Al griego le gustaba toquetear.
A Elene le disgustaba. No le molestaba la lujuria directa; en realidad era bastante partidaria de ella. Lo que desaprobaba eran los toqueteos furtivos, sucios, no solicitados.
Después de dos horas en la tienda, le había cobrado aversión a Mikis Aristopoulos. Después de dos semanas, estaba dispuesta a estrangularlo.
El trabajo, en sí mismo, era agradable. Le gustaban los olores a especias y las hileras de cajas y latas de colores alegres que había en los estantes, en la trastienda. El trabajo era fácil y reiterado, pero el tiempo pasaba bastante deprisa. Maravillaba a los clientes sumando las cuentas mentalmente con gran velocidad. De vez en cuando compraba alguna exquisitez importada y rara y la llevaba a su casa, para probarla: un tarro de pasta de hígado, una tableta Hershey, un frasco de Bovril, una lata de judías estofadas. Y para ella era una novedad desempeñar un trabajo común, rutinario, de ocho horas diarias.
Pero el patrón le ponía los nervios de punta. No perdía la oportunidad de tocarle el brazo, el hombro o la cadera. Cada vez que pasaba a su lado detrás del mostrador o en la trastienda, le rozaba los pechos o las nalgas. Al principio, Elene pensó que era accidental porque Mikis no parecía ser de esa clase de tipos: tenía algo más de veinte años, era bastante bien parecido y con una amplia sonrisa que hacía lucir la blancura de sus dientes. Debía de haber tomado su silencio por aquiescencia. Tendría que pararle los pies.
No necesitaba aquello. Sus sentimientos ya estaban demasiado confusos. Le gustaba William Vandam y al mismo tiempo lo detestaba. Le habló como a un igual y después la trató como una puta. Se suponía que debía seducir a Alex Wolff, al que jamás había visto. Y la manoseaba Mikis Aristopoulos, por el que Elene solo sentía desprecio.
«Todos ellos me utilizan —pensó—. Es la historia de mi vida».
Se preguntó cómo sería Wolff. Para Vandam era fácil decirle que hiciera amistad con el espía, como si hubiera un botón que ella pudiera apretar para volverse instantáneamente irresistible. En realidad, dependía del hombre. A algunos les gustaba de inmediato, con otros era difícil. A veces resultaba imposible. Una mitad de Elene esperaba que fuera imposible con Wolff. La otra mitad recordaba que era un espía alemán, que Rommel se acercaba cada día más y que si un día los nazis llegaban a El Cairo…
Aristopoulos trajo una caja de fideos del cuarto trasero. Elene consultó su reloj: casi era hora de cerrar. El muchacho dejó caer la caja y la abrió. Al volver y pasar rozándose con Elene, le puso las manos bajo los brazos y le tocó los pechos. Ella se retiró. Oyó que alguien entraba en la tienda. «Le voy a dar una lección al griego», pensó. Mientras Mikis se dirigía a la trastienda, Elene levantó la voz y le dijo en árabe:
—¡Si me tocas de nuevo te cortaré el pito!
El cliente estalló en una carcajada. Elene se volvió y le miró. «Era europeo, pero debía de entender el árabe», pensó.
—Buenas tardes —dijo Elene.
El cliente miró hacia la trastienda y gritó:
—¡Aristopoulos! ¿Qué has estado haciendo, grandísimo pícaro?
Aristopoulos asomó la cabeza por la puerta.
—Buenos días, señor. Esta es mi sobrina Elene.
En su rostro había confusión y algo más que Elene no podía adivinar. Mikis agachó la cabeza y regresó a la tienda.
—¡Sobrina! —Dijo el cliente mirando a Elene—. Bonito cuento.
