6

Soy un niño pequeño. Mi padre me dijo cuántos años tengo, pero lo he olvidado, la próxima vez que venga a casa se lo volveré a preguntar. Mi padre es militar. El lugar donde va se llama Sudán. Sudán queda muy lejos.

Voy a la escuela. Aprendo el Corán, que es un libro sagrado. También aprendo a leer y escribir. Leer es fácil, pero es difícil escribir sin confundirse. A veces recojo algodón o llevo los animales a beber.

Me cuidan mi padre y mi abuela. Mi abuela es famosa. Casi todos, en el mundo entero, vienen a verla cuando enferman. Ella les da medicinas hechas con hierbas.

Mi abuela me da melaza. Me gusta mezclada con leche cuajada. Yo me echo junto al horno de la cocina y ella me cuenta cuentos. Mi cuento favorito es La balada de Zahran, el héroe de Denshway. Cuando me lo cuenta, siempre dice que Denshway está cerca. Debe de estar volviéndose vieja y desmemoriada, porque Denshway está muy lejos. Una vez fui caminando con Abdel y nos llevó toda la mañana llegar.

Denshway es donde los ingleses estaban disparando a las palomas cuando una de las balas incendió un granero. Todos los hombres de la aldea corrieron para averiguar quién había provocado el fuego. Uno de los soldados se asustó al ver que todos los hombres fuertes de la aldea corrían hacia él, así que les disparó. Hubo una pelea entre los soldados y los aldeanos. Nadie ganó, pero mataron al soldado que había incendiado el granero. Pronto llegaron más soldados y arrestaron a todos los hombres de la aldea.

Los soldados hicieron una cosa de madera que se llama cadalso. No sé lo que es, pero se usa para colgar a la gente. No sé lo que le pasa a la gente cuando la cuelgan. A algunos aldeanos los colgaron y a otros los azotaron. Yo sé lo que es el azote. Es la peor cosa del mundo, todavía peor que ser colgado, creo.

Al primero que colgaron fue a Zahran, porque había luchado más que nadie contra los soldados. Fue al cadalso con la cabeza alta, orgulloso de haber matado al hombre que había incendiado el granero.

Ojalá yo fuera Zahran.

Nunca he visto a un soldado inglés, pero sé que los odio.

Me llamo Anuar el-Sadat, y voy a ser un héroe.

Sadat se acarició el bigote. Le agradaba. Solo contaba veintidós años, y con su uniforme de capitán tenía cierto aspecto de niño soldado: el bigote lo hacía mayor. Necesitaba toda la autoridad posible, porque lo que se disponía a proponer era —como de costumbre— vagamente absurdo. En esas pequeñas reuniones se esforzaba por hablar y actuar como si el puñado de fanáticos que había en la habitación realmente fuera a arrojar a los ingleses de Egipto en cualquier momento. De forma deliberada dio un tono más profundo a su voz cuando empezó a hablar:

—Todos confiábamos en que Rommel derrotara a los británicos en el desierto y entonces librara a nuestro pueblo. —Miró alrededor del cuarto: era un buen truco, en reuniones grandes o pequeñas, porque hacía pensar a cada uno que Sadat le estaba hablando personalmente—. Ahora tenemos muy malas noticias. Hitler ha accedido ceder Egipto a los italianos.

Sadat exageraba: no se trataba de una noticia, sino de un rumor. Además, la mayor parte de los presentes lo sabían. No obstante, el melodrama estaba a la orden del día y los reunidos respondieron con airadas protestas.

Sadat continuó:

—Propongo que el Movimiento de Oficiales Libres negocie un trato con Alemania por el cual nosotros organizaríamos un levantamiento contra los británicos en El Cairo y ellos garantizarían la independencia y soberanía de Egipto después de derrotarles.

Mientras hablaba pensó nuevamente en la ridiculez de la situación: allí estaba él, un muchacho campesino recién salido de la granja, hablando a media docena de disconformes subalternos de entrar en negociaciones con el Reich alemán. Y sin embargo, ¿quién más podía representar al pueblo egipcio? Los británicos eran conquistadores, el Parlamento era un títere y el rey un extranjero.

Había otra razón para la propuesta, que no se debatiría allí: una razón que Sadat no reconocería salvo en medio de la noche: habían mandado a Abdel Nasser a Sudán, con su unidad, y su ausencia le daba la oportunidad de ganarse la posición de líder del movimiento rebelde.

