1
—¿Una excursión campestre, mister Poirot?
Emily Brewster le miró como si hubiese enloquecido.
—Le parece a usted una rareza, ¿verdad? —dijo Poirot.
—Pues a mí me parece una idea admirable. Necesitamos algo fuera de lo de todos los días, de lo acostumbrado, para llevar nuestras vidas a la normalidad. Yo estoy deseoso de ver algo de Dartmoor. El tiempo es bueno ¡nos reanimará a todos! Ayúdeme, pues, en este asunto. Persuada a todo el mundo.
La iniciativa encontró un inesperado éxito. Todos dudaron al principio, pero terminaron confesando que no era tan mala idea después de todo.
Al capitán Marshall no se le dijo nada. Había ya él anunciado que tenía que ir a Plymouth aquel día. Mister Blatt se adhirió con entusiasmo. Estaba decidido a ser el alma y vida de la partida. Además de él, la formaron Emily Brewster, los Redfern, Stephen Lane, los Gardener —a quienes se convenció de que aplazasen su marcha por un día—, Rosamund Darnley y Linda.
Poirot había estado elocuente con Rosamund, recalcando lo conveniente que sería para Linda tener algo que la distrajese. Rosamund se mostró de acuerdo con esto y dijo:
—Tiene usted mucha razón. Ha sido una conmoción demasiado violenta para una chiquilla de su edad. Desde entonces se encuentra en un estado de nerviosidad constante.
—Es muy natural, mademoiselle. Pero a esa edad se olvida pronto. Persuádala a que venga. Usted puede, lo sé.
El mayor Barry rehusó firmemente. Dijo que no le gustaban las excursiones campestres.
—Hay que llevar muchos cestos —explicó—. Y, además, todo se vuelven incomodidades. Me gusta más comer sobre una mesa.
—La partida se reunió a las diez. Habían sido pedidos tres coches. Mister Blatt peroraba ruidosamente, imitando a un guía de turismo.
—Por aquí, señoras y caballeros, por aquí se va a Dartmoor. Brezos y arándanos. Nata de Devonshire y presidiarios. ¡Lleven a sus esposas, caballeros, y los amarán toda la vida! Paisajes garantizados. ¡Suban! ¡Suban!
En el último minuto bajó Rosamund Darnley. Parecía preocupada.
—Linda no viene —anunció—. Dice que tiene un dolor de cabeza terrible.
—Pues esto le sentará bien —replicó Poirot—. Convénzala, mademoiselle.
—Es inútil —dijo firmemente Rosamund—. Está absolutamente decidida. Le he dado un poco de aspirina y se ha ido a, acostar. —Rosamund añadió tras titubear un momento—:
Me parece que yo tampoco podré ir con ustedes.
—¡Eso no puede consentirse, señorita; eso no puede permitirse! —gritó mister Blatt, agarrándola alegremente por el brazo—. «La haute Mode» tiene que honrarnos con su compañía. ¡Nada de negativas! La llevo a usted detenida. Sentenciada a Dartmoor.
La condujo sin soltarla hasta el primer coche. Rosamund lanzó una suplicante mirada a Hércules Poirot.
—Yo me quedaré con Linda —se ofreció Cristina Redfern—. No tengo interés en ir.
—¡Oh, vamos, Cristina! —rogó Patrick.
—No, no; tiene usted que venir, madame —intervino Poirot—. Para un dolor de cabeza es mejor la soledad. Vamos, en marcha.
Los tres coches se alejaron. Fueron primero a la auténtica Cueva del Duende, en Sheepstor y armaron gran jolgorio buscando la entrada, que encontraron, al fin, ayudados por la vista de una tarjeta postal.
Era muy molesto circular por entre los grandes peñascos, y Hércules Poirot no lo intentó. Observaba indulgentemente, mientras Cristina Redfern saltaba ágilmente de piedra en piedra y comprobaba que su esposo nunca estaba muy lejos. Rosamund y Emily Brewster se habían unido para realizar sus exploraciones, aunque la última resbaló una vez y se torció ligeramente el tobillo. Stephen Lane se mostró infatigable, curioseando por entre las peñas. Mister Blatt se contentó con alejarse un poco y gritar animosamente mientras tomaba fotografías de los exploradores, de los paisajes, de todo cuanto le agradaba.
