Alex Wolff, vestido con galabiya y fez, estaba parado a treinta metros de la entrada del Cuartel General británico, vendiendo abanicos de papel que se rompían después de dos minutos de uso.
La alarma había pasado. Durante una semana no había visto que los ingleses realizaran ningún control de documentos de identidad. Aquel sujeto, Vandam, no podía mantener la presión indefinidamente.
Wolff fue al Cuartel General tan pronto como se consideró seguro. Introducirse en El Cairo había sido un triunfo; pero era inútil, a menos que pudiera explotar esa posición y conseguir la información que Rommel quería, y pronto. Recordó su breve entrevista con el mariscal en Gialo. El aspecto del Zorro del Desierto no concordaba en absoluto con el calificativo. Era un hombre pequeño, incansable, con cara de campesino agresivo: la nariz grande, la boca con comisuras hacia abajo, el mentón hundido, una cicatriz dentada en la mejilla izquierda, y el cabello tan corto que no aparecía por debajo del borde de su gorra. Había dicho: «Número de tropas, nombres de divisiones en el campo de batalla y en reserva, y estado de entrenamiento. Número de tanques en el campo de batalla y en reserva y estado del material. Suministro de municiones, alimentos y gasolina. Historiales y actitudes de los comandantes en jefe. Planes estratégicos y tácticos. Dicen que usted es bueno, Wolff. Es de esperar que tengan razón».
Pronto estaba dicho…
Había cierta información que Wolff podía obtener, sin más, caminando por la ciudad. Podía observar los uniformes de los soldados de permiso y escuchar sus conversaciones. Así se enteraría de los lugares en que habían estado las tropas y de cuándo regresarían al frente. A veces, un sargento mencionaba estadísticas de muertos y heridos, o el efecto devastador de los cañones de 88 milímetros —diseñados como armas antiaéreas— que los alemanes habían adaptado a sus tanques. Había oído a un mecánico del ejército quejarse de que treinta y nueve de los cincuenta tanques nuevos que habían llegado el día anterior necesitaban reparaciones importantes antes de entrar en servicio. Todo eso era información útil que se podía mandar a Berlín, donde los analistas del Servicio Secreto la ensamblarían con otros retazos hasta montar un gran cuadro. Pero eso no era lo que quería Rommel.
En alguna parte, dentro del Cuartel General, había folios que decían cosas como «Después de descansar y recuperarse, la división A, con cien tanques y totalmente aprovisionados, dejará El Cairo mañana y unirá sus fuerzas a la división B en el oasis C, preparándose para el contraataque, al oeste de D, el sábado próximo, al amanecer».
Eran hojas de papel lo que quería Wolff.
Por eso estaba vendiendo abanicos a la salida del Cuartel General.
Para establecer la sede del cuartel, los británicos se habían apropiado de varias casas grandes —la mayoría de ellas de los bajás— en el suburbio llamado Garden City (Wolff agradecía que la Villa les Oliviers hubiera escapado a la requisa). Las casas confiscadas estaban rodeadas por una cerca de alambre de espino. Las personas de uniforme pasaban rápidamente la entrada, pero los civiles debían soportar un largo interrogatorio mientras los centinelas llamaban por teléfono para verificar las credenciales.
Había más cuarteles generales en otros edificios de la ciudad —por ejemplo, el Semiramis Hotel alojaba algo que se llamaba Tropas Británicas en Egipto—, pero este era el Cuartel General de Oriente Medio, la energía central, la clave de todo. Wolff había pasado mucho tiempo en la escuela de espías de Abwehr aprendiendo a reconocer uniformes, señales de identificación de los regimientos y rostros de literalmente cientos de altos oficiales británicos. Desde el lugar que ahora ocupaba había observado varias mañanas atrás la llegada de los grandes autos del alto mando y espiado a través de las ventanillas. Había visto llegar coroneles, generales, almirantes, jefes de escuadrón y al propio comandante en jefe, sir Claude Auchinleck. Todos le parecían extraños, se sintió intrigado, hasta que se dio cuenta de que las fotografías que había fijado en su cerebro eran en blanco y negro, mientras que ahora los veía, por primera vez, en color.
La plana mayor viajaba en automóvil pero los ayudantes iban andando. Cada mañana, capitanes y comandantes llegaban a pie, llevando sus pequeños maletines. Hacia mediodía —tras la conferencia matutina de costumbre, presumía Wolff— algunos de ellos salían de nuevo con sus maletines.