Alejó la idea de la muerte, pues era innoble. Tenía que lograr que los otros aceptaran la propuesta y luego los medios de llevarla a la práctica.

Kemel habló primero:

—Pero ¿los alemanes nos tomarán en serio? —preguntó.

Sadat asintió, como si también él considerara que la observación era importante. En realidad, él y Kemel se habían puesto de acuerdo previamente, porque la pregunta era un ardid para desviar la atención del asunto principal. El verdadero interrogante era si se podía confiar en que los alemanes cumplieran un convenio hecho con un grupo no oficial de rebeldes: Sadat no quería que se discutiera eso en la reunión. Era improbable que los alemanes cumplieran su parte del trato. Pero si, en efecto, los egipcios se levantaban contra los británicos, y si entonces los alemanes los traicionaban, se darían cuenta de que solo la independencia era suficientemente buena, y quizá, también, buscarían la conducción del hombre que había organizado el movimiento. Estas crudas realidades políticas no eran para reuniones como esa: resultaban demasiado complicadas y sutiles. Kemel era el único con que Sadat podía discutir tácticas. Era policía, un detective de la demarcación de El Cairo, un hombre astuto y cuidadoso; quizá un tanto cínico a causa de su trabajo.

Los otros comenzaron a discutir la factibilidad de la propuesta. Sadat no intervino en el debate. «Que hablen; es lo que en realidad quieren», pensó. Cuando llegaba el momento de actuar, generalmente le fallaban.

Mientras los presentes exponían sus argumentos, Sadat recordaba la fallida revolución del verano anterior. Había comenzado con el jeque de al-Azhar, que declaró: «No tenemos nada que ver con la guerra». Luego, el Parlamento egipcio, en una rara demostración de independencia, había adoptado la política de: «Salvar Egipto del azote de la guerra». Hasta entonces, el ejército egipcio había estado luchando codo con codo con el británico en el desierto, pero luego los ingleses habían ordenado a los egipcios que depusieran las armas y se retiraran. Los egipcios estaban contentos de retirarse, pero no querían quedar desarmados. Sadat vio una oportunidad única de fomentar la lucha interna. Él y muchos otros oficiales jóvenes se negaron a entregar sus fusiles y planearon marchar sobre El Cairo. Para gran decepción de Sadat, los británicos cedieron inmediatamente y les permitieron conservar sus armas. Sadat continuó tratando de encender la chispa de la rebelión para convertirla en la llama de la revolución, pero los británicos se habían anticipado al ceder. La marcha sobre El Cairo fue un fracaso: la unidad de Sadat llegó al lugar de la reunión, pero no se presentó nadie más. Lavaron sus vehículos, se sentaron, esperaron un rato y luego siguieron hasta su campamento.

Seis meses después Sadat sufría otro fracaso. Esa vez fue con motivo del obeso y licencioso rey turco de Egipto. Los británicos dieron un ultimátum al rey Faruk: o bien ordenaba a su premier que formara un nuevo gobierno, probritánico, o bien abdicaba. Presionado, el rey convocó a Mustafá el-Nabas Pasha y le ordenó formar un nuevo gabinete. Sadat no era monárquico pero sí oportunista: anunció que aquello era una violación de la soberanía egipcia y los oficiales jóvenes marcharon al palacio para rendir homenaje al rey en son de protesta. Una vez más Sadat trató de llevar adelante la rebelión. Su plan era rodear el palacio como defensa simbólica del rey. Una vez más, fue el único que apareció.

Había quedado amargamente decepcionado en ambas ocasiones. Sintió deseos de abandonar la causa rebelde: que los egipcios se fueran al diablo a su propia manera, había pensado en los momentos de mayor frustración. Sin embargo, esos momentos pasaron, porque sabía que la causa era justa y que él estaba capacitado para servirla bien.

—Pero no tenemos ningún medio de ponernos en contacto con los alemanes.

Era Imam el que hablaba, uno de los pilotos.

A Sadat le complacía que ya estuviera discutiendo cómo hacerlo y no si hacerlo.

Kemel tenía la respuesta a esa pregunta:

—Podríamos enviar el mensaje por avión.

—¡Sí! —Imam era joven y ardiente—. Uno de nosotros podría salir en vuelo de prácticas, desviarse de rumbo y aterrizar tras las líneas alemanas.

