8

William Vandam empezaba a perder la esperanza de encontrar alguna vez a Alex Wolff. Ya habían pasado tres semanas del asesinato de Assyut y no lograba acercarse a su presa. A medida que transcurría el tiempo, se iba perdiendo el rastro. Casi deseaba que robaran otro maletín, para saber, al menos, qué era lo que Wolff se proponía.

Se daba cuenta de que estaba obsesionado con el espía. Se despertaba durante la noche alrededor de las tres de la madrugada, cuando habían pasado los efectos de la bebida, y meditaba preocupado hasta que llegaba el día. Lo que le molestaba era algo vinculado con la manera de hacer de Wolff: la forma indirecta en que había entrado en Egipto, la muerte repentina del cabo Cox, la facilidad con que desapareció en la ciudad. Vandam pensaba una y otra vez en esas cosas preguntándose siempre por qué encontraba tan fascinante el caso.

No había hecho progresos reales, pero sí reunido alguna información con que alimentaba su obsesión. Alimentando no como la comida alimenta a un hombre, dejándole satisfecho, sino como el combustible aviva el fuego, haciéndolo arder más.

El propietario de la Villa les Oliviers era un hombre llamado Achmed Rahmah. Los Rahmah eran una familia rica de El Cairo. Achmed había heredado la casa de su padre, Gamal Rahmah, un abogado. Uno de los tenientes de Vandam logró desenterrar una partida de matrimonio entre Gamal Rahmah y una tal Eva Wolff, viuda de Hans Wolff, estos últimos ciudadanos alemanes; y documentos de adopción que convertían a Alex, hijo de Hans y de Eva, en hijo legítimo de Gamal Rahmah…

Lo que significaba que Achmed Rahmah era alemán, y explicaba por qué tenía documentos egipcios a nombre de Alex Wolff.

En los registros también constaba un testamento, según el cual Achmed, o Alex, heredaba una parte de la fortuna de Gamal, además de la casa.

Las entrevistas con todos los Rahmah supervivientes no dieron ningún resultado. Achmed había desaparecido hacía dos años y no se sabía nada de él desde entonces. La persona que realizó la entrevista regresó con la impresión de que el hijo adoptivo de la familia no era muy apreciado.

Vandam estaba convencido de que la desaparición de Achmed se debía a que se había marchado a Alemania.

Existía otra rama de la familia de Rahmah, pero eran nómadas y nadie sabía dónde se les podía encontrar. «Sin duda —pensaba Vandam— de algún modo debían de haber ayudado a Wolff en su vuelta a Egipto».

Alex Wolff no podía haber entrado en el país por Alejandría. Las medidas de seguridad eran muy rigurosas en ese puerto: habrían investigado y, tarde o temprano, descubierto sus antecedentes alemanes, e internado. Al llegar desde el sur, esperaba pasar inadvertido y recuperar su condición anterior de ciudadano nacido y criado en Egipto. Fue un golpe de suerte para los británicos que Wolff se hubiera metido en dificultades en Assyut.

A Vandam le pareció que era el último golpe de suerte que habían tenido.

Sentado en su oficina, fumaba un cigarrillo tras otro, atormentado por la idea de Wolff.

Aquel tipo no era un captador mediocre de chismes y rumores. No se conformaba, como otros agentes, con enviar informes basados en el número de soldados que veía en la calle y en la escasez de repuestos de motores. El robo del maletín era prueba de que buscaba material del más alto nivel, y que era capaz de idear medios ingeniosos para lograrlo. Si seguía en libertad durante suficiente tiempo, tarde o temprano tendría éxito.

Vandam recorría la habitación, desde el perchero hasta el escritorio, para echar una mirada por la ventana, luego al otro lado del escritorio y vuelta al perchero.

El espía también tenía sus problemas. Habría que dar explicaciones a vecinos curiosos, ocultar su radio en alguna parte, recorrer la ciudad y hallar informadores. Podía acabársele el dinero, su radio podía descomponerse, corría el riesgo de ser traicionado por algún confidente o de que alguien descubriera accidentalmente su secreto. De un modo o de otro, algún indicio tenía que aparecer.

Cuanto más listo fuera, más tiempo llevaría.

Vandam estaba convencido de que Abdullah, el ladrón, tenía algo que ver con Wolff. Cuando Bogge se negó a hacer arrestar a Abdullah, Vandam ofreció una abundante suma de dinero por conseguir información sobre el paradero del espía. Abdullah siguió fingiendo no saber nada sobre ningún Wolff, pero la luz de la codicia había titilado en sus ojos.

Quizá Abdullah ignoraba dónde estaba Wolff —el espía seguramente era lo bastante cuidadoso como para tomar esa precaución con un hombre desleal—, pero tal vez podría averiguarlo. Vandam dejó bien aclarado que la oferta seguía en pie. Pero Abdullah, una vez obtenida la información, podía salir, sin más, al encuentro de Wolff, decirle cuál era la oferta de Vandam e invitarle a superarla.

Vandam iba y venía por la estancia.

