4

Elene Fontana observaba su rostro en el espejo y pensaba: «Tengo veintitrés años y creo que estoy envejeciendo».

Se inclinó para acercarse al cristal y se examinó cuidadosamente, buscando señales de deterioro. Su cutis perfecto. Sus ojos, castaños y redondos, tenían la limpidez de un estanque de montaña. No había arrugas. Era un rostro infantil, modelado delicadamente, con un aire de inocencia de niño abandonado. Elene era como un coleccionista de obras de arte revisando su pieza más fina: observaba el rostro reflejado en el espejo como si no fuera suyo. Sonrió y la imagen del espejo le devolvió la sonrisa. Era una sonrisa leve, íntima, con un dejo de malicia: sabía que era capaz de enloquecer a un hombre.

Recogió la nota y la leyó de nuevo:

Jueves.

Mi querida Elene:

Me temo que todo ha terminado. Mi esposa se ha enterado. Hemos arreglado las cosas, pero tuve que prometer que no te vería nunca más. Por supuesto, puedes quedarte en el apartamento, pero no puedo seguir pagando el alquiler. Siento mucho que haya ocurrido así, pero supongo que ambos sabíamos que lo nuestro no podía durar eternamente. Buena suerte.

Tuyo.

Claud.

«Así, sencillamente», pensó.

Rompió en pedazos la nota y su sentimentalismo facilón. Claud era un comerciante gordo, mezcla de francés y griego, que tenía tres restaurantes en El Cairo y uno en Alejandría. Era refinado, alegre y generoso. Pero llegado el momento decisivo se desentendía de Elene.

Era el tercero en seis años.

Había empezado con Charles, el agente de Bolsa. Entonces tenía diecisiete años, estaba sin un céntimo, sin trabajo y temerosa de volver a su casa. Charles le había puesto apartamento y la visitaba todos los martes, por la noche. Elene le dio el pasaporte cuando él la ofreció a su hermano como si fuera una bandeja de dulces. Luego fue Johnnie, el más agradable de los tres, que quería divorciarse de su esposa y casarse con ella: Elene se negó.

También se marchaba Claud. Elene supo desde el principio que aquello no tenía porvenir.

Sus aventuras amorosas habían fracasado también por culpa de ella. Las razones ostensibles —el hermano de Charles, la propuesta de Johnnie y la esposa de Claud— eran solo excusas, o quizá catalizadores. La causa verdadera era siempre la misma: Elene era infeliz.

Pensaba en la perspectiva de otra aventura. Sabía cómo sería. Durante un tiempo viviría de los pequeños ahorros que tenía en el Barclays Bank de Shari-Kas-el-Nil. Siempre se las había arreglado para ahorrar cuando tenía un compañero. Después vería reducirse lentamente el saldo y se emplearía en una compañía de revistas para levantar las piernas y menear el trasero en algún club nocturno por unos días. Luego… Miró en el espejo, a través del cristal, sin enfocar los ojos tratando de imaginar a su cuarto amante. Tal vez fuera italiano de ojos fulgurantes, cabellos lustrosos y manos perfectamente cuidadas. Quizá lo conocería en el bar del Metropolitan Hotel, frecuentado por los periodistas. Él le hablaría y luego le ofrecería una copa. Ella le sonreiría y el hombre estaría perdido. Se citarían para cenar al día siguiente. Elene resplandecería al entrar en el restaurante cogida de su brazo. Todas las cabezas se volverían y él se sentiría orgulloso. Habría otras citas. Él le haría regalos. Luego una insinuación y después otra: la tercera tendría éxito. Ella disfrutaría haciendo el amor —la intimidad, el contacto, la ternura— y le haría sentirse como un rey. Su amante la dejaría al amanecer, pero volvería por la noche. Dejarían de ir juntos a los restaurantes —«demasiado peligroso», diría—, pero él pasaría más y más tiempo en el apartamento y empezaría a pagar el alquiler y las cuentas. Entonces Elene tendría todo lo que quería: un hogar, dinero y afecto. Empezaría a preguntarse por qué se sentía tan desgraciada. Cogería una rabieta si él llegaba media hora tarde. Se pondría de pésimo humor si mencionaba a su esposa. Protestaría si él no le hacía regalos, pero en todo caso los aceptaría indiferente. Él se sentiría irritado, pero incapaz de abandonarla, porque para ese entonces desearía con ansiedad sus besos dados de mala gana y codiciaría su cuerpo perfecto, y con todo ello seguiría haciendo que en la cama se sintiese como un rey. Luego encontraría aburrida su conversación; exigiría más pasión de la que él podía dar; habría trifulcas. Finalmente llegaría la crisis. La esposa sospecharía, o un niño enfermaría o él tendría que hacer un viaje de negocios de seis meses, o le surgirían dificultades económicas. Y Elene volvería a lo mismo: derivar, sin rumbo, sola, con mala fama y con un año más de edad.