Era un hombre corpulento, de algo más de treinta años, de pelo, piel y ojos oscuros. Tenía una gran nariz ganchuda que podía ser árabe o europea aristocrática. Sus labios eran finos y cuando sonreía mostraba dientes pequeños y regulares. «Como los de un gato», pensó Elene. Ella conocía los distintivos de la riqueza y lo reconocía en el recién llegado: camisa de seda, reloj de pulsera de oro, pantalones de algodón hechos a la medida, cinturón de piel de cocodrilo, zapatos de artesanía y un ligero perfume a colonia masculina.
—¿En qué puedo servirle? —le preguntó.
La miró como si considerara varias respuestas posibles, y luego dijo:
—Comencemos con una mermelada inglesa.
—Sí.
La mermelada estaba en la trastienda. Elene fue a buscar un tarro.
—¡Es él! —Siseó Aristopoulos.
—¿De qué me estás hablando?
Elene seguía furiosa con Mikis.
—El hombre del dinero falso… El señor Wolff… ¡Es él!
—¡Oh, Dios!
Por un momento había olvidado por qué estaba allí. El pánico de Aristopoulos se le contagió y su mente quedó en blanco.
—¿Qué tengo que decirle? ¿Qué debo hacer?
—No lo sé… Dale la mermelada… No lo sé…
—Sí, la mermelada, eso es…
Elene tomó de un estante un tarro de Cooper's Oxford y volvió a la tienda. Se esforzó por mostrar a Wolff una brillante sonrisa al dejar el tarro sobre el mostrador.
—¿Qué más?
—Un kilo de café negro, molido fino.
El hombre estaba observando mientras Elene pesaba el café y lo molía. De pronto, le inspiró miedo. No era como Charles, Johnnie y Claud, los hombres que la habían mantenido, blandos, despreocupados, llenos de remordimientos y muy manipulables. Wolff parecía sereno y dueño de sí mismo: sería difícil engañarle e imposible anularlo, adivinaba Elene.
—¿Algo más?
—Media caja de champán.
La caja de cartón, de seis botellas, pesaba. Elene la arrastró desde el cuarto de atrás.
—Supongo que desea que le llevemos el pedido a casa —dijo Elene.
Trató de que sonara natural. Estaba un poco fatigada por el esfuerzo de arrastrar agachada la caja y confiaba en que eso disimularía su nerviosismo.
Wolff pareció atravesarla con la mirada de sus ojos oscuros.
—¿Llevarlo? —Dijo—. No, gracias.
Ella miró la pesada caja.
—Espero que viva cerca.
—Bastante.
—Usted debe de ser muy fuerte.
—Bastante.
—Tenemos un repartidor muy eficiente…
—No, gracias—dijo con firmeza.
Elene asintió.
—Como usted quiera. —Realmente no había pensado que diera resultado, pero de todos modos se sintió decepcionada—. ¿Algo más?
—Creo que eso es todo.
Elene empezó a sumar la cuenta.
—A Aristopoulos le debe de ir bien, para emplear una ayudante —comentó Wolff.
—Cinco libras, doce chelines y seis peniques; no diría eso si supiera lo que me paga; cinco libras, trece chelines y seis peniques; seis libras…
—¿No le gusta este trabajo?
Elene le miró directamente.
—Haría cualquier cosa por salir de aquí.
—¿Qué le interesaría?
Wolff era muy rápido.
Elene se encogió de hombros y volvió a sumar. Finalmente dijo:
—Trece libras, diez chelines y cuatro peniques.
—¿Cómo sabía que pagaría en libras esterlinas?
Era rápido. Elene temió haberse delatado. Sintió que empezaba a sonrojarse. Tuvo una inspiración y dijo:
—Es un oficial británico, ¿no es así?
Wolff lanzó una fuerte carcajada al escucharla. Sacó un rollo de billetes y le entregó catorce. Elene le dio el cambio en moneda egipcia. Pensaba: «¿Qué más puedo hacer? ¿Qué más puedo decir?». Empezó a colocar las compras en una bolsa de papel marrón.
—¿Va a dar una fiesta? Me encantan las fiestas —dijo.
—¿Por qué lo pregunta?
