Lleno de ira y desesperación, Wolff permanecía sentado frente a su casa y observaba alejarse al oficial británico.
Recordaba cómo había sido en su niñez: llena de voces, risas y vida. Allí, junto al gran portón tallado, siempre había un guardia, un gigante de piel negra oriundo del sur, sentado en el suelo, indiferente al calor. Todas las mañanas un predicador viejo y casi ciego recitaba en el patio un capítulo del Corán. En la frescura de la arcada, los hombres de la familia se sentaban en divanes bajos y fumaban sus narguiles mientras jóvenes criados servían café en jarras de largo cuello. Otro guardia negro permanecía a la puerta del harén, tras la cual las mujeres se aburrían y engordaban. Los días eran largos y tibios, la familia era rica y los niños, consentidos.
El oficial británico, con sus pantalones cortos y su motocicleta, el rostro arrogante y los ojos escrutadores ocultos bajo la sombra de su gorra puntiaguda, había forzado la casa y violado su niñez. Wolff hubiera querido verle la cara, pues ansiaba matarlo algún día.
Durante todo el viaje había pensado en aquel lugar. En Berlín, Trípoli y El Ágela con el dolor y el agotamiento de la travesía del desierto, con el miedo y la prisa de su huida de Assyut, la casa representó para él un refugio seguro, un lugar donde descansar, lavarse y recuperarse al final del camino. Había deseado tomar un largo baño, beber café en el patio y llevar mujeres a la gran cama. Ahora, en cambio, tendría que irse y mantenerse alejado.
Había permanecido fuera toda la mañana, recorriendo la calle y sentado bajo los olivos, alternativamente, por si el capitán Newman recordaba la dirección y mandaba registrar la villa de antemano, compró una galabiya, sabiendo que si aparecía alguien, buscarían a un europeo y no a un árabe.
Había sido un error mostrar documentos auténticos. Lo reconocía. Fue porque no confiaba en las falsificaciones de la Abwehr. Al conocer a otros espías y trabajar con ellos se había enterado de cosas horribles, ocurridas por errores obvios y torpes en los documentos fabricados por el servicio secreto alemán: impresiones llenas de chapucerías, papel de inferior calidad e incluso errores de ortografía en palabras inglesas comunes. En la escuela de espionaje adonde le enviaron para el curso de cifrado de mensajes de radio corría el rumor de que toda la policía de Inglaterra sabía que cierta serie de números de una tarjeta de racionamiento identificaba al tenedor como espía alemán.
Wolff sopesó las alternativas y escogió la que le pareció menos peligrosa. Se había equivocado y no tenía ya adonde ir.
Se puso en pie, tomó sus maletas y empezó a caminar. Pensó en su familia. Su madre y su padre habían muerto, pero tenía tres hermanastros y una hermanastra en El Cairo. Para ellos sería muy difícil esconderle. Los interrogarían tan pronto como los ingleses comprobaran la identidad del propietario de la Villa les Oliviers, lo que podía ocurrir ese mismo día; y aunque podrían mentir para protegerle, seguramente los sirvientes hablarían. Además, verdaderamente no podía confiar en ellos, pues cuando su padrastro murió, Alex, como hijo mayor, había recibido la casa y una parte de la herencia, aunque en la realidad era adoptado. Eso había provocado resentimientos y reuniones con abogados. Alex no había cedido, y sus hermanastros nunca lo perdonaron.
Consideró la posibilidad de ir al Shepheard's Hotel. Pero, por desgracia, la policía también habría pensado en eso; a esa hora el Shepheard's ya tendría la descripción del asesino de Assyut. Los demás hoteles grandes también la recibirían pronto. Le quedaban las pensiones. Tal vez no estuvieran advertidas, pero no dependía de lo concienzuda que fuera la policía. Como era cosa de los ingleses, quizá se sintiera obligada a esmerarse. Con todo, los administradores de pequeñas casas de huéspedes a menudo estaban demasiado ocupados como para prestar mucha atención a los policías curiosos.
