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El último camello se desplomó a mediodía. Era el macho blanco de cinco años que había comprado en Gialo, la más joven y fuerte de las tres bestias y que no tenía tan mal genio. Quería al animal tanto como un hombre puede querer a un camello, lo que equivale a decir que solo lo odiaba un poco.

Treparon a sotavento una colina pequeña, marcando —hombre y camello— grandes y torpes pisadas en la arena inestable. En la cima se detuvieron. Miraron adelante y solo vieron otra colina, y después de esa, mil más. Fue como si el camello hubiera perdido la esperanza. En primer lugar se plegaron sus patas delanteras; luego bajó los cuartos traseros, y así quedó, en lo alto de la colina, como un monumento mirando fijamente hacia el desierto vacío con la indiferencia de los moribundos.

El hombre tiró de la rienda. La cabeza del camello se adelantó y el pescuezo se estiró, pero el animal no se puso en pie. El hombre se le acercó por detrás y, con todas sus fuerzas, le dio tres o cuatro puntapiés en las ancas. Finalmente, tomó un cuchillo beduino, curvo y de punta aguda, afilado como una navaja, y con él le hirió en la grupa. La sangre fluyó, pero el camello ni siquiera miró atrás.

El hombre comprendió lo que ocurría. Los tejidos del cuerpo del animal, privados de todo alimento, simplemente habían dejado de funcionar, como una máquina que se ha quedado sin combustible. Había visto desplomarse camellos como este, en los alrededores de un oasis, rodeados de un follaje vivificante del que hacían caso omiso, carentes de energía para comer.

Podía haber ensayado dos trucos más. Uno era verter agua en los ollares del animal, hasta que empezara a ahogarse. El otro consistía en encender fuego bajo sus cuartos traseros. Pero no podía desperdiciar agua para el primero, ni leña para el segundo, y, por otra parte, ninguno de los dos métodos ofrecía grandes posibilidades de éxito.

De todos modos, era hora de detenerse. El sol estaba alto y ardía. Empezaba el largo verano del Sahara y la temperatura llegaría, a mediodía, a cuarenta y tres grados a la sombra.

Sin descargar el camello, el hombre abrió una de sus bolsas y sacó su tienda. Miró de nuevo alrededor, mecánicamente: no había sombra ni cobijo a la vista; ningún lugar era peor que cualquier otro. Montó la tienda junto al camello moribundo, allí, en la cima de la colina.

El hombre se sentó con las piernas cruzadas en la entrada de la tienda, para preparar el té. Alisó la arena en un cuadrado pequeño, colocó unas pocas y preciosas ramitas secas en forma de pirámide y encendió el fuego. Cuando el agua de la pequeña caldera hirvió, preparó el té al estilo nómada, pasándolo de la tetera a la taza, agregándole azúcar, luego volviendo a echarlo en la tetera, y así varias veces. La infusión resultante, muy fuerte y bastante empalagosa, era la bebida más tonificante del mundo.

Masticó algunos dátiles y contempló la muerte del camello mientras esperaba que el sol comenzara a declinar. Su calma era fruto de la experiencia. Había hecho un largo viaje por aquel desierto, más de mil seiscientos kilómetros. Dos meses antes había partido de El Ágela, sobre la costa mediterránea de Libia, y viajado con rumbo sur recorriendo ochocientos kilómetros, vía Gialo y Kufra hacia el vacío corazón del Sahara. Luego había virado al este, cruzando la frontera de Egipto sin ser visto por hombre o animal alguno. Había atravesado el páramo rocoso del desierto Occidental y seguido rumbo norte cerca de Kharga; ya no estaba lejos de su destino. Conocía el desierto pero lo temía. Todo hombre inteligente lo temía, incluso los nómadas, que pasaban allí toda su vida. Pero nunca permitió que el temor lo dominara y le hiciera caer presa del pánico, que agotaba las energías de su sistema nervioso. Siempre había catástrofes: errores de orientación que desviaban el rumbo dos o tres kilómetros e impedían encontrar un pozo de agua; cantimploras que goteaban o reventaban; camellos aparentemente saludables que enfermaban tras un par de días de camino. El único remedio era decir Inshallah: Es la voluntad de Dios.