Algo vinculado con su manera de hacer. Entra subrepticiamente: acuchilla y se esfuma, y… Algo más encajaba con eso. Algo que Vandam conocía, que había leído en un comunicado o escuchado en alguna reunión informativa. Wolff podría ser un hombre al que Vandam había conocido, hacía mucho, pero ya no podía recordar. La manera de hacer.

Sonó el teléfono. Levantó el auricular.

—Comandante Vandam.

—Oh, hola, soy el comandante Calder, de la Oficina de la Tesorería.

Vandam se puso tenso.

—Usted dirá.

—Usted nos mandó una nota, hace unas dos semanas, para que estuviéramos atentos a la aparición de libras esterlinas falsas. Bien, las hemos encontrado.

Ahí estaba, ese era el indicio.

—En realidad, son muchas —precisó la voz.

—Necesito verlas cuanto antes —respondió Vandam.

—Están en camino. He mandado a un mensajero; no tardará en llegar.

—¿Sabe quién pagó con ellas?

—En realidad fueron varias partidas, pero tenemos algunos nombres para usted.

—Estupendo. Le telefonearé cuando vea los billetes. Su nombre es Calder, ¿verdad?

—Sí. —Dio su número de teléfono—. Entonces, hasta luego.

Vandam colgó. Libras esterlinas falsas. Encajaba, podía ser la salida. Las libras esterlinas ya no eran oficiales en Egipto, un país soberano. Sin embargo, las libras esterlinas siempre se podían cambiar por dinero egipcio en la Oficina de la Tesorería General británica. Por consiguiente, las personas que negociaban con extranjeros usualmente aceptaban los pagos en libras.

Vandam abrió la puerta de su despacho y gritó hacia el pasillo.

—¡Jakes!

—¡A sus órdenes! —respondió Jakes con igual energía.

—Tráigame el expediente de los billetes falsos.

—¡Sí, mi comandante!

Vandam entró en el despacho contiguo y habló con su secretario.

—Estoy esperando un paquete de la Tesorería. Tráigamelo en cuanto llegue, ¿quiere?

—Sí, señor.

Vandam regresó a su oficina. Jakes apareció un momento después con el expediente. El capitán, el oficial de más alto rango del equipo al mando de Vandam, era un joven activo, fiable, que seguía las órdenes al pie de la letra en toda su extensión y luego tomaba la iniciativa. Era aún más alto que Vandam, delgado y de cabello negro, de expresión en cierto modo triste. Las relaciones entre él y Vandam se desarrollaban en términos de una cómoda formalidad: Jakes era muy escrupuloso en cuanto a los saludos y tratamientos, pero, ello no obstante, discutían su trabajo como iguales.

Y Jakes usaba palabrotas con gran fluidez. Estaba bien relacionado y era casi seguro que llegaría más lejos que Vandam en el ejército.

Vandam encendió la lámpara de su escritorio y dijo:

—Bien; muéstreme una foto de las falsificaciones hechas por los nazis.

Jakes apoyó el expediente en el escritorio y buscó rápidamente. Extrajo un manojo de lustrosas fotos y las extendió sobre la mesa. Cada copia mostraba anverso y reverso de un billete de banco, algo mayor que los reales.

Jakes las clasificó.

—Billetes de una libra, de cinco libras, de diez y de veinte.

Había flechas negras en las fotografías para indicar los errores por los cuales se podían identificar las falsificaciones.

La fuente de información era el dinero falso incautado a los espías alemanes detenidos en Inglaterra. Jakes dijo:

—Cuesta creer que sean tan tontos como para darles dinero falso a sus espías.

Vandam replicó sin levantar la vista de las fotografías.

—El espionaje es un negocio caro y la mayor parte del dinero se desperdicia. ¿Para qué habrían de comprar dinero inglés en Suiza si ellos mismos lo pueden fabricar? Los espías usan documentos falsos; del mismo modo pueden utilizar dinero falsificado. Además ejerce un ligero efecto perjudicial sobre la economía británica, si logra entrar en circulación. Es inflacionario, como cuando el Gobierno imprime moneda para pagar sus deudas.

—Con todo tendrían que haberse dado cuenta de que estamos cazando a esos cabrones.

—¡Ah…! Pero cuando los cazamos, cuidamos que los alemanes no sepan que los hemos cazado.

—De todas formas, confío en que nuestros espías no estén usando marcos alemanes falsificados.

—No lo creo. Nosotros tomamos el servicio secreto con más seriedad que ellos, usted lo sabe. Ojalá pudiera decir lo mismo de la táctica en el combate con tanques.

El secretario de Vandam llamó a la puerta y entró. Era un cabo de veinte años de edad, con gafas.

—Un paquete de Tesorería, señor.

—¡Espléndido! —exclamó Vandam.

—Si quiere firmar el recibo, señor.

Vandam firmó y abrió el sobre. Contenía varios cientos de billetes.

—¡La puta! —exclamó Jakes.

—Me advirtieron que había un montón —explicó Vandam—. Cabo, consígame una lupa, a la carrera.

