Transcurría el mes de mayo y soplaba el jamsin, un viento del sur caliente y polvoriento. Bajo la ducha, William Vandam se sentía deprimido por la idea de que aquel fuera a ser en todo el día el único momento de frescura que tuviera. Cerró el grifo y se secó rápidamente. Le dolía todo el cuerpo. El día anterior, por primera vez después de años, había estado jugando al cricket. El Servicio de Información del Estado Mayor había formado un equipo para jugar con los médicos del hospital de campaña. Espías contra matasanos, así se referían al encuentro. Y Vandam, que jugaba al ataque junto a la raya, quedó deshecho de correr cuando los médicos respondieron a los del Departamento de Información lanzando la pelota a todos los extremos del campo. Debía reconocer que su forma física no era buena. La ginebra restaba fuerzas y el cigarrillo le quitaba fondo, y tenía demasiadas preocupaciones como para concentrarse en el juego con la intensidad que este merecía.
Encendió un cigarrillo, tosió y empezó a afeitarse. Siempre fumaba mientras se afeitaba. Era la única manera que conocía de aliviar el aburrimiento de la inevitable tarea diaria. Quince años atrás había jurado que se dejaría la barba cuando saliera del ejército; pero todavía estaba en el ejército.
Se puso el uniforme de diario: sandalias gruesas, calcetines cortos, camisa de faena y los pantalones cortos color caqui, con dobleces que podían soltarse y abotonarse debajo de la rodilla, como protección contra los mosquitos. Nadie se los soltaba y los oficiales más jóvenes generalmente los cortaban a causa de su aspecto ridículo.
Había una botella de ginebra vacía junto a la cama. Vandam la miró sintiendo disgusto hacia sí mismo: era la primera vez que se llevaba la maldita botella a la cama. La levantó, la tapó y arrojó a la basura. Luego bajó a la cocina.
Gaafar estaba allí preparando té. El sirviente de Vandam era un anciano copto, calvo y de paso torpe con pretensiones de mayordomo inglés. Nunca llegaría a serlo, pero tenía su dignidad y era honrado, y Vandam sabía que esas cualidades no eran comunes entre los criados egipcios.
—¿Se ha levantado Billy? —preguntó Vandam.
—Sí, señor; enseguida bajará.
Vandam aprobó con un gesto. Sobre la cocina hervía el agua de una pequeña cacerola. Vandam introdujo un huevo y puso el termómetro. Cortó dos rebanadas de un pan estilo inglés e hizo tostadas. Luego las untó con mantequilla y las cortó en estrechas tiras. Finalmente extrajo el huevo del agua y lo cascó.
Billy entró a la cocina.
—Buenos días, papá.
Billy tenía diez años. Vandam le sonrió:
—Buenos días. El desayuno está listo.
El niño empezó a comer. Vandam se sentó frente a él con una taza de té, observándolo. Últimamente, Billy parecía cansado muchas mañanas. Antes, de forma invariable, estaba fresco como una rosa a la hora del desayuno. ¿Acaso dormía mal? ¿O sería que su metabolismo iba pareciéndose más al de los adultos? Quizá solo se trataba de que se quedaba despierto hasta muy tarde, leyendo historias de detectives bajo las sábanas, a la luz de una linterna.
La gente decía que Billy era como su padre, pero Vandam no acertaba a ver el parecido. En cambio observaba rasgos de la madre del niño: los ojos grises, la piel delicada y la expresión ligeramente altanera que aparecía en su rostro cuando alguien le fastidiaba.
Vandam siempre preparaba el desayuno de su hijo. Por supuesto, el criado era perfectamente capaz de cuidar del muchacho, y lo hacía la mayor parte del tiempo; pero a Vandam le agradaba mantener ese pequeño ritual. A menudo era aquel el único momento del día que pasaba con Billy. No hablaban mucho —Billy comía y Vandam fumaba—, pero eso no importaba: lo esencial era que estaban juntos un rato al comenzar cada día.
Después del desayuno Billy se cepilló los dientes mientras Gaafar sacaba la motocicleta de Vandam. El niño regresó con su gorra escolar puesta, y Vandam se encasquetó la de su uniforme. Como todos los días, se saludaron. Billy dijo:
—Bien, mi comandante, en marcha… A ganar la guerra.
Y salieron.
La oficina del comandante Vandam estaba en Gray Pillars, un grupo de casas rodeadas por una cerca de espino, y que integraban el Cuartel General de Oriente Medio. Cuando llegó, encontró sobre su escritorio un informe acerca de un incidente. Se sentó, encendió un cigarrillo y empezó a leer.