Finalmente, el sol comenzó a ponerse. El hombre contempló la carga que llevaba el camello, preguntándose cuánto podría acarrear. Había tres pequeñas maletas europeas, dos pesadas y una liviana, todas importantes; un saco pequeño con ropas, un sextante, los mapas, la comida y la cantimplora. Pero era demasiado: tendría que abandonar la tienda, el juego de té, la olla, el almanaque y la montura.

Hizo un solo bulto con las tres maletas y encima ató la ropa, la comida y el sextante sujetándolo todo con un trozo de lienzo. Pudo pasar los brazos bajo las fajas del lienzo y cargarse el bulto a la espalda como una mochila. Se colgó al cuello la cantimplora de piel de cabra, que quedó suspendida delante de él.

Era una carga pesada; tres meses antes hubiera podido acarrearla todo el día y jugar al tenis al atardecer, porque era un hombre fuerte; pero el desierto le había debilitado. Sus intestinos eran pura agua; su piel, un montón de llagas; y había perdido diez o quince kilos. Sin el camello no podría ir muy lejos.

Con la brújula en la mano comenzó a andar. Siguió el rumbo que le marcaba, resistiendo la tentación de desviarse alrededor de las colinas, pues en los últimos kilómetros se estaba orientando por puro cálculo y el más mínimo error podía hacer que se extraviara. Estableció un paso lento y largo. Su mente se vació de esperanzas y temores y se concentró en la brújula y en la arena. Logró olvidar el dolor de su cuerpo exhausto y puso mecánicamente un pie delante del otro, sin pensar y, por tanto, sin esfuerzo.

Al anochecer refrescó. La cantimplora colgaba más ligera a medida que consumía el contenido. No quería pensar en la cantidad de agua que quedaba. Había calculado que bebía tres litros por día, y sabía que no tenía suficiente para otra jornada. Una bandada de aves voló sobre su cabeza silbando ruidosamente. Miró hacia arriba, dando sombra a sus ojos con la mano, y vio que eran urogallos de Liechtenstein, aves del desierto parecidas a palomas marrones, que todas las mañanas y todas las tardes volaban hacia el agua. Iban en la misma dirección que él. Eso significaba que llevaba el rumbo correcto, pero sabía que esas aves podían volar ochenta kilómetros hasta llegar al oasis, de modo que era poco el aliento que le daban.

Al enfriarse el desierto se juntaron nubes en el horizonte. Detrás del hombre, el sol bajó más y se convirtió en un gran globo amarillo. Poco después apareció una luna blanca en el cielo purpúreo.

Pensó en hacer un alto. Era imposible caminar toda la noche. Pero no tenía ni tienda, ni manta, ni arroz, ni té. Y tenía la certeza de encontrarse cerca del pozo: según sus cálculos ya debería estar allí.

Siguió andando. Empezaba a perder la calma. Había opuesto su fuerza y su pericia al desierto despiadado, y comenzaba a parecer que el desierto ganaría. Pensó de nuevo en el camello que había abandonado y en cómo se había sentado el animal en la pequeña colina, con la tranquilidad del agotamiento, aguardando la muerte. Pensó que él no la esperaría: cuando fuera inevitable, correría a su encuentro, las horas de angustia y de invasora locura no eran para él. Sería indigno. Llegado ese momento tenía su cuchillo.

La idea le hizo perder la esperanza y ya no pudo reprimir el temor. La luna se ocultó, pero el panorama brillaba a la luz de las estrellas. Vio a su madre en la distancia. Le amonestaba: «¡No dirás que no te lo advertí!». Oyó un tren que resoplaba al ritmo de su corazón, lentamente. Piedras pequeñas se movían a su paso, como ratas que corretearan. Olió a cordero asado. Con enorme esfuerzo trepó a una elevación y vio, muy cerca, el brillo rojo del fuego en el que se había cocido la carne, y al lado a un muchachito que roía los huesos. Había tiendas alrededor del fuego, camellos maneados pastando en los espinos dispersos y, más allá, el manantial. Entró en aquella alucinación. Los que estaban en el espejismo levantaron la vista y lo miraron asombrados. Un hombre alto se puso en pie y habló. El viajero desenrolló parcialmente la tela de su howli, para mostrar la cara.

El hombre alto se adelantó conmovido.

—¡Mi primo! —exclamó.

El viajero comprendió que, después de todo, no se trataba de una ilusión. Esbozó una sonrisa y se desplomó.