Los Gardener y Poirot se sentaron al borde del camino. La voz de mistress Gardener se elevó en inacabable monólogo, puntuado, de vez en cuando, por el obediente «Sí, querida» de su esposo.
—… es lo que siempre he dicho, mister Poirot, y mister Gardener está de acuerdo conmigo: las fotos pueden traer muchos disgustos. A menos, claro está, que se hagan entre amigos. Ese mister Blatt no tiene escrúpulos de ninguna clase. Se acerca a cualquiera y le saca una fotografía, y eso, como he dicho a mister Gardener, es señal de mala educación. ¿Verdad que te lo dije así, Odell?
—Sí, querida.
—Recuerden aquel grupo que nos sacó a todos sentados en la playa. No me pareció mal, pero debió pedir permiso primero. Como no avisó, sorprendió a miss Brewster en el momento de disponerse a levantarse, y eso la hizo aparecer en postura un poco ridícula.
—Cierto, querida —convino mister Gardener, sonriendo.
—Y ahí tienen ustedes a mister Blatt entregando copias a todo el mundo sin pedir permiso a nadie. Me fijé en que a usted le entregó una, mister Poirot.
Poirot hizo un gesto afirmativo.
—Cierto —dijo—. Y aprecié mucho el obsequio.
—Y fíjense cómo se está portando hoy —prosiguió mistress Gardener—. No hace más que gritar y decir chabacanerías. A mí me pone nerviosa. Debió usted arreglárselas para que se quedase en casa, mister Poirot.
—Lo siento, madame. Me habría sido muy difícil —murmuró el detective.
—Lo creo. Ese hombre se mete en todas partes. No tiene la menor sensibilidad.
En aquel momento el descubrimiento de la Cueva del Duende fue saludado desde abajo con enorme griterío.
La partida se dirigió después, bajo la dirección de Hércules Poirot, a un delicioso lugar situado al pie de un montículo junto a un riachuelo. Un estrecho puente rustico cruzaba el río y Poirot y mister Gardener indujeron a todos a atravesarlo para acomodarse en un pequeño claro, libre de tejos espinosos, sitio ideal para merendar.
Hablando volublemente de sus sensaciones, mistress Gardener cruzó el puentecillo sin novedad. De pronto se oyó un pequeño grito. Emily Brewster se había detenido en medio de la plancha, con los ojos cerrados, vacilante.
Poirot y Patrick Redfern se lanzaron a sostenerla.
—Gracias, gracias —dijo Emily, avergonzada—. Nunca serví para cruzar agua corriente. Me mareo. ¡Qué estupidez!
Se sacaron las viandas y empezó la merienda.
Todos estaban secretamente sorprendidos de lo mucho que les agradaba la excursión. Ello se debía, quizá, a que les proporcionaba un escape a una atmósfera libre de sospechas y temores. Allí, con el rumor del agua, el suave olor del aire y el cálido colorido de helechos y brezos parecía borrado, como si nunca hubiese existido, un mundo cargado de interrogatorios e investigaciones policíacas. Hasta mister Blatt olvidó que era el alma y vida de la reunión. Después de la merienda se alejó para dormitar un poco, y sus apagados ronquidos atestiguaron su bienaventurada inconsciencia.
Al recogerse las cestas de la merienda, todos los excursionistas se sentían de buen humor y felicitaron a Poirot por su buena idea.
El sol iba hundiéndose cuando emprendieron el regreso por los estrechos e intrincados senderos. Desde lo alto de la colina disfrutaron una breve ojeada del conjunto de la isla con el blanco hotel en medio.
Con el sol hacia el ocaso el paisaje aparecía resplandeciente de paz bucólica.
La señora Gardener, poco locuaz por una vez, suspiró y dijo:
—Le doy las gracias, mister Poirot. ¡Me siento tan tranquila! ¡Es todo tan maravilloso!
2
El mayor Barry salió a saludarlos a la llegada.
—¡Hola! —dijo—. ¿Cómo pasaron el día?
—Maravillosamente —contestó mistress Gardener—. El paisaje es admirable. El aire delicioso y confortante. ¡Y todo tan inglés!… Debiera darle a usted vergüenza el no haber venido.
El mayor Sé echó a reír.