El informe venía de Assyut, a quinientos kilómetros al sur, y al principio Vandam no podía entender por qué había sido cursado al Servicio de Información. Una patrulla había recogido a un europeo en una carretera. Posteriormente, el hombre asesinaba a un cabo acuchillándolo. Se había descubierto el cuerpo la noche anterior al poco de advertirse la ausencia del cabo, pero varias horas después de su muerte. Un hombre cuya descripción respondía a la del caminante compró un billete con destino a El Cairo en la estación del ferrocarril; pero cuando se halló el cadáver, el tren ya había llegado y el asesino había desaparecido en la ciudad.
No existía indicio alguno sobre el móvil del crimen.
La policía egipcia y la policía militar británica ya estarían investigando en Assyut, y sus colegas de El Cairo, como Vandam, conocerían los detalles aquella mañana. ¿Qué razón había para que interviniera Información?
Vandam frunció el ceño y volvió a reflexionar. Recogen a un europeo en el desierto. El hombre dice que su coche ha sufrido una avería. Se registra en un hotel. A los pocos minutos parte y toma un tren. No se encuentra el auto. Esa noche se descubre el cadáver de un militar en la habitación de un hotel.
¿Por qué?
Vandam tomó el teléfono y llamó a Assyut. El telefonista del campamento tardó un rato en localizar al capitán Newman; pero finalmente lo encontraron en el arsenal y le llamaron al teléfono.
Vandam dijo:
—El asesinato parece obra de alguien que ha sido desenmascarado.
—Eso pensé, señor —dijo Newman. Por su voz parecía un hombre joven—. Por eso envié el informe a su oficina.
—Bien pensado. Dígame, ¿qué impresión le causó ese hombre?
—Era un sujeto corpulento…
—Tengo aquí su descripción: uno ochenta y cinco de estatura, alrededor de ochenta y cinco kilos, cabello y ojos oscuros…, pero eso no me dice cómo era.
—Comprendo —dijo Newman—. Bien, para ser franco, al principio no me inspiró la menor sospecha. Parecía agotado, lo cual concordaba con su historia del coche averiado en el desierto, pero aparte de eso daba la impresión de un ciudadano correcto: hombre blanco, correctamente vestido, que se expresaba bastante bien, con un acento que dijo era holandés, o más bien afrikaans. Sus documentos estaban en regla, creo que eran auténticos.
—¿Pero…?
—Me dijo que estaba de gira de inspección a sus negocios en el Alto Egipto.
—Bastante factible.
—Sí, pero no me dio la impresión de ser el tipo de hombre que se pasa la vida invirtiendo en unas pocas tiendas, fabriquitas o plantaciones de algodón. Tenía mucho más aspecto de cosmopolita seguro de sí mismo: si tuviera dinero para invertir, probablemente lo haría mediante un agente de Bolsa de Londres, o de un banco suizo. En una palabra, no era tipo que anda metido en pequeñeces… Es una vaga impresión, señor, pero… ¿comprende lo que quiero decir?
—Desde luego.
«Newman parecía listo —pensó Vandam—. ¿Qué haría inmovilizado en Assyut?».
Newman continuó:
—Y entonces se me ocurrió que así, sin más, había aparecido en el desierto, y que yo no sabía realmente de dónde podía venir…, de modo que ordené al pobre Cox que se quedara con él, con la excusa de ayudarle para asegurarme de que no se largara antes de que tuviéramos oportunidad de investigar su historia. Desde luego debí detenerle; pero, la verdad, señor, en ese momento solo tenía una ligerísima sospecha…
—No creo que nadie le culpe, capitán —dijo Vandam—. Procedió tomando nota del nombre y la dirección de los documentos. Alex Wolff, Villa les Oliviers, Garden City, ¿verdad?
—Sí, señor.
—Muy bien, por favor, manténgame al tanto de cualquier novedad.
—Sí, señor.
Vandam colgó. Las sospechas de Newman concordaban con lo que su instinto le decía con respecto al asesinato. Decidió hablar con su superior inmediato. Salió del despacho llevando consigo el informe sobre el incidente.