Al despertar creyó por un momento que volvía a ser niño y que su vida de adulto había sido un sueño.

Alguien le tocaba el hombro y le decía en el idioma del desierto: «Despierta, Achmed». Hacía años que nadie le llamaba Achmed. Se dio cuenta de que estaba envuelto en una manta burda y acostado sobre la arena fría, con la cabeza vendada. Abrió los ojos y vio el amanecer espléndido como un arco iris recto sobre el horizonte negro y plano. El viento helado de la mañana le golpeaba la cara. En ese instante experimentó de nuevo toda la confusión y ansiedad de sus quince años.

Aquella vez, la primera que había despertado en el desierto, se sintió totalmente perdido. Pensó: «Mi padre ha muerto», y luego: «Tengo otro padre». Por su cabeza pasaron fragmentos de los suras del Corán, mezclados con otros del credo que su madre aún le enseñaba a escondidas, en alemán. Recordaba el reciente dolor agudo de su circuncisión, seguido por las salvas de rifle de quienes le felicitaban por haberse convertido finalmente en uno de ellos, en un verdadero hombre. Luego el largo viaje en tren, preguntándose cómo serían sus primos del desierto y si desdeñarían su cuerpo pálido y sus modales civilizados. Había salido caminando enérgicamente de la estación y vio a dos árabes sentados junto a sus camellos en el polvo del patio. Estaban envueltos en las tradicionales chilabas, que los cubrían de la cabeza a los pies, con excepción de una hendidura en el howli, que revelaba solamente sus ojos, oscuros e inescrutables. Le llevaron al manantial. Fue aterrador: nadie le habló, salvo por señas. Al atardecer se dio cuenta de que aquella gente no tenía retretes, y se sintió terriblemente avergonzado. Por fin se vio obligado a preguntar. Hubo un momento de silencio y luego estalló una carcajada general. Pensaban que no hablaba su idioma y por eso todos habían tratado de comunicarse con él por señas. Y había usado una palabra infantil al preguntar por el excusado, lo que incrementó la comicidad de la situación. Alguien le explicó que debía caminar un poco más allá del círculo de tiendas y ponerse en cuclillas sobre la arena. Después de eso ya no se sintió tan atemorizado, pues aquellos eran hombres toscos, pero no rudos.

Todos esos pensamientos habían pasado por su mente mientras contemplaba su primer amanecer en el desierto; y ahora volvían veinte años después, tan frescos y dolorosos como los malos recuerdos del ayer, con las palabras: «Despierta, Achmed».

Se sentó bruscamente y los viejos pensamientos se desvanecieron con rapidez, como las nubes matinales. En una misión vitalmente importante, había cruzado el desierto hallando al final el manantial. No era una alucinación: allí estaban sus primos, como siempre en aquella época del año. Se desvaneció a causa del agotamiento, le envolvieron en mantas y le dejaron dormir junto al fuego. Súbitamente, sintió pánico al pensar en su precioso equipaje. ¿Todavía lo llevaba cuando llegó? Entonces lo vio amontonado con cuidado a sus pies.

Ishmael estaba en cuclillas junto a él. Siempre había sido así: durante el año que los dos muchachos pasaron juntos en el desierto, Ishmael siempre se despertaba el primero.

—Serios problemas, primo —le dijo.

Achmed asintió:

—Hay guerra.

Ishmael le ofreció un diminuto cuenco adornado con piedras preciosas. Achmed sumergió los dedos en el agua y se lavó los ojos. Después se levantó mientras Ishmael se alejaba.

Una de las mujeres, callada y obsequiosa, le sirvió té. Lo tomó sin darle las gracias, rápidamente. Comió un poco de arroz hervido, frío, mientras a su alrededor continuaba el trabajo pausado del campamento. Al parecer, aquella rama de la familia todavía era rica: había varios sirvientes, muchos niños y más de veinte camellos. Las ovejas que se hallaban en las cercanías solo eran una parte del rebaño. El resto pastaba a pocos kilómetros de distancia. También había más camellos, que vagaban durante la noche en busca de follaje para comer y, aunque estaban maneados, a veces se perdían de vista. Los muchachos más jóvenes los estarían reuniendo ya, como lo habían hecho Ishmael y él. Los animales no tenían nombres, pero Ishmael conocía a cada uno de ellos, y también su historia. Decía, por ejemplo: «Este es el macho que mi padre regaló a su hermano Adbel el año en que murieron muchas hembras; y el macho quedó cojo, de modo que mi padre dio a Adbel otro y se trajo este de vuelta. Todavía renquea, ¿ves?». Achmed había llegado a conocer bien a los camellos, pero nunca llegó a adoptar totalmente la actitud del nómada hacia ellos: la víspera no había encendido fuego debajo del moribundo animal blanco. Ishmael lo habría hecho.