Fijó la mirada y vio otra vez su rostro en el espejo. Aquel rostro era la causa de todo. Por él llevaba aquella vida sin objeto. Si hubiera sido fea, habría soñado vivirla y nunca habría descubierto su vacuidad. «Me has hecho perder el rumbo —pensó—; me has engañado, me has presentado como si yo fuera otra. No era mi rostro, era una máscara. Debes dejar de dominar mi vida.

»No soy una hermosa dama de la sociedad cairota. Soy una muchacha de los arrabales de Alejandría.

»No soy una mujer económicamente independiente. Soy poco menos que una puta.

»No soy egipcia. Soy judía.

»Y quiero volver a casa».

El joven que atendía el mostrador de la Agencia Judía de El Cairo llevaba en la cabeza el ortodoxo yarmulka. Aparte de un mechón de barba, tenía afeitadas las mejillas. Preguntó nombre y dirección. Ella, olvidándose de lo que había decidido, dijo llamarse Elene Fontana.

El joven parecía confundido. Elene estaba acostumbrada: la mayoría de los hombres se turbaban cuando ella les sonreía.

—¿Podría… quiero decir, tendría inconveniente en explicarme por qué quiere ir a Palestina?

—Soy judía —dijo Elene bruscamente. No podía contarle su vida a ese muchacho—. Toda mi familia ha muerto. Estoy desperdiciando mi vida.

La primera parte no era cierta, pero la segunda sí.

—¿Qué trabajo haría en Palestina?

—No había pensado en eso. Cualquiera.

—Mayormente se ofrece trabajo agrícola.

—Está bien.

El joven sonrió. Estaba recuperando la seguridad en sí mismo.

—No quisiera ofenderla, pero no tiene aspecto de campesina.

—Si no deseara cambiar mi vida, no estaría haciendo gestiones para ir a Palestina.

—Claro. —Jugó nerviosamente con el lápiz—. ¿Qué trabajo hace ahora?

—Canto; y cuando no consigo eso, bailo; y cuando no bailo, sirvo mesas. —Era más o menos la verdad. Había hecho las tres cosas en distintos momentos, aunque solo había tenido éxito con el baile, y aun así no sobresalía—. Ya se lo he dicho, estoy desperdiciando mi vida. ¿Por qué tanta pregunta? ¿Es que ahora Palestina solo acepta graduados universitarios?

—Nada de eso —dijo el joven—. Pero es muy difícil entrar. Los británicos han fijado un cupo y todas las plazas las toman los refugiados que huyen de los nazis.

—¿Por qué no me lo dijo antes? —replicó Elene irritada.

—Por dos razones. Una es que podemos hacer entrar gente ilegalmente. La otra…, la otra lleva un poco más de tiempo explicarla. ¿Quiere esperar un minuto? Debo telefonear a alguien.

Elene seguía enfadada con el joven por haberla interrogado antes de decirle que no había plazas disponibles.