—Ya estoy demasiado viejo para esas andanzas y para sentarme en un fangal a comer unos emparedados.
Salió del hotel una camarera. Parecía un poco excitada. Titubeó un momento, luego se acercó rápidamente a Cristina Redfern.
—Perdóneme, madame, pero me tiene preocupada la señorita. Me refiero a miss Marshall: Acabo de subirle una taza de té y no puedo conseguir que despertase, y parece que le pasa algo extraño.
Cristina miró a su alrededor, consternada. Poirot se puso inmediatamente a su lado.
—Subamos a ver —dijo en voz baja, cogiéndola por el codo.
Subieron apresuradamente las escaleras y cruzaron el pasillo hacia la habitación de Linda.
Una sola mirada les bastó para comprender que ocurría algo grave. La joven tenía un color extraño y su respiración era apenas perceptible.
Poirot le tomó el pulso. Al mismo tiempo, advirtió un sobre apoyado en la lámpara de la mesilla de noche. Estaba dirigido al mismo Poirot.
El capitán Marshall entró precipitadamente en la habitación.
—¿Qué le pasa a Linda? —preguntó con ansiedad.
Cristina Redfern dejó escapar un sollozo.
Hércules Poirot se apartó de la cama.
—Vaya a buscar a un doctor lo más rápidamente posible —dijo—. Pero mucho me temo que sea demasiado tarde.
Poirot cogió la carta a él dirigida y desgarró el sobre. Dentro había unas cuantas líneas escritas con la letra casi infantil de Linda.
«Creo que ésta es la mejor manera de terminarlo todo. Pídale a papá que me perdone. Yo maté a Arlena. Creí que quedaría tranquila, pero no ha sido así. Mi vida es ya un tormento…».
3
Estaban reunidos en el gabinete, Marshall, los Redfern, Rosamund Darnley y Hércules Poirot.
Permanecían silenciosos… esperando.
La puerta se abrió y dio paso al doctor Neasdon.
—He hecho todo lo que he podido —dijo lacónicamente.
—Quizá se salve… pero debo decir que no hay muchas esperanzas.
Hizo una pausa. Marshall, intensamente pálido, preguntó con voz ahogada:
—¿Cómo llegó a su poder la droga?
Neasdon volvió a abrir la puerta e hizo una seña a alguien que estaba en el interior.
Una doncella salió de la habitación. Había estado llorando.
—Repítanos lo que vio —ordenó Neasdon a la mujer.
—Nunca pensé —dijo ella suspirando—, nunca pensé que ocurriese nada anormal, pero la conducta de la señorita me pareció extraña. —Una ligera mueca del doctor la obligó a concretar más—. La señorita estaba en la otra habitación. En la de mistress Redfern. La encontré junto al lavabo, cogiendo un botellín. Noté que se sobresaltó cuando entré, y pensé que era extraño que cogiese cosas de otra habitación, pero luego se me ocurrió que quizás se tratase de algo que le hubiese prestado a la señora. La señorita se limitó a decir: «¡Oh, esto era lo que yo buscaba!», y salió.
—¡Mis tabletas para dormir! —exclamó Cristina, palideciendo.
—¿Cómo conocía la joven la existencia de esas tabletas? —preguntó bruscamente el doctor.
—Anoche le di una porque me dijo que no podía dormir. Recuerdo que me preguntó: «¿Bastará con una?». Y yo le conteste: «Oh, sí, son muy fuertes y me han advertido que nunca emplee más de dos como máximo».
—Puebla señorita quiso asegurarse y tomó seis —comentó el doctor.
Cristina volvió a sollozar.
—¡Oh, Dios mío, todo ha sido culpa mía! Debí guardarlas bajo llave.
El doctor se encogió de hombros en tanto contestaba:
—Habría sido más prudente, mistress Redfern.
—Se muere… y es culpa mía —sollozó Cristina con desesperación.
Kenneth Marshall se agitó en su asiento.
—No puede usted censurarse por eso —dijo—. Linda sabía lo que iba a hacer. Las tomó deliberadamente. Quizá… quizá fue lo mejor que pudo suceder.
Miró el arrugado papel que tenía en la mano… la nota que Poirot le había entregado silenciosamente.
—Yo no lo creo —declaró Rosamund Darnley—. No creo que Linda la matase. Seguramente se demostrará que es imposible.