—Sí, mi comandante.

Vandam puso un billete de los que habían llegado en el sobre junto a una de las fotografías y buscó el error identificador.

No necesitó la lupa.

—Mire, Jakes.

Jakes miró.

El billete tenía el mismo error que el de la fotografía.

—Es idéntico, señor —dijo Jakes.

—Dinero nazi, hecho en Alemania —agregó Vandam—. Ya tenemos la pista.

El teniente coronel Reggie Bogge sabía que el comandante Vandam era un tipo listo, con la clase de burda astucia que a veces se encuentra en la gente de la clase trabajadora, pero el comandante no estaba a la altura de personajes como Bogge.

Esa noche Bogge jugaba al billar ruso con el general de brigada Povey, director de Información Militar, en el Gezira Sporting Club. El general era sagaz y Bogge no le agradaba demasiado, pero Bogge creía que podía manejarlo.

Jugaban a un chelín el punto y el general hizo la salida.

Mientras jugaban, Bogge dijo:

—Espero que no tenga inconveniente en hablar de asuntos de trabajo en el club, señor.

—De ningún modo —respondió el general.

—Sencillamente, no tengo posibilidad de dejar mi despacho durante el día.

—¿Qué desea decirme?

El general le puso tiza al taco.

Boggie metió en la tronera una bola roja y apuntó a la rosada.

—Estoy casi seguro de que hay un espía bastante peligroso trabajando en El Cairo.

Erró a la rosada.

El general se dobló sobre la mesa.

—Continúe.

Bogge observó la ancha espalda de Povey. En este caso era necesario un poco de delicadeza. Por supuesto, el jefe de un departamento era responsable del éxito de su sector, porque solo los departamentos bien dirigidos tenían éxito, como todo el mundo sabía. No obstante, convenía emplear cierta sutileza para adjudicarse el mérito. Comenzó diciendo:

—¿Recuerda que un cabo fue acuchillado en Assyut hace pocas semanas?

—Vagamente.

—Tuve una corazonada al respecto y desde entonces la he estado siguiendo. La semana pasada en una trifulca le birlaron el maletín a un ayudante del Estado Mayor. Por supuesto, no era nada extraordinario, pero até cabos.

El general metió la blanca.

—Maldición —dijo—. Le toca a usted.

—Pedí a la Tesorería General que vigilaran la posible aparición de dinero inglés. Y resulta que han encontrado algo. Mandé a mis muchachos a que lo examinaran. Han descubierto que fue hecho en Alemania.

—¡Ajá!

Bogge embocó una roja, la azul y después otra roja; luego erró de nuevo con la rosada.

—Creo que me lo ha puesto bastante bien —dijo el general estudiando la mesa con los ojos entrecerrados—. ¿Alguna posibilidad de seguir el rastro del sujeto por medio del dinero?

—La hay. Estamos trabajando en eso.

—Páseme ese puente, ¿quiere?

—Desde luego.

El general apoyó el puente sobre el tapete y apuntó.

Bogge dijo:

—Se ha sugerido que demos instrucciones a la Tesorería para que siga aceptando las falsificaciones, por si puede aportar nuevas pistas.

La sugerencia era de Vandam y Bogge la había rechazado. Vandam había discutido, algo que se estaba volviendo fatigosamente repetido, y Bogge había tenido que pararle los pies. Pero era un imponderable y, si las cosas salían mal. Bogge quería estar en condiciones de decir que había consultado a sus superiores.

El general se enderezó e hizo una reflexión.

—Eso depende bastante de la cantidad de dinero de que se trate, ¿verdad?

—Hasta ahora son varios cientos de libras.

—Es muchísimo.

—Pienso que realmente no es necesario seguir aceptando las falsificaciones, general.

—Muy bien.

El general embocó la última de las bolas rojas y comenzó con las de distintos colores.

Bogge anotó el tanto. El general iba ganando, pero él había logrado lo que buscaba.

—¿A quién tiene trabajando en este asunto del espía? —preguntó Povey.

—Bueno, básicamente lo estoy llevando yo mismo…

—Sí, pero ¿a cuál de sus hombres está utilizando?

—A Vandam.

—¡Ah! Vandam. No es mal tipo.

A Bogge no le agradaba el giro que estaba tomando la conversación. El general no entendía verdaderamente lo cuidadoso que había que ser con sujetos como Vandam: «Dales un dedo y se tomarán todo el brazo». El ejército ascendía a esa gente con demasiada ligereza. La pesadilla de Bogge era encontrarse recibiendo órdenes del hijo de un cartero con acento de Dorset. Dijo:

—Por desgracia, Vandam siente cierta debilidad por los árabes; pero, como dice usted, es bastante bueno por su perseverancia.

—Sí. —El general estaba disfrutando de una larga buena racha, embocando los colores uno tras otro—. Fue a la misma escuela que yo. Veinte años después, por supuesto.

Bogge sonrió.

—Pero él fue con una beca, ¿no es así, señor?

