El mensaje del espía era solo uno de los veinte o treinta informes que había sobre el escritorio de Von Mellenthin, el oficial de los servicios secretos de Rommel. Eran las siete de la mañana del día 4 de junio. Había varios informes más procedentes de unidades de escucha: se había captado a la Infantería hablando en unidades de tanques au clair; cuarteles generales de campaña habían emitido instrucciones, en códigos sencillos que se descifraron durante la noche, y había otro tráfico de radio del enemigo que, aunque indescifrable, proporcionaba, con todo, algunos indicios sobre sus intenciones, simplemente por su ubicación y frecuencia. Además de los informes de radioescucha, había otros del Servicio de Información en el campo de batalla de los que obtenía datos de las armas capturadas, de los uniformes, de las bajas enemigas, del interrogatorio de prisioneros y, simplemente, de la observación directa del enemigo con el que luchaban. Había un reconocimiento aéreo, un informe de situación de un experto en el ordenamiento de batallas —casi inútil— y un resumen de la última evaluación de Berlín acerca de las intenciones y el poderío aliado.
Como todos los oficiales del Servicio Secreto de campaña, Von Mellenthin despreciaba los informes de los espías. Basados en chismes diplomáticos, historias de periódicos y puras suposiciones, eran erróneos en la misma medida que correctos, lo cual los convertía en algo inútil a efectos prácticos.
Pero Von Mellenthin hubo de reconocer que este parecía diferente.
El agente secreto corriente solía informar: «Se le ha comunicado a la 9.a Brigada India que participará en una batalla importante en un futuro cercano», o: «Los aliados planean una evasión de La Caldera a principios de junio», o «Rumores de que reemplazarán a Auchinleck como comandante en jefe». Pero en este informe no había nada indefinido.
El espía, cuya señal de llamada era Sphinx, comenzaba su mensaje: «Operación Aberdeen». Daba la fecha del ataque, las brigadas comprendidas y sus misiones específicas; los objetivos de la ofensiva y las ideas tácticas de los planificadores.
Von Mellenthin no estaba convencido, pero sí interesado.
Mientras el termómetro superaba la cota de los 38 grados en su tienda, comenzó su acostumbrada rueda de conversaciones matutinas. Personalmente, por el teléfono de campaña y por radio, habló con los servicios de información de las divisiones, con el oficial de enlace de la Luftwaffe para el reconocimiento aéreo, con el hombre que servía de liaison con la Compañía Horch y con algunos de los mejores oficiales a su servicio. A todos ellos les mencionó la 9.a y la 10.a Brigadas Indias, la 22.a Brigada Blindada y la 32.a Brigada de Tanques del Ejército. Les indicó que estuvieran atentos. También les pidió que observaran posibles preparativos de batalla en la zona desde donde, según el espía, podía ser lanzado el contraataque. Debían vigilar asimismo a los observadores enemigos; si era cierto lo que comunicaba el espía, habría un aumento de los reconocimientos aéreos aliados sobre las posiciones que planeaban atacar, o sea, Aslagh Ridge, Sidra Ridge y Sidi Muftah. Podía haber un aumento de los bombardeos en esas posiciones, para debilitarlas, aunque esto descubría tanto las intenciones, que la mayoría de los comandantes se resistían a la tentación de hacerlo. Podía haber una disminución de los bombardeos, para desorientarlos, y esto también podía ser una señal.
Estas conversaciones también permitían a los oficiales del Servicio Secreto poner al día sus informaciones de la noche anterior. Cuando terminaron, Von Mellenthin escribió su propio informe para Rommel y lo llevó al vehículo de mando. Lo discutió con el jefe del Estado Mayor, que luego lo presentó al mariscal.
La discusión de la mañana fue breve, pues Rommel había tomado sus decisiones importantes y dado sus órdenes para el día durante la tarde anterior. Además, por la mañana no tenía humor para reflexionar: quería acción. Iba apresuradamente de una posición a otra en la línea del frente, en el coche de mando o en su avión Storch, dando nuevas órdenes, bromeando con los hombres y dirigiendo escaramuzas. No obstante, aunque se exponía al fuego enemigo, nunca había sido herido desde 1914. Von Mellenthin fue con él esta vez aprovechando la oportunidad para formarse su propia idea sobre la situación en el frente y evaluar en persona a los oficiales del Servicio Secreto que le proporcionaban la materia prima. Algunos eran demasiado cautelosos y omitían toda información no confirmada, y otros exageraban para conseguir más suministros y refuerzos para sus unidades.