—No estoy segura de que tenga sentido esperar.

—Lo tiene, se lo aseguro. Es muy importante. Serán solo un par de minutos.

—Está bien.

El joven se retiró para telefonear a un cuarto de la parte posterior del edificio. Elene esperaba impaciente. El calor aumentaba y la oficina estaba mal ventilada. Se sintió un poco ridícula. Había ido allí llevada por un impulso, sin considerar debidamente la idea de la emigración. Eran demasiadas las decisiones que tomaba así. Debió imaginar que le harían preguntas; podía haber preparado las respuestas. Y haberse puesto un vestido menos llamativo.

El joven regresó.

—Hace mucho calor —dijo—. ¿Quiere que vayamos enfrente, a tomar algo fresco?

«De modo que ese era el juego», pensó Elene. Decidió rechazarlo. Le midió con la mirada y dijo:

—No. Es demasiado joven para mí.

El joven se sintió terriblemente turbado.

—¡Oh, por favor, no me entienda mal! Quiero presentarle a alguien, nada más.

Ella se preguntó si podía creerle. No tenía nada que perder y estaba sedienta.

—Muy bien.

El joven se adelantó a abrir la puerta. Cruzaron la calle, sorteando los carromatos desvencijados y los taxis destartalados, sintiendo repentinamente el ardiente calor del sol. Pasaron bajo un toldo a rayas y entraron en la parte sombreada de un café. El joven pidió limonada; Elene, un gin-tonic.

—Ustedes pueden introducir gente ilegalmente —dijo ella.

—A veces. —Bebió de un trago la mitad del vaso—. Lo hacemos por dos razones. En primer lugar, si la persona es perseguida. Por eso le hice algunas preguntas.

—Nadie me persigue.

—Segundo, si la persona en algún sentido ha hecho mucho por la causa.

—¿Quiere decir que tengo que ganarme el derecho de ir a Palestina?

—Verá, quizá algún día todos los judíos tengan el derecho de ir allí a vivir. Pero mientras existan cupos tiene que haber criterios.

Elene sintió la tentación de preguntar: «¿Con quién tengo que acostarme?». Pero ya le había juzgado mal una vez. De todos modos, pensaba que el joven quería servirse de ella de alguna forma. Dijo:

—¿Qué tengo que hacer?

El joven sacudió la cabeza.

—No debo jugar con usted. Los judíos egipcios no pueden entrar en Palestina, salvo en casos especiales, y usted no es uno de esos casos.

—Entonces, ¿qué trata de decirme?

—Que no puede ir a Palestina; pero, aun así, puede luchar por la causa.

—¿De qué forma, exactamente?

—Lo primero que tenemos que hacer es derrotar a los nazis.

Elene rió.

—¡Bien! ¡Haré todo lo posible!

El joven pasó por alto la observación. Continuó:

—No nos gustan mucho los británicos, pero cualquier enemigo de Alemania es amigo nuestro, de modo que por el momento, estrictamente en forma temporal, trabajamos con el Servicio Secreto inglés. Creo que usted puede ayudarnos.

—¡Bendito sea Dios! ¿Cómo?

Una sombra se proyectó sobre la mesa y el joven levantó la vista.

—¡Ah! —dijo. Volvió a mirar a Elene—. Quiero presentarle a un amigo, el comandante William Vandam.

El comandante era un hombre alto y robusto: con aquellos anchos hombros y aquellas piernas poderosas podía haber sido un atleta en sus tiempos, aunque ya —pensaba Elene— estaba cerca de los cuarenta y empezaba a ablandarse un poco. La cara fuerte era redonda y franca, y el cabello, castaño y fino, crecía un poco más del largo reglamentario. Vandam le dio la mano, se sentó, cruzó las piernas, encendió un cigarrillo y pidió una ginebra. Tenía una expresión grave, como si creyera que la vida era algo muy serio y no lo tolerase.

Elene pensó que era el típico inglés desapasionado.