Achmed terminó su desayuno y volvió a su equipaje. Las maletas no estaban cerradas con llave. Abrió la que estaba encima, una pequeña, de cuero; y cuando miró los interruptores y diales de la sólida radio cuidadosamente acomodada en la maleta rectangular, tuvo un recuerdo repentino y vívido, como una película: la bulliciosa y frenética ciudad de Berlín; una calle arbolada, la Tirpitzufer; un edificio de piedra, de cuatro pisos; un laberinto de corredores y escaleras; una oficina externa, con dos secretarias; una interior, escasamente amueblada con un escritorio, un sofá, un archivo, una cama pequeña y, en la pared, una pintura japonesa, de un demonio sonriente, y una fotografía autografiada, de Franco. Y detrás de la oficina, en un balcón que daba al canal Land-wehr, un par de perros raposeros y un almirante prematuramente encanecido que decía: «Rommel quiere que introduzca un agente en El Cairo».

La maleta también contenía un libro, una novela en inglés. Distraídamente, Achmed leyó la primera línea: «Anoche soñé que volvía a Manderley». Una hoja de papel doblada cayó de entre las del libro. Achmed la recogió cuidadosamente y la colocó otra vez en su lugar. Cerró el libro y lo guardó en la maleta. Después la cerró.

Ishmael estaba en pie, a su lado.

—¿Fue un viaje largo? —preguntó.

Achmed asintió:

—Vine de El Ágela, en Libia. —Aquellos nombres no significaban nada para su primo—. Vine desde el mar.

—¡Desde el mar!

—Sí.

—¿Solo?

—Tenía unos cuantos camellos cuando partí.

Ishmael estaba pasmado; ni los nómadas hacían viajes tan largos, y él nunca había visto el mar.

—¿Por qué?

—Tiene que ver con esta guerra.

—Una banda de europeos que lucha con otra para decidir cuál de ellas se establecerá en El Cairo. ¿Qué interesa eso a los hijos del desierto?

—El pueblo de mi madre participa en la guerra —dijo Achmed.

—Un hombre debe seguir a su padre.

—¿Y si tiene dos padres?

Ishmael se encogió de hombros. Comprendía el dilema. Achmed levantó la maleta cerrada.

—¿Me la guardarías?

—Sí. —Ishmael la tomó—. ¿Quién está ganando la guerra?

—El pueblo de mi madre. Es como los nómadas: orgulloso, cruel y fuerte. Va a gobernar el mundo.

Ishmael sonrió.

—Achmed, tú siempre creíste en el león del desierto…

Achmed recordaba: en la escuela había aprendido que en un tiempo hubo leones en el desierto, y que era posible que quedaran algunos ocultos en las montañas, alimentándose de ciervos, zorros africanos y ovejas salvajes. Ishmael no quiso creerlo. La discusión había parecido terriblemente importante entonces, y casi riñeron por ello. Achmed sonrió burlón.

—Aún creo en el león del desierto —dijo.

Los dos primos se miraron. Habían pasado cinco años desde su último encuentro. El mundo había cambiado. Achmed pensó en las cosas que podía contar: la reunión crucial en Beirut, en 1938, su viaje a Berlín, su gran golpe en Estambul… Nada de eso significaría lo más mínimo para su primo, que probablemente estaba pensando lo mismo sobre los acontecimientos de sus últimos cinco años. Desde su peregrinaje a La Meca, juntos, cuando eran muchachos, se habían cobrado un profundo afecto, pero nunca tuvieron nada de qué hablar.

Después de un instante, Ishmael se alejó llevando la maleta a su tienda. Achmed fue a buscar un poco de agua en un bol. Abrió otra bolsa, y extrajo un pedazo de jabón, un espejo y una navaja. Apoyó el espejo en la arena, lo acomodó y empezó a desenrollarse el turbante.