A la caída de la tarde, cuando finalmente el termómetro empezó a bajar, hubo más informes y conversaciones. Von Mellenthin depuró la masa de datos relativos al contraataque pronosticado por Sphinx.
La Blindada Ariete —la división italiana que ocupaba Aslagh Ridge— informaba que se había producido un aumento en la actividad aérea enemiga. Von Mellenthin les preguntó si se trataba de bombarderos o de reconocimiento, y dijeron que había sido reconocimiento. En verdad, el bombardeo había cesado.
La Luftwaffe informaba que había actividad en tierra de nadie, que podía —o no— ser una avanzada que estuviese señalando un punto de reunión.
Se había interceptado un mensaje de radio mutilado, en código de grado inferior, según el cual la equis Brigada India solicitaba urgente aclaración de las equis de la mañana (¿órdenes?), con especial referencia al momento de bombardeo de Artillería de equis. Von Mellenthin sabía que, de acuerdo con la táctica británica, el bombardeo de Artillería generalmente precedía a un ataque.
Las pruebas aumentaban.
Von Mellenthin consultó su fichero y descubrió que la 32.a Brigada de Tanques del Ejército había sido avistada recientemente en Rigel Ridge, una posición lógica desde donde se podía atacar Sidra Ridge.
La tarea de un oficial de Información era imposible: pronosticar los movimientos del enemigo a base de datos insuficientes. Observó las señales, empleó su intuición y apostó.
Von Mellenthin decidió apostar a favor de Sphinx.
A las 18.30 horas llevó su informe al vehículo de mando. Rommel estaba allí con el jefe de su Estado Mayor, coronel Bayerlein, y con Kesselring. Estaba en pie, alrededor de una gran mesa de campaña, observando el mapa de las operaciones. A su lado había un teniente dispuesto a tomar notas.
Rommel se había quitado la gorra y su cabeza casi calva parecía demasiado grande para su pequeño cuerpo. Parecía cansado y estaba delgado. Sufría de reiteradas molestias gástricas —Von Mellenthin lo sabía— y con frecuencia tenía que pasarse días enteros sin comer. Su cara, normalmente regordeta, había perdido carne, y las orejas parecían sobresalir más de lo normal. Pero los ojos, oscuros y rasgados, brillaban de entusiasmo y esperanza de victoria.
Von Mellenthin entrechocó con energía los talones y entregó formalmente el informe. Luego, sobre el mapa explicó sus conclusiones. Cuando terminó, Kesselring dijo:
—¿Y todo se basa en el informe de un espía, dice usted?
—No, señor mariscal de campo —contestó Von Mellenthin con firmeza—. Hay indicios que lo confirman.
—Se pueden encontrar indicios que confirmen cualquier cosa —señaló Kesselring.
Por el rabillo del ojo Von Mellenthin pudo ver que Rommel se estaba irritando.
Kesselring dijo:
—La verdad es que no podemos planear batallas a base de los informes de un oscuro e insignificante agente secreto de El Cairo.
—Me inclino a creer en ese informe —contestó Rommel.
Von Mellenthin observaba a los dos hombres. Estaban curiosamente equilibrados desde el punto de vista del poder. Era raro en el ejército, donde las jerarquías estaban muy bien definidas. Kesselring era C en C Sur y tenía mayor rango que Rommel, pero, por un capricho de Hitler, este no recibía órdenes de aquel. Ambos tenían protectores en Berlín. Kesselring, el hombre de la Luftwaffe, era favorito de Göring, y Rommel producía tanta buena publicidad que podía confiar en que Goebbels lo apoyase. Los italianos apreciaban a Kesselring. Rommel los insultaba. Últimamente, Kesselring era más poderoso pues, como mariscal de campo, tenía acceso directo a Hitler, mientras que Rommel había de lograr ese acceso por mediación de Jodl. Pero Kesselring no se podía permitir el lujo de jugar aquella carta con demasiada frecuencia. Así es que los dos discutían, y, aunque Rommel tenía la última palabra en el desierto, en Europa —Von Mellenthin lo sabía— Kesselring maniobraba para librarse de él.
