Wolff estaba de nuevo donde había empezado: sabía en qué lugar estaban los secretos, pero no podía llegar a ellos.
Podría haber robado otro maletín de la misma forma que el primero, pero eso habría hecho pensar a los británicos en un complot. Podría haber ideado otra manera de robar un maletín, pero aun eso haría que se intensificaran las medidas de seguridad. Además, un solo maletín en una sola ocasión no era suficiente para sus necesidades: precisaba tener acceso regular y libre a los documentos secretos.
Por eso estaba rasurando el vello del pubis de Sonja.
Era negro y grueso, y crecía muy rápidamente. Como se lo afeitaba de forma regular, podía ponerse sus pantalones traslúcidos sin usar el acostumbrado taparrabos cubierto de lentejuelas. La mayor libertad de acción física y el comentario persistente y preciso de que no llevaba nada debajo de los pantalones habían ayudado a hacer de ella la danzarina del momento.
Wolff hundió la brocha en el cuenco y empezó a enjabonar.
Sonja estaba acostada en la cama, con un montón de almohadas bajo el trasero, vigilándole con desconfianza. No era muy aficionada a aquella última perversión de Wolff. Pensó que no le iba a gustar.
Wolff no era tonto. Sabía cómo funcionaba la mente de Sonja, y conocía su cuerpo mejor que ella misma y quería pedirle algo.
La acarició con la suave brocha de afeitar y dijo:
—He pensado en otra forma de apoderarme del contenido de esos maletines.
—¿Cuál?
Wolff no contestó inmediatamente. Dejó la brocha y tomó la navaja. Probó el filo en el pulgar y después miró a Sonja. Ella lo observaba fascinada de horror. Wolff se inclinó más, apoyó la navaja en la piel y la deslizó hacia arriba con un movimiento suave y cuidadoso.
—Voy a hacerme amigo de un oficial británico —dijo.
Sonja no respondió: le estaba escuchando solo a medias. Wolff limpió la navaja en una toalla. Apoyó un dedo de la mano izquierda en la parte afeitada y presionando hacia abajo atirantó la piel. Acercó la navaja.
—Y después lo traeré aquí.
—¡Oh, no! —dijo Sonja.
Wolff la tocó con el filo de la navaja y dirigió la hoja hacia arriba, con suavidad. Ella empezó a respirar aguadamente. Wolff afiló la navaja y rasuró una, dos, tres veces.
—No sé cómo, pero conseguiré que el oficial traiga su maletín.
Puso el dedo en el punto más sensible de Sonja y afeitó alrededor. Ella cerró los ojos.
Wolff vertió agua caliente de una caldera en un bol que tenía a su lado, en el suelo. Sumergió un paño en el agua y lo escurrió.
—Luego revisaré el maletín mientras el oficial está acostado contigo.
Presionó el paño caliente contra la piel rasurada. Sonja lanzó un grito agudo, como un animal acorralado.
Wolff se quitó la bata y se quedó en pie, desnudo. Tomó una botella de aceite para la piel y se vertió un poco en la palma de la mano derecha.
—No lo haré —dijo ella.
Wolff agregó más aceite y masajeó todos los pliegues y hendiduras. Con la mano izquierda la aferraba por la garganta y la mantenía acostada.
—Lo harás.
Sus dedos expertos exploraban y presionaban con menos delicadeza.
Sonja dijo:
—No.
—Sí —replicó Wolff.
La sensación de poder era como una droga. Se mantuvo encima de ella y vaciló, confiado y sereno.
Sonja gimió:
—¡Rápido!
—¿Lo harás?
—¡Rápido!
Wolff hizo que su cuerpo tocara el de ella y luego observó otra pausa.
—¿Lo harás?
—¡Sí! ¡Por favor!
—¡Ahhh!
Wolff tomó aliento y se dejó caer encima de ella.
Por supuesto, Sonja trató de volverse atrás.