—Sí —dijo el general—. Yo también.

Metió la negra.

—Parece que ha ganado, señor —dijo Bogge.

El gerente del Cha-Cha Club dijo que más de la mitad de sus clientes pagaban sus cuentas en libras esterlinas. De ningún modo podía identificar a los que pagaban en esa moneda; y aun cuando pudiera, no conocía más que los nombres de unos pocos parroquianos asiduos.

El cajero del Shepheard's Hotel dijo algo similar.

Lo mismo hicieron dos conductores de taxis, el propietario de un bar para soldados y madame Fahmy, la encargada del burdel.

Vandam esperaba que le contaran una historia semejante en el lugar que seguía en la lista, una tienda propiedad de un tal Mikis Aristopoulos.

Aristopoulos había cambiado una gran cantidad de libras esterlinas, la mayor parte falsas, y Vandam imaginaba que la tienda sería de considerable importancia. Pero no era así. Aristopoulos tenía un pequeño almacén de comestibles. Olía a especias y a café, pero no había mucho en los estantes. Aristopoulos era un griego de baja estatura, de unos veinticinco años, que sonreía abiertamente mostrando sus blancos dientes. Llevaba un delantal a rayas sobre los pantalones de algodón y la camisa blanca.

—Buenos días, señor. ¿En qué puedo servirle? —dijo.

—No parece que tenga mucho que vender —contestó Vandam.

Aristopoulos sonrió.

—Si busca algo en especial, quizá lo tenga en el almacén. ¿Ha comprado antes aquí, señor?

De modo que ese era el sistema: manjares escasos, en la trastienda, solo para clientes fijos. Eso significaba que conocía a la clientela. Además, la cantidad de dinero falsificado que había cambiado probablemente representaba un pedido grande, que recordaría.

Vandam dijo:

—No vine a comprar. Hace dos días usted llevó ciento cuarenta y siete libras inglesas a la Tesorería General británica y las cambió por moneda egipcia.

Aristopoulos frunció el ceño y parecía preocupado.

—Sí…

—Ciento veintisiete libras de esa suma eran falsificadas, ilegales… no valen.

Aristopoulos sonrió y extendió los brazos, encogiéndose de hombros en ampuloso ademán.

—Lo siento por la Tesorería. Recibo el dinero de los ingleses y lo devuelvo a los ingleses… ¿Qué puedo hacer?

—Puede ir a la cárcel por hacer circular billetes falsos.

Aristopoulos dejó de sonreír.

—Por favor, esto no es justo. ¿Cómo podía saberlo?

—¿Recibió todo ese dinero de una sola persona?

—No lo sé…

—¡Piense! —Dijo Vandam con brusquedad—. ¿Alguien le pagó ciento veintisiete libras?

—¡Ah…, sí! ¡Sí! —Súbitamente Aristopoulos se puso serio—. Un cliente muy respetable. Ciento veintisiete libras y diez chelines.

—¿Su nombre?

Vandam contuvo el aliento.

—Señor Wolff…

—¡Ahhh!

—Estoy tan disgustado… El señor Wolff ha sido un buen cliente durante muchos años y nunca hubo problemas en el pago.

—Escuche —dijo Vandam—. ¿Fue usted a entregar los alimentos?

—No.

—¡Maldita sea!

—Como es normal, ofrecimos entregar a domicilio, pero esta vez el señor Wolff…

—¿Normalmente entregan en casa del señor Wolff?

—Sí, pero esta vez…

—¿Cuál es la dirección?

—Déjeme ver… Villa les Oliviers, Garden City.

Vandam dio un puñetazo en el mostrador, decepcionado. Aristopoulos pareció algo asustado. El mayor dijo:

—Pero usted no ha hecho entregas recientemente allí.

—No desde el regreso del señor Wolff. Mire, siento mucho que este dinero falso haya pasado por mis manos inocentes. Quizá se pueda arreglar algo…

—Quizá —dijo Vandam pensativo.

—Tomemos un café.

Vandam asintió. Aristopoulos lo condujo a la trastienda.

Allá los estantes estaban repletos de botellas y latas, la mayoría importadas. Vandam advirtió que había caviar ruso, jamón americano y jalea inglesa. Aristopoulos sirvió un café fuerte y espeso en tazas pequeñas. Sonreía otra vez. Dijo:

—Estos problemillas siempre se pueden solucionar entre amigos.

Bebieron el café.

Aristopoulos apuntó:

—Tal vez como muestra de nuestra amistad, me permita ofrecerle algo de mi tienda. Tengo un pequeño remanente de vino francés…

—No, no…

—Generalmente puedo encontrar un poco de whisky escocés cuando en El Cairo nadie tiene…

—No me interesa esa clase de arreglo —aclaró Vandam impaciente.

—¡Oh! —exclamó Aristopoulos.

Estaba convencido de que Vandam buscaba que lo sobornara.

—Quiero encontrar a Wolff —continuó Vandam—. Necesito saber dónde vive ahora. ¿Dijo que era un cliente regular?

—Sí.