Dejó Garden City y se dirigió al centro. El bullicio y el ruido en las calles era aún más intenso que cuando había abandonado El Cairo. Se veían incontables uniformes distintos, no solo británicos sino australianos, neozelandeses, polacos, yugoslavos, palestinos, indios y griegos. Las muchachas egipcias, delgadas y graciosas con sus túnicas de algodón y cargadas de joyas, competían con éxito con sus rivales europeas, de cara roja e insulsas. A Wolff le pareció que eran menos las mujeres de edad que usaban la túnica y el velo negros tradicionales. Los hombres aún se saludaban con la misma exuberancia, abriendo los brazos con mucho aparato antes de estrecharse la diestra calurosamente, durante uno o dos minutos, mientras se asían del hombro y hablaban vivaces. Todos los mendigos y vendedores ambulantes estaban en la calle, aprovechando la afluencia de ingenuos europeos. A causa de su galabiya, Wolff era inmune, pero los europeos eran acosados por tullidos, por mujeres que cargaban bebés con costras llenas de moscas, por limpiabotas y hombres que vendían desde navajas de afeitar usadas hasta estilográficas gigantes con depósito de tinta garantizado para seis meses.
El tránsito estaba peor que antes. Los lentos y sucios tranvías iban más llenos que nunca, con pasajeros que viajaban en el estribo, aferrados precariamente a un asidero, mientras otros se amontonaban en la cabina con el conductor y algunos se sentaban, con las piernas cruzadas, en el techo. Los autobuses y taxis no eran mejores; parecía haber escasez de repuestos, pues la mayoría de los coches mostraban ventanillas rotas, ruedas desinfladas y motores defectuosos y carecían de faros y limpiaparabrisas. Wolff vio dos taxis —un viejo Morris y un Packard todavía más viejo— que finalmente habían dejado de funcionar y eran tirados por asnos. Los únicos autos decentes eran las monstruosas limusinas americanas de los ricos bajás y el pequeño Austin inglés de antes de la guerra. Mezclados con los vehículos motorizados, en mortal competencia, estaban los coches de alquiler tirados por caballos, los carretones de los campesinos, arrastrados por muías, y el ganado —camellos, ovejas y cabras—, que estaba proscrito del centro de la ciudad por la ley menos acatada del derecho escrito egipcio.
Y el ruido… Wolff se había olvidado del ruido.
Los tranvías hacían sonar sus campanillas continuamente. En los embotellamientos todos los coches tocaban las bocinas sin cesar, y cuando no había motivo para usarlas, las usaban por principio. Para no quedarse atrás, los conductores de carretones y camellos gritaban a voz en cuello, a más no poder. Desde muchas tiendas y de todos los cafés salía un estrépito de música árabe emitida por radios baratas puestas a todo volumen. Los vendedores callejeros voceaban infatigables, y los peatones trataban de alejarlos. Los perros ladraban y los milanos, volando en círculo, graznaban en lo alto. De tanto en tanto, todo era acallado por el rugido de un aeroplano.
«Esta es mi ciudad —pensó Wolff—. Aquí no pueden atraparme».
Había aproximadamente una docena de pensiones bien conocidas que servían a los turistas de diferentes nacionalidades: suizos, austríacos, alemanes, daneses y franceses. Pensó en ellas y las descartó por demasiado inseguras. Finalmente recordó un alojamiento barato administrado por monjas que había en el Bulaq, el distrito portuario. Lo usaban principalmente los marineros que bajaban por el Nilo en remolcadores a vapor y falúas cargadas de algodón, carbón, papel y piedras. Wolff podía estar seguro de que allí no le robarían, de que no contraería ninguna infección y de que no le asesinarían; y, además, nadie pensaría en buscarle en ese lugar.
Lejos del barrio de los hoteles, las calles estaban algo menos transitadas, pero no mucho. No podía ver el río propiamente dicho, pero a trechos avistaba fugazmente, entre los edificios abigarrados, la alta vela triangular de una falúa.
La posada era un edificio grande y deteriorado, antaño residencia de un bajá. Sobre el arco de la entrada colgaba un crucifijo. Una monja de túnica negra regaba un diminuto arriate que daba frente a la casa. A través del arco, Wolff vio un zaguán tranquilo y fresco. Había acarreado varios kilómetros sus pesadas maletas: ansiaba descansar.
Dos policías egipcios salieron de la posada.
Wolff observó los anchos cinturones de cuero, las inevitables gafas de sol y el corte de cabello militar, el corazón le dio un vuelco. Volvió la espalda a los hombres y se dirigió en francés a la monja del jardín.
—Buenos días, hermana.
Ella se enderezó suspendiendo su tarea, y le sonrió.
—Buenos días. —Era sorprendentemente joven—. ¿Desea alojamiento?
—No; solo su bendición.
Los dos policías se acercaron y Wolff se puso tenso, preparando respuestas por si lo interrogaban y considerando la dirección que debía tomar si tenía que huir. Pero pasaron de largo, discutiendo sobre una carrera de caballos.