—Esa clase de promesas no obligan —dijo.
Wolff salió del cuarto de baño envuelto en una toalla grande. La miró. Estaba acostada en la cama, aún desnuda, comiendo bombones. Había momentos en que casi le tenía cariño.
—Una promesa es una promesa —le recordó él.
—Tú prometiste encontrar otra Fawzi para nosotros.
Estaba de mal humor. Siempre le ocurría después de hacer el amor.
—Traje esa chica de madame Fahmy —respondió Wolff.
—No es otra Fawzi. Fawzi no pedía diez libras y no se iba a su casa por la mañana.
—Está bien. Seguiré buscando.
—No prometiste buscar, prometiste encontrar.
Wolff fue al cuarto y sacó una botella de champán de la nevera. Tomó dos copas y las llevó al dormitorio.
—¿Quieres un poco?
—No —contestó Sonja—. Sí.
Wolff sirvió y le alcanzó la copa. Sonja bebió un poco y comió otro bombón. Wolff dijo:
—Por el desconocido oficial británico que está por recibir la sorpresa más agradable de su vida.
—No me acostaré con un inglés —protestó Sonja—. Huelen mal y tienen la piel como las babosas y los odio.
—Por eso lo harás, porque los odias. Imagina: mientras él te está montando y pensando en lo afortunado que es, yo estaré leyendo sus documentos secretos.
Wolff comenzó a vestirse. Se puso una camisa que le habían hecho en una de las pequeñas sastrerías de la Ciudad Vieja: una camisa de uniforme británico con insignias de capitán en los hombros.
—¿Qué te has puesto? —preguntó Sonja.
—Un uniforme de oficial británico. No hablan con extranjeros, ya lo sabes.
—¿Vas a simular que eres inglés?
—Sudafricano, creo.
—Pero ¿qué ocurrirá si cometes un error?
—Probablemente me fusilarán por espía.
Sonja apartó la mirada.
Wolff dijo:
—Si encuentro uno adecuado, lo llevaré al Cha-Cha. —Se metió la mano en la camisa y sacó el cuchillo de su vaina, debajo del brazo. Se acercó a Sonja y le tocó el hombro desnudo con la punta del arma—. Si me fallas, te cortaré los labios.
Ella le miró a la cara. No habló, pero había miedo en sus ojos.
Wolff salió.
El Shepheard's estaba repleto de gente. Siempre estaba así.
Wolff pagó el taxi y atravesó abriéndose paso entre la multitud de vendedores ambulantes y dragomanes apiñados afuera, subió los escalones y se adentró en el vestíbulo. Estaba atestado de gente: comerciantes levantinos que celebraban ruidosas reuniones; europeos que utilizaban la oficina de Correos y bancos; muchachas egipcias con sus vestidos baratos y oficiales británicos. El hotel estaba fuera de jurisdicción para otros rangos. Wolff pasó entre dos damas de bronce de tamaño mayor que el real, que sostenían lámparas, y entró en el salón. Una pequeña orquesta tocaba música indeterminada mientras una muchedumbre, en su mayoría europea, llamaba constantemente a los camareros. Esquivando los divanes y las mesas con superficie de mármol, Wolff se abrió paso hasta el largo bar, situado al fondo.
Allá el ambiente era un poco más tranquilo. No se permitía la entrada a las mujeres y beber copiosamente estaba a la orden del día. A ese lugar iría cualquier oficial que se sintiera solo.
Wolff se sentó ante la barra. Estuvo a punto de pedir champán; luego, recordando su disfraz, pidió un whisky con agua.
Había prestado mucha atención a su atuendo. Los zapatos marrones eran del modelo que usaban los oficiales y estaban muy bien lustrados; los calcetines caqui estaban doblados exactamente en el lugar correcto; el pantalón corto marrón tenía una raya bien marcada; la camisa de faena con insignias de capitán se llevaba fuera del pantalón, no plegada hacia dentro; la gorra plana tenía la inclinación precisa.