El joven de la Agencia Judía le preguntó:

—¿Qué noticias hay?

—La Línea Gazala sigue resistiendo, pero la cosa se está poniendo muy fea.

La voz de Vandam fue una sorpresa. Generalmente los oficiales británicos hablaban en el tono de la clase alta, que para los egipcios corrientes era símbolo de arrogancia. Vandam lo hacía con precisión, pero suavemente, con vocales claras y una ligera pronunciación gutural de la r: Elene tuvo la impresión de que era un vestigio de acento campesino, aunque no hubiera sabido explicar por qué.

Decidió preguntarle:

—¿De dónde es usted, comandante?

—Dorset. ¿Por qué lo pregunta?

—Pensaba en su acento.

—Sudoeste de Inglaterra. Es usted observadora. Creí que no tenía acento.

—Solo un vestigio.

Vandam encendió otro cigarrillo. Elene observó sus manos. Eran largas y delgadas, más bien en desacuerdo con el resto de su cuerpo. Tenía las uñas bien cuidadas y la piel blanca, exceptuando las manchas ámbar oscuro dejadas por los cigarrillos.

El joven se despidió:

—Voy a dejar que el comandante Vandam se lo explique todo. Espero que trabaje con él; creo que es muy importante.

Vandam le estrechó la mano y dio las gracias, y el joven se retiró. Luego se dirigió a Elene:

—Hábleme de usted.

—No —dijo ella—. Usted primero.

Vandam levantó una ceja, sorprendido, un poco divertido y —súbitamente— sin ninguna frialdad.

—Muy bien —asintió después de un instante—. El Cairo está lleno de oficiales y soldados que conocen secretos. Saben cuáles son nuestros puntos fuertes, nuestras debilidades y nuestros planes. El enemigo quiere conocer esos secretos. Tenemos la seguridad de que en todo momento los alemanes tienen gente aquí para obtener información. Mi trabajo es detenerlos.

—Así de sencillo.

Vandam reflexionó.

—No siempre lo es.

Elene advirtió que Vandam consideraba seriamente todo lo que ella decía. Pensó que era porque carecía de humor pero, de todos modos, no le desagradaba: en general, los hombres escuchaban su conversación como la música de fondo de un bar: un ruido grato, pero insignificante.

Vandam esperaba.

—Es su turno —dijo.

Repentinamente decidió decirle la verdad:

—Soy una pésima cantante y una bailarina mediocre, pero algunas veces encuentro un hombre rico que paga mis cuentas.

Vandam no respondió, pero pareció desconcertado.

Elene dijo:

—¿Sorprendido?

—¿No debería estarlo?

Ella apartó la mirada. Sabía lo que Vandam estaba pensando. Hasta ese momento la había tratado cortésmente como si fuese una mujer respetable, una de su propia clase. Ahora se daba cuenta de que se había equivocado. Su reacción era totalmente previsible, pero no por eso dejó de sentir amargura. Dijo:

—¿No es eso lo que hace la mayoría de las mujeres, cuando se casan? ¿Encontrar un hombre que pague las cuentas?

—Sí —reconoció Vandam en tono grave.

Ella le miró. El diablillo de la malicia intervino.

—Yo los despido un poco más rápido que una persona corriente.

Vandam lanzó una carcajada. De pronto pareció otro hombre. Echó la cabeza hacia atrás, extendió brazos y piernas y toda la tirantez abandonó su cuerpo. Cuando la risa cesó estaba relajado, aunque fue solo un momento. Se sonrieron abiertamente. Pasó el momento y él cruzó de nuevo las piernas. Hubo un silencio. Elene se sintió como una colegiala que ha estado riendo tontamente en clase.

Vandam estaba serio otra vez.

—Mi problema es la información —dijo—. Nadie dice nada a un inglés. Ahí es donde entra usted. Como es egipcia, escucha el tipo de chismes y de charla callejera que nunca está a mi alcance. Y como es judía, me los pasará a mí. Así lo espero.