—Por el champán.
—¡Ah! Bueno, la vida es una larga fiesta.
«He fracasado. Ahora se irá y quizá no regrese durante semanas, quizá nunca; lo tuve ante mi vista, le he hablado y ahora he de dejar que se vaya y desaparezca en la ciudad», se dijo Elene.
Debía sentirse aliviada; pero, en cambio, tenía una sensación de abyecto fracaso.
Wolff levantó la caja de champán, la colocó sobre su hombro izquierdo y tomó la bolsa con la diestra.
—Adiós —dijo.
—Adiós.
Cuando llegó a la puerta se volvió.
—La espero en el Oasis Restaurant el miércoles por la noche a las siete y media.
—¡Muy bien! —dijo Elene alegremente.
Pero él se había marchado.
Les llevó casi toda la mañana llegar a la colina de Jesús. Jakes estaba sentado delante, al lado del conductor; Vandam y Bogge iban atrás. Vandam estaba exultante. Una compañía australiana había tomado la colina durante la noche y había capturado —casi intacto— un puesto de radioescucha alemán. Era la primera buena noticia que Vandam recibía en muchos meses.
Jakes se dio la vuelta y giró para contrarrestar el ruido del motor.
—Al parecer los australianos atacaron en calcetines para sorprenderlos —dijo—. La mayoría de los italianos prisioneros estaban en pijama.
Vandam había oído la misma historia.
—Sin embargo, los alemanes no estaban durmiendo. Fue bastante duro.
Tomaron la carretera principal de Alejandría, luego siguieron el itinerario costero a El Alamein, donde enfilaron una ruta a través del desierto señalada con barriles. Casi todo el tráfico iba en dirección opuesta, retirándose. Nadie sabía lo que pasaba. Se detuvieron en un depósito de suministros, para cargar gasolina, y Bogge tuvo que apelar a su jerarquía sobre el oficial de mando para conseguir unos litros.
El conductor preguntó la manera de llegar a la colina.
—Pista de las botellas —dijo el oficial bruscamente.
Las pistas, marcadas por y para el ejército, se denominaban Botella, Bota, Luna y Estrella, los símbolos que se recortaban en los barriles y latas de gasolina vacíos a lo largo de las rutas. Por la noche se colocaban luces pequeñas en los barriles, para iluminar los símbolos.
Bogge preguntó al oficial:
—¿Qué pasa aquí? Parece que todo el mundo se retira hacia el este.
—Nadie me dice nada —repuso el oficial.
Consiguieron una taza de té y un sándwich de carne de vaca en conserva en el camión del servicio de cantina. Al continuar el viaje tuvieron que atravesar un campo donde acababa de librarse una batalla, cubierto de tanques destrozados y quemados, y en el cual un pequeño destacamento estaba recogiendo desordenadamente los cadáveres. Los barriles desaparecieron, pero el conductor los avistó otra vez al otro extremo de la explanada de grava.
Encontraron la colina al mediodía. No muy lejos se libraba una batalla.
Podían oír los cañonazos y ver la nube de polvo que se elevaba hacia el oeste. Vandam se dio cuenta de que nunca había estado tan cerca del combate. La impresión general era de suciedad, pánico y confusión. Se presentaron al vehículo de mando y allí les indicaron cómo llegar hasta los camiones de radio alemanes que habían sido capturados.
Ya había gente de Información trabajando. A los prisioneros los interrogaban en una tienda pequeña, uno por uno, mientras los demás esperaban bajo el ardiente sol. Los expertos en pertrechos militares enemigos estaban examinando las armas y los vehículos, anotando los números de serie de los fabricantes. El Servicio I se dedicaba a buscar longitudes de ondas y códigos. La tarea del pequeño escuadrón de Bogge era investigar cuánto habían averiguado los alemanes con anticipación con respecto a los movimientos de los aliados.