Le preocupaba un poco su acento. Tenía una historia para explicarlo: la misma que le había contado al capitán Newman en Assyut: que lo había adquirido en Sudáfrica, hablando holandés. Pero ¿qué pasaría si el oficial que escogía era sudafricano? Wolff no podía distinguir suficientemente bien los acentos ingleses como para reconocer a un sudafricano.
Le preocupaba más su conocimiento del ejército. Buscaba un oficial del Cuartel General, así que diría que pertenecía a las TBE —Tropas Británicas en Egipto—, que era un cuerpo separado e independiente. Por desgracia, sabía muy poco al respecto. No estaba seguro de lo que hacían las TBE ni de cómo estaban organizadas, y no podía mencionar el nombre de uno solo de sus oficiales. Imaginaba una conversación:
—¿Cómo está el viejo Buffy Jenkins?
—¿El viejo Buff? No lo veo mucho en mi departamento.
—¿No lo ve mucho? Él manda allí. ¿Estamos hablando de las mismas TBE?
O bien.
—¿Cómo está Simón Frobisher?
—Oh, Simón, sigue como siempre, ya sabe.
—Un minuto, alguien me dijo que había regresado a Inglaterra. Sí, estoy seguro. ¿Cómo es que usted no lo sabía?
Luego las acusaciones, el aviso a la policía militar, la lucha y, finalmente, la cárcel.
La cárcel era lo único que realmente asustaba a Wolff.
Un coronel entró y se situó ante la barra junto al taburete de Wolff. Llamó al barman.
—Ezma!
Significa «escuche», pero todos los británicos pensaban que quería decir camarero.
El coronel miró a Wolff. Wolff inclinó la cabeza cortesmente y dijo:
—Señor…
—Quítese la gorra en el bar, capitán. ¿En qué está pensando?
Wolff se quitó la gorra maldiciéndose silenciosamente por el error. El coronel pidió cerveza. Wolff miró hacia el otro lado.
Había quince o veinte oficiales en el bar, pero no reconocía a ninguno. Buscaba uno de los ocho ayudantes que todos los mediodías salían del Cuartel General con sus maletines. Había memorizado sus rostros y los reconocería instantáneamente. Ya había estado en el Metropolitan Hotel y en el Turf Club, sin éxito; y después de media hora en el Shepheard's buscaría en el Club de Oficiales, en el Gezira Sporting Club e incluso en la Unión Angloegipcia. Si fracasaba esa noche volvería al día siguiente, tarde o temprano estaba seguro de que tropezaría por lo menos con uno de ellos.
Después, todo dependería de su habilidad.
Su plan tenía muchas ventajas. El uniforme le convertía en uno de ellos, digno de confianza, un camarada. Como la mayoría de los soldados, probablemente se sentían solos y hambrientos de contacto sexual en un país extraño. Sonja era, sin duda alguna, una mujer muy deseable —de cualquier modo que se la mirara— y el oficial inglés corriente no estaba bien equipado contra los ardides de una seductora oriental.
Y de cualquier modo, si fuera tan desafortunado como para elegir un ayudante lo bastante listo, que resistiera la tentación, lo abandonaría y buscaría otro.
Esperaba que no le llevara demasiado tiempo.
En verdad, le llevó cinco minutos más.
El comandante que entró en el bar era un hombre pequeño y muy delgado, unos diez años mayor que Wolff. Sus mejillas exhibían la red de venillas de los bebedores empedernidos. Tenía los ojos azules, bulbosos, y el cabello fino color arena achatado por el fijador.
Todos los días salía del Cuartel General, a las doce, e iba a pie hasta un edificio no identificado de Shari Suleiman Pasha… llevando su maletín.
A Wolff le dio un brinco el corazón.
El mayor se acercó a la barra, se quitó la gorra y dijo:
—Ezma! Scotch. Sin hielo. ¡Rápido! —Se dirigió a Wolff—: ¡Maldito tiempo! —dijo en tono familiar.
