wolff agarró al propietario y lo empujó hacia uno de los PM. Luego saltó hacia el otro, el australiano, y le dio un puñetazo en la cara. Esperaba pasar entre los dos y huir. No resultó. A los PM los elegían por su tamaño, su beligerancia y su brutalidad, y estaban acostumbrados a enfrentarse con soldados endurecidos por el desierto y con borrachos belicosos. El australiano recibió el golpe y retrocedió titubeando, pero no cayó. Wolff le dio un puntapié en la rodilla y volvió a golpearlo en la cara. Entonces el otro PM, el inglés, que no había sido derribado, apartó al propietario de un empujón y pateó los pies de Wolff.
Wolff cayó al suelo. Su pecho y su mejilla golpearon el embaldosado. Sintió una punzada de dolor en la cara y quedó momentáneamente sin aliento. Le dieron otro puntapié, en el costado; el dolor lo hizo sacudirse en convulsiones y alejarse rodando. El PM saltó sobre él, dándole golpes en la cabeza. Wolff luchaba por quitárselo de encima. Alguien se sentó sobre los pies del espía. Entonces vio, arriba y detrás del PM inglés que tenía sobre el pecho, la cara de Sonja retorcida de furia. Como un relámpago cruzó por su mente la idea de que ella recordaba otra paliza que habían dado los soldados británicos. Después vio que levantaba en el aire la silla en que había estado sentada. El PM que estaba sobre el pecho de Wolff la vio fugazmente, se dio la vuelta, miró hacia arriba y levantó los brazos, para protegerse. Sonja le arrojó la silla con toda su fuerza. Una punta del asiento golpeó la boca del PM, que dio un grito de dolor y de rabia mientras la sangre brotaba de sus labios.
El australiano soltó los pies de Wolff y, agarrando a Sonja por detrás, le sujetó los brazos. Wolff flexionó el cuerpo y se liberó del inglés herido; luego, tambaleándose, se puso en pie.
Buscó bajo la camisa y sacó el cuchillo.
El australiano arrojó a Sonja a un lado, dio un paso adelante, vio el cuchillo y se detuvo. Por un instante, él y Wolff se miraron fijamente. Wolff vio que los ojos de su oponente oscilaban de un lado al otro mirando a sus dos compañeros que yacían en el suelo. La mano del australiano fue a la pistolera.
Wolff se volvió y huyó hacia la puerta. Uno de sus ojos se estaba hinchando: no podía ver bien. La puerta estaba cerrada. Manoteó la manija y erró. Creyó enloquecer. Encontró la manija y abrió violentamente la puerta, que se estrelló contra la pared. Sonó un tiro.
Vandam conducía la motocicleta cruzando las calles a una velocidad peligrosa. Había arrancado la cubierta de oscurecimiento del faro —de todos modos, nadie, en El Cairo, tomaba en serio el oscurecimiento— y guiaba con el pulgar en la bocina. Las calles todavía estaban llenas de taxis, gharrys, camiones del ejército, asnos y camellos. Las aceras aparecían atestadas de gente y las tiendas brillaban iluminadas con luces eléctricas, lámparas de aceite y velas. Vandam serpenteaba imprudentemente entre el tráfico, haciendo caso omiso de los bocinazos airados de los autos, los puños en alto de los conductores de gharrys y el fuerte silbato de un policía egipcio.
El subjefe de policía le había llamado a su casa.
—Ah, Vandam, ¿no fue usted quien lanzó el globo acerca de ese dinero falso? Porque acabamos de recibir una llamada de un restaurante donde un europeo está tratando de pasar…
—¿Dónde?
El subjefe le dio la dirección y Vandam salió corriendo de su casa.
Patinó al doblar una esquina, y recuperó el equilibrio hundiendo un tacón en el polvo de la calzada. Se le había ocurrido que, habiendo tanto dinero falso en circulación, una parte de él debía de haber caído en manos de otros europeos, y que el hombre que estaba en el restaurante bien podía ser una víctima inocente. Esperaba que no fuera así. Deseaba desesperadamente poner las manos sobre Alex Wolff. Wolff lo había superado y humillado y, con su acceso a los datos secretos y su línea directa con Rommel, amenazaba con provocar la caída de Egipto. Pero no era solo eso. A Vandam lo consumía la curiosidad con respecto a Wolff. Quería verlo y tocarlo; averiguar cómo se movía y cómo hablaba. ¿Era inteligente o sencillamente afortunado? ¿Valeroso o temerario? ¿Decidido o terco? ¿Tenía un rostro agradable y una sonrisa cálida o sus ojos eran pequeños como cuentas y su sonrisa una mueca untuosa? ¿Lucharía o se rendiría tranquilamente? Vandam quería saber. Y, más que todo, quería agarrarlo por el cuello y arrastrarlo hasta la celda, encadenarlo a la pared, cerrar la puerta y tirar la llave.
Viró con brusquedad para eludir un bache, luego aceleró, y entró rugiendo en una calle tranquila. La dirección estaba un poco alejada del centro, hacia la Ciudad Vieja. Vandam conocía la calle, pero no el restaurante. Dobló dos esquinas más y casi atropelló a un viejo que montaba un asno, seguido por su esposa, que caminaba detrás. Encontró la calle que buscaba.
Era estrecha y oscura, con edificios altos a ambos lados. A nivel de la calle había algunas tiendas y portales. Vandam se detuvo junto a dos niños que jugaban y mencionó el nombre del restaurante. Los niños apuntaron vagamente hacia un lado de la calle.