—Dios le bendiga —dijo la monja.
Wolff le dio las gracias y prosiguió su camino. Era peor de lo que había imaginado. La policía debía de estar inspeccionando por todas partes. Tenía hinchados los pies y los brazos le dolían de cargar las maletas. Estaba decepcionado y un poco indignado, pues mientras en la ciudad todo funcionaba por mero azar, se hubiera dicho que estaban montando una operación eficiente tan solo para darle caza a él. Se apresuró a regresar hacia el centro. Empezó a sentir, como en el desierto, que caminaba sin cesar para no llegar a ninguna parte.
A lo lejos distinguió una figura alta, conocida: Hussein Fahmy, un viejo amigo de la escuela. Wolff quedó momentáneamente paralizado. Hussein le albergaría sin duda y quizá pudiera confiar en él. Pero tenía esposa y tres hijos, ¿y cómo explicarle que el tío Achmed venía a quedarse, pero que eso era un secreto, que no debían mencionar su nombre a los amigos…? En verdad, ¿cómo explicarle todo al propio Hussein? Hussein miró en dirección a Wolff que, desviándose rápidamente, cruzó la calle y se escondió detrás de un tranvía. Una vez en la acera opuesta, entró deprisa en un callejón, sin mirar atrás. No, no podía pedir refugio a los viejos amigos de la escuela.
Del callejón pasó a otra calle, y se dio cuenta de que estaba cerca de la Escuela Alemana. Se preguntó si seguiría abierta: muchos ciudadanos alemanes de El Cairo habían sido internados. Caminó hacia el edificio y entonces vio, en la puerta, una patrulla de la Seguridad de Campaña que revisaba documentos de identidad. Giró rápidamente y volvió sobre sus pasos.
Tenía que dejar las calles.
Se sintió como una rata en un laberinto. Encontraba todos los caminos bloqueados. Vio un taxi, un Ford grande, viejo, que despedía vapor del capó. Le hizo señas y subió de un salto. Le indicó la dirección al conductor y el coche arrancó, sacudiéndose, en tercera, aparentemente la única marcha que funcionaba. Por el camino se detuvieron dos veces, para llenar el radiador hirviente. Wolff se acurrucaba en el asiento de atrás procurando esconder la cara.
El taxi le llevó al sector copto de El Cairo, el antiguo gueto cristiano.
Pagó y bajó los escalones que conducían a la entrada. Dio unas pocas piastras a la anciana portera que le dejó entrar.
Era una isla de oscuridad y calma en el mar tormentoso de El Cairo. Wolff recorrió pasadizos estrechos escuchando vagamente los cánticos lejanos de las viejas iglesias. Pasó junto a la escuela y la sinagoga, y por el sótano al que supuestamente María había llevado al niño Jesús. Finalmente entró a la más pequeña de las cinco iglesias.
El servicio religioso estaba a punto de empezar. Wolff puso sus preciosas maletas junto a un banco. Se inclinó ante las imágenes de los santos que había en las paredes, se acercó al altar, se arrodilló y besó la mano del sacerdote. Luego retornó al banco y se sentó.
El coro comenzó a cantar un pasaje de las Escrituras en árabe. Wolff se acomodó en su asiento. Allí estaría seguro hasta que cayeran las sombras. Luego dispararía su último cartucho.
El Cha-Cha era un cabaré al aire libre que funcionaba en un jardín junto al río. Como siempre, estaba de bote en bote. Wolff esperó en la cola de los oficiales británicos y sus chicas, mientras los mozos montaban nuevas mesas, sobre caballetes, en todos los espacios disponibles. En el escenario, un cómico decía: «Esperen a que Rommel llegue al Shepheard's. Eso lo detendrá».
Por fin, Wolff consiguió una mesa y una botella de champán. La noche era cálida y las luces del escenario aumentaban la temperatura. El público estaba alborotado. Todos estaban sedientos y solo se servía champán, de modo que no tardaban en emborracharse. Empezaron a llamar a gritos a la estrella del show, Sonja el-Aram.
Antes tuvieron que escuchar a una griega gorda cantando Te veré en mis sueños y No tengo a nadie (lo que provocó risas). Luego anunciaron a Sonja. Sin embargo, no apareció enseguida. A medida que transcurrían los minutos el público se volvió más ruidoso e impaciente. Por fin, cuando todos parecían estar al borde del tumulto, se escuchó el redoble de los tamboriles, se apagaron las luces del escenario y se hizo el silencio.