—¿Qué clase de chismes?

—Me interesa cualquiera que demuestre curiosidad respecto del ejército británico. —Hizo una pausa. Parecía preguntarse cuánto debía decirle—. En particular… estoy buscando a un hombre llamado Alex Wolff. Vivió en El Cairo, y ahora acaba de regresar. Puede estar buscando un lugar para hospedarse y es probable que tenga muchísimo dinero. Seguramente está haciendo preguntas sobre las fuerzas británicas.

Elene se encogió de hombros.

—Después de todos esos preámbulos esperaba que me pediría algo más espectacular.

—¿Como qué?

—No sé. Valsar con Rommel y registrarle los bolsillos.

Vandam volvió a reír, Elene pensó: «Esa risa puede llegar a gustarme».

—Bien, por vulgar que le parezca, ¿lo hará? —preguntó él.

—No lo sé.

«Pero sí lo sé —pensó Elene—. Solo estoy tratando de prolongar la entrevista porque disfruto de ella».

Vandam se inclinó hacia delante.

—Necesito gente como usted, señorita Fontana. —Su nombre sonó ridículo cuando él lo dijo tan gentilmente—. Es observadora, tiene una coartada perfecta y está claro que es inteligente. Por favor, discúlpeme por ser tan directo…

—No pida excusas; me encanta —dijo ella—. Siga hablando.

—La mayor parte de mi personal no es digno de confianza. Lo hacen por el dinero, mientras usted tiene un motivo mejor…

—Espere un minuto —interrumpió Elene—. Yo también necesito dinero. ¿Cuánto pagan por el trabajo?

—Eso depende de la información que traiga.

—¿Cuál es el mínimo?

—Nada.

—Es algo menos de lo que esperaba.

—¿Cuánto quiere usted?

—Podría ser caballero y pagarme el alquiler de mi apartamento.

Se mordió los labios: dicho así, pareció muy propio de una prostituta.

—¿Cuánto?

—Setenta y cinco al mes.

Vandam alzó las cejas.

—¿Qué tiene usted, un palacio?

—Los precios han subido. ¿No lo sabía? Es por todos estos oficiales ingleses desesperados por conseguir comodidades.

—Touché. —Vandam arrugó la frente—. Tendría que ser extraordinariamente útil para justificar setenta y cinco al mes.

Elene se encogió de hombros.

—¿Por qué no hace una prueba?

—Es buena negociadora. —Vandam sonrió—. Muy bien: un mes de prueba.

Elene trató de no dar la impresión de haber triunfado.

—¿Cómo me pongo en contacto con usted?

—Envíeme un mensaje. —Tomó un lápiz y un trozo de papel del bolsillo de su camisa y empezó a escribir—. Le daré la dirección y el número de teléfono del Cuartel General y de mi casa. En cuanto tenga noticias suyas, iré a verla.

—De acuerdo. —Elene anotó su dirección, y se preguntó qué pensaría el mayor de su apartamento—. ¿Y si lo ven?

—¿Tendrá importancia?

—Podrían preguntarme quién es usted.

—Bueno, será mejor que no diga la verdad.

Elene sonrió burlonamente.

—Diré que es mi amante.

Vandam desvió la mirada.

—Muy bien.

—Pero debe hacer bien el papel. —El rostro de Elene se mantuvo inexpresivo—. Debe venir con montones de flores y cajas de bombones.

—No sé…

—¿Acaso los ingleses no regalan flores y bombones a sus queridas?

Vandam la miró sin parpadear. Ella se dio cuenta de que tenía los ojos grises.

—No lo sé —dijo llanamente—. Nunca he tenido una querida.

«Confieso que me equivoqué», pensó Elene.

—Entonces tiene mucho que aprender —dijo.

—Estoy seguro. ¿Quiere otro trago?