—¿Qué clase de artículos compra?

—Mucho champán. También algo de caviar. Café, bastante. Licor importado. Nueces saladas, salchichón con ajo, albaricoques al brandy…

—Hummm.

Vandam absorbía ávidamente esa información complementaria. ¿Qué clase de espía gastaba sus fondos en exquisiteces importantes? Respuesta: uno que no fuera muy serio. Pero Wolff era serio. Era cuestión de estilo. Vandam dijo:

—Me estaba preguntando cuánto tiempo tardará en volver.

—Volverá cuando se le acabe el champán.

—Muy bien. Cuando venga, ¿quiere averiguar dónde vive?

—Pero, señor, ¿y si se niega otra vez a que le entreguemos…?

—En eso estaba pensando. Voy a darle un ayudante.

A Aristopoulos no le gustó la idea.

—Quiero cooperar, señor, pero mi negocio es algo privado…

—No tiene alternativa —dijo Vandam—. O colabora o va a la cárcel.

—Pero tener un oficial inglés trabajando aquí, en mi negocio…

—Oh, no será un oficial inglés. —«Llamaría la atención como una nariz de hojalata», pensó Vandam, y probablemente también ahuyentaría a Wolff. El comandante sonrió—. Creo que conozco la persona ideal para el puesto.

Esa noche, después de cenar, Vandam fue al apartamento de Elene con un enorme ramo de flores y la sensación de estar haciendo el ridículo.

Ella vivía en un piso viejo, amplio y agradable, cerca de la plaza de L'Opéra. Un conserje rubio indicó a Vandam el tercer piso. Subió por la curva escalera de mármol que ocupaba el centro del edificio y llamó a la puerta del 3 A.

Elene no lo esperaba y repentinamente se le ocurrió a Vandam que quizá estuviera atendiendo a un amigo.

Esperó con impaciencia en el corredor, preguntándose cómo sería Elene en su propia casa. Era la primera vez que Vandam la visitaba. Quizá había salido. Seguramente tenía muchísimo que hacer por las noches…

La puerta se abrió.

Elene llevaba puesto un vestido amarillo de algodón, con falda amplia, que era sencillo pero lo bastante fino como para ser traslúcido. El color resultaba muy atractivo en contraste con la piel ligeramente morena. La muchacha le miró con atención un momento y luego, al reconocerle, le regaló su sonrisa traviesa.

—¡Vaya! ¡Hola!

—Buenas noches —saludó Vandam.

Elene se adelantó y le dio un beso en la mejilla.

—Entre.

Vandam entró y ella cerró la puerta.

—No esperaba el beso —dijo él.

—Forma parte de la comedia. Permítame aligerarle de su disfraz.

Vandam le dio las flores. Tuvo la impresión de que le estaba tomando el pelo.

—Pase ahí dentro mientras las pongo en agua.

Vandam siguió la dirección indicada y entró en el cuarto de estar. Miró alrededor. Era reconfortante hasta el extremo de la sensualidad. Estaba decorado en rosa y oro y amueblado con sillones mullidos y profundos y una mesa de roble claro. Era un cuarto en esquina, con ventanas que daban a dos fachadas; entraba la luz del atardecer y todo brillaba ligeramente. El suelo estaba cubierto por una gruesa alfombra marrón que parecía de piel de oso. Vandam se agachó y la tocó: era auténtica. Tuvo la repentina y vívida visión de Elene acostada sobre la alfombra, desnuda y retorciéndose de placer. Parpadeó y miró al otro lado. Sobre el asiento que estaba a su lado descansaba el libro que supuestamente leía Elene cuando él llegó. Retiró la novela y se sentó en el sillón. Conservaba el calor de su cuerpo. La obra se titulaba Stamboul Train. Parecía de espías y misterio. Sobre la pared opuesta había un cuadro de apariencia más bien moderna que representaba un baile de sociedad: las damas lucían bellos vestidos de fiesta y los hombres estaban desnudos. Vandam se sentó en el sofá situado debajo de la pintura para no tener que mirarla. Pensó que era singular.

—¿Quiere beber algo?

—¿Puede ser un martini?

—Sí. Fume si lo desea.

—Gracias.

«Sabía cómo ser hospitalaria», pensó Vandam. Supuso que debía serlo, dada su forma de ganarse la vida. Sacó sus cigarrillos.

—Temía que hubiera salido.

—Esta noche no.

Hubo un tono extraño en la voz de Elene cuando dijo eso, pero Vandam no supo interpretarlo. La observó manipular la coctelera. Había intentado conducir la reunión de forma práctica y rápida, pero no podía hacerlo, porque era ella quien la dirigía. Se sintió como un amante clandestino.

—¿Le gustan estas cosas?

Vandam señaló el libro.

—Últimamente he estado leyendo novelas de misterio.

—¿Por qué?

—Quiero saber cómo se supone que actúa un espía.

—No creo que usted… —La vio sonreír y se dio cuenta de que le estaba tomando el pelo nuevamente—. Nunca sé cuándo habla en serio.