Cada día Wolff seguía a uno de los ayudantes. La mayoría de ellos trabajaba en el Cuartel General y sus documentos secretos quedarían guardados bajo llave en las oficinas al finalizar la jornada. Pero estos debían acudir al Cuartel General para la conferencia matutina, aunque sus oficiales se encontraban en otros lugares de la ciudad, y tenían que llevar consigo sus papeles de una oficina a la otra. Uno de los asistentes fue al Semiramis. Dos a los cuarteles de Kars-el-Nil. Un cuarto entró en un edificio sin identificación, en Shari Suleiman Pasha.
Wolff quería abrir esos maletines.
Ese día haría una prueba de orientación.
Mientras esperaba, bajo el sol abrasador, que salieran los asistentes, pensó en la noche anterior y una sonrisa se dibujó en las comisuras de sus labios, debajo del bigote, recién crecido. Había prometido a Sonja que hallarían otra Fawzi para ella. Había ido a la Birka y elegido a una muchacha en el establecimiento de madame Fahmy. No era una Fawzi —aquella chica había sido realmente entusiasta—, pero sí una buena sustituta. La habían gozado por turno, luego juntos; después, los extraños y excitantes juegos de Sonja… Había sido una larga noche.
Cuando salieron los asistentes, Wolff siguió a los dos que iban a los cuarteles.
Un minuto después, Abdullah emergió de un café y se puso a su lado, caminando al mismo paso.
—¿Esos dos? —preguntó.
—Esos dos —dijo Wolff.
Abdullah era un hombre obeso, con un diente de acero. Era uno de los más ricos de El Cairo, pero, a diferencia de la mayoría de los árabes acaudalados, no imitaba a los europeos. Usaba sandalias, una chilaba mugrienta y un fez. Su cabello grasiento se rizaba alrededor de las orejas y tenía las uñas negras. Su riqueza no provenía de las tierras, como la de los bajás, ni del comercio, como la de los griegos. Provenía del delito.
Abdullah era un ladrón.
A Wolff le gustaba: era taimado, mentiroso, cruel, generoso y siempre reía. Para Wolff, Abdullah era un compendio de los vicios y virtudes ancestrales de Oriente Medio. Su ejército de hijos, nietos, sobrinos, sobrinas y primos segundos, había estado robando casas y carteras en El Cairo durante treinta años. Tenía tentáculos en todas partes: era mayorista de hachís, tenía influencia con políticos y era dueño de la mitad de las casas de la Birka, incluso la de madame Fahmy. Vivía en una casona destartalada de la Ciudad Vieja, con sus cuatro esposas.
Siguieron a los dos oficiales hasta el sector moderno de la ciudad. Abdullah dijo:
—¿Quieres un maletín o los dos?
Wolff reflexionó. Uno era un robo accidental; dos parecería organizado.
—Uno —dijo.
—¿Cuál?
—No importa.
Wolff había pensado en pedir ayuda a Abdullah después de haber descubierto que la Villa les Oliviers ya no era segura. Finalmente decidió no hacerlo. Con seguridad Abdullah podía haber ocultado a Wolff en algún lugar —a lo mejor en algún burdel— por tiempo más o menos indefinido. Pero en cuanto lo tuviera escondido habría iniciado negociaciones para venderlo a los británicos. Abdullah dividía el mundo en dos: su familia y el resto. Era muy fiel a su familia y confiaba en ella por completo; a los demás los engañaba y pensaba que ellos, a su vez, le engañarían. Todo negocio se hacía sobre la base de la sospecha mutua. Wolff descubrió que eso funcionaba sorprendentemente bien.
Llegaron a una esquina muy concurrida. Los dos oficiales cruzaron la calle sorteando el tráfico. Wolff estuvo a punto de seguirlos pero Abdullah le puso una mano sobre el brazo para detenerlo.
—Lo haremos aquí —dijo.
Wolff miró a su alrededor observando los edificios, la acera, la encrucijada y los vendedores ambulantes. Esbozó una sonrisa y asintió con la cabeza.
—Es perfecto —dijo.
Lo hicieron al día siguiente.