Información de Estado Mayor se encontraba al mando de un general de brigada con el título de director de Información Militar. El DIM tenía dos subdirectores: el SIM (O), de Operaciones, y el SIM (I), de Información. Los subdirectores eran tenientes coroneles. El jefe de Vandam, el teniente coronel Bogge, era el SIM (I). Tenía a su cargo la seguridad del personal y empleaba la mayor parte del tiempo en dirigir el mecanismo de la censura. Vandam debía ocuparse de impedir la correspondencia. Él y sus hombres contaban con varios cientos de agentes en El Cairo y Alejandría; en la mayoría de los clubes nocturnos y bares había un camarero que figuraba en su nómina. Tenían también informadores entre el personal de servicio doméstico de los políticos árabes más importantes; el ayuda de cámara del rey Faruk trabajaba para Vandam, al igual que el más rico de los ladrones de El Cairo. Le interesaba quién hablaba demasiado y quién escuchaba; y, entre estos, su principal objetivo eran los nacionalistas árabes. Sin embargo, parecía posible que el misterioso hombre de Assyut constituyera una amenaza de distinta índole.
La carrera de Vandam durante la guerra se había caracterizado hasta ese momento por un éxito espectacular y un gran fracaso, este último ocurrido en Turquía. Rashid Alí había escapado de Iraq. Los alemanes intentaban sacarlo de allí y usarlo con fines de propaganda; los ingleses deseaban mantenerlo fuera del foco de atención y los turcos, celosos de su neutralidad, no querían ofender a nadie. La tarea de Vandam había sido asegurarse de que Alí permaneciera en Estambul. Pero Alí había cambiado sus ropas con un espía alemán y abandonado el país bajo las narices de su custodia. Unos días después pronunciaba por la radio nazi discursos de propaganda para Oriente Medio. En cierta medida, Vandam logró redimirse en El Cairo. Londres le informó que había razones para creer que existía una importante filtración en el sistema de seguridad; después de tres meses de ardua investigación, Vandam descubrió que un diplomático americano de alto grado enviaba mensajes a Washington en un código inseguro. Se cambió el código, la filtración se detuvo y Vandam fue ascendido a comandante.
Si hubiese sido un civil, o incluso un militar en tiempos de paz, se habría sentido orgulloso de su triunfo y resignado con su derrota. Y habría dicho: «No siempre se puede ganar; alguna vez se pierde». Pero, en la guerra, los errores de un oficial costaban vidas humanas. Como consecuencia del asunto de Rashid Alí había muerto un agente —una mujer— y Vandam no podía perdonárselo.
Golpeó la puerta del despacho del teniente coronel Bogge y entró. Reggie Bogge era un hombre bajo y robusto de unos cincuenta años, que vestía un uniforme inmaculado y usaba brillantina en el cabello. Tenía una tos nerviosa con la que se aclaraba la garganta cuando no sabía bien qué decir, cosa que sucedía a menudo. Se sentaba tras un enorme escritorio curvo —más grande que el del DIM— y despachaba los papeles apilados en la cubeta de «Pendiente». Siempre más deseoso de hablar que de trabajar, invitó a Vandam a sentarse. Tomó una pelota de cricket de color rojo brillante y comenzó a pasarla de una mano a otra.
—Ayer jugó un buen partido —dijo.
—Usted tampoco se quedó atrás —contestó Vandam. Era cierto: Bogge había sido el único lanzador decente del equipo de Información y sus tiros lentos con efecto lograron cuatro metas con veinticuatro carreras—. Pero ¿estamos ganando la guerra?
—Me temo que sigan las malas noticias. —La reunión informativa de la mañana todavía no se había realizado, pero Bogge siempre se enteraba de antemano—. Esperábamos que Rommel atacara frontalmente la Línea Gazala. Debimos comprender que un tipo astuto nunca pelea limpia y abiertamente. Rodeó nuestro flanco sur, tomó el cuartel general del Séptimo Blindado y capturó al general Messervy.
Era un relato deprimente, reiterado, y Vandam se sintió repentinamente fatigado.
—¡Qué desastre! —dijo.
—Afortunadamente no pudo seguir hasta la costa, de manera que las divisiones que se encuentran sobre la Línea Gazala no quedaron aisladas. Con todo…
—Con todo, ¿cuándo vamos a detenerle?
—No llegará mucho más lejos. —Era una observación idiota: Bogge no quería criticar a los generales—. ¿Qué tiene ahí?
Vandam le entregó el informe del incidente:
—Quisiera ocuparme personalmente de este caso.
Bogge leyó el informe y levantó la vista, su rostro en blanco.
—No veo el motivo —dijo.
—Da la impresión de que el cabo descubrió algo.
—¿Sí?
—No hay móvil para el crimen, así pues, tenemos que especular.
Vandam se explicó.
—He aquí una posibilidad: el caminante recogido no era lo que decía y el cabo lo descubrió, de modo que el individuo mató al cabo.
—No era lo que decía… ¿Quiere darme a entender que era un espía? —Bogge rió—. ¿Cómo supone usted que llegó a Assyut? ¿En paracaídas? ¿O de veras lo hizo caminando?