—Muy rara vez. —Elene le sirvió una bebida y se sentó en el otro extremo del sofá. Miró a Vandam sobre el borde de la copa—. Por el espionaje —brindó.

Vandam sorbió su martini. Era perfecto. Igual que ella. La suave luz solar hacía brillar la piel de Elene. Sus brazos y piernas eran finos y lisos. Vandam pensó que en la cama sería igual que en cualquier otro sitio: serena, graciosa y dispuesta a cualquier cosa. Maldición. La última vez le había impresionado sobremanera, había cogido una borrachera y terminado en un detestable burdel.

—¿En qué está pensando? —preguntó Elene.

—Espionaje.

Ella rió; parecía darse cuenta de que estaba mintiendo.

—Debe de adorarlo —dijo.

«¿Cómo puede hacerme esto?», pensó Vandam. Siempre le desconcertaba con sus bromas, su agudeza, su cara de inocencia y sus piernas largas y morenas. Replicó:

—Cazar espías puede ser un trabajo muy satisfactorio, pero no lo adoro.

—¿Qué ocurre a los espías cuando son atrapados?

—Normalmente, los cuelgan.

—Oh.

Por una vez, Vandam había logrado hacerle perder el aplomo. Elene se estremeció.

—En general, en tiempos de guerra, los perdedores mueren —dijo Vandam.

—¿Por eso no adora su trabajo, porque los cuelgan?

—No. No lo adoro porque no siempre los atrapo.

—¿Está orgulloso de ser tan despiadado?

—No creo que sea despiadado. Tratamos de matar más para que maten menos.

«¿Cómo habré llegado a tener que defenderme?», se preguntó Vandam.

Elene se levantó para servirle otra copa. Él la observó mientras cruzaba la estancia. «Se movía con gracia —pensó—. Como un gato…, no, como un gatito». Le miró la espalda cuando se agachó para recoger la coctelera y se preguntó qué llevaría debajo del vestido amarillo. Reparó en sus manos cuando servía la bebida: eran esbeltas y firmes. Ella no tomó otro martini.

Vandam sentía curiosidad respecto al lugar del que provenía Elene.

—¿Sus padres viven?

—No —dijo ella bruscamente.

—Lo siento.

Vandam sabía que estaba mintiendo.

—¿Por qué me pregunta eso?

—Simple curiosidad. Le ruego que me perdone.

Elene se inclinó hacia delante y rozó suavemente el brazo de Vandam, acariciándole la piel con la punta de los dedos; un roce tan ligero como el de la brisa.

—Se disculpa demasiado.

Elene desvió la mirada, como si dudara; y entonces, cediendo a un impulso, empezó a contarle su vida.

Elene era la mayor de cinco hijas de una familia angustiosamente pobre. Sus padres eran cariñosos y cultos.

—Mi padre me enseñó inglés y mi madre me enseñó a ponerme la ropa limpia —dijo.

Pero el padre, un sastre, era ultra ortodoxo y se había separado del resto de la comunidad judía de Alejandría después de una disputa doctrinaria con el matarife del ritual religioso. Cuando Elene tenía quince años, su padre empezó a perder la vista. Ya no podía trabajar de sastre… pero tampoco podía pedir ni aceptar ayuda de los «descarriados» judíos de Alejandría. Elene tuvo que trabajar de criada en una casa de ingleses. Siempre enviaba el salario a su familia. De allí en adelante, su historia era la que se había repetido —Vandam lo sabía— una y otra vez durante los últimos cien años en las viviendas de la clase dominante de Inglaterra: Elene se enamoró del hijo de la familia y este la sedujo. Tuvo suerte, porque lo averiguaron antes de que quedara embarazada. Enviaron al hijo a la universidad y despidieron a Elene. A ella le aterraba regresar a su casa y decir a su padre que la habían despedido por haber fornicado… y con un cristiano. Vivió del dinero que le pagaron al despedirla, y siguió mandando a su casa la misma cantidad cada semana, hasta que se le terminó. Después, un comerciante lascivo que había conocido en la casa le puso un apartamento y la inició en el trabajo de su vida. Pronto su padre se enteró y mandó a la familia que guardaran shiva por ella.

—¿Qué es shiva? —preguntó Vandam.

—Luto.

A partir de entonces no tuvo noticias de ellos, excepto un mensaje de un amigo, para decirle que su madre había muerto.

Vandam preguntó:

—¿Odia a su padre?

Elene se encogió de hombros.

—Creo que la cosa salió bastante bien.

Desplegó los brazos para señalar el apartamento.

—Pero ¿es feliz?

Elene le miró. En dos ocasiones pareció estar a punto de hablar, pero no dijo nada. Finalmente desvió la mirada. Vandam tuvo la impresión de que ella lamentaba haber tenido el impulso de contarle su historia. Elene cambió de tema.

—¿Qué le trae por aquí, comandante?

Vandam ordenó sus ideas. Se había interesado tanto en ella, observando sus manos y sus ojos mientras hablaba de su pasado, que por un momento había olvidado el objeto de su visita.