«Y ahora me despacha —se dijo la muchacha—. Se pasa de la raya, mayor Vandam: emana cierta falsa virtud y le gusta bastante mandar; es usted muy autoritario. Quizá lo coja por mi cuenta, pinche su vanidad y le lastime un poco».

—No, gracias —dijo—. Debo irme. — Vandam se puso en pie—. Espero tener noticias suyas.

Elene le dio la mano y se alejó. Se dio cuenta, sin saber por qué, de que él no la estaba observando.

Vandam se puso un traje de paisano para la recepción en la Unión Angloegipcia. Nunca había ido a la Unión cuando vivía su esposa: ella decía que era vulgar, plebby. Vandam le indicaba que usara la palabra «plebeya», para no parecer una esnob de la sociedad provinciana. Ella replicaba que era una esnob de la sociedad provinciana y que tuviera la amabilidad de no exhibir su educación clásica.

Vandam la había amado entonces y la amaba todavía.

Su padre era un hombre bastante rico que se hizo diplomático porque no tenía nada mejor que hacer. No le gustó la perspectiva de que ella se casara con el hijo de un cartero. No se conformó cuando supo que Vandam había ido a una universidad de Londres y que lo consideraban uno de los más prometedores de su promoción de oficiales subalternos del ejército. Pero la hija fue inexorable en eso, como en todo, y finalmente el padre aceptó de buen grado a la pareja. Cosa rara, la única vez que ambos suegros se reunieron, se llevaron bastante bien. Desafortunadamente, las madres se odiaban, y no se hicieron más reuniones familiares.

Nada de eso interesaba mucho a Vandam; tampoco el hecho de que su esposa tuviera mal genio, fuera dominante y careciera de generosidad. Angela era agraciada, señorial y hermosa. Para Vandam ella era la personificación de la feminidad, y se consideraba un hombre afortunado.

El contraste con Elene Fontana no podría haber sido más notable.

Fue a la Unión en su motocicleta. La máquina, una BSA 350, era muy práctica en El Cairo. Podía usarla todo el año, porque el tiempo casi siempre era suficientemente bueno, y cruzar serpenteando los embotellamientos de tránsito que dejaban esperando a coches y taxis. Pero, además, era bastante veloz y le proporcionaba una secreta excitación, un regreso a su adolescencia, cuando había deseado poseer una de aquellas motos y no estaba en condiciones de comprarla. Angela la detestaba —como la Unión, era plebby—, pero Vandam se había opuesto por única vez.

Estaba refrescando cuando se estacionó en la Unión. Al pasar junto a la sede del club miró por una ventana y vio una partida de billar ruso en pleno desarrollo. Resistió la tentación y siguió hacia el parque.

Aceptó una copa de jerez de Chipre y se mezcló en la multitud, asintiendo y sonriendo, intercambiando algunas bromas con la gente que conocía. Había té para los invitados musulmanes, que solo bebían esa infusión. Pero no eran muchos los que se habían presentado. Vandam probó el jerez y se preguntó si el barman podría aprender a preparar un martini.

Miró al otro lado del jardín, al vecino Club de Oficiales Egipcios, y deseó poder escuchar las conversaciones. Alguien le llamó por su nombre, y al darse la vuelta vio que era la doctora. Una vez más le costó un esfuerzo recordar su nombre:

—Doctora Abuthnot.

—Aquí podríamos olvidar las formalidades —dijo ella—. Me llamo Joan.

—William. ¿Su esposo no está aquí?

—No estoy casada.

—Perdóneme.

De pronto la contemplaba desde otro ángulo. Ella era soltera y él viudo, y los habían visto juntos tres veces en una semana: a esas alturas la colonia inglesa de El Cairo los consideraría prácticamente prometidos.

—¿Es usted cirujana? —preguntó Vandam.

La doctora Abuthnot sonrió.

—Últimamente, lo único que hago es coser y remendar gente… Pero, sí, antes de la guerra era cirujana.

—¿Cómo lo consiguió? No es fácil para una mujer.