Cuando el reflector iluminó a Sonja, estaba inmóvil en el centro del escenario con los brazos hacia el cielo. Llevaba pantalones translúcidos y un corpiño con lentejuelas y tenía el cuerpo cubierto de polvo blanco. La música empezó —tamboriles y una flauta— y Sonja comenzó a moverse.
Wolff bebió un sorbo de champán y observó sonriente. Sonja seguía siendo la mejor.
Sacudía las caderas lentamente, golpeando primero con un pie y después con el otro. Sus brazos empezaron a temblar; luego se movieron sus hombros y después, sus pechos. Y entonces su famoso vientre inició un balanceo hipnótico. Se aceleró el ritmo. Sonja cerró los ojos. Cada parte de su cuerpo parecía moverse independientemente del resto. Wolff sintió, como siempre y al igual que todos los hombres presentes, que estaba solo con ella, que Sonja se exhibía para él y que no se trataba de una actuación, de la magia del espectáculo teatral, sino que sus contorsiones eran deliberadas; sentía necesidad de hacerlo, arrastrada a un frenesí sexual por su propio cuerpo voluptuoso. El público estaba tenso, silencioso, transpirante, hipnotizado. Sonja aceleraba más y más el ritmo, parecía transportada. La música culminó con un golpe repentino. En el instante de silencio que siguió, Sonja lanzó un grito corto y agudo; luego cayó hacia atrás, con las piernas dobladas debajo del cuerpo, las rodillas separadas, hasta que la cabeza tocó las tablas del escenario. Mantuvo esa posición por un momento, y entonces se apagaron las luces. La concurrencia se puso en pie con un aplauso atronador.
Se encendieron otra vez las luces. Ella había desaparecido.
Sonja nunca aceptaba encores.
Wolff se levantó de su asiento. Dio al camarero una libra —el salario de tres meses para la mayoría de los egipcios— para que lo llevara tras las bambalinas. El camarero le mostró el camerino de Sonja y se retiró.
Wolff golpeó la puerta.
—¿Quién es?
Wolff entró.
Sonja estaba sentada en una banqueta. Llevaba una bata de seda y estaba quitándose el maquillaje. Le vio por el espejo y giró el asiento para encararse a él.
Wolff saludó:
—Hola, Sonja.
Ella le miró fijamente. Después de un largo momento, dijo:
—Cabrón.
Sonja no había cambiado.
Era una mujer bonita. Tenía el cabello negro y brillante, largo y espeso, ojos grandes, castaños, ligeramente saltones, con pestañas voluptuosas y abundantes, mejillas altas que rompían con la redondez de la cara y le daban forma, una nariz arqueada, graciosamente arrogante. Su cuerpo era todo curvas suaves, pero su estatura rebasaba cinco centímetros la media, no parecía rechoncha.
Sus ojos relampaguearon de ira.
—¿Qué haces aquí? ¿Adónde has estado? ¿Qué te ha pasado en la cara?
Wolff dejó sus maletas en el suelo y se sentó en el diván. Levantó la vista y la miró. Ella estaba en pie con las manos en las caderas, el mentón hacia delante y los senos delineados en la seda verde.
—Eres hermosa —dijo Wolff.
—Lárgate.
Wolff la estudió cuidadosamente. La conocía demasiado para sentir por ella ni atracción ni disgusto: era parte de su pasado, como un viejo amigo que sigue siéndolo pese a sus defectos, simplemente porque siempre ha estado ahí. Se preguntó qué habría hecho Sonja en los años transcurridos desde que él había dejado El Cairo. ¿Se habría casado o enamorado? ¿Habría comprado una casa, cambiado su administrador o tenido un hijo? Aquella tarde, en la iglesia fresca y sombría, había reflexionado mucho sobre cómo enfrentarse a Sonja. Pero no había llegado a ninguna conclusión, porque no estaba seguro de su reacción. La inseguridad persistía. Ella parecía enojada, desdeñosa, pero ¿lo sentía de veras? Wolff se preguntaba si debía mostrarse gentil o lleno de alegría, o agresivo e intimidador, o desvalido y suplicante.
—Necesito ayuda —dijo llanamente.
El rostro de Sonja permaneció impasible.
—Los ingleses me persiguen —continuó Wolff—. Vigilan mi casa, y todos los hoteles tienen mi descripción. No tengo dónde dormir. Quiero ir contigo.
—Vete al diablo.
—Déjame contarte por qué te planté.
—Después de dos años, ninguna excusa es buena.