—Todavía sigo buscando a Alex Wolff —comenzó—. No lo he hallado, pero sí encontré su tendero.

—¿Cómo lo logró?

Decidió no decírselo. Era mejor que nadie, fuera del Servicio Secreto, supiera que los espías alemanes eran delatados por el dinero falso que usaban.

—Es una larga historia —dijo Vandam—. Lo importante es que deseo poner a alguien en esa tienda, por si regresa Wolff.

—A mí.

—Eso pensaba.

—Entonces, cuando él entre yo le golpeo en la cabeza con una bolsa de azúcar y vigilo el cuerpo inconsciente hasta que usted llegue.

Vandam lanzó una carcajada.

—Ya lo creo que lo haría —dijo—. Puedo imaginarla saltando sobre el mostrador.

Se percató de su actitud informal y resolvió dominarse antes de hacer el ridículo.

—En serio, ¿qué tengo que hacer? —preguntó Elene.

—En serio; tiene que descubrir dónde vive.

—¿Cómo?

—No estoy seguro. —Vandam dudó—. Pensé que quizá pudiera trabar amistad con él. Es una mujer muy atractiva… Imagino que sería fácil para usted.

—¿Qué quiere decir con «trabar amistad»?

—Eso depende de usted. Solo hasta que consiga la dirección.

—Ya veo.

Repentinamente, el estado de ánimo de Elene cambió; había un deje de amargura en su voz. El giro sorprendió a Vandam: era demasiado rápida para que él pudiera seguirla. No imaginaba que una mujer como Elene se ofendiera por aquella sugerencia. Ella preguntó:

—¿Por qué, sencillamente, no hace que uno de sus soldados lo siga hasta su casa?

—Tal vez tenga que hacerlo, si usted no puede ganarse la confianza de Wolff. El inconveniente es que él puede darse cuenta de que lo están siguiendo y escapar. No regresaría a la tienda y perderíamos nuestra ventaja. Pero si usted puede convencerle, digamos de que la invite a su casa a cenar, tendremos la información que necesitamos sin ponernos en evidencia. Por supuesto, puede no resultar. Ambas alternativas son arriesgadas. Pero prefiero el enfoque sutil.

—Entiendo.

«Por supuesto que lo entiende», pensó Vandam. El asunto estaba claro como el agua. ¿Qué demonios le pasaba? Era una mujer extraña: tan pronto le fascinaba como le ponía furioso. Por primera vez cruzó por su mente que ella podía negarse a hacer lo que le pedía. Nervioso, preguntó:

—¿Me ayudará?

Elene se levantó y llenó de nuevo la copa de Vandam. También ella se sirvió una bebida. Estaba muy tensa, pero estaba claro que no quería decir por qué. A Vandam siempre le habían fastidiado las mujeres con ese genio. Sería un serio inconveniente si se negaba a cooperar.

Finalmente, Elene dijo:

—Supongo que no es peor de lo que he estado haciendo toda mi vida.

—Eso es lo que pensé —dijo Vandam aliviado.

Ella le clavó una mirada de disgusto.

—Comienza mañana —dijo Vandam.

Le entregó un trozo de papel con la dirección de la tienda. Elene lo tomó sin mirar.

—El negocio pertenece a Mikis Aristopoulos —agregó el comandante.

—¿Cuánto tiempo cree que llevará esto? —preguntó Elene.

—No lo sé. —Vandam se levantó—. Me pondré en contacto con usted para asegurarme de que todo marcha bien, y usted contactará conmigo tan pronto como él aparezca. ¿Está claro?

—Sí.

Vandam recordó algo.

—A propósito, el dueño de la tienda cree que buscamos a Wolff por falsificación. No le hable de espionaje.

—No lo haré.

El cambio de humor era permanente. Ya no disfrutaban de la mutua compañía.

—La dejo con su novela de misterio —dijo Vandam.

Elene se puso en pie.

—Lo acompaño.

Fueron hasta la puerta. Cuando Vandam salió, el inquilino del apartamento contiguo se acercaba por el pasillo. Inconscientemente, había estado pensando en ese momento toda la noche y, entonces, hizo lo que decidió no hacer. Tomó a Elene por el brazo, inclinó la cabeza y la besó en la boca.

Los labios de la muchacha se movieron ligeramente respondiendo al beso. Cuando el vecino abrió la puerta, entró en su apartamento y volvió a cerrar, Vandam soltó el brazo de Elene.

—Es un buen actor —dijo ella.

—Sí —contestó Vandam—. Adiós.

Se volvió y recorrió el pasillo caminando con paso rápido. Debía sentirse complacido por lo que había conseguido aquella noche, pero, en cambio, tenía la impresión de haber hecho algo vergonzoso. Oyó que la puerta del apartamento de Elene se cerraba violentamente a su espalda.

Elene se reclinó en la puerta cerrada y maldijo a William Vandam.

Había entrado en su vida lleno de cortesía inglesa, pidiéndole que hiciera un nuevo trabajo y ayudara a ganar la guerra, luego le decía que debía prostituirse otra vez.