—¿No es siempre así, señor? —preguntó Wolff.
—Muy cierto. Me llamo Smith, Cuartel General.
—Mucho gusto, señor —dijo Wolff. Sabía que, en realidad, Smith no podía estar en el Cuartel General, ya que iba todos los días desde allí a otro edificio; se preguntó por un instante por qué razón mentiría al respecto. Dejó la idea de lado por el momento y dijo—: Slavenburg, TBE.
—Bien. ¿Otra copa?
Entrar en conversación con un oficial estaba resultando más fácil de lo que esperaba.
—Muy amable, mi comandante —respondió Wolff.
—¿Y si dejara lo de mi comandante? Menos cháchara en el bar, ¿eh?
—Por supuesto.
Otro error.
—¿Qué toma?
—Whisky con agua, por favor.
—Si fuera usted, no pondría agua. Dicen que viene directamente del Nilo.
Wolff sonrió.
—Debo de estar acostumbrado.
—¿No le duele el estómago? Debe de ser el único blanco en Egipto.
—Nací en África; viví en El Cairo diez años.
Wolff entraba suavemente en el estilo abreviado que usaba Smith al hablar. «Debí haber sido actor», pensó.
Smith dijo:
—África, ¿eh? Pensé que tenía cierto acento.
—Padre holandés, madre inglesa; tenemos una hacienda en Sudáfrica.
Smith pareció solícito.
—Esto tiene que ser duro para su padre, con los alemanes por toda Holanda.
Wolff no había pensado en eso.
—Murió cuando yo era niño —dijo.
—Lamentable.
Smith vació su vaso.
—¿Otro? —preguntó Wolff.
—Gracias.
Wolff pidió otra ronda. Smith le ofreció un cigarrillo: Wolff no lo aceptó.
Smith se quejó de la mala comida, de que los bares siempre se quedaban sin bebida, del alquiler de su apartamento y de la rudeza de los camareros árabes. Wolff estuvo tentado de explicarle que la comida era mala porque insistía en pedir platos ingleses y no egipcios; que las bebidas eran escasas a causa de la guerra europea; que los alquileres estaban por las nubes debido a los miles de extranjeros como Smith que habían invadido la ciudad, y que los camareros eran rudos porque él era demasiado perezoso o arrogante para aprender unas pocas frases de cortesía en su idioma. Pero se mordió la lengua y asintió como si le diera la razón.
En mitad de ese recitado de quejas, Wolff miró por encima del hombro de Smith y vio que seis policías militares entraban en el bar.
Smith notó su cambio de expresión y dijo:
—¿Qué ocurre? ¿Ha visto un fantasma?
Había un PM del ejército, un PM de la Marina con polainas blancas, otro australiano, un neozelandés, un sudafricano y un gurkha con turbante. Wolff sintió un loco impulso de huir. ¿Qué le preguntarían? ¿Qué les diría?
Smith se dio la vuelta, vio a los PM y dijo:
—La acostumbrada ronda nocturna, en busca de oficiales borrachos y espías alemanes. Este es un bar de oficiales, no nos molestarán. ¿Qué le pasa? ¿Sin permiso, o algo así?
—No, no. —Wolff se apresuró a improvisar—: El de la Marina es igual que un muchacho que conocí y que mataron en Halfaya.
Siguió observando fijamente al piquete. Parecían muy eficientes con sus cascos de acero y sus armas en las pistoleras. ¿Pedirían documentos?
Smith había olvidado a los policías. Decía:
—Y los sirvientes… ¡malditos! Estoy seguro de que el mío me ha estado aguando la ginebra. Pero lo averiguaré. Llené una botella con zibid… ya sabe, eso que se vuelve turbio cuando se le agrega agua. Ya verá cuando trate de bautizarla. Tendrá que comprar otra botella y simular que no pasó nada. ¡Ja! ¡Se lo merece!