Uno de los pilotos más antiguos dijo:

—A su regreso tendría que rendir cuentas por ese cambio de rumbo…

—Podría no regresar más —dijo Imam, y su expresión se volvió triste tan rápidamente como antes se había animado.

Sadat agregó, en voz alta:

—Podría regresar con Rommel.

Los ojos de Imam se encendieron y Sadat se dio cuenta de que el joven piloto se veía a sí mismo marchando con Rommel sobre El Cairo a la cabeza de un ejército de liberación. Sadat decidió que Imam debía ser el que llevase el mensaje.

—Pongámonos de acuerdo sobre el texto del mensaje —dijo democráticamente. Nadie se percató de que no se había requerido una clara decisión sobre la cuestión de enviar o no un mensaje—. Creo que debemos plantear cuatro puntos. Uno: somos egipcios patriotas que tenemos una organización dentro del ejército. Dos: como ustedes, luchamos contra los británicos. Tres: estamos en condiciones de reclutar un ejército rebelde para combatir a su lado. Cuatro: organizaremos un levantamiento contra los británicos en El Cairo, si a su vez ustedes nos garantizan la independencia y la soberanía de Egipto tras la derrota de los británicos. —Hizo una pausa. Frunciendo el ceño, agregó—: Quizá deberíamos ofrecerles alguna muestra de nuestra buena fe.

Hubo un silencio. Kemel tenía la respuesta, también, Pero parecería mejor que la diera alguno de los otros.

Imam se puso a la altura de las circunstancias.

—Podríamos enviar alguna información militar útil junto con el mensaje.

Kemel entonces simuló oponerse a la idea.

—¿Qué clase de información podemos conseguir nosotros? No me lo imagino…

—Fotografías aéreas de posiciones británicas.

—¿Cómo es posible tomarlas?

—Podemos hacerlo en un vuelo de prácticas, con una cámara.

Kemel pareció dudar.

—¿Cómo revelaremos la película?

—No es necesario —dijo Imam excitado—. Simplemente podemos enviarla.

—¿Solo una?

—Tantas como deseemos.

—Creo que Imam tiene razón.

Una vez más, discutían los aspectos prácticos de la idea en lugar de sus riesgos. Quedaba una sola valla por salvar. Sadat sabía, por amarga experiencia, que aquellos rebeldes eran valientes hasta que llegaba el momento de correr riesgos. Dijo:

—Solo nos resta resolver cuál de nosotros pilotará el avión.

Mientras hablaba miró alrededor de la estancia, fijando su mirada finalmente en Imam.

Después de un momento de vacilación, Imam se puso en pie.

Los ojos de Sadat brillaron triunfantes.

Dos días más tarde Kemel salvaba a pie los cinco kilómetros que había desde el centro de El Cairo hasta el suburbio donde vivía Sadat. Como inspector detective, Kemel tenía derecho a usar un coche oficial siempre que lo deseaba, pero apenas lo empleaba para acudir a las reuniones de los rebeldes por razones de seguridad. Seguramente sus colegas de la policía serían solidarios con el Movimiento de Oficiales Libres; pero con todo, no tenía prisa por ponerlos a prueba.

Kemel era quince años mayor que Sadat. No obstante, lo veneraba casi como a un héroe. Kemel compartía el cinismo de Sadat, su comprensión realista de las palancas del poder político. Pero Sadat tenía algo más: un ardiente idealismo que le daba ilimitada energía y esperanzas infinitas.

Kemel se preguntaba cómo darle la noticia.

El mensaje a Rommel estaba escrito a máquina, firmado por Sadat y por todos los principales oficiales libres, excepto el ausente Nasser. Lo guardaron en un sobre marrón grande que fue lacrado. Se habían tomado las fotografías aéreas de las posiciones británicas: Imam despegó en su Gladiador, siguiéndolo Baghdadi en un segundo avión. En el desierto recogieron a Kemel, quien entregó el sobre marrón a Imam y subió al aparato de Baghdadi. El rostro de Imam brillaba de idealismo juvenil.

Kemel pensaba: «¿Cómo se lo digo a Sadat?».

Era la primera vez que Kemel volaba. El desierto, tan monótono desde la superficie, era un mosaico interminable de formas y diseños: los manchones de grava, las motas de vegetación y las colinas volcánicas talladas. Baghdadi dijo:

—Va a tener frío.