—Luché con uñas y dientes. —Todavía sonreía, pero Vandam detectó un dejo de resentimiento—. Tengo entendido que usted también es un poco original.

Vandam pensaba que era extremadamente convencional.

—¿Por qué? —dijo sorprendido.

—Por ocuparse usted mismo de su hijo.

—No hay alternativa. Si hubiese querido enviarlo de vuelta a Inglaterra, no habría podido: es imposible conseguir pasaje, a menos que uno sea inválido o general.

—Pero usted no quería mandarlo.

—No.

—A eso me refería.

—Es mi hijo —respondió Vandam—. No quiero que lo eduque ninguna otra persona…, y él tampoco.

—Comprendo. Es solo que algunos padres no lo considerarían… varonil.

Vandam la miró y alzó las cejas, y para sorpresa suya, ella se sonrojó.

—Supongo que tiene razón. Nunca lo había enfocado así.

—Me avergüenzo de mí misma, he estado entrometiéndome en sus cosas. ¿Quiere una bebida?

Vandam miró la copa.

—Creo que tendré que entrar a buscar una de verdad.

—Le deseo suerte.

La doctora sonrió y se alejó.

Vandam caminó por el parque hasta el casino del club. Joan era una mujer atractiva, valerosa e inteligente, y le había dado a entender claramente que quería conocerle mejor. Pensó: «¿Por qué diablos soy tan indiferente con ella? Toda esta gente está pensando que hacemos muy buena pareja, y tiene razón».

Entró y se dirigió al barman:

—Ginebra. Hielo. Una aceituna. Y unas pocas gotas de vermut muy seco.

Cuando llegó el cóctel, estaba bastante bien, y tomó dos más. Pensó de nuevo en aquella mujer, Elene. Había mil como ella en El Cairo —griegas, judías, sirias y palestinas, como también egipcias—. Eran bailarinas, solo hasta que lograban llamar la atención de algún libertino rico. La mayoría probablemente soñaba con casarse y vivir en una gran casa en Alejandría, o París, o Surrey; pero estaban llamadas a decepcionarse.

Todas tenían rostros delicados, morenos, y cuerpos felinos, con piernas esbeltas y pechos graciosos, pero Vandam quiso pensar que Elene destacaba. Su sonrisa era devastadora. A primera vista, la idea de ir a Palestina a trabajar a una granja era ridícula; pero había hecho el intento y, pese a su fracaso, había consentido en trabajar para Vandam. Por otra parte, la venta al por menor de chismes callejeros significaba dinero fácil, como ser una mantenida. Probablemente era igual que las demás bailarinas: Vandam tampoco sentía interés por ese tipo de mujeres.

Los cócteles empezaron a surtir efecto y Vandam temió no poder ser tan cortés como convenía con las damas, cuando estas llegaran, de modo que pagó y salió.

Condujo su moto hasta el Cuartel General, para enterarse de las últimas noticias. Parecía que el día había terminado en un empate, después de que ambas partes sufrieran numerosas bajas, algo más del lado británico. Sencillamente, era desmoralizador, pensó Vandam. «Teníamos una base segura, buenos suministros, armas superiores con tiro pero no hemos conseguido ni una triste victoria». Regresó a su casa.

Gaafar había preparado cordero con arroz. Vandam tomó otra copa con la cena. Billy le habló mientras comía. La lección de geografía había sido sobre el cultivo del trigo en Canadá. Vandam hubiera preferido que en la escuela le enseñaran al muchacho algo del país en que estaba viviendo.

Una vez acostado Billy, Vandam se sentó en el salón fumando y pensando en Joan Abuthnot, Alex Wolff y Erwin Rommel. De distintas formas, todos ellos le amenazaban. Al caer la noche afuera, el salón le hizo sentir claustrofobia. Llenó su pitillera y salió.