La imagen de su rostro en el espejo le impresionó. La frente, firme y normalmente despejada, estaba cubierta de llagas. Tenía los ojos entornados por el dolor y con surcos en los extremos. La barba oscura crecía enmarañada sobre las delicadas mejillas, y la piel de la nariz, grande y aguileña, estaba enrojecida y agrietada. Separó los labios quemados y vio que sus dientes, finos y regulares, estaban sucios y manchados.

Se enjabonó y empezó a afeitarse.

De forma gradual fue emergiendo su vieja cara. Era firme, más que bella, y normalmente tenía un aire que él reconocía, en los momentos de mayor imparcialidad, algo disoluto; pero estaba destrozada. En previsión de esos estragos había llevado consigo un frasco de loción a través de cientos de kilómetros de desierto. Pero no lo usó, porque sabía que no soportaría su perfume. Se lo dio a una niña que había estado observándolo y que se alejó corriendo, encantada con su premio.

Achmed llevó su bolsa a la tienda de Ishmael y despidió a las mujeres. Se quitó la ropa que había usado y se puso una camisa blanca inglesa, una corbata rayada, calcetines grises y un traje marrón, a cuadros. Cuando trató de calzarse los zapatos descubrió que se le habían hinchado los pies: era angustioso tratar de introducirlos en el cuero nuevo y duro. Sin embargo, no podía ponerse su traje europeo con las improvisadas sandalias de caucho que había llevado en el desierto. Finalmente, con su cuchillo curvo hizo unos cortes en los zapatos y pudo calzárselos con facilidad.

Quería más: un baño caliente, un corte de cabello, crema hidratante, fresca, para sus quemaduras, una camisa de seda, una pulsera de oro, una botella de champán helado y una mujer tierna y tibia. Para todo eso tendría que esperar.

Cuando emergió de la tienda los nómadas le miraron como si fuera un extraño. Tomó su sombrero y levantó las dos maletas restantes, una pesada y otra liviana. Ishmael se acercó con una cantimplora de piel de cabra. Los dos primos se abrazaron.

Achmed sacó una cartera del bolsillo de su chaqueta, para examinar sus documentos. Al contemplar su tarjeta de identidad se dio cuenta de que era otra vez Alexander Wolff, de treinta y cuatro años, de Villa les Oliviers, Garden City, El Cairo, hombre de negocios, un europeo.

Se puso el sombrero, cargó las maletas y partió con el fresco del amanecer para cubrir los últimos kilómetros de desierto que le separaban del pueblo.

La formidable y antigua ruta de las caravanas, que Wolff había seguido de oasis en oasis cruzando el vasto y vacío arenal, conducía a un paso en la cordillera y finalmente se confundía con una carretera moderna común. Era como una línea trazada en el mapa por Dios, porque de un lado estaban las colinas desoladas, polvorientas y amarillas, y del otro, los exuberantes campos de algodón, encuadrados por los canales de riego. Los campesinos, inclinados sobre los cultivos, usaban galabiyas —simples camisones de algodón a rayas— en lugar de las protectoras y pesadas chilabas de los nómadas. Mientras caminaba por la carretera hacia el norte, oliendo la brisa húmeda y fresca del Nilo cercano, observando las crecientes señales de civilización urbana, Wolff comenzó a sentirse humano otra vez. Los campesinos dispersos en los campos ya no le parecieron una multitud. Finalmente oyó el motor de un auto y supo que estaba a salvo.

El vehículo se acercaba del lado del pueblo, Assyut. Después de una curva quedó ante su vista: era un jeep militar. Cuando estuvo más cerca, Wolff vio los uniformes del ejército británico y se dio cuenta de que había dejado atrás un peligro solo para enfrentarse a otro.

Decidió tranquilizarse. «Tengo todo el derecho a estar aquí —pensó—. Nací en Alejandría. Soy egipcio por nacionalidad. Tengo una casa en El Cairo. Todos mis documentos son auténticos. Soy un hombre rico, un europeo y un espía alemán tras las líneas enemigas…».

El jeep se detuvo con un chirrido en medio de una nube de polvo. Uno de los hombres bajó de un salto. Tenía tres estrellas de tela sobre las hombreras del uniforme: un capitán. Parecía sumamente joven y cojeaba.