Realmente había creído que Vandam iba a hacerle cambiar de vida. Se habían acabado los comerciantes ricos, las aventuras amorosas furtivas, el baile y servir mesas. Tenía un trabajo útil, algo en lo que creía, algo que importaba…, pero resultaba que era el juego de siempre.

Durante siete años había vivido de su cara y de su cuerpo y no quería hacerlo más.

Se encaminó a la salita para servirse una bebida. Su copa estaba allí, sobre la mesa, medio vacía. Apoyó los labios. El líquido estaba caliente y era amargo.

Al principio no le agradó Vandam: le pareció un hombre rígido, solemne, opaco. Después cambió de idea. ¿Cuándo había pensado por primera vez que podía haber un hombre diferente bajo ese exterior rígido? Recordó: cuando Vandam rió. Esa risa la intrigaba. La había visto otra vez aquella noche, cuando ella dijo que golpearía a Wolff en la cabeza con una bolsa de azúcar. Existía una rica veta de alegría muy, muy dentro de él, y cuando se la perforaba, la risa subía burbujeando y dominaba su personalidad por un instante. Elene sospechaba que era un hombre con unas enormes ganas de vivir, que dominaba con firmeza, demasiado firmemente. Sentía deseos de meterse bajo su piel y hacer que dejara aflorar su personalidad. Por eso le había tomado el pelo tratando de que riera de nuevo.

También por eso lo había besado.

Elene se había sentido curiosamente feliz de tenerlo en su casa, sentado en el sofá, fumando y charlando. Incluso pensó en lo agradable que sería llevar a ese hombre fuerte, inocente, a la cama y enseñarle cosas en las que jamás había soñado. ¿Por qué le gustaba? Quizá porque la había tratado como una persona, no como a un desnudo de revista. Nunca le daría palmaditas en el trasero diciéndole: «No atormentes tu linda cabecita…».

Pero él lo había echado todo a perder. ¿Por qué le molestaba tanto ese asunto de Wolff? Un acto hipócrita más de seducción no le haría ningún daño. Vandam había dicho más o menos eso. Y al decirlo daba a entender que la consideraba una puta. Eso era lo que la enfurecía tanto. Quería su respeto, y cuando Vandam le pidió que «trabara amistad» con Wolff supo que nunca lo iba a tener; nunca. De todos modos, era una idiotez; la relación entre una mujer como ella y un oficial inglés estaba condenada a terminar como todas las relaciones de Elene: manipulación por un lado, dependencia por el otro y, finalmente, ningún respeto. Vandam siempre vería en ella a una furcia. Por un momento creyó que él era distinto de los demás, pero se había equivocado.

Y entonces pensó: «Pero ¿por qué me preocupo tanto?».

Vandam estaba sentado en la oscuridad de su dormitorio, junto a la ventana, en medio de la noche, fumando y mirando el Nilo iluminado por la luna, cuando, de pronto, tuvo un vívido recuerdo de su niñez.

Tiene once años, sexualmente inocente, todavía un niño, desde el punto de vista físico. Está en la casa de ladrillos grises, construida en terreno elevado, donde siempre ha vivido. La casa tiene un cuarto de baño, con agua calentada por el fuego de carbón de la cocina de abajo. Se le ha dicho que por ello su familia es muy afortunada y que no debe alardear al respecto. En verdad, cuando vaya a la nueva escuela, la escuela elegante de Bournemouth, debe simular que cree que es perfectamente normal tener un cuarto de baño con agua corriente. El cuarto de baño también tiene un excusado. Ahora va allí a orinar. Su madre está bañando a su hermana, que tiene siete años; pero a ellas no les importa que vaya a hacer pis; lo ha hecho otras veces, y el otro retrete está al otro lado del jardín y hace frío. Lo que ha olvidado es que su prima también se está bañando. Tiene ocho años. Él entra en el cuarto de baño. Su hermana está sentada en la bañera. Su prima está de pie, a punto de salir. Su madre tiene una toalla. Él mira a la prima.

Está desnuda, por supuesto. Es la primera vez que ve una chica desnuda, aparte de su hermana. El cuerpo de su prima es ligeramente rechoncho y su piel está enrojecida por el calor del agua. Es la cosa más hermosa que jamás ha visto. Se queda parado en el vano de la puerta mirándola con interés y admiración no disimulados.

No ve venir la bofetada. La mano grande de su madre parece salir de la nada. Abofetea sonoramente su mejilla. Golpea bien, su madre, y este es uno de sus mejores golpes. Duele como el demonio, pero el sobresalto es aún peor que el dolor. Lo peor de todo es que el cálido sentimiento que lo había envuelto se quiebra como el vidrio de una ventana.

—¡Fuera! —aúlla su madre, y él sale, herido y humillado.

Vandam recordaba sentado a solas, contemplando la noche egipcia, y pensaba, como lo había hecho en su momento: «Bueno, ¿por qué haría aquello mi madre?».