—Dame al menos un minuto para explicarte. Hazlo… por lo que fue.
—No te debo nada.
Lo miró fijamente un momento más y luego abrió la puerta. Wolff pensó que le iba a despedir. Observó el rostro de Sonja cuando se volvió y le miró mientras sujetaba la puerta. Luego ella se asomó al corredor y gritó:
—¡Que alguien me traiga una copa!
Wolff se sosegó un poco.
Sonja volvió adentro y cerró la puerta.
—Un minuto —dijo.
—¿Vas a estar vigilándome como un carcelero? No soy peligroso.
Wolff sonrió.
—¡Oh, sí! ¡Lo eres! —replicó Sonja, pero volvió a la banqueta y siguió trabajando en su cara.
Wolff vaciló. El segundo problema que había meditado durante la larga tarde en la iglesia copta era cómo explicarle por qué la había abandonado sin despedirse ni comunicarse nunca con ella desde entonces. Lo único que sonaba convincente era la verdad. Por reticente que fuera en cuanto a compartir su secreto, tenía que decírselo porque estaba desesperado y Sonja era la única esperanza.
Wolff comenzó:
—¿Recuerdas que fui a Beirut en el treinta y ocho?
—No.
—Te traje de allí una pulsera de jade.
Sus ojos se encontraron en el espejo.
—Ya no la tengo.
Wolff sabía que ella estaba mintiendo. Prosiguió:
—Fui a Beirut a ver a un oficial del ejército alemán llamado Heins. Me pidió que trabajara para Alemania en la guerra que se aproximaba. Acepté.
Sonja se volvió y le miró de frente. Entonces Wolff vio en sus ojos algo parecido a la esperanza.
—Me indicaron que volviera a El Cairo y aguardara noticias. Las tuve hace dos años. Querían que fuera a Berlín. Fui. Hice un curso de entrenamiento y después trabajé en los Balcanes y en Oriente. Regresé a Berlín en febrero para recibir instrucciones sobre una nueva misión. Me enviaron aquí.
—¿Qué tratas de decirme? —Le interrumpió Sonja con incredulidad—. ¿Que eres un espía?
—Sí.
—No te creo.
—Mira. —Levantó una maleta y la abrió—. Esto es una radio, para enviar mensajes a Rommel. —La cerró y abrió la otra—. Esta es mi financiación.
Sonja miró asombrada los bien alineados fajos de billetes.
—¡Dios mío! ¡Es una fortuna!
Alguien golpeó la puerta. Wolff cerró la maleta. Un camarero entró con una botella de champán en un cubo con hielo. Al ver a Wolff dijo:
—¿Traigo otra copa?
—No —respondió Sonja impaciente—. Vete.
El camarero se retiró. Wolff destapó el champán, llenó la copa y se la ofreció a Sonja. Después bebió un largo trago de la botella.
—Escucha —dijo—. Nuestro ejército está ganando en el desierto. Nosotros podemos ayudarle. Necesitan datos sobre el poderío británico: número de soldados, qué divisiones tienen, nombres de los comandantes, calidad de armamentos y equipos y, si es posible, planes de batalla. Nosotros estamos aquí, en El Cairo; podemos averiguarlo. Después, cuando los alemanes se alcen con la victoria, seremos héroes.
—¿Nosotros?
—Tú puedes ayudarme. Y lo primero es brindarme un lugar donde vivir. Odias a los británicos, ¿no es cierto? ¿Quieres que los echen de aquí?
—Lo haría por cualquiera, menos por ti.
Terminó su champán y volvió a llenar la copa. Wolff se la quitó de la mano y bebió.
—Sonja: si te hubiera mandado una postal desde Berlín, los ingleses te habrían metido en la cárcel. No debes estar enfadada conmigo, ahora que conoces las razones. —Bajó la voz—. Podemos hacer que vuelvan aquellos viejos tiempos. Tendremos buena comida y el mejor champán, ropa nueva, grandes fiestas y un coche americano. Iremos a Berlín. Tú siempre quisiste bailar en Berlín; allá serás una estrella. Alemania es una nueva nación. Vamos a gobernar el mundo y tú puedes ser una princesa. Nosotros… —Hizo una pausa. Nada de eso la conmovía. Era tiempo de jugar su última carta—. ¿Cómo está Fawzi?
Sonja bajó la vista.
—Se fue, la muy zorra.
Wolff dejó la copa y apoyó sus manos en el cuello de Sonja. Ella levantó la vista y lo miró, inmóvil. Wolff la obligó a ponerse en pie presionando con sus pulgares bajo el mentón.