El capitán dijo:

—¿De dónde diablos viene usted?

Wolff dejó sus maletas en el suelo y con un pulgar señaló hacia atrás, por encima del hombro:

—Mi coche se averió en la carretera del desierto.

El capitán asintió aceptando de inmediato la explicación: jamás se le hubiera ocurrido, como a ninguna otra persona, que un europeo pudiera haber llegado caminando desde Libia.

—Muéstreme sus documentos, por favor.

Wolff se los entregó. El capitán los examinó y luego levantó la vista. Wolff pensó: «Hubo una filtración en Berlín y todo Egipto me está buscando; o han cambiado los documentos desde que estuve aquí por última vez y los míos están vencidos; o…».

—Parece muy cansado, señor Wolff —dijo el capitán—. ¿Cuánto tiempo ha estado caminando?

Wolff se percató de que su desastrosa apariencia podría provocar cierta provechosa solidaridad por parte de otro europeo.

—Desde ayer por la tarde —dijo con un gesto de cansancio no totalmente fingido—. Me perdí.

—¿Pasó toda la noche a la intemperie? —El capitán observó con mayor detenimiento el rostro de Wolff—. ¡Dios mío! ¡Ya lo creo! Más vale que venga con nosotros. —Se volvió hacia el jeep—. Cabo, tome las maletas del caballero.

Wolff abrió la boca para protestar, pero la cerró de nuevo bruscamente. Un hombre que ha estado caminando toda la noche estaría encantado de que alguien le llevara el equipaje. Objetarlo no solo restaría verosimilitud a su relato; centraría la atención en las maletas. Cuando el cabo las levantó para colocarlas en la parte posterior del jeep, Wolff se dio cuenta, con desazón, de que ni siquiera se había molestado en cerrarlas con llave. «¿Cómo puedo ser tan estúpido?», pensó. Sabía cuál era la respuesta. Sus actos todavía armonizaban con el desierto, donde uno se podía considerar afortunado si veía a otra persona una vez por semana, y donde lo último que querían robarle sería un transmisor de radio que hay que conectar con un enchufe eléctrico. Sus sentidos seguían atentos a incongruencias: observaba el movimiento del sol, olía el aire en busca de agua, medía las distancias que recorría y escrutaba el horizonte como si buscara un árbol solitario a cuya sombra pudiera descansar durante el calor del día. Tenía que olvidar todo eso y pensar, en cambio, en policías y documentos, cerraduras y mentiras.

Decidió tener más cuidado y subió al jeep.

El capitán se acomodó a su lado y ordenó al conductor:

—Vuelva al pueblo.

Wolff decidió reforzar su historia mientras el jeep entraba en la polvorienta carretera.

—¿Tiene un poco de agua? —preguntó.

—Desde luego.

El capitán buscó debajo de su asiento y sacó una cantimplora de hojalata cubierta de fieltro, del tamaño de una botella grande de Whisky. La destapó y se la ofreció a Wolff, que bebió largamente, por lo menos medio litro.

—Gracias —dijo, y devolvió la cantimplora.

—¡Qué sed tenía usted! No es sorprendente. A propósito… Soy el capitán Newman.

Extendió la mano.

Wolff la estrechó y miró más detenidamente al capitán. Era joven —poco más de veinte años, calculó— y de cara fresca, con un mechón de pelo sobre la frente y una sonrisa fácil. Pero su conducta revelaba la madurez y la fatiga que afectan pronto a los hombres que combaten. Wolff preguntó:

—¿Ha visto acción?

—Alguna. —El capitán Newman se tocó la rodilla—. Me lisié la pierna en Cirenaica. Por eso me mandaron a este pueblucho. —Sonrió abiertamente—. No puedo decir, con sinceridad, que esté desesperado por volver al desierto, pero me gustaría hacer algo un poco más positivo que esto, a cientos de kilómetros del frente. La única lucha que vemos es entre los cristianos y los musulmanes del pueblo. ¿De dónde proviene su acento?

La pregunta, repentina y sin relación a lo anterior, tomó a Wolff por sorpresa. Pensó que esa, seguramente, había sido la intención: el capitán Newman era un joven muy perspicaz: Por fortuna, Wolff tenía preparada una respuesta.