En verdad, Abdullah había elegido el punto perfecto para el golpe. Una concurrida calle confluía allí con una principal. En la esquina había un café con una terraza que reducía el ancho de la acera a la mitad. Delante del café del lado de la calle principal, había una parada de autobús. La idea de hacer cola para el autobús nunca había llegado a arraigar en El Cairo, a pesar de los sesenta años de dominación británica, de modo que quienes esperaban se limitaban a vagar por los alrededores, en la acera atestada de gente. La calle también tenía mesas, allí no había parada de autobús. Abdullah había observado ese pequeño inconveniente y lo había subsanado colocando dos acróbatas para que actuaran en aquel lugar.
Wolff se sentó a la mesa de la esquina, desde donde podía ver la calle principal y la lateral, y pensaba, preocupado, en las cosas que podían fallar.
Los oficiales podían no regresar a los cuarteles aquel día. Existía la posibilidad de que tomaran otro camino, o de que no llevaran sus maletines. Quizá la policía llegara demasiado pronto y arrestara a todos los presentes. Los oficiales podían atrapar e interrogar al muchacho…
O a Wolff. Abdullah podía decidir que era más fácil ganar su dinero sin más, contactando con el mayor Vandam y diciéndole que podía arrestar a Alex Wolff en el café Nasif a las doce de ese día…
Wolff tenía miedo de ir a la cárcel. Era más: le horrorizaba esa idea, le producía escalofríos pese al sol del mediodía. Podía vivir sin buena comida, sin vino y sin muchachas, si tenía el vacío, vasto y salvaje desierto para consolarse. Y podía renunciar a la libertad del desierto y vivir en una ciudad atestada de gente, si gozaba de los lujos urbanos para consolarse. Pero no podía perder ambas cosas. Nunca había contado aquello a nadie: era su secreta pesadilla. Pensar en vivir en una celda estrecha y sombría, entre la escoria de la tierra (y todo hombre), con mala comida, sin ver nunca el cielo azul ni el Nilo interminable y las llanuras abiertas… El pánico le rozó fugazmente. Alejó la idea de su mente. No iba a ocurrir.
A las once y cuarenta y cinco, la masa corpulenta y desaliñada de Abdullah pasó caminando lentamente frente al café. Su expresión era vacía, pero sus pequeños ojos miraban a su alrededor con mucha atención inspeccionando los preparativos. Cruzó la calle y desapareció de la vista.
A las doce y cinco Wolff avistó dos gorras militares entre la multitud de cabezas que se veían en la distancia.
Se sentó en el borde de la silla.
Los oficiales se aproximaron. Llevaban sus maletines.
Al otro lado de la calle alguien aceleraba el motor de un coche.
Un ómnibus llegó a la parada y Wolff pensó: «Es imposible que Abdullah haya organizado esto: es un golpe de suerte, un premio extra».
Los oficiales llegaron a cinco metros de Wolff.
Al otro lado de la calle el coche partió repentinamente. Era un Packard negro, grande, con un motor poderoso y una buena suspensión americana. Cruzó la calle como un elefante lanzado al ataque, el motor rugiendo, sin tener en cuenta el tráfico de la calle principal, dirigiéndose a la lateral haciendo sonar continuamente la bocina. En la esquina, a un par de metros de donde estaba Wolff, se estrelló contra la parte delantera de un viejo taxi Fiat.
Los dos oficiales se detuvieron junto a la mesa de Wolff y concentraron su atención en el coche.
El conductor del taxi, un árabe joven que llevaba una camisa occidental y un fez, saltó de su automóvil.
Un joven griego con traje de muaré salió del Packard.
El árabe dijo que el griego era un cerdo.
El griego dijo que el árabe era el ano de un camello sifilítico.
El árabe abofeteó al griego y este dio al árabe un puñetazo en la nariz.
La gente que bajaba del autobús y los que querían subir se acercaron a ver.
A la vuelta de la esquina, el acróbata que estaba de pie sobre la cabeza de su colega se volvió para mirar la pelea, pareció que perdía el equilibrio y cayó sobre los espectadores.
Un muchachito pasó como una flecha junto a la mesa de Wolff, que se puso en pie, señaló al chico y gritó:
—¡Al ladrón!
