1
El inspector Colgate estaba informando al jefe de Policía:
—He averiguado un detalle bastante sensacional, señor. Está relacionado con el dinero de mistress Marshall. He hablado del asunto con sus abogados. Tengo pruebas de que se trata de un chantaje. ¿Recuerda usted que el viejo Erskine le dejó a mistress Marshall cincuenta mil libras? Pues ya no quedan más que unas quince mil.
El coronel Weston lanzó un silbido de asombro.
—¿Pues qué ha sido del resto?
—Ese es el punto interesante, señor. La dama vendía valores de vez en cuando y siempre procuraba conseguir metálico o títulos de fácil negociación, indudablemente para entregar el dinero a alguien que no quería dejar rastro. Chantaje con todas las de la ley.
—Eso parece, en efecto —afirmó el jefe de Policía—; y el chantajista está aquí en este hotel. Lo que significa que tiene que —tratarse de uno de esos tres hombres. ¿Averiguó usted algo más de ellos?
—En realidad nada concreto, señor. El mayor Barry es un retirado del Ejército, según dice. Vive en un pequeño piso, cobra una pensión y una pequeña renta de sus bienes. Pero el año pasado ha ingresado sumas considerables en su cuenta corriente.
—Eso parece prometedor. ¿Qué explicación da él?
—Dice que son ganancias de apuestas. Es perfectamente cierto que asiste a todas las grandes carreras de caballos y juega fuerte.
—Es difícil probar lo contrario —convino Weston.
—El reverendo Stephen Lane —prosiguió Colgate— se gallaba bien la vida en Saint Helen. Whiteridge, Surrey, pero dimitió su puesto hará un año a causa de su mala salud. Esto le obligó a ingresar en una casa de reposo para pacientes mentales. Permaneció en ella cerca de un año.
—Interesante —dijo Weston.
—Sí, señor. Traté de averiguar todo lo posible por el doctor encargado de la clínica, pero ya sabe usted cómo son estos médicos… es difícil sacarles toda la verdad. Pero, por lo que he podido averiguar, la enfermedad de Su Reverencia consistía en una obsesión bajo el Demonio… y era más bien el Demonio en forma de mujer que perdió a Babilonia.
—¡Hum! —refunfuñó Weston—. Ha habido asesinos con antecedentes como ése.
—Sí, señor. A mí me parece que el tal Stephen Lane es al menos una posibilidad. La difunta mistress Marshall es un buen ejemplo de lo que un clérigo llamaría una Mujer Escarlata… incluyendo facciones, color del cabello y todo lo demás. A mi juicio no es imposible que él creyese su deber librar a este mundo de su peligrosa presencia. Suponiendo, claro está, que estuviese chiflado.
—¿Nada que se relacione con la hipótesis del chantaje?
—No, señor. En ese aspecto creo que podemos eliminar a Lane por completo. Tiene algunos medios de vida, aunque no considerables, y no los ha aumentado últimamente.
—¿Qué se sabe de la distribución de su tiempo el día del crimen?
—No he podido comprobarlo. Nadie recuerda haberse encontrado con un clérigo por esas sendas. En cuanto al libro de la iglesia, la última entrada fue hace tres días y nadie lo había mirado desde hacía quince. Lane pudo presentarse uno o dos días antes, por ejemplo, y fechar su inscripción el día veinticinco.
—¿Y el tercer individuo? —preguntó Weston.
—¿Horace Blatt? En mi opinión es un pájaro de historia. Paga impuestos por una suma que excede con mucho a la que saca de su negocio de ferretería, juega a la Bolsa y ha intervenido en negocios poco limpios. Quizá haya una explicación plausible para ello, pero lo cierto es que en los últimos años ha ganado grandes sumas cuyo origen no está muy claro.
—¿Cree usted entonces que mister Blatt es un chantajista de profesión?
—O chantajista o traficante en estupefacientes, señor. Me he entrevistado con el inspector Ridgeway, que está encargado de la represión del contrabando de drogas, y lo encontré muy alarmado. Al parecer, han entrado últimamente grandes partidas de heroína. Han detenido a pequeños distribuidores y saben sobre poco más o menos quién maneja el negocio en el extranjero, pero hasta ahora no han podido averiguar cómo meten el contrabando en el país.
—Si la muerte de mistress Marshall —dijo Weston— es la consecuencia de su complicidad, inocente o no, con la banda de contrabandistas, lo mejor sería entregar el asunto a Scotland Yard. Al fin y al cabo, sólo a ellos compete. ¿Qué le parece?