Cada uno de ellos se encargó de un camión. Como casi todos en Información, Vandam tenía nociones superficiales de alemán. Conocía unas doscientas palabras, la mayoría términos militares, de modo que, si bien no habría sabido distinguir una carta de amor de una lista de la lavandería, podía leer órdenes e informes del ejército.
Había muchísimo material para examinar: el puesto capturado constituía una presa importante para el Servicio Secreto. Había que embalar la mayor parte de las cosas y transportarlas a El Cairo. Luego, un equipo numeroso debía examinarlas detenidamente. La tarea del día era una revisión preliminar.
El camión que correspondía a Vandam estaba en un desorden total. Los alemanes habían empezado a destruir sus documentos cuando se dieron cuenta de que la batalla estaba perdida. Vaciaron cajas y encendieron un pequeño fuego que pronto fue sofocado. Una carpeta de cartón estaba cubierta de sangre: alguien había muerto defendiendo sus secretos.
Vandam se puso al trabajo. Seguramente los alemanes habían tratado de destruir primero los documentos importantes, de modo que empezó con el montón a medio quemar. Encontró muchas señales de radio de los aliados, interceptadas y en muchos casos descifradas. La mayor parte era de rutina —la mayor parte de todo era rutina—; pero a medida que avanzaba en su tarea, Vandam empezó a percatarse de que el Servicio de Información alemán estaba recogiendo una enorme cantidad de datos útiles mediante la interceptación de señales de radio. Eran más eficientes de lo que Vandam imaginaba, y las medidas de seguridad de los aliados eran muy deficientes en esa materia.
Debajo del montón a medio quemar había un libro, una novela en inglés. Vandam frunció el ceño. Abrió el libro y leyó la primera línea: «Anoche soñé que volvía a Manderley». El libro se llamaba Rebeca, de Daphne du Maurier. El título le resultaba vagamente familiar. Vandam pensó que quizá su esposa lo habría leído. Tenía idea de que se trataba de una mujer joven que vivía en una casa de campo en Inglaterra.
Vandam se rascó la cabeza. Para no decir más, era un material de lectura muy singular para el Afrika Korps.
¿Y por qué estaba en inglés?
Podían habérselo requisado a un prisionero inglés, pero Vandam pensó que era improbable: que él supiera, los soldados leían libros pornográficos, historias de inflexibles detectives privados y la Biblia. No podía imaginar que las Ratas del Desierto se interesaran por los problemas de la señora de Manderley.
No; tenían ese libro con algún propósito. ¿Cuál sería? Sólo se le ocurrió una posibilidad: era la base de un código.
El libro código era una variante del cuadernillo de uso único. Este tenía letras y números impresos al azar en grupos de cinco caracteres. Se hacían sólo dos ejemplares de cada cuadernillo: uno para el que enviaba las señales y otro para el que las recibía. Cada hoja del cuadernillo se usaba para un mensaje y luego se destruía. como las hojas se utilizaban una sola vez, el código no se podía descifrar. El libro código se usaba de la misma forma, excepto que no era forzoso destruir las páginas después de emplearlas.
También podía explicar por qué era un libro en inglés. Entre ellos, los alemanes usarían un libro en alemán para sus mensajes, si es que lo empleaban; pero un espía en territorio británico necesitaría uno en inglés.
Vandam examinó el tomo con más detenimiento. El precio había sido escrito a lápiz en la última página y luego borrado con una goma. Eso podía significar que lo habían comprado de segunda mano. Vandam lo puso a contra luz, para tratar de leer la marca dejada por el lápiz en el papel. Percibió el número 50 y luego unas letras. ¿Era eic? Podían ser erc o esc. Eran esc; se dio cuenta: cincuenta escudos. Habían comprado el libro en Portugal. Era territorio neutral, con embajada alemana y también británica, un hormiguero de espionaje de bajo nivel.
En cuanto volviera a El Cairo, enviaría un mensaje al Servicio Secreto de Información en Lisboa. Podían investigar las librerías que vendían inglés en Lisboa —no podía haber muchas— y tratar de averiguar dónde lo habían comprado y, a ser posible, quién.