El muchachito siguió su carrera. Wolff le persiguió, y cuatro personas que estaban sentadas cerca se levantaron de un salto y corrieron detrás del chiquillo. El chico pasó velozmente entre los dos oficiales, que miraban con atención la pelea callejera. Wolff y los que habían tratado de auxiliarlo atropellaron y derribaron a los oficiales. Varias personas empezaron a gritar «Al ladrón», aunque la mayoría no tenía idea de quién era el presunto delincuente. Algunos de los recién llegados pensaron que debía de ser uno de los conductores que peleaban. El gentío que estaba en la parada del autobús, el público de los acróbatas y la mayoría de los que se encontraban en el café se aproximaron y comenzaron a atacar a uno u otro de los conductores, los árabes suponiendo que el griego había sido el culpable, y todos los demás, que el culpable había sido el árabe. Varios hombres con bastones —la mayoría de la gente los llevaba— empezaron a abrirse camino entre la multitud golpeando cabezas a diestro y siniestro en un intento de detener la trifulca, cosa que resultó totalmente contraproducente. Alguien levantó una silla del café y la lanzó sobre la muchedumbre. Por fortuna, el tiro fue demasiado largo y la silla atravesó el parabrisas del Packard. No obstante, los camareros, el personal de cocina y el propietario del café salieron a la carrera y empezaron a atacar a cualquiera que se apoyara o sentara en las mesas o sillas, incluso a los que tropezaron con ellas. Todos gritaban a los demás en cinco idiomas. Los coches que pasaban se detenían para observar la refriega: el tráfico se embotelló en tres direcciones y todos los autos hacían sonar las bocinas. Un perro se soltó de su correa y empezó a morder piernas en un frenesí de excitación. Todo el mundo descendió del autobús. La camorra crecía por momentos. Los conductores que se habían detenido a divertirse lo lamentaron porque cuando la reyerta envolvió sus coches, no pudieron alejarse y tuvieron que trabar las puertas y subir los cristales de las ventanillas mientras hombres, mujeres y niños, árabes, griegos, sirios, judíos, australianos y escoceses saltaban sobre los techos de los vehículos y luchaban sobre los capós, caían en los estribos y derramaban sangre sobre la carrocería. Alguien fue arrojado a través de la vidriera de la sastrería vecina al café, y una cabra asustada irrumpió en la tienda de regalos que estaba al otro lado y empezó a volcar las mesas cargadas de porcelanas, jarrones y cristales. Un mandril surgió de la nada —probablemente antes estaba montado en la cabra, lo que constituía un entretenimiento callejero común— con ágiles patas, para desaparecer en dirección a Alejandría. Un caballo se liberó de su arnés, y pasó como un rayo entre las filas de coches. Desde una ventana, sobre el café, una mujer vació un cubo de agua sucia sobre la refriega. Nadie lo advirtió.
Por fin llegó la policía.
Cuando la gente oyó los silbatos, de repente los empujones e insultos que habían iniciado las peleas individuales parecieron perder importancia. Se produjo un revuelo para escapar antes de que comenzaran las detenciones. El gentío disminuyó con rapidez. Wolff, que se había tirado al suelo al desencadenarse el combate, se levantó y cruzó tranquilamente la calle para observar el desenlace. Cuando hubieron esposado a seis personas, todo había acabado y no quedaba nadie luchando, excepto una vieja de negro y un mendigo cojo, que se daban débiles empellones en la cuneta de la calle. El propietario del café, el sastre y el dueño de la tienda de regalos se retorcían las manos e increpaban a la policía por no haber llegado antes, mientras mentalmente duplicaban los daños, a efectos del seguro.
El conductor del autobús se había roto un brazo, pero el resto de heridas eran cortes y magulladuras.
Hubo una sola muerte: el perro había mordido a la cabra y, por consiguiente, hubo que sacrificarla.
Cuando la policía trató de mover los dos autos colisionados, descubrió que, durante la lucha, ladronzuelos callejeros habían levantado la parte posterior de ambos vehículos y robado las ruedas de recambio.
También habían desaparecido las bombillas del autobús. Así como un maletín del ejército británico.
Alex Wolff se sentía contento consigo mismo mientras caminaba por las callejuelas de la antigua ciudad. Una semana antes, la tarea de apoderarse de los secretos del Cuartel General británico parecía casi imposible. Ahora, en cambio, daba la impresión de que había logrado su propósito. La idea de hacer que Abdullah organizara una pelea callejera fue brillante.
Se preguntaba qué habría en el maletín.