—Encontraré otra Fawzi para nosotros —dijo suavemente.
Advirtió que los ojos de la bailarina se habían humedecido repentinamente. Las manos de Wolff se movieron sobre la bata de seda, descendiendo por el cuerpo de Sonja, acariciando sus caderas.
—Soy el único que comprende lo que necesitas.
Bajó la boca hasta alcanzar la de ella y le mordió los labios hasta que sintió fluir la sangre.
Sonja cerró los ojos.
—Te odio —gimió.
En el fresco del atardecer, Wolff marchaba por el camino de sirga junto al Nilo hacia la casa flotante. La inflamación de la cara había cedido y sus intestinos habían vuelto a la normalidad. Vestía un traje blanco, nuevo, y llevaba dos bolsas repletas de sus comestibles preferidos.
El suburbio isleño de Zamalek era tranquilo y pacífico. El ruido estridente del centro de El Cairo solo se oía lejanamente a través de una ancha faja de agua. El río, quieto, fangoso, golpeaba suavemente en las casas flotantes alineadas en la ribera. Los barcos, de todas las formas y tamaños, pintados alegremente y adornados con lujo, ofrecían una hermosa vista con los últimos rayos del sol.
El de Sonja era más pequeño y estaba más ricamente amueblado que la mayoría. Una pasarela llevaba del camino a la cubierta superior, que recibía la brisa pero estaba protegida del sol por un toldillo a rayas verdes y blancas. Wolff subió al barco y descendió al interior por la escalerilla. Estaba repleto de muebles: sillas, divanes, mesas y armarios llenos de chucherías. A proa había una cocina diminuta. El salón estaba dividido en dos por cortinas de terciopelo rojo oscuro, desde el suelo hasta el cielo raso, separando así el dormitorio. Más allá, a popa, había un cuarto de baño.
Sonja estaba sentada en un almohadón, pintándose las uñas de los pies. Era extraordinario ver su aspecto tan desaliñado, pensó Wolff. Llevaba un vestido de algodón mugriento, estaba ojerosa, con expresión de cansancio, y no se había peinado. Media hora más tarde, cuando saliera en dirección al Cha-Cha Club, parecería una ensoñación.
Wolff depositó las bolsas sobre una mesa y empezó a vaciarlas.
—Champán francés, mermelada inglesa, salchichas alemanas, huevos de codorniz, salmón escocés…
Sonja levantó la vista, asombrada.
—Nadie puede conseguir esas cosas. Estamos en guerra.
Wolff sonrió.
—Hay un pequeño tendero griego en Qulali que recuerda a un buen cliente.
—¿Puedes confiar en él?
—No sabe dónde vivo. Además, es la única tienda del norte de África donde se puede conseguir caviar.
Sonja cruzó el cuarto y revolvió en una bolsa.
—¡Caviar! —Destapó el frasco y empezó a comer con los dedos—. No he probado el caviar desde…
—Desde que me fui —terminó Wolff. Puso una botella de champán en la nevera—. Si esperas unos minutos, podrás beber champán con el caviar.
—No puedo esperar.
—Nunca puedes.
Sacó de una de las bolsas un periódico en inglés y empezó a recorrerlo. Era malísimo, lleno de comunicados de prensa, con más censura en las noticias de la guerra que las emisiones de la BBC que todos escuchaban. Las noticias locales eran peor todavía. Era ilegal publicar discursos de los políticos egipcios de la oposición.
—Aún no ha salido nada sobre mí —dijo Wolff.
Había contado a Sonja lo sucedido en Assyut.
—Siempre publican las noticias con retraso —dijo ella con la boca llena de caviar.
—No es eso. Si dan la información del asesinato tienen que decir cuál fue el motivo. De lo contrario, la gente lo imaginará. Los británicos no quieren que se sospeche que los alemanes tienen espías en Egipto. Da mala impresión.
Sonja fue al dormitorio a cambiarse. A través de la cortina dijo:
—¿Eso quiere decir que han dejado de buscarte?
—No. Vi a Abdullah en la ciudad vieja. Dice que la policía egipcia no está realmente interesada, pero hay un tal comandante Vandam que sigue insistiendo.
Wolff dejó el periódico y frunció el entrecejo. Le hubiera gustado saber si Vandam era el oficial que había forzado la entrada en Villa les Oliviers. Hubiera deseado poder observarlo más de cerca, pero desde el otro lado de la calle el rostro del oficial, sombreado por la gorra, solo resultaba una mancha oscura.