Por lo menos debían haber adquirido dos ejemplares y el librero quizá recordara la venta. La pregunta interesante era: ¿dónde estaba el otro ejemplar? Vandam tenía el convencimiento casi total de que ese ejemplar se encontraba en El Cairo, y creía saber quién lo estaba utilizando.
Decidió que era mejor comunicar el hallazgo al teniente coronel Bogge. Recogió el libro y salió del camión.
Bogge venía a su encuentro.
Vandam le miró fijamente. Tenía el rostro lívido y estaba furioso, casi histérico. Se acercaba a grandes zancadas por la arena polvorienta, con una hoja de papel en la mano.
«¿Qué demonios le pasa?», pensó Vandam.
—A fin de cuentas, ¿en qué emplea su tiempo todo el día? —gritó Bogge.
Vandam no respondió. Bogge le dio la hoja de papel. Vandam la miró.
Era un mensaje de radio cifrado, con la transcripción escrita entre líneas. Se mencionaba el momento en que lo habían recibido: la medianoche del 3 de junio. El remitente usaba la palabra Sphinx como identificación. El mensaje, después de las palabras preliminares sobre la intensidad con que se recibía la señal, tenía el título de OPERACIÓN ABERDEEN.
Vandam quedó pasmado. La Operación Aberdeen se había realizado el 5 de junio, y los alemanes habían recibido un mensaje al respecto el 3 de ese mes.
—¡Santo Dios, es un desastre! —exclamó Vandam.
—¡Por supuesto que es un condenado desastre! —Aulló Bogge—. ¡Significa que Rommel consigue los detalles completos de nuestros ataques antes de que empiecen!
Vandam leyó el resto. «Detalles completos» era correcto. Figuraban las brigadas comprendidas, las horas de las distintas etapas del ataque y de la estrategia general.
—No es extraño que Rommel esté ganando —murmuró Vandam.
—¡No haga bromas imbéciles! —vociferó Bogge.
Jakes apareció por el lado de Vandam acompañado por el coronel de la brigada australiana que había tomado la colina. Se dirigió a Vandam:
—Discúlpeme, mi comandante…
—Ahora no, Jakes —dijo Vandam bruscamente.
—Quédese, Jakes —fue la contraorden de Bogge—. Esto también le afecta.
Vandam tendió la hoja de papel a Jakes, con la sensación de haber recibido un golpe. La información era tan exacta que tenía que proceder del Cuartel General.
—Por todos los infiernos —dijo Jakes en voz baja.
—Deben de obtener el material de un oficial inglés. Se da cuenta de eso, ¿verdad? —continuó Bogge.
—Sí —respondió Vandam.
—¿Qué quiere decir con eso de sí? Su trabajo es evitar las filtraciones entre el personal. ¡Esa es su condenada responsabilidad!
—Me doy cuenta de eso, señor.
—¿También se da cuenta de que una filtración de esta magnitud debe ser comunicada al comandante en jefe?
El coronel australiano no apreciaba las dimensiones de la catástrofe; se sentía turbado al ver que un oficial era amonestado públicamente. Dijo:
—Guardemos las recriminaciones para después, Bogge. Dudo que la culpa sea de una sola persona. Su primer trabajo es descubrir la extensión del daño y hacer un informe preliminar a sus superiores.
Resultaba claro que Bogge no había terminado de despotricar; pero la observación venía de un superior. Reprimió su ira con un esfuerzo visible y dijo:
—Está bien. Continúe con su trabajo, Vandam.
Se alejó con paso torpe y el coronel marchó en dirección opuesta.
Vandam se sentó en el estribo del camión. Encendió un cigarrillo con mano temblorosa. La noticia parecía peor a medida que tomaba conciencia de ella. Alex Wolff no solo había penetrado en El Cairo y eludido la red de Vandam sino que había logrado acceder a secretos de alto nivel.