Se abrió la puerta y entró el coronel Weston.
—¿Qué es lo que acaban de comunicarme? —preguntó.
El doctor Neasdon tomó la nota de manos de Marshall y la entregó al jefe de policía. Este la leyó y exclamó en tono de incredulidad:
—¡Cómo! ¡Pero si esto es una tontería… una absurda tontería! ¡Imposible! —Repitió con rotunda seguridad—. ¡Imposible! ¿Qué le parece, Poirot?
Hércules Poirot intervino por primera vez.
—Me temo que lo sea —dijo en tono de tristeza.
—Pero si yo estuve con ella, mister Poirot —replicó Cristina Redfern—. Estuve con ella hasta las doce menos cuarto. Así se lo manifesté a la policía.
—Su declaración probó la coartada… sí —dijo Poirot—. ¿Pero en qué se basó esa declaración? Se basó en el reloj de pulsera de Linda Marshall. Usted no sabe por su propio conocimiento que eran las doce menos cuarto cuando se sentaron; sólo sabe usted que ella se lo dijo así. Usted misma confesó que le pareció que el tiempo había ido muy de prisa. Y ahora voy a hacerle a usted una pregunta, madame. Cuando usted abandonó la playa, ¿regresó usted al hotel de prisa o despacio?
—Me parece que más bien despacio.
—¿Recuerda usted bien aquel paseo de regreso?
—No muy bien. Iba pensativa…
—Perdóneme la indiscreción, madame, ¿puede decirme en qué iba pensando?
Cristina enrojeció.
—Se lo diré… si es necesario. Iba considerando mi propósito de marcharme de aquí. De marcharme sin decírselo a mi marido. Me sentía muy desgraciada… entonces.
—¡Oh, Cristina! —exclamó Patrick Redfern—. Si yo hubiese sabido…
—Exactamente —interrumpió la voz de Poirot—. Usted estaba preocupada por tener que dar un paso de cierta importancia. Estaba usted, por decirlo así, sorda y ciega para cuanto la rodeaba. Probablemente caminó usted muy lentamente, deteniéndose de vez en cuando para reflexionar.
—Es usted muy perspicaz —asintió Cristina—. Así fue. Desperté de una especie de ensueño a la misma puerta del hotel, y me apresuré a entrar, pensando que sería muy tarde, pero cuando vi el reloj del vestíbulo me di cuenta de que disponía de tiempo suficiente.
—Exactamente —repitió Hércules Poirot, y añadió, dirigiéndose ahora a Marshall—: Voy a describirle ciertas cosas que encontré en la habitación de su hija después del asesinato. En el hogar de la chimenea había una gran masa de cera fundida, un poco de pelo carbonizado, fragmentos de cartón y papel, y un alfiler ordinario. El papel y el cartón, quizá no tengan importancia, pero las otras tres cosas eran sugestivas… particularmente cuando descubrí escondido en un estante un volumen de la librería local, que trata de brujerías y sortilegios. Al cogerlo se abrió fácilmente por determinada página. En ella se describían diversos métodos de causar la muerte, moldeando una figura de cera que debía representar a la víctima. Esta figura debía tostarse después lentamente hasta que se fundiera… o atravesarle repetidamente el corazón con un alfiler. El resultado debía ser la muerte de la víctima. Más tarde me enteré por mistress Redfern que Linda Marshall había salido muy temprano aquella mañana, había comprado un paquete de velas y pareció muy confusa cuando se descubrió su compra. Sabido eso, ya no tuve duda de lo sucedido. Linda había hecho una tosca figura con la cera de las velas, adornándola posiblemente con un mechón de pelo de Arlena para darle fuerza mágica, le había perforado el corazón con un alfiler, y, finalmente, había fundido la figura haciendo arder debajo de ella trozos de cartón y papel.
»El procedimiento era burdo, infantil, supersticioso, pero revelaba una cosa: el deseo de matar.
»¿Existe la posibilidad de que hubiera más que un deseo? ¿Pudo Linda Marshall matar realmente a su madrastra?
»A primera vista parecía tener una coartada perfecta, pero en realidad, como acabo de indicar, la hora fue falseada por la misma Linda. Nada más fácil para ella que declarar que fue un cuarto de hora más tarde de lo que realmente era.