El oficial a cargo del piquete se acercó al coronel que había indicado a Wolff que se quitara la gorra.
—¿Todo en orden, señor? —preguntó el PM.
—Todo —replicó el coronel.
—¿Qué le pasa a usted? —Preguntó Smith a Wolff—. Supongo que tendrá derecho a esas insignias, ¿no?
—Desde luego —dijo Wolff.
Una gota de sudor se deslizó en un ojo y la limpió con un ademán demasiado rápido.
—No quise ofenderlo —dijo Smith—. Pero ¿sabe? El Shepheard's está vedado a las clases de tropa y se sabe que algunos subalternos se cosen insignias en las camisas solo para entrar aquí.
Wolff se dominó.
—Mire, mi comandante, si quiere comprobar…
—No, no, no —replicó Smith enseguida.
—El parecido me ha impresionado.
—Por supuesto, comprendo. Tomemos otra copa. Ezma!
El PM que había hablado al coronel estaba echando un largo vistazo al salón. Su brazal le identificaba como ayudante del jefe de policía. Miró a Wolff. Este se preguntó si el guardia recordaría la descripción del asesino de Assyut. Seguramente no. En cualquier caso, no buscaría a un oficial británico que respondiera a la descripción. Y Wolff se había dejado el bigote, para confundirlos. Se obligó a mirar a los ojos al PM y dejar luego que los suyos derivaran hacia otro lado con naturalidad. Levantó el vaso, seguro de que el hombre seguía mirándole fijamente.
Después hubo un taconeo de botas y la ronda salió.
Wolff reprimió un estremecimiento de alivio. Levantó su vaso, con mano firme y decidida, y dijo:
—¡Salud!
Bebieron. Smith indagó:
—Usted conoce esto. ¿Qué puede hacer uno al caer la noche, aparte de beber en el bar del Shepheard's?
Wolff simuló reflexionar.
—¿Ha visto bailar la danza del vientre?
Smith resopló despreciativamente.
—Una vez. Una nativa muy gorda que meneaba las caderas.
—¡Ah! Entonces tiene que ver algo auténtico.
—¿De veras?
—Es la cosa más erótica que haya visto jamás.
Hubo un extraño destello en la mirada de Smith.
—¿No exagera?
Wolff pensó: «Comandante Smith, eres exactamente lo que necesito». Dijo:
—Sonja es la mejor. No debe perderse su actuación.
Smith asintió:
—Tal vez vaya.
—En realidad estaba pensando en pasarme por el Cha-Cha Club. ¿Quiere venir?
—Tomemos otra copa primero —contestó Smith.
Al observar cómo bebía el mayor, Wolff pensó que, por lo menos aparentemente, era un hombre muy corruptible. Parecía aburrido, sin voluntad y alcohólico. Suponiendo que fuera heterosexual, Sonja podría seducirlo con facilidad. («Maldita sea —pensó—, más vale que lo haga»). Entonces tendrían que averiguar si en su maletín llevaba algo más útil que menús. Finalmente, deberían hallar un modo de arrancarle los secretos. Habría muchos «quizá» y muy poco tiempo.
Solo podía avanzar paso a paso, y el primero era tener a Smith en su poder.
Terminaron las copas y salieron hacia el Cha-Cha. No pudieron conseguir un taxi, de modo que tomaron un gharry, un coche de alquiler abierto tirado por un caballo. El conductor castigaba sin piedad con el látigo al viejo animal.
Smith dijo:
—Este tipo es algo rudo con el animal.
—Cierto —dijo Wolff mientras pensaba: «Debería ver lo que hacemos a los camellos».
Nuevamente el club estaba lleno de gente y hacía calor.
Wolff tuvo que sobornar a un camarero para conseguir una mesa.
La actuación de Sonja empezó momentos después de que se sentaran. Smith observaba a Sonja mientras Wolff observaba a Smith. En cuestión de minutos al comandante se le caía la baba.