—Mis padres eran bóers que vinieron de Sudáfrica a Egipto. Crecí hablando afrikaans y árabe. —Dudó inquieto, pues no quería llamar la atención mostrándose demasiado ansioso por dar explicaciones—. El apellido Wolff es de origen holandés; y me bautizaron con el nombre de Alex por la ciudad donde nací.

Newman parecía cortésmente interesado.

—¿Qué le trae por aquí?

Wolff también se había preparado eso.

—Tengo negocios en varias ciudades del Alto Egipto. —Sonrió—. Me agrada visitarlos por sorpresa.

Estaban entrando en Assyut. Para los cánones egipcios era una ciudad grande, con fábricas, hospitales, una universidad musulmana, un convento famoso y unos sesenta mil habitantes. Wolff estuvo a punto de pedir que le dejaran en la estación del tren, cuando Newman lo salvó del error.

—Necesita un garaje —dijo el capitán—. Lo llevaremos al de Nasif. Tiene un camión de remolque.

Wolff se obligó a contestar.

—Gracias.

Tragó en seco, todavía no pensaba con suficiente profundidad ni rapidez. «Ojalá pudiera sobreponerme —pensó—. Es el maldito desierto; me ha entorpecido». Miró su reloj. Había tiempo para hacer una breve representación en el garaje y, con todo, alcanzar el tren diario a El Cairo. Consideró lo que haría. Tendría que entrar en el garaje, porque Newman estaría observando. Después los soldados se alejarían. Wolff habría de hacer algunas preguntas sobre repuestos de auto o algo así y luego iría a pie hasta la estación.

Con suerte, Nasif y Newman nunca hablarían de Alex Wolff.

El jeep recorrió las calles estrechas y bulliciosas. El espectáculo de una ciudad egipcia, que le era familiar, agradó a Wolff: las alegres ropas de algodón, las mujeres que llevaban bultos sobre sus cabezas, los policías serviciales, los personajes característicos con gafas de sol, las diminutas tiendas que desbordaban sobre las calles llenas de baches, los mostradores, los coches desvencijados y los borricos sobrecargados. Se detuvieron frente a una fila de casas de adobe. La calle estaba parcialmente obstruida por un antiquísimo camión y los restos de un Fiat desmontado para aprovechar sus piezas. Un muchachito trabajaba en un bloque de cilindros con una llave inglesa, sentado en el suelo frente a la entrada.

—Tendré que dejarle aquí; el deber me llama —dijo el capitán Newman.

Wolff le dio la mano.

—Ha sido muy amable.

—No quiero dejarle así —continuó el capitán—. Usted lo ha pasado mal. —Frunció el entrecejo y luego su rostro se aclaró—. Le diré lo que voy a hacer. Dejaré al cabo Cox para que le ayude.

Wolff contestó:

—Es muy amable, pero realmente…

Newman no escuchaba.

—Tome el equipaje del señor, Cox, y esté muy atento. Quiero que cuide del caballero. Y no les deje hacer nada a los árabes, ¿comprende?

—¡Sí, señor! —dijo Cox.

Wolff gruñó para sus adentros. Habría más demoras mientras se libraba del cabo. La gentileza del capitán Newman se estaba volviendo una molestia. ¿Sería intencionada?

Wolff y Cox descendieron y el jeep se alejó. Wolff entró en el taller de Nasif y Cox lo siguió con las maletas.

Nasif era un joven sonriente, que usaba una galabiya mugrienta. Estaba trabajando en la batería de un auto, a la luz de un quinqué. Les habló en inglés:

—¿Quieren alquilar un lujoso automóvil? Mi hermano tiene un Bentley…

Wolff le interrumpió en rápido árabe egipcio.

—Mi coche se ha averiado. Me informaron que usted tiene un remolque.

—Sí. Podemos salir inmediatamente. ¿Dónde está el coche?

—En la carretera del desierto, a unos setenta u ochenta kilómetros. Es un Ford. Pero no iremos con usted. —Sacó su cartera y entregó a Nasif un billete de una libra inglesa—. Cuando regrese me encontrará en el Grand Hotel, junto a la estación del ferrocarril.

Con presteza Nasif tomó el dinero.

—¡Muy bien! ¡Salgo ahora mismo!