Rommel se volvió hacia el mapa.
—Aprestémonos, entonces, para un ataque en dos frentes. Consideremos primero el extremo más débil, el septentrional. En Sidra Ridge está la 21.a División Panzer, con cañones antitanque. Aquí, en la ruta del avance británico, hay un campo minado. Los panzers atraerán a los británicos hacia el campo minado y los destruirán con fuego antitanque. Si el espía tiene razón y los británicos lanzan al asalto solo setenta tanques, los panzers de la 21.a deben desembarazarse de ellos rápidamente y quedar libres para otras acciones más tarde, durante el día.
Señaló el mapa con su grueso dedo índice:
—Ahora consideremos la segunda punta, el asalto principal, sobre nuestro flanco oriental. Allí está el ejército italiano. El asalto lo conducirá una brigada india. Conocemos a esos indios y también a nuestros italianos, así que, probablemente, el ataque tendrá éxito. Por lo tanto, ordeno una réplica vigorosa.
»Uno: Los italianos contraatacarán desde el oeste. Dos: Los panzers, habiendo rechazado la otra punta de ataque en Sidra Ridge, darán la vuelta y atacarán a los indios desde el norte. Tres: Esta noche nuestros ingenieros limpiarán una franja en el campo minado de Bir el-Harmat para que la 15.a División Panzer pueda virar al sur siguiendo esa franja y atacar a las fuerzas británicas por la retaguardia.
Von Mellenthin, escuchando y observando, asentía apreciativamente. Era un típico plan de Rommel que comprendía un rápido desplazamiento de fuerzas para lograr el máximo efecto, un movimiento envolvente y la imprevista aparición de una poderosa división donde menos se la esperaba, detrás del enemigo. Si todo marchaba bien, las brigadas aliadas quedarían rodeadas, aisladas y eliminadas.
Si todo marchaba bien.
Si el espía tenía razón.
Kesselring dijo a Rommel:
—Creo que puede estar cometiendo un grave error.
—Tiene derecho a creerlo —dijo Rommel tranquilamente.
Von Mellenthin no estaba tranquilo. Si la cosa no salía bien, Berlín pronto se enteraría de la injustificada confianza de Rommel en un mal servicio secreto y le reprocharía haber suministrado ese servicio. Rommel era implacable con los subordinados que le fallaban.
El mariscal miró al teniente que tomaba notas.
—Esas son mis órdenes para mañana.
Lanzó una mirada desafiante a Kesselring.
Von Mellenthin hundió las manos en los bolsillos y cruzó los dedos.
Von Mellenthin recordaba ese momento cuando, dieciséis días después, él y Rommel contemplaban la salida del sol sobre Tobruk.
Estaban juntos, de pie, en la escarpa noreste de El Adem, esperando el comienzo de la batalla. Rommel tenía puestas las gafas protectoras que, arrebatadas al apresado general O'Connor, se habían convertido en una especie de marca de identificación. Estaba en su mejor forma: le brillaban los ojos y se sentía animoso y confiado. Casi se podía oír funcionar su cerebro mientras escrutaba el terreno y calculaba cómo podía desarrollarse la batalla.
—El espía tenía razón —dijo Von Mellenthin.
Rommel sonrió.
—Eso es exactamente lo que estaba pensando.
El contraataque aliado del 5 de junio había llegado como estaba pronosticado y la defensa de Rommel había funcionado tan bien que se había convertido en un contra-contraataque. Tres de las cuatro brigadas aliadas participantes habían sido barridas y se habían capturado cuatro regimientos de artillería. Rommel aprovechó despiadadamente su ventaja. El 14 de junio rompió la Línea Gazala y aquel día, 20 de junio, iba a sitiar la vital guarnición costera de Tobruk.
Von Mellenthin se estremeció. Era asombroso el frío del desierto a las cinco de la mañana.
Observó el cielo. A las cinco y veinte comenzó el ataque.