El problema de razonar con Bogge estribaba en eso, pensó Vandam: ridiculizaba las ideas como excusa para no pensar en ellas.
—No es imposible que un avión pequeño logre pasar furtivamente. Tampoco es imposible cruzar el desierto.
Bogge arrojó planeando el informe al otro lado de su amplio escritorio.
—No es muy probable, a mi juicio —dijo—. No pierda tiempo en eso.
—Muy bien, señor. —Vandam recogió el informe del suelo, reprimiendo la habitual ira contenida. Las conversaciones con Bogge siempre se convertían en contiendas y lo prudente era no oponérsele—. Pediré a la policía que nos mantenga informados: copias de memorandos y demás, solo para el archivo.
—Sí. —Bogge nunca objetaba a que le enviaran copias para el archivo: eso le permitía meterse en las cosas sin asumir responsabilidad alguna—. Escuche, ¿qué le parece si hacemos un entrenamiento de cricket? Quisiera poner a nuestro equipo en buena forma y organizar algunos partidos más.
—Buena idea.
—Vea si puede preparar algo, ¿quiere?
—Sí, señor.
Vandam se retiró.
Mientras volvía a su oficina, Vandam se preguntaba qué era lo que funcionaba tan mal en la administración del ejército británico como para que se ascendiera a teniente coronel a un hombre con una cabeza tan hueca como la de Reggie Bogge. El padre de Vandam, que había sido cabo en la Primera Guerra Mundial, solía decir que los soldados británicos eran «leones mandados por borricos». A veces Vandam pensaba que eso seguía siendo cierto. Pero Bogge no era solo mediocre. A veces adoptaba malas decisiones porque carecía de inteligencia para tomar buenas. Pero en la mayoría de los casos —creía Vandam— lo hacía porque estaba dedicado a otra cosa, tratando de ofrecer una buena imagen o de ser superior o algo por el estilo, Vandam no hubiera sabido precisarlo.
Una mujer, vestida con una bata blanca de hospital, le saludó y Vandam contestó distraídamente. La mujer dijo:
—Comandante Vandam, ¿verdad?
Él se detuvo y la miró. La mujer había presenciado el partido de cricket. De pronto recordó su nombre.
—Doctora Abuthnot. Buenos días.
Era alta, serena, más o menos de su edad. Recordó que era cirujana —muy raro para una mujer, incluso en época de guerra— y que tenía el grado de capitán.
—Ayer tuvo mucho trabajo —dijo la doctora.
Vandam sonrió.
—Y hoy sufro las consecuencias. Sin embargo, me divertí.
—Yo también. —Tenía una voz baja, precisa, y evidente seguridad en sí misma—. ¿Le veremos el viernes?
—¿Dónde?
—La recepción en la Unión.
—¡Ah! —La Unión Angloegipcia, un club para europeos aburridos, realizaba ocasionales tentativas de justificar su nombre celebrando una recepción para invitados egipcios—. Me gustaría. ¿A qué hora?
—A las cinco en punto, para el té.
A Vandam le interesaba desde el punto de vista profesional: era una oportunidad para los egipcios de recoger chismes del Servicio, que a veces contenían información útil para el enemigo.
—Iré —dijo.
—Espléndido. Le veré allá —repuso ella y se volvió.
—Así lo espero —dijo Vandam mientras la doctora se alejaba.
La observó, preguntándose qué llevaría bajo la bata. Era pulcra, elegante y dueña de sí misma: le recordaba a su esposa.
Vandam entró en su oficina. No tenía intención de organizar un entrenamiento de cricket, ni tampoco de olvidarse del asesino de Assyut. Bogge podía irse al diablo, que él se pondría a trabajar.
Lo primero que hizo fue volver a hablar con el capitán Newman y pedirle que se asegurara de que la descripción de Alex Wolff tuviera la más amplia difusión posible.
Llamó a la policía egipcia y obtuvo la seguridad de que los hoteles y pensiones de El Cairo serían vigilados a partir de ese instante.
Se puso en contacto con Seguridad de Campaña, una unidad de la Fuerza de Defensa del Canal anterior a la guerra, y pidió que por unos días intensificaran el control selectivo de los documentos de identidad.
Pidió a la Tesorería General británica que mantuviera una vigilancia especial con respecto a la circulación de dinero falsificado.
Avisó al servicio de radioescucha que estuviera alerta por si aparecía un nuevo transmisor local; y pensó por un momento lo útil que sería que esas ratas de laboratorio resolvieran alguna vez el problema de localizar una radio sintonizando sus emisiones.