Wolff asintió cortésmente y se volvió. Mientras salía del taller, con Cox a la zaga, reflexionó sobre las consecuencias de su breve conversación con Nasif. El mecánico saldría al desierto con su remolque y buscaría el auto por toda la carretera. Finalmente regresaría al Grand Hotel para confesar su fracaso. Se enteraría de que Wolff había partido. Consideraría que había sido pagado razonablemente por su día perdido, pero eso no le impediría contar a todo el mundo la historia del Ford desaparecido y de su conductor también desaparecido. Lo más probable era que, tarde o temprano, todo llegara a oídos del capitán Newman. Quizá Newman no supiera muy bien qué pensar de todo eso, pero ciertamente tendría la impresión de que había algo misterioso que debía investigar.

Wolff se sintió fastidiado al darse cuenta de que su plan de entrar inadvertido en Egipto podía haber fracasado.

Tendría que arreglar lo que pudiera. Miró su reloj. Todavía tenía tiempo de alcanzar el tren. Si actuaba con rapidez, podría librarse de Cox en el vestíbulo del hotel y luego comer algo mientras esperaba.

Cox era un hombre bajo y moreno, con cierto acento regional británico que Wolff no podía identificar. Parecía tener la edad de Wolff y, puesto que todavía era cabo, probablemente no se trataba de un hombre demasiado brillante. Mientras seguía a Wolff, cruzando Midan el-Mahatta, preguntó:

—¿Conoce la ciudad, señor?

—Sí, la he visitado anteriormente —replicó Wolff.

Entraron en el Grand Hotel. Con veintiséis habitaciones, era el más grande de los dos hoteles de la ciudad. Wolff se dirigió a Cox:

—Muchas gracias, cabo; creo que ya puede volver a su trabajo.

—No hay prisa, señor —dijo Cox de buena gana—. Le subiré el equipaje.

—Estoy seguro de que hay mozos en el hotel.

—Yo de usted no me fiaría de ellos, señor.

La situación iba adquiriendo, cada vez más, carácter de una pesadilla o una farsa en la cual personas bien intencionadas le obligaban a actuar con mayor insensatez como consecuencia de una pequeña mentira. Se preguntó de nuevo si sería aquello totalmente accidental, y por su mente cruzó, como un terrible absurdo, la idea de que quizá lo supieran todo y simplemente estuvieran jugando con él.

Apartó ese pensamiento y se dirigió a Cox con toda la amabilidad que pudo improvisar.

—Bien, muchas gracias.

Fue al mostrador de recepción y pidió una habitación. Observó su reloj: le quedaban quince minutos. Llenó rápidamente el formulario dando una dirección ficticia de El Cairo. Existía la posibilidad de que el capitán Newman olvidara la dirección verdadera que figuraba en los documentos de identidad, y Wolff no quería dejar un recordatorio.

Un maletero rubio le acompañó a la habitación. Wolff le dio una propina al llegar a la puerta. Cox puso las maletas sobre la cama.

Wolff sacó su billetera: quizá también Cox esperara una propina.

—Bien, cabo —comenzó a decir—, me ha prestado usted un gran servicio…

—Permítame deshacer su equipaje, señor —dijo Cox—. El capitán encargó que no dejara nada en las manos de los árabes.

—No, muchas gracias —respondió Wolff con firmeza—. Quiero acostarme enseguida.

—Adelante, acuéstese —persistió Cox generosamente—. No tardaré ni…

—¡No abra eso!

Cox estaba levantando la tapa de la maleta. Wolff se llevó la mano al interior de la chaqueta. «¡Maldito idiota!» y «Ahora quedaré al descubierto» y «Debí haberla cerrado con llave» y «¿Conseguiré hacer esto silenciosamente?». El cabo miraba asombrado los pulcros fajos de libras inglesas que llenaban la maleta pequeña. Dijo:

—¡Bendito sea Dios, lleva usted una fortuna!

Mientras avanzaba un paso, cruzó por la mente de Wolff que Cox jamás había visto tanto dinero. El cabo empezó a volverse, y dijo:

—¿Qué piensa hacer con tanto…?

Wolff extrajo su mortal cuchillo beduino curvo, que brilló en su mano cuando sus ojos se encontraron con los de Cox. El cabo retrocedió y abrió la boca, para gritar. Entonces la hoja, afilada como una navaja, cortó profundamente la blanda carne de su garganta y su grito de terror se convirtió en una burbuja de sangre. Murió en el acto, y Wolff no sintió más que decepción.