Wolff comentó:
—Es buena, ¿no?
—Fantástica —replicó Smith sin volverse.
—La conozco —dijo Wolff—. ¿Puedo pedirle que después nos acompañe?
Esta vez Smith se dio la vuelta.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Estaría dispuesto a eso?
El ritmo se aceleró. Sonja miró a través del atestado salón del club. Cientos de hombres deleitaban sus ojos codiciosos en su magnífico cuerpo. Ella cerró los suyos.
Los movimientos venían de forma automática: mandaban las sensaciones. En su imaginación seguía viendo el mar de rostros ávidos que la miraban fijamente. Sintió cómo giraba su vientre y se mecían sus caderas, como si otro lo provocara, como si todos los hambrientos hombres del público estuvieran manejando su cuerpo. Fue más y más rápido. Ya no era una artista que bailaba, lo hacía por ella misma. Ni siquiera seguía la música: esta la seguía a ella. La barrieron olas de excitación. Ella las acompañó, bailando, hasta que supo que estaba al borde del éxtasis, que solo necesitaba dar un salto para salir volando. Estuvo a punto de hacerlo, pero titubeó. Levantó los brazos. La música llegó al clímax con un estampido. Ella emitió un grito de frustración y cayó hacia atrás, con las piernas dobladas bajo el cuerpo, hasta que la cabeza tocó el escenario. Entonces se apagaron las luces.
Siempre era así.
En medio de la tormenta de aplausos, se levantó y cruzó el oscuro escenario hacia las bambalinas. Caminó rápidamente hacia su camerino con la cabeza gacha, sin mirar a nadie. No quería sus palabras ni sus sonrisas. Ellos no entendían. Nadie sabía lo que era para ella; nadie sabía lo que le ocurría todas las noches cuando bailaba.
Se quitó los zapatos, los pantalones transparentes y el corpiño con lentejuelas y se puso la bata de seda. Se sentó frente al espejo para limpiarse el maquillaje. Siempre lo hacía inmediatamente, porque el maquillaje era malo para la piel. Tenía que cuidar su cuerpo. Su rostro y su garganta estaban adquiriendo de nuevo aquel aspecto abultado, observó. Tendría que dejar de comer bombones. Ya había pasado de largo la edad en que las mujeres empiezan a engordar. Su edad era otro secreto que los espectadores jamás debían descubrir. Era casi la que tenía su padre al morir. Papá…
Había sido un hombre corpulento y arrogante cuyos logros jamás estuvieron a la altura de sus aspiraciones. Sonja y sus padres dormían juntos en una cama dura y estrecha en una casa de vecindad de El Cairo. Desde entonces, jamás había vuelto a sentirse tan segura y tan abrigada. Por las noches ocurría algo que la excitaba inexplicablemente. Mamá y papá empezaban a moverse en la oscuridad, acostados a su lado. A veces su madre se daba cuenta de que los observaba. Entonces su padre le pegaba. Después de la tercera vez, la hicieron dormir en el suelo. Les oía pero no podía compartir el placer: parecía muy cruel. Culpaba a su madre. Acostada en el suelo, con frío, excluida, escuchando, había tratado de gozar a distancia, pero no dio resultado. Nada lo dio, desde entonces, hasta que llegó Alex Wolff…
Nunca le había hablado a Wolff de aquella angosta cama de la casa de vecindad, pero él, por alguna razón, se daba cuenta de todo. Tenía instinto para las hondas necesidades que la gente nunca reconocía. Él y aquella muchacha, Fawzi, habían reproducido para Sonja el escenario de su niñez, y había dado resultado.
Wolff no lo hacía por generosidad: Sonja lo sabía. Hacía esas cosas para servirse de la gente. Esta vez quería utilizarla a ella para espiar a los británicos. Haría casi cualquier cosa por fastidiar a los ingleses; cualquier cosa menos acostarse con ellos…
Llamaron a la puerta del camerino. Sonja respondió:
—Adelante.