La ciudad estaba tan animada como en cualquier otro momento del día. Había muchísimos soldados en las calles, algunos muy borrachos. Eran hombres recios que habían combatido en el desierto, sufriendo con la arena y el calor, las bombas y las granadas, y con frecuencia hallaban a los árabes menos agradecidos de lo que debían. Cuando un comerciante daba de menos en el cambio, o el dueño de un restaurante cobraba más de lo que correspondía, o cuando el barman se negaba a servir a los borrachos, los soldados, recordando cómo sus amigos volaban en pedazos en defensa de Egipto, comenzaban a pelear, a romper ventanas y destrozar el local. Vandam comprendía por qué los egipcios eran desagradecidos —no les importaba mucho si los oprimían los ingleses o los alemanes—, pero, con todo, no simpatizaba con los comerciantes de El Cairo, que estaban haciendo una fortuna gracias a la guerra.

Anduvo lentamente, cigarrillo en mano, gozando del aire fresco de la noche, observando las tiendas diminutas abiertas al frente, negándose a comprar una «camisa de algodón hecha a medida mientras usted espera», un «bolso de piel para su esposa», o un ejemplar usado de una revista llamada Saucy Snips. Le divirtió un vendedor ambulante que llevaba fotografías obscenas en el lado izquierdo de su chaqueta, y crucifijos en el derecho. Vio a un grupo de soldados caerse de risa ante el espectáculo de dos policías egipcios que patrullaban la calle cogidos de la mano.

Entró en un bar. Fuera de los clubes británicos, era prudente evitar la ginebra, de modo que pidió zibid, bebida anisada que se volvía turbia al mezclarse con agua. A las diez el bar cerró, por mutuo acuerdo del gobierno Wafd musulmán y del aguafiestas del jefe de policía. Cuando Vandam salió del bar, tenía la vista algo borrosa.

Se encaminó a la Ciudad Vieja. Pasó un cartel que marcaba el límite que el personal de tropa no podía trasponer y entró en la Birka. En las calles y pasajes estrechos las mujeres estaban sentadas en los umbrales y asomadas a las ventanas, fumando y esperando clientes, charlando con la policía militar. Algunas hablaron a Vandam y le ofrecieron sus cuerpos en inglés, francés e italiano. Él tomó un pequeño callejón, cruzó un patio desierto y entró en un zaguán abierto y sin ningún letrero.

Subió la escalera y llamó a una puerta del primer piso. Le abrió una mujer egipcia de mediana edad. Vandam le pagó cinco libras y entró.

Pasó a un salón interior, grande y apenas iluminado, de deslustrado lujo, se sentó en un almohadón y se desabrochó el cuello de la camisa. Una joven con pantalones bombachos le alcanzó el narguile. Vandam aspiró profundamente varias bocanadas de humo de hachís. Pronto le embargó una agradable sensación de letargo. Se inclinó hacia atrás apoyándose en los codos y miró a su alrededor. En las sombras del cuarto había otros cuatro hombres. Dos eran bajás —terratenientes árabes ricos— que estaban sentados juntos en un diván y cuya conversación casi no se oía. Un tercero, que parecía casi dormido por el hachís, tenía aspecto de inglés y probablemente era un oficial, como Vandam. El cuarto estaba sentado en un rincón hablando con una de las muchachas. Vandam escuchaba algunas frases de la conversación y dedujo que el hombre quería llevar a la chica a su casa y que estaba discutiendo el precio. El sujeto le resultaba vagamente familiar, pero Vandam, borracho y ya narcotizado, no pudo hacer funcionar su memoria y recordar quién era.

Una de las muchachas se acercó y tomó a Vandam de la mano. Le condujo a una alcoba y corrió la cortina. Se quitó el corpiño. Tenía pechos pequeños y morenos. Vandam le acarició la mejilla. En la media luz del cuarto, la cara de la muchacha cambiaba constantemente: le pareció vieja, luego muy joven, después agresiva y, por último, amorosa. Por un momento se pareció a Joan Abuthnot. Pero al final, cuando la poseyó, era como Elene.