Sonja preguntó:
—¿Cómo lo sabe Abdullah?
—Lo ignoro. —Wolff se encogió de hombros—. Es un ladrón, oye cosas.
Fue a la nevera y extrajo la botella. En verdad, no estaba suficientemente fría, pero tenía sed. Sirvió dos copas. Sonja salió del dormitorio, vestida; como Wolff había anticipado, estaba transformada, con su cabello perfecto, su cara ligera pero inteligentemente maquillada, un vestido transparente de color rojo cereza y zapatos a juego.
Un par de minutos más tarde sonaron pasos en la pasarela y un golpe en la escotilla. Había llegado el taxi de Sonja. Ella vació su copa y partió. No se saludaron ni se despidieron.
Wolff fue hasta el armario donde guardaba la radio. Sacó la novela inglesa y la hoja de papel con la clave del código. Estudió la clave. Era 28 de mayo. Tenía que sumar 42 —el año— al 28 para calcular el número de la página de la novela que debía utilizar en el cifrado de su mensaje. Mayo era el quinto mes, así que debía descartar una de cada cinco letras de la página.
Decidió comunicar: «He arribado. Control equipo. Confirmen recepción». Empezó a buscar, desde la primera línea de la página 70, la letra H. Era el décimo signo, descartando cada quinta letra. Por lo tanto, en su código estaría representada por la undécima letra del alfabeto, la J. Luego necesitaba una E. En la página, la tercera letra después de la H era una E. Por consiguiente, la E de «he» estaría representada por la tercera letra del alfabeto, la C. Las letras raras, como la X, se codificaban en forma especial.
Este tipo de código era una variante de los cuadernillos de un solo uso, único tipo de código inviolable en teoría y en la práctica. Para descifrar el mensaje, el escucha debía tener el libro y conocer la clave.
Cuando terminó de cifrar el mensaje, miró su reloj. Tenía que transmitir a medianoche. Disponía de un par de horas hasta el momento de activar la radio. Se sirvió otra copa de champán y decidió terminar el caviar. Buscó una cuchara y recogió el frasco. Estaba vacío. Sonja se lo había comido todo.
La pista era una franja de desierto que habían limpiado apresuradamente de espinos y piedras grandes. Rommel miraba hacia abajo mientras la tierra subía a su encuentro. El Storch, avión liviano que usaban los comandantes germanos para viajes cortos en el campo de batalla, descendió como una mosca, las ruedas en los extremos de un largo y espigado tren de aterrizaje delantero. El avión se detuvo y Rommel saltó a tierra.
Primero lo golpeó el calor y después el polvo. Arriba, en el cielo, estaba relativamente fresco; de pronto sentía como si hubiera entrado en un horno. Comenzó a sudar de inmediato. Con la primera inspiración, una ligera capa de arena le cubrió los labios y la punta de la lengua. Una mosca se asentó en su gran nariz y él la espantó con la mano.
Von Mellenthin, el oficial del Servicio de Información creado por Rommel, corrió hacia él por la arena levantando nubes de polvo con sus botas altas.
—Kesselring está aquí —dijo.
—Auch, das noch —dijo Rommel—. Lo que faltaba.
Kesselring, el sonriente mariscal de campo, representaba todo lo que disgustaba a Rommel en las fuerzas armadas alemanas. Era oficial del Estado Mayor y Rommel odiaba al Estado Mayor; era fundador de la Luftwaffe, que tantas veces le había fallado en la guerra del desierto; y era —lo peor de todo— un esnob. Uno de sus agrios comentarios había llegado a oídos de Rommel. Kesselring, quejándose de que Rommel era rudo con sus oficiales subalternos, había dicho: «Quizá valiera la pena hablarle de eso si no proviniera de Württemberg». Esa era la provincia donde había nacido Rommel, y la observación era ejemplo del prejuicio que había estado combatiendo durante toda su carrera.
Caminó pesadamente por la arena hacia el vehículo de mando, con Von Mellenthin a la zaga.
—Han capturado al general Cruewell —dijo Von Mellenthin—. Tuve que pedirle a Kesselring que se hiciera cargo. Estuvo toda la tarde tratando de averiguar dónde estaba usted.
—Peor que peor —dijo Rommel agriamente.
Subieron a la trasera del vehículo, un enorme camión. La sombra resultó acogedora. Kesselring estaba inclinado sobre un mapa, espantando las moscas con la zurda mientras trazaba una línea con la derecha. Levantó la vista y sonrió.