Se oyó un sonido distante, como un trueno, que creció hasta convertirse en un rugido ensordecedor cuando se acercaron los Stukas. La primera formación voló por encima de ellos, picó hacia las posiciones británicas y lanzó sus bombas. Se levantó una enorme nube de polvo y humo, y en ese momento toda la artillería de Rommel abrió fuego con un estallido simultáneo y tremendo. Pasó otra ola de Stukas y luego otra más: había cientos de bombarderos.
Von Mellenthin dijo:
—Fantástico. Kesselring lo ha logrado.
Había elegido mal las palabras. Rommel saltó:
—No hay mérito para Kesselring: y estamos dirigiendo nosotros los aviones.
Aun así, pensó Von Mellenthin, la Luftwaffe lo estaba haciendo bien; pero no lo dijo.
Tobruk era una fortaleza concéntrica. La guarnición propiamente dicha estaba dentro de una ciudad y esta se hallaba en el corazón de una zona mayor, en poder de los británicos, rodeada por una alambrada de cincuenta y cinco kilómetros de perímetro, salpicada de puntos de resistencia. Los alemanes tenían que cruzarla, luego penetrar en la ciudad y después tomar la guarnición.
En el centro del campo de batalla; levantó una nube de humo anaranjado.
—Es una señal de los ingenieros de asalto, para que la Artillería alargue el alcance —dijo Von Mellenthin.
Rommel asintió.
—Bien. Estamos progresando.
Súbitamente Von Mellenthin se sintió invadido por el optimismo. Había todo un botín: combustible, dinamita, tiendas y camiones —más de la mitad del transporte motorizado de Rommel consistía en vehículos británicos capturados— y alimentos. Sonreía cuando preguntó:
—¿Pescado fresco para la cena?
Rommel comprendió la intención del comentario.
—Hígado —dijo—. Patatas fritas. Pan fresco.
»Una verdadera cama, con almohada de pluma.
»En una casa con paredes de piedra, para estar a resguardo del calor y de los insectos.
Llegó un mensajero. Von Mellenthin tomó el despacho y lo leyó. Trató de no mostrar su excitación al hablar.
—Han atravesado las alambradas en el punto fortificado número sesenta y nueve. El Grupo Meny está atacando con infantería del Afrika Korps.
—Ya está —dijo Rommel—. Hemos abierto una brecha. Vamos.
Eran las diez y media de la mañana cundo el teniente coronel Reggie Bogge asomó la cabeza por la puerta de la oficina de Vandam y dijo:
—Tobruk está sitiada.
Trabajar no parecía tener objeto. Vandam continuó mecánicamente leyendo comunicados de los informadores, considerando el caso de un teniente perezoso que tenía que ser ascendido, pero que no lo merecía, tratando de imaginar un nuevo enfoque del caso de Alex Wolff. Pero todo parecía trivial. Las noticias se hicieron más deprimentes según avanzaba el día. Los alemanes habían cortado la alambrada defensiva, tendido un puente en la zanja antitanque, cruzado el campo minado interno y alcanzado la estratégica encrucijada conocida como Cruz del Rey.
Vandam fue a su casa a las siete para cenar con Billy. No podía contarle lo de Tobruk: por el momento no se podía dar la noticia. Mientras comían costillas de cordero, Billy dijo que su profesor de inglés, un joven enfermo de los pulmones que no podía entrar en el ejército, no dejaba de hablar de lo mucho que le gustaría salir al desierto y poner a prueba a los vándalos alemanes.
—Sin embargo, no lo creo —dijo Billy—. ¿Y tú?
—Supongo que lo dice de veras —contestó Vandam—. Simplemente, se siente culpable.
Billy estaba en la edad de discutir.
—¿Culpable? No puede sentirse culpable. No tiene la culpa.
—Inconscientemente, quizá.
—¿Qué diferencia hay?
«Yo me he metido en esto», pensó Vandam. Reflexionó un momento y luego dijo:
—Cuando has hecho algo incorrecto y lo sabes y te sientes mal por ello, y sabes por qué te sientes mal, eso es culpa consciente. El señor Simkisson no ha hecho nada incorrecto pero no obstante se siente mal y no sabe por qué. Eso es culpabilidad inconsciente. Hablar de lo mucho que le gustaría luchar le hace sentirse mejor.