Uno de los camareros le llevó una nota. Con un gesto indicó al muchacho que podía retirarse y desplegó la hoja de papel. El mensaje decía simplemente: «Mesa 41. Alex».
Estrujó el papel y lo arrojó al suelo. De modo que había encontrado una presa. Eso era rapidez. Su instinto para detectar la debilidad funcionaba nuevamente.
Ella lo comprendía porque era como Wolff. También se servía de la gente, aunque con menos inteligencia. Incluso se servía de él. Wolff tenía clase, buen gusto, amigos de categoría y dinero; y algún día la llevaría a Berlín. Una cosa era ser estrella en Egipto y otra, muy distinta, serlo en Europa. Sonja deseaba bailar para los viejos generales aristócratas y los apuestos jóvenes de la SA; quería seducir a hombres poderosos y hermosas muchachas blancas; quería ser reina del cabaré en la ciudad más decadente del mundo. Wolff sería su pasaporte. Sí: ella lo estaba utilizando.
Debía de ser raro, pensaba, que dos personas estuvieran tan unidas y, sin embargo, se amaran tan poco.
Él le cortaría los labios.
Se estremeció, dejó de pensar en eso y empezó a vestirse. Se puso un vestido blanco de mangas anchas. El escote, bajo, exhibía sus pechos, mientras que la falda afinaba las caderas. Se calzó sandalias blancas de tacón alto. Se puso una pesada pulsera de oro en cada muñeca y en el cuello, una cadena con un pendiente en forma de lágrimas que quedaba cómodamente abrigado entre sus senos. Al inglés le gustaría. ¡Aquella gente tenía tan mal gusto!
Se miró una vez más en el espejo y, al salir del camerino, se dirigió al salón del club.
Una zona de silencio la acompañó al cruzar el salón. La gente callaba cuando ella se aproximaba, y después empezaba a hablar, cuando ya había pasado. Sonja tenía la sensación de estar provocando una violación en masa. En el escenario era diferente: estaba separada por una red invisible. Abajo podían tocarla, y todos lo deseaban. Nunca lo habían intentado, pero el peligro la hacía estremecerse.
Llegó a la mesa 41 y ambos hombres se pusieron en pie.
Wolff dijo:
—Sonja, querida mía, estuviste magnífica, como siempre.
Ella aceptó el cumplido con un gesto.
—Permíteme presentarte al comandante Smith.
Sonja le dio la mano. Era un hombre delgado, sin mentón, con un buen bigote y manos feas y huesudas. Smith la miró como si fuera un postre extravagante que acabaran de colocar delante de él.
El comandante dijo:
—Encantado.
Se sentaron. Wolff sirvió champán. Smith dijo:
—Su danza fue espléndida, señorita, sencillamente espléndida. Muy… artística.
—Gracias.
Smith extendió el brazo sobre la mesa y le dio unas palmaditas en la mano.
—Es usted encantadora.
«Y tú eres un idiota», pensó Sonja. Captó una mirada de advertencia de Wolff: él sabía lo que estaba pensando.
—Es usted muy amable, comandante —dijo.
Wolff estaba nervioso, lo sabía. No estaba seguro de que ella fuera a hacer lo que él quería. En realidad, Sonja todavía no lo había decidido.
Wolff se dirigió a Smith:
—Conocí al difunto padre de Sonja.
Era mentira y Sonja sabía por qué lo había dicho. Quería recordárselo.
Su padre había sido ladrón en casos de necesidad. Cuando tenía trabajo, trabajaba; y cuando no lo tenía, robaba. Un día trató de arrebatarle el bolso a una mujer europea en Shari el-Koubri. Su acompañante luchó para atrapar al padre de Sonja, y en el forcejeo derribaron a la mujer, que se dislocó una muñeca. Era una dama importante y el padre de Sonja fue azotado por el delito. Murió mientras lo azotaban.