—Mi estimado Rommel, gracias a Dios ha regresado usted —dijo con voz sedosa.
Rommel se quitó la gorra.
—He estado librando una batalla —gruñó.
—Me lo imagino. ¿Qué ocurrió?
Rommel señaló hacia el mapa.
—Esta es la Línea Gazala. —Era una cadena de «cajones» fortificados, unidos por campos de minas, que iba desde la costa, en Gazala, hacia el sur y entraba unos ochenta kilómetros—. Hicimos un rodeo en el extremo sur de la línea y los atacamos por la retaguardia.
—Buena idea. ¿Qué fue lo que falló?
—Nos quedamos sin gasolina y sin municiones. —Rommel se dejó caer pesadamente en una silla sintiéndose de repente muy fatigado—. Otra vez —agregó.
Kesselring, como comandante en jefe, era responsable del abastecimiento de Rommel, pero el mariscal de campo no parecía advertir la crítica implícita.
Un asistente entró con jarrillos de té en una bandeja. Rommel sorbió el suyo. Tenía arena.
Kesselring habló en tono familiar.
—He tenido la extraordinaria vivencia, esta tarde, de asumir el papel de uno de sus comandantes subalternos.
Rommel gruñó. Había cierto sarcasmo en aquello, lo adivinaba. No quería discutir con Kesselring, sino pensar en la batalla.
El mariscal de campo continuó:
—Me resultó enormemente difícil, con las manos atadas por la subordinación a un cuartel general que no daba órdenes ni se podía localizar.
—Yo estaba en el corazón de la batalla, dando órdenes en el lugar de los hechos.
—Con todo, podría haber permanecido en contacto.
—Esa es la forma como luchan los ingleses —espetó Rommel—. Los generales están a kilómetros detrás de las líneas, permaneciendo en contacto. Pero yo estoy ganando. Si hubiera tenido abastecimiento, ahora estaría en El Cairo.
—Usted no va a El Cairo —dijo Kesselring bruscamente—. Va a Tobruk. Allí se quedará hasta que hayamos tomado Malta. Esas son las órdenes del Führer.
—Por supuesto.
Rommel no deseaba recomenzar aquella discusión. Tobruk era el objetivo inmediato. Una vez capturado ese puerto fortificado, los convoyes que venían de Europa —por inadecuados que fueran— podrían llegar directamente a la línea del frente, acortando el largo viaje a través del desierto… que consumía tanto combustible.
—Y para llegar a Tobruk —concluyó— tenemos que romper la Línea Gazala.
—¿Qué piensa hacer ahora?
—Retroceder y reagruparme.
Rommel vio que Kesselring alzaba las cejas: el mariscal de campo sabía que él detestaba retroceder.
—¿Y qué hará el enemigo? —Kesselring dirigió la pregunta a Von Mellenthin, que era el responsable de la evaluación detallada de las posiciones contrarías.
—Nos perseguirán, pero no inmediatamente —le dijo Von Mellenthin—. Por fortuna, siempre tardan en aprovechar las ventajas. Pero tarde o temprano intentarán una salida.
Rommel agregó:
—La pregunta es: ¿cuándo y dónde?
—Ciertamente —convino Von Mellenthin. Pareció dudar. Luego dijo—: Hay un pequeño punto en los resúmenes de hoy que le interesará. El espía ha establecido comunicación.
—¿El espía? —Rommel arrugó la frente—. ¡Oh, él!
Ahora lo recordaba. Había volado hasta el oasis de Gialo, muy al interior del desierto de Libia, para darle las últimas instrucciones antes de que iniciara una caminata maratoniana. Wolff, así se llamaba. Rommel había quedado impresionado por su valor, pero era pesimista en cuanto a sus posibilidades.
—¿Desde dónde llamó?
—Desde El Cairo.
—De modo que consiguió llegar. Si es capaz de eso, es capaz de cualquier cosa. Quizá pueda determinar el lugar donde intentarán la incursión.
Kesselring le interrumpió:
—¡Dios mío! No irá a confiar en espías, ¿verdad?
—¡No confío en nadie! —Dijo Rommel—. Son los demás quienes confían en mí.
—Muy bien. —Kesselring permaneció imperturbable, como siempre—. El Servicio de Información nunca sirve de mucho, como usted sabe; y el de los espías es el peor de todos.
—Estoy de acuerdo —dijo Rommel, más tranquilo—. Pero tengo el presentimiento de que este puede ser diferente.
—Lo dudo— terminó Kesselring.