—¡Oh! —dijo Billy.
Vandam no estaba seguro de que el muchacho hubiera entendido.
Billy se fue a la cama con un nuevo libro. Dijo que era un «tec». Con lo que quería decir una historia de detectives. Se llamaba Muerte en el Nilo.
Vandam regresó al Cuartel General. Las noticias seguían siendo malas. La 21.ª División Panzer había entrado en la ciudad de Tobruk y disparaba desde los muelles a varios buques británicos que trataban tardíamente de escapar a alta mar. Había hundido varios barcos. Vandam pensó en los hombres que construyen un buque, en las toneladas de precioso acero que se emplean en él, en el entrenamiento de marineros y en la formación de la tripulación como equipo. Y ahora los hombres estaban muertos, el barco hundido y el esfuerzo desperdiciado.
Pasó la noche en el comedor de oficiales, esperando noticias. Bebió sin cesar y fumó tanto que le dio dolor de cabeza. De la Oficina de Operaciones llegaban boletines periódicos. Durante la noche, Ritchie, comandante del Octavo Ejército, decidió abandonar la frontera y retirarse a Mersa Matruh. Se dijo que cuando Auchinleck, el comandante en jefe, se enteró de la novedad salió de la sala echando chispas.
Hacia el amanecer Vandam se encontró pensando en sus padres. Algunos de los puertos de la costa sur de Inglaterra habían sufrido los bombardeos tanto como Londres, pero sus padres estaban un poco más adentro, en una aldea de la campiña de Dorset. Su padre era jefe de Correos en una pequeña oficina de distribución. Vandam miró su reloj. En Inglaterra serían las cuatro de la mañana; el viejo estaría poniéndose las pinzas para montar en su bicicleta e ir al trabajo en medio de la oscuridad. A los sesenta años de edad, tenía la constitución de un muchachito campesino. La madre de Vandam, devota ferviente, le había prohibido fumar, beber y toda clase de conducta disoluta, término que ella usaba para abarcar cualquier cosa desde partida de dardos hasta escuchar la radio. El régimen aparentemente le hacía bien a su esposo, pero ella siempre estaba enferma.
Al final, la bebida, la fatiga y el tedio hicieron dormitar a Vandam. Soñó que estaba en la guarnición de Tobruk con Billy, Elene y su madre. Él corría por todas partes cerrando las ventanas. Afuera los alemanes —que se habían convertido en bomberos— apoyaban escaleras en la pared y subían por ella. De repente, la madre de Vandam dejó de contar unos billetes falsos y abrió una ventana señalando a Elene y gritando: «¡La Mujer Escarlata!». Rommel entró por la ventana con un casco de bombero y apuntó una manguera hacia Billy. La fuerza del chorro proyectó al muchacho contra un parapeto y le hizo caer al mar. Vandam sabía que él era culpable, pero no lograba ver qué era lo que había hecho mal. Empezó a sollozar amargamente. Entonces se despertó.
Le alivió descubrir que en realidad no había estado llorando. El sueño le dejó un abrumador sentimiento de desesperación. Encendió un cigarrillo. Tenía un sabor horrible.
El sol se elevó en el horizonte. Vandam recorrió el comedor apagando las luces, solo para hacer algo. Entró un camarero con una jarra de café. Mientras Vandam bebía llegó un capitán con otro despacho. Permaneció en el centro del salón, esperando en silencio.
—Al amanecer, el general Klopper rindió a Rommel la guarnición de Tobruk —dijo.
Vandam dejó el comedor y atravesó las calles de la ciudad hacia su casa junto al Nilo. Se sentía impotente e inútil, e inmovilizado en El Cairo cazando espías mientras allí afuera, en el desierto, su país estaba perdiendo la guerra. Cruzó por su mente que Alex Wolff podía haber tenido algo que ver con la última serie de victorias de Rommel, pero descartó la idea por rebuscada. Se sintió tan deprimido que se preguntó si las cosas podían llegar a empeorar y llegó a la conclusión de que, por supuesto, eso era posible.
Cuando llegó a su casa se acostó.