Por supuesto, no querían matarlo. Debía de tener el corazón débil, o algo así. El inglés que administraba justicia no se preocupó por eso. El hombre había delinquido, se le administró el castigo correspondiente y ese castigo le costó la vida: un árabe menos. Sonja, que tenía doce años, quedó transida de dolor. Desde entonces odió a los británicos con todo su ser.
Hitler tenía razón, pero había errado el objetivo, creía Sonja. No eran los judíos los que padecían de una debilidad racial que infectaba al mundo; eran los británicos. Los judíos de Egipto eran más o menos como cualquier otro: algunos ricos, otros pobres, algunos arrogantes y viciosos. Sonja reía amargamente la magnanimidad con que los ingleses trataban de defender Polonia de la opresión alemana, mientras ellos seguían oprimiendo a Egipto.
Pero cualesquiera fueran las razones, los alemanes combatían a los británicos, y eso era suficiente para que Sonja fuera pro-germana.
Ella quería que Hitler derrotara, humillara y arruinara a Gran Bretaña. Haría cuanto pudiera por ayudar a lograrlo. Hasta seduciría a un inglés.
Se inclinó hacia delante.
—Comandante Smith —dijo—, es usted un hombre muy atractivo.
Wolff se relajó visiblemente.
Smith estaba asombrado. Parecía que los ojos le iban a saltar de las órbitas.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¿De veras lo cree?
—Así es, comandante.
—¡Caramba! Desearía que me llamara Sandy.
Wolff se puso en pie.
—Voy a tener que dejarles. Sonja, ¿puedo acompañarte a casa?
Smith dijo:
—Creo que puedo encargarme de eso, capitán.
—Sí, señor…
—Es decir, si Sonja…
Sonja parpadeó.
—Por supuesto, Sandy.
Wolff dijo:
—Detesto dejar la fiesta, pero mañana he de madrugar.
—Perfectamente —dijo Smith—. No se ande con cumplidos, retírese.
Cuando Wolff partía, un camarero trajo la cena. Era una comida europea —bistec con patatas— y Sonja picaba mientras Smith le hablaba. Le contó sus éxitos en el equipo de cricket de la escuela. Parecía que, desde entonces, no había hecho nada espectacular. Era muy aburrido.
Sonja seguía recordando el castigo de su padre.
Smith bebió sin cesar durante la cena. Cuando salieron, se tambaleaba ligeramente. Sonja le dio el brazo, más para provecho de Smith que suyo propio. Caminaron hasta la casa flotante en medio del aire fresco de la noche. El mayor miró hacia el cielo y dijo:
—Esas estrellas… hermosas.
Su conversación era bastante estúpida.
Se detuvieron ante la casa flotante.
—Es bonita —dijo Smith.
—Es muy agradable —agregó Sonja—. ¿Le gustaría verla por dentro?
—Desde luego.
Lo condujo a la pasarela, cruzando la cubierta, y bajaron la escalera.
Smith observaba a su alrededor, con ojos de asombro.
—Es muy lujosa.
—¿Le apetece una copa?
—Mucho.
Sonja aborrecía la forma de hablar de Smith. Le preguntó:
—¿Champán o algo más fuerte?
—Un poco de whisky estaría muy bien.
—Por favor, siéntese.
Sonja le sirvió y se acomodó a su lado. Él le tocó el hombro, le besó la mejilla y groseramente le agarró los pechos. Sonja se estremeció. Smith lo interpretó como una señal de pasión y apretó más.
Sonja lo atrajo hacia sí. Smith era muy torpe: hundía los codos y las rodillas en el cuerpo de Sonja. Buscó desmañadamente bajo la falda del vestido.
Sonja dijo:
—Oh, Sandy, eres tan fuerte…
Miró por encima del hombro de Smith y vio el rostro de Wolff. Estaba en la cubierta, arrodillado, observando por la escotilla, riendo silenciosamente.