»Una vez que mistress Redfern abandonó la playa, fue completamente posible que Linda recorriese el estrecho sendero que conduce a la escalerilla, que bajase por ella, que encontrase allí a su madrastra, que la estrangulase y que volviera a subir antes de que el bote que llevaba a miss Brewster y a Patrick Redfern se presentase a la vista. Luego pudo regresar a la ensenada de las Gaviotas, tomar su baño y volver al hotel descansadamente.
»Pero eso implicaba dos cosas. Linda debía tener conocimiento terminante de que Arlena Marshall se encontraba en la Ensenada del Duende y tenía que ser, además, físicamente capaz de realizar el hecho.
»Lo primero era completamente posible… si Linda Marshall hubiese escrito una nota a la misma Arlena en nombre de otra persona. En cuanto a lo segundo, Linda tiene manos grandes y fuertes. Son tan grandes como las de un hombre. Respecto a la fuerza, la muchacha está en esa edad en que propende uno al desequilibrio mental. Y los trastornos mentales van con frecuencia acompañados por una fuerza desacostumbrada. Hay otro pequeño punto. La madre de Linda Marshall fue acusada de intento de asesinato.
Kenneth Marshall levantó la cabeza y replicó con resolución.
—Pero fue absuelta.
—Fue absuelta —convino Poirot.
—Tenga en cuenta lo que voy a decirle, mister Poirot —añadió Marshall—. Ruth, mi mujer, era inocente. Lo sé con completa y absoluta certeza. Yo no podía engañarme en la intimidad de nuestra vida. Era una víctima inocente de las circunstancias.
Hizo una pausa.
—Y no creo que Linda matase a Arlena. ¡Es ridículo… absurdo!
—¿Cree usted, entonces, que su carta es falsa? —preguntó Poirot.
Marshall alargó la mano y Weston le entregó el papel. Marshall lo estudió atentamente. Luego movió la cabeza.
—No —dijo involuntariamente—. Creo que Linda escribió esto.
—Pues si lo escribió —replicó Poirot—, sólo hay dos explicaciones. O lo escribió de buena fe, reconociéndose culpable, o… lo escribió deliberadamente para proteger a otra persona, a alguien de quien temía se sospechase.
—¿Se refiere usted a mí? —dijo Marshall.
—Es posible.
Marshall reflexionó unos momentos.
—La idea me parece absurda —dijo al fin—. Linda pudo darse cuenta de que yo fui considerado como sospechoso al principio. Pero ahora sabía definitivamente que ya no era así y que la policía había aceptado mi coartada y enfocado su atención hacia otra parte.
—Tenga en cuenta —repuso Poirot— que no tiene tanta importancia que ella pensase que se sospechaba de usted como que supiese que era usted culpable.
—¡Eso es absurdo! —Protestó Marshall, soltando una corta carcajada.
—Es lo que deseo aclarar —dijo Poirot—. Existen, como usted sabe, varias posibilidades sobre la muerte de mistress Marshall. Hay la hipótesis de que estaba siendo víctima de un chantaje, de que aquella mañana fue a entrevistarse con el chantajista y que éste la mato. Hay la teoría de que la Ensenada del Duende y la Cueva del Duende eran utilizadas para el contrabando de drogas y que mistress Marshall fue muerta porque se enteró accidentalmente de algo relacionado con el asunto. Y hay una tercera posibilidad: que fue asesinada por un maniático religioso. Y una cuarta… ¿No es cierto, capitán Marshall, que tenía usted que cobrar una buena cantidad de dinero a la muerte de su esposa?
—Acabo de decir a usted…
—Sí, sí… Convengo en que es imposible que usted pudiese matar a su mujer… actuando solo. Pero supongamos que alguien le ayudó.
—¿Qué diablos quiere usted decir?
El hombre flemático se sulfuraba al fin. Medio se levantó de su asiento. Su voz era amenazadora. Brillaban de ira sus ojos.
—Quiero decir —prosiguió Poirot— que este crimen no fue cometido por una sola mano. Intervinieron en él dos personas. Es completamente cierto que usted no pudo mecanografiar aquella carta y estar al mismo tiempo en la ensenada… pero habría habido tiempo para que usted escribiese aquella carta en taquigrafía y que alguien la mecanografiase en su habitación mientras usted se ausentaba para cumplir su criminal misión.