«¿Quién es ese hombre?», se preguntó.
En tan solo unos días había elegido su objetivo, establecido su base y sobornado, chantajeado o corrompido a ese objetivo para empujarle a una traición. ¿Quién era el objetivo? ¿Quién suministraba la información a Wolff? Realmente cientos de personas disponían de ella: los generales, sus ayudantes, los secretarios que mecanografiaban los mensajes, las personas que cifraban los que se enviaban por radio, los oficiales que lo transmitían verbalmente, todo el personal de Información, todo el equipo de enlace entre los servicios…
Por uno u otro medio —suponía Vandam—, Wolff había encontrado a alguien, entre esos cientos de personas, dispuesto a traicionar a su patria por dinero, o por convicción política, o bajo la presión del chantaje. Por supuesto, era posible que Wolff no tuviera nada que ver con el asunto, pero Vandam no lo creía así, porque un traidor necesita un canal de comunicación con el enemigo, y el espía lo tenía. Además, costaba creer que hubiera en El Cairo dos sujetos como Wolff.
Jakes estaba en pie junto a Vandam, aturdido. Vandam dijo:
—No solo se trata de que está pasando la información, sino de que Rommel la está utilizando. Si recuerda la batalla del 5 de junio…
—Sí, la recuerdo —dijo Jakes—. Fue una matanza.
«Y por mi culpa», pensó Vandam. Bogge tenía razón: la labor de Vandam era impedir que se filtraran los secretos, y cuanto se filtraba incumbía a su responsabilidad.
Un hombre no podía ganar la guerra, pero podía perderla. Vandam no quería ser ese hombre.
Se puso en pie.
—Muy bien, Jakes. Ya ha oído lo que dijo Bogge. Sigamos.
Jakes hizo chasquear los dedos.
—Había olvidado lo que vine a decirle: le llaman por el teléfono de campaña. Es el Cuartel General. Aparentemente hay una mujer egipcia en su oficina, preguntando por usted, y se niega a retirarse. Dice que tiene un mensaje urgente e insiste en hablarle.
«¡Elene!», pensó Vandam…
Quizá hubiera establecido contacto con Wolff. Debía de haberlo hecho. De otro modo, ¿por qué estaría tan desesperada por hablar con Vandam? Corrió al vehículo de mando. Jakes le pisaba los talones.
El comandante a cargo de las comunicaciones le dio el teléfono.
—Sea breve, Vandam; lo estamos usando.
Vandam ya había soportado demasiado ese día. Le arrebató el aparato, se enfrentó a su colega y dijo en voz alta:
—Lo utilizaré todo el tiempo que lo necesite. —Volvió la espalda al comandante y habló—: ¿Sí?
—¿William?
—¡Elene! —Hubiera querido decirle cuánto le agradaba oír su voz, pero, en lugar de eso, preguntó—: ¿Qué ocurre?
—Ha estado en la tienda.
—¡Lo ha visto! ¿Consiguió su dirección?
—No… Pero tengo una cita con él.
—¡Excelente! —Vandam rebosaba alegría…, iba a cazar a aquel desgraciado—. ¿Dónde y cuándo?
—Mañana por la noche, a las siete y media, en el Oasis Restaurant.
Vandam tomó un trozo de papel.
—Oasis Restaurant, siete y media, mañana por la noche —repitió—. Estaré allí.
—Bien.
—Elene…
—¿Sí?
—No tengo palabras para agradecerle su ayuda. Muchas gracias.
—Hasta mañana.
—Adiós.
Vandam colgó.
Bogge estaba detrás de Vandam, con el comandante responsable de las comunicaciones.
—¿Qué diablos significa usar el teléfono de campaña para citarse con sus condenadas amiguitas? —preguntó.
Vandam sonrió feliz.
—No era una amiguita, sino una informadora —dijo—. Ha establecido contacto con el espía. Espero detenerle mañana por la noche.