La casa de Abdullah tenía el mismo aspecto que cualquier otro tugurio hacinado. Su fachada descascarillada, llena de grietas, estaba salpicada de pequeñas ventanas deformes. La entrada era una arcada baja y sin puerta, a la que seguía un pasillo.
Y subió por una escalera de piedra en espiral. Al llegar arriba apartó una cortina y entró en el cuarto de estar de Abdullah.
El sitio era como su dueño: sucio, grande y opulento. Tres niños pequeños y un perrito se perseguían mutuamente alrededor de los costosos divanes y mesas con marquetería. En un rincón, junto a una ventana, una anciana trabajaba en un tapiz. Otra mujer salía de una estancia cuando Wolff entró: carecía de una separación estricta de sexos, según la costumbre musulmana; así había sido también en el hogar de su niñez. En el centro de la habitación, Abdullah estaba sentado con las piernas cruzadas sobre un almohadón bordado con un bebé en el regazo. Miró a Wolff y sonrió abiertamente:
—¡Amigo mío, qué éxito hemos tenido!
Wolff se sentó en el suelo frente a él.
—Fue maravilloso —dijo—. Eres un mago.
—¡Qué tumulto! ¡Y el autobús llegó justo en el momento apropiado…! ¡Y el mono corriendo…!
Wolff miró atentamente y vio lo que estaba haciendo Abdullah. En el suelo, a su lado, había un montón de billetes, bolsos de mano, carteras y relojes. Mientras hablaban seleccionó una bonita cartera de cuero repujado. Sacó de ella un fajo de billetes de banco egipcios, algunos sellos y un pequeño lápiz de oro y los hizo desaparecer bajo su chilaba. Después dejó la cartera, recogió un bolso y empezó a registrarlo.
Wolff adivinó de dónde procedían.
—Viejo bribón —dijo—. Tenías tus carteristas entre la gente.
Abdullah sonrió mostrando su diente de acero.
—Meterse en todo ese lío y robar solo un maletín…
—Pero tienes el maletín.
—Desde luego.
Wolff se tranquilizó. Abdullah no hizo movimiento alguno.
—¿Por qué no me lo das?
—Inmediatamente —dijo Abdullah. Sin embargo, siguió sin hacer nada. Transcurrido un instante agregó—: Ibas a pagarme otras cincuenta libras tras la entrega.
Wolff contó los billetes, que pronto desaparecieron bajo la mugrienta chilaba de Abdullah. Este se inclinó hacia delante sosteniendo al bebé contra su pecho con un brazo y, con el otro, buscó debajo del almohadón donde estaba sentado y sacó el maletín.
Wolff se lo quitó y lo examinó. La cerradura estaba rota. Se sintió fastidiado: la desfachatez debía tener un límite. Logró hablar con calma:
—Lo has abierto.
Abdullah se encogió de hombros. Dijo:
—Maaleesh.
Era una palabra convenientemente ambigua que significaba tanto «Lo siento» como «¿Y eso qué?». Wolff suspiró. Su larga permanencia en Europa le había hecho olvidar cómo se hacían las cosas en casa.
Levantó la tapa del maletín. En su interior había un fajo de diez o doce hojas de papel densamente mecanografiadas en inglés. Cuando empezó a leer, alguien puso una tacita de café a su lado. Miró fugazmente y vio que era una hermosa joven. Preguntó a Abdullah:
—¿Es tu hija?
Abdullah lanzó una carcajada.
—Mi esposa.
Wolff miró otra vez a la chica. Tendría catorce años. Devolvió su atención a los papeles.
Leyó el primero, y luego con creciente incredulidad recorrió el resto. Después los puso a un lado.
—Dios mío —dijo en voz baja. Luego rompió a reír.
Había robado un juego completo de menús de la cantina del cuartel, correspondiente al mes de junio.
Vandam hablaba con el teniente coronel Bogge.
—He notificado a los oficiales que, salvo circunstancias excepcionales, no deben transportar de un sitio a otro de la ciudad documentos del Estado Mayor.
Bogge estaba sentado tras su gran escritorio curvo lustrando la roja pelota de cricket con su pañuelo.
—Buena idea —dijo—. Mantenga bien alerta a los muchachos.
Vandam continuó:
—Uno de mis informadores, la chica nueva de que le hablé…
—La prostituta.
—Sí. —Vandam resistió el impulso de decir a Bogge que «prostituta» no era la palabra correcta para Elene—. Ella ha oído rumores de que Abdullah organizó el tumulto…
—¿Quién es Abdullah?