Hércules Poirot miró a Rosamund Darnley y añadió:
—Miss Darnley afirma que abandonó Sunny Ledge á las once y diez y le vio a usted escribir en su cuarto. Pero precisamente a aquella hora mister Gardener subió al hotel a buscar un ovillo de lana para su mujer. Y no encontró a miss Darnley ni la vio. Esto es algo extraño. Parece como sí miss Darnley nunca hubiese abandonado Sunny Ledge, o, si lo hizo, sería mucho más temprano y estuvo en la habitación de usted escribiendo afanosamente. Otro punto: usted afirmó que cuando miss Darnley se asomó a su habitación a las, once y cuarto la vio usted, por el espejo. Pero el día del asesinato su máquina de escribir y sus papeles se encontraban sobre una mesa en el otro ángulo de la habitación, mientras que él espejo estaba colgado ante las ventanas. Tal afirmación fue, pues, una deliberada mentira. Más tarde trasladó usted su máquina de escribir a la mesa colocada debajo del espejo como para justificar su historia… pero era demasiado tarde. Yo estaba enterado de que tanto usted como miss Darnley habían mentido.
—¡Qué diabólicamente ingenioso es usted! —exclamó. Rosamund Darnley...
—¡Pero no tan diabólico e ingenioso como el hombre que mató a Arlena Marshall! —replicó Poirot—. Retrocedamos con la imaginación. ¿Con quién pensé yo… con quién pensaron todos… que Arlena había ido a reunirse aquella mañana? Todos llegamos a la misma conclusión. Patrick Redfern. No era un chantajista quien la esperaba. Con sólo mirarla a la cara lo habría yo adivinado. ¡Oh, no!, iba a reunirse con su amante… ¡o al menos así lo creía ella!
»Estoy completamente seguro. Arlena Marshall fue a reunirse con Patrick Redfern. Pero un minuto después Patrick Redfern aparecía en la playa buscando a Arlena. ¿Qué había ocurrido, pues?
—Que algún malvado utilizó mi nombre —dijo Patrick Redfern con reprimida ira.
Poirot prosiguió:
—Usted estaba evidentemente inquieto y sorprendido por la ausencia de Arlena. Demasiado evidentemente, quizá. Teniendo todo esto en cuenta, mister Redfern, mi opinión, es que ella fue a la Ensenada del Duende a reunirse con usted, que allí se encontraron y que usted, la mató como tenía planeado.
—¡Usted está loco! —exclamó Patrick con su jovial voz de irlandés—. Estuve con usted en la playa hasta que acompañé en el bote a miss Brewster y descubrimos el cadáver.
—Usted la mató —repitió Poirot— después de que miss Brewster se alejó en el bote para ir a avisar a la policía. Arlena Marshall no estaba muerta cuando ustedes llegaron a la playa. Esperaba oculta en la cueva a que se despejase la costa.
—¿Pero y el cadáver? Miss Brewster y yo vimos el cadáver.
—Un cuerpo sí, pero no un cadáver. El cuerpo vivo de la mujer que le ayudó a usted, pintados brazos y piernas con yodo y el rostro oculto por un sombrero de cartón verde. Cristina, su mujer (o posiblemente nada más que su amante), le ayudó a cometer este crimen como le ayudó a cometer aquel otro de hace años, cuando se descubrió el cuerpo de Alice Corrigan veinte minutos antes de que ésta muriese… asesinada por su marido Edward Corrigan ¡Usted!
—Ten cuidado, Patrick, no pierdas la serenidad —dijo la voz fría y aguda de Cristina—. Mister Poirot bromea.
—Les interesará saber —continuó Poirot— que tanto usted como su esposa Cristina fueron fácilmente reconocidos por la policía de Surrey en un grupo fotografiado aquí. Les identificaron a ustedes en seguida como Edward Corrigan y Cristina Deverill, la joven que descubrió el cadáver.
Patrick Redfern se puso en pie. Su bello rostro se transformó, congestionado de sangre, ciego de rabia. Era el rostro de un homicida… de una fiera.
—¡Maldito gusano! —rugió, arrojándose sobre Poirot y clavándole los dedos en la garganta.