Kemel pensó que estaba bromeando, pues el desierto era como un horno; pero, a medida que el avión subía, la temperatura iba en continuo descenso. Pronto, con su fina camisa de algodón, se encontró tiritando.

Después de un rato, ambos aviones tomaron rumbo este y Baghdadi llamó por radio para informar a la base que Imam se había desviado de su curso y no respondía a las llamadas. Como se esperaba, la base ordenó a Baghdadi que siguiera a Imam. Esa pequeña pantomima era necesaria para que Baghdadi, que debía regresar, no despertara sospechas.

Volaron sobre un campamento del ejército. Kemel vio tanques, camiones, cañones de campaña y jeeps. Un grupo de soldados les saludó con los brazos en alto: «Deben de ser británicos», pensó Kemel. Ambos aviones ascendieron más. Al frente vieron señales de batalla: grandes nubes de polvo, explosiones y fuego de cañones. Viraron hacia el sur del campo de batalla.

Kemel pensó: «Volamos sobre una base británica; luego un campo de batalla…, después tenemos que llegar a una base alemana».

Delante, el avión de Imam perdía altura. En lugar de seguirlo, Baghdadi ascendió un poco más —Kemel tuvo la impresión de que el Gladiador estaba cerca de su altura máxima— y se apartó para dirigirse hacia el sur. Mirando a la derecha del avión, Kemel vio lo que habían avistado los pilotos: un pequeño campamento con la franja de una pista de aterrizaje.

Al acercarse a la casa de Sadat, Kemel recordaba su regocijo, allá arriba, en el cielo, sobre el desierto, al darse cuenta de que estaba tras las líneas alemanas y de que el tratado casi estaba en manos de Rommel.

Llamó a la puerta. Aún no sabía qué decir a Sadat.

Era una casa de familia común, más pobre que la de Kemel. Al cabo de un momento Sadat salió vestido con una galabiya y fumando en pipa. Miró a Kemel a la cara y dijo inmediatamente:

—Falló.

—Sí.

Kemel entró. Fueron al cuartito que Sadat usaba como estudio. Había un escritorio, un estante con libros y algunos almohadones sobre el suelo desnudo. Sobre el escritorio, una pistola del ejército encima de un montón de papeles.

Se sentaron. Kemel dijo:

—Encontramos un campamento alemán con una pista de aterrizaje. Imam descendió. Entonces los alemanes empezaron a disparar al avión. Era un avión inglés, te das cuenta. Nunca reparamos en eso.

Sadat dijo:

—Pero sin duda verían que no era hostil. No disparaba, no lanzaba bombas…

—Imam siguió descendiendo —continuó Kemel—. Movió las alas y supongo que trató de comunicarse por radio. De todos modos, siguieron disparándole. Hicieron blanco en la cola del aparato.

—¡Oh, Dios!

—Pareció que bajaba muy rápidamente. Los alemanes dejaron de tirar. No sé cómo se las arregló para aterrizar. El avión pareció desplazarse hacia los lados. No creo que Imam pudiera seguir controlándolo. Lo cierto es que no pudo reducir la velocidad. Salió de la pista y fue a parar a un montón de arena. El ala de babor golpeó el suelo y se desprendió; el morro se hundió en la arena y el fuselaje cayó sobre el ala rota.

Sadat miraba fijamente a Kemel, con el rostro demudado. En su mente, Kemel veía el avión destrozado sobre la arena, y un coche bomba y una ambulancia alemana corriendo por la pista hacia el aparato seguido por diez o quince soldados. Nunca olvidaría cómo, igual que una flor que abre sus pétalos, el avión había estallado hacia el cielo, en un revoltijo de llamaradas rojas y amarillas.

—Estalló —dijo a Sadat.

—¿Imam?

—Era imposible que saliera vivo de ese incendio.

—Debemos hacer otro intento —dijo Sadat—. Debemos hallar otra forma de enviar un mensaje.

Kemel le observó fijamente y se dio cuenta de que su tono enérgico era falso. Sadat trató de encender la pipa, pero la mano que sostenía el fósforo temblaba demasiado. Kemel miró con atención y vio que Sadat tenía lágrimas en los ojos.

—Pobre muchacho —susurró Sadat.