—Una especie de Fagin egipcio, y ocurre que también es confidente, aunque venderme información es la menos importante de sus muchas empresas.
—¿Con qué propósito se organizó el tumulto, según esos rumores?
—Robo.
—Entiendo.
Bogge parecía dudar.
—Se robaron muchas cosas, pero tenemos que considerar la posibilidad de que el objetivo principal de la operación haya sido el maletín.
—¡Un complot! —Dijo Bogge con un gesto de divertido escepticismo—. Pero para qué quería Abdullah nuestros menús de la cantina, ¿eh?
Bogge se echó a reír.
—Él no sabía qué contenía el maletín. Simplemente, pudo haber supuesto que eran documentos secretos.
—Repito la pregunta —dijo Bogge con aire de padre paciente que da lecciones a un niño—. ¿Para qué quería nuestros documentos secretos?
—Pudo haber sido instigado.
—¿Por quién?
—Alex Wolff.
—¿Quién?
—El hombre del cuchillo de Assyut.
—Oh, vaya, comandante, creí que habíamos terminado con eso.
Sonó el teléfono y Bogge levantó el auricular. Vandam aprovechó la oportunidad para serenarse un poco. «La verdad sobre Bogge —pensó Vandam— era probablemente que no tenía fe en sí mismo, no confiaba en su propio criterio. Y al carecer de esa confianza para tomar verdaderas decisiones, se hacía el superior con la gente, estilo sabelotodo, para convencerse a sí mismo de que, después de todo, era listo. Por supuesto, Bogge no sabía en absoluto si el robo del maletín tenía importancia o no. Podía haber escuchado a Vandam y luego decidir; pero eso le asustaba. No podía embarcarse en una discusión provechosa con un subordinado, porque consumía toda su energía intelectual buscando la forma de atraparlo en una contradicción o de pescarle en un error, o desdeñando sus ideas. Y cuando terminaba con ese sistema de sentirse superior, la decisión se había adoptado, para bien o para mal y más o menos por accidente, en el calor de la discusión».
Bogge decía:
—Desde luego, señor. Me ocuparé de eso inmediatamente. —Vandam se preguntó cómo se las arreglaría Bogge con sus superiores. El teniente coronel colgó y dijo—: Bueno, ¿dónde estábamos?
—El asesino de Assyut todavía no ha sido capturado —dijo Vandam—. Puede ser significativo que muy poco después de su llegada a El Cairo hayan robado un maletín a un oficial del Estado Mayor.
—Con menús de la cantina.
«Otra vez con eso», pensó Vandam. Con toda la amabilidad que pudo reunir, dijo:
—En el Servicio Secreto no creemos en coincidencias, ¿verdad?
—No me dé lecciones, muchacho. Aun cuando tuviera razón, y estoy seguro de que no es así, ¿qué podemos hacer, aparte de difundir el aviso que usted redactó?
—Bueno, hablé con Abdullah. Niega que conozca a Alex Wolff y creo que miente.
—Si Abdullah es un ladrón, ¿por qué no lo denuncia a la policía egipcia?
«¿Con qué objeto?», pensó Vandam. Dijo:
—Ellos le conocen perfectamente. No pueden arrestarlo, porque demasiados altos funcionarios están ganando mucho dinero con sus sobornos. Pero nosotros sí podemos arrestarlo e interrogarlo, hacerle sudar un poco. Es un hombre sin lealtad, cambiará de bando en un abrir y cerrar de ojos…
—El Servicio de Información del Estado Mayor no detiene gente ni la hace sudar, Vandam…
—Seguridad de Campaña puede, o incluso la policía militar.
Bogge sonrió.
—Si yo fuera a Seguridad de Campaña con este cuento de un Fagin árabe que robó menús de la cantina me echarían de la oficina a carcajadas.
—Pero…
—Ya hemos discutido esto suficientemente, comandante…, demasiado, en verdad.
—Pero ¿se da usted cuenta…?
Bogge levantó la voz.
—No creo que el tumulto haya sido organizado; no creo que Abdullah haya intentado robar el maletín, y no creo que Wolff sea un espía nazi. ¿Está claro?
—Espere, lo único que quiero…
—¿Está claro?
—Sí, señor.
—Bien. Puede retirarse.
Vandam salió.