A continuación destacó a un sargento de su personal para que visitara todos los comercios de radios del Bajo Egipto —no había muchos— y les pidiera que informaran sobre cualquier venta de repuestos o equipos que se pudieran emplear para construir o reparar un transmisor.
Finalmente fue a la Villa les Oliviers.
La casa se llamaba así por un pequeño parque público situado al otro lado de la calle, en el que un bosquecillo de olivos, ahora en flor, dejaba caer como polvo sus pétalos blancos sobre la hierba parda y seca.
Delante había una tapia alta, interrumpida por un pesado portón de madera tallada. Vandam aprovechó la ornamentación para apoyar los pies y escaló el portón.
Al caer del otro lado, se encontró en un amplio patio. A su alrededor, las paredes blanqueadas con cal estaban manchadas y mugrientas y las ventanas, cerradas por postigos descascarillados. Caminó hasta el centro del patio y miró hacia la fuente de piedra. Una lagartija verde brillante cruzó como un rayo el seco recipiente.
Hacía por lo menos un año que nadie vivía en aquel lugar.
Vandam abrió un postigo, rompió un vidrio, metió la mano, levantó la aldaba y subió al alféizar, para entrar en la casa.
No parecía la vivienda de un europeo, pensó mientras recorría los cuartos, oscuros y frescos. No había grabados de cacerías sobre las paredes, ni ordenadas filas de novelas de Agatha Christie y Dennis Wheatley con sobrecubiertas brillantes; ningún juego de muebles importado, de Maples o Harrods[1]. En cambio, el salón estaba provisto de grandes almohadones y mesas bajas, alfombras tejidas a mano y tapices en las paredes.
Arriba encontró una puerta cerrada con llave. Le llevó tres o cuatro minutos abrirla a puntapiés. Tras la puerta había un estudio.
El cuarto estaba limpio y ordenado, con unos cuantos muebles bastante lujosos: un diván ancho y bajo tapizado de terciopelo, una mesita tallada a mano, tres lámparas antiguas haciendo juego, una alfombra de pies de oso, un escritorio con hermosas incrustaciones y un sillón de cuero.
Sobre el escritorio había un teléfono, un secante blanco y limpio, un lapicero de marfil y un tintero seco. En el cajón del escritorio Vandam encontró informes de compañías de Suiza, Alemania y Estados Unidos. Sobre la mesita se empolvaba un delicado servicio de café, de cobre batido. Sobre un estante, detrás del escritorio, había libros en varios idiomas: novelas francesas del siglo XIX, el Shorter Oxford Dictionary, un volumen que a Vandam le pareció de poesía árabe, con ilustraciones eróticas, y una Biblia en alemán.
No había documentos personales.
No había cartas.
No había en la casa una sola fotografía.
Vandam se sentó en el mullido sillón de cuero, detrás del escritorio, y miró alrededor del cuarto. Era masculino, el hogar de un intelectual cosmopolita; un hombre que, por una parte, era cuidadoso, preciso y ordenado y, por otra, sensible y sensual.
Vandam estaba intrigado.
Un nombre europeo, una casa totalmente árabe. Un folleto sobre cómo invertir en máquinas comerciales y un libro de poesía árabe. Una antigua cafetera y un moderno teléfono. Un tesoro de información sobre su carácter, pero ni un solo indicio que lo ayudara a dar con su hombre.
Había vaciado cuidadosamente el cuarto.
Debía haber extractos bancarios, facturas de comerciantes, un certificado de nacimiento y un testamento; cartas de una amante y fotos de los padres o los hijos. El dueño de la casa lo había recogido todo y se lo había llevado, sin dejar señal de su identidad, como si supiera que algún día irían a registrar.
Vandam dijo en voz alta:
—Alex Wolff, ¿quién eres?
Se puso en pie y salió del estudio. Atravesó la casa y el patio caluroso y polvoriento. Volvió a trepar sobre el portón y saltó a la calle. Al otro lado de la calzada, a la sombra de los olivos, un árabe vestido con una galabiya a rayas verdes estaba sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, observándolo sin curiosidad. Vandam no sintió deseos de explicar que había forzado la casa por razones oficiales: el uniforme de un militar inglés confería autoridad suficiente para casi todo en aquella ciudad. Pensó en las otras fuentes a las que podía recurrir en busca de información sobre el dueño de la villa: registros municipales, si los hubiera; comerciantes del barrio que pudieran haber hecho entregas cuando la morada estaba habitada; incluso los vecinos. Pondría a dos hombres a trabajar en eso y le contaría alguna historia a Bogge, para disimular. Montó en su motocicleta y de una patada la hizo resucitar. El motor rugió con entusiasmo y Vandam se alejó.