Vandam continuó a poca velocidad, deteniéndose para mirar cuando veía una vidriera encendida. Estaba en la mitad de la manzana cuando escuchó el disparo de un arma de fuego pequeña, amortiguado, y un ruido de cristales rotos. Volvió la cabeza buscando la procedencia del ruido. La luz de una vidriera rota destellaba en los pedazos de vidrio que caían. Vio a un hombre alto que salía corriendo hacia la calle.
Tenía que ser Wolff.
Corría en dirección opuesta.
Vandam sintió una oleada de furia ciega. Impulsó el acelerador de la motocicleta, que rugió tras el hombre que huía. Cuando pasaba junto al restaurante, un PM salió corriendo y disparó tres tiros. El paso del fugitivo no vaciló.
Vandam lo enfocó con el faro. Corría con fuerza, con paso firme, moviendo rítmicamente brazos y piernas. Cuando le dio la luz, miró atrás, por encima del hombro, sin modificar sus zancadas, y Vandam vislumbró una nariz ganchuda, un mentón firme, y un bigote sobre la boca abierta y jadeante.
Vandam podía haberle disparado, pero los oficiales del Cuartel General no llevaban pistola.
La motocicleta se acercó con rapidez. Cuando estaban casi a la par, Wolff dobló una esquina de repente. Vandam frenó y la rueda trasera patinó. Para mantener el equilibrio, inclinó la moto en dirección opuesta al deslizamiento. Se detuvo, dio un salto hacia arriba y se lanzó otra vez hacia delante.
Vio la espalda de Wolff que desaparecía en un estrecho callejón. Sin reducir la velocidad, Vandam dio la vuelta a la esquina y entró en el callejón. La moto salió disparada al vacío. A Vandam se le revolvió el estómago. El cono blanco de su faro no iluminaba nada. Pensó que caía a un foso. Lanzó un involuntario grito de temor. La rueda trasera chocó contra algo. La delantera cayó y cayó, y por fin encontró el suelo. El faro mostró un tramo de escaleras. La moto rebotó y aterrizó otra vez. Vandam luchaba desesperadamente por mantener derecha la rueda anterior. La moto descendió los escalones con una serie de choques estremecedores, y en cada uno de ellos Vandam estaba seguro de perder la dirección y estrellarse. Vio a Wolff al pie de la escalera, corriendo todavía.
«¡Jesús, no!», pensó Vandam.
No tenía alternativa. Aceleró y enfiló los escalones. Un momento antes de chocar contra el primero, tiró del manillar hacia arriba con todas sus fuerzas. La rueda delantera se elevó. La moto golpeó los peldaños, corcoveó como un animal salvaje y trató de arrojar a Vandam. Él se mantuvo inflexible. La moto subió alocadamente, dando tumbos. Vandam luchó y llegó al extremo superior.
Se encontró en un largo pasaje con paredes altas y vacías a ambos lados. Wolff todavía estaba a la vista y seguía corriendo. Vandam pensó que podía alcanzarlo antes de que llegara al final del pasaje. Se lanzó hacia delante.
Wolff miró atrás por encima del hombro, continuó corriendo y volvió a mirar. Su ritmo decaía, Vandam lo advirtió. Las zancadas ya no eran regulares y rítmicas: los brazos volaban a los lados y corría atropelladamente. Al ver de modo fugaz la cara de Wolff, Vandam reparó en que estaba tensa por el esfuerzo.
Wolff corrió con mayor velocidad pero no fue suficiente. Vandam se puso a la par, luego se adelantó y frenó con brusquedad torciendo el manillar. La rueda trasera patinó y la delantera chocó contra la pared. Vandam saltó, cuando la moto cayó al suelo, y aterrizó de pie frente a Wolff. El faro destrozado de la moto arrojaba un haz de luz en la oscuridad del pasaje. No tenía objeto que Wolff se volviera y corriera en el otro sentido, porque Vandam estaba fresco y podía alcanzarlo fácilmente. Sin detenerse en sus zancadas, el espía saltó sobre la moto, atravesó la columna de luz que surgía del faro como un cuchillo que cortara una llama y se estrelló contra Vandam. Este, todavía no muy afirmado, trastabilló hacia atrás y cayó. Wolff se tambaleó y dio un paso más hacia delante. Vandam manoteó en la oscuridad, encontró el tobillo de Wolff, lo agarró y dio un tirón. Wolff se derrumbó sobre el suelo.
El faro roto iluminaba parcialmente el resto del pasaje. El motor se había detenido y, en el silencio, Vandam oía la respiración de Wolff, ronca e irregular. También sentía su olor: a licor, sudor y miedo. Pero no podía verle la cara.
Durante una fracción de segundo los dos permanecieron en el suelo, uno exhausto y el otro momentáneamente aturdido.
Luego ambos se pusieron en pie. Vandam saltó sobre Wolff y lucharon cuerpo a cuerpo.
Wolff era fuerte. Vandam trataba de sujetarle los brazos, pero no podía inmovilizarlo. Súbitamente lo soltó y lanzó un puñetazo. Dio en alguna parte blanda y Wolff lanzó una exclamación de dolor. Vandam trató de golpear de nuevo, apuntando esta vez a la cara; pero Wolff lo esquivó y el golpe se perdió en el vacío. De pronto, a la tenue luz, algo destelló en la mano de Wolff. «¡Un cuchillo!», pensó alarmado Vandam.
La hoja relampagueó al dirigirse a su garganta. Por reflejo, dio un brinco hacia atrás. Un dolor ardiente le cruzaba la mejilla. Al instante, se llevó la mano a la cara. Sintió un chorro de sangre caliente. De pronto, el dolor se hizo insoportable. Presionó sobre la herida y sus dedos tocaron algo duro. Se dio cuenta de que eran sus propios dientes y que el cuchillo había cortado toda la carne de la mejilla. Se sintió caer y oyó que Wolff huía corriendo. Luego todo se volvió negro.