—Me temo que tenga usted razón, señor —dijo Colgáis con cierto pesar—. Si se trata de estupefacientes, sólo al Yard le corresponde ocuparse de ello.
—Me parece la explicación más verosímil —decidió al fin.
Weston reflexionó unos momentos.
—No hay otra, en efecto —asintió Colgate—. A Marshall hay que descartarle, aunque tengo algunos informes que podrían haber sido útiles de no tener una coartada tan sólida.
Parece que sus negocios van de mal en peor. No por su culpa ni de su socio, sino por el resultado general de la crisis del año pasado y por el actual estado del comercio y las finanzas. Por otra parte, según mis informes, tenía que cobrar cincuenta mil libras a la muerte de su mujer. Y cincuenta mil libras habrían sido una suma muy útil.
Colgate lanzó un profundo suspiro.
—Es una lástima —prosiguió— que un hombre que tenía dos motivos perfectamente buenos para asesinar pueda probar que no tiene nada que ver con el asunto.
—Consuélese, Colgate —sonrió Weston—. Nos queda todavía una oportunidad para lucirnos. Tenemos ahí la cuestión del chantaje y la del clérigo loco, pero personalmente creo que la solución del contrabando de estupefacientes es la más verosímil. Y si fue una banda de contrabandistas la que quitó de en medio a mistress Marshall, podremos alegar que nuestra gestión ha sido decisiva para ayudar a Scotland Yard a resolver su problema. De un modo o de otro, tendrán que reconocer que nuestro trabajo ha sido de los más meritorios.
Una involuntaria sonrisa animó el rostro de Colgate...
—Tendremos que conformarnos con eso, señor —dijo con melancolía—. Se me olvidaba decirle que averigüé quién escribió aquella carta que encontramos en la habitación de la muerta, el que firmaba J. N. No hay nada que hacer. Se encuentra en China. Probablemente se tratará de algún pillo, como nos decía miss Brewster. También me he proporcionado los antecedentes del resto de los amigos de mistress Marshall. No hay la menor pista por ahí. Todos los materiales que teníamos que reunir los tenemos ya en la mano, señor, pero, desgraciadamente no nos sirven para nada.
—¿Qué opina nuestro colega belga, Colgate? —preguntó Weston—. ¿Sabe ya lo que acaba usted de comunicarme?
—El tal colega es un poco tunante —sonrió Colgate—. ¿Sabe usted lo que me preguntó anteayer? Me pidió detalles de los casos de estrangulación ocurridos en los tres últimos años.
El coronel Weston se puso bruscamente en pie.
—¿De veras? Ahora me explico… —Hizo una pausa y prosiguió—: ¿Cuándo dice usted que el reverendo Stephen Lane entró en la clínica mental?
—Por Pascuas hizo un año, señor.
Weston quedó pensativo.
—Recuerdo un caso —murmuró—. Encontraron el cadáver de una joven cerca de Bagshot. Salió a reunirse con su marido en no sé qué punto y nunca volvió. Y ocurrió también otro caso, que los periódicos titularon «El misterio del matorral solitario». Uno y otro ocurrieron en Surrey, si no recuerdo mal.
—¿En Surrey? —exclamó Colgate—. Ahora me explico por qué Poirot…
2
Hércules Poirot estaba sentado sobre la hierba en la parte más alta de la isla.
Un poco a su izquierda arrancaba la escalerilla de acero por la que se descendía a la ensenada del Duende. Había varios peñascos cerca de la cabeza de la escalerilla que formaban un fácil escondite para quien se propusiera descender a la playa situada debajo. Esta playa era casi invisible desde aquel sitio, debido al saliente de las rocas.
Hércules Poirot hizo un gesto de comprensión. Las piezas de su mosaico iban acoplándose magníficamente.
Poirot examinó mentalmente cada una de aquellas piezas, considerándolas como un elemento aislado.
Unos días antes, Arlena Marshall había aparecido muerta una mañana en la playa de baños. La víspera se había celebrado una partida de bridge. Él, Patrick y Rosamund Darnley se habían sentado a la mesa. Cristina había salido a la terraza y había sorprendido cierta conversación. ¿Quiénes se encontraban en el salón? ¿Quiénes habían estado ausentes?
Poirot siguió recordando y clasificando sus piezas.
Noche víspera del crimen. Poirot había sostenido una conversación con. Cristina en el acantilado, y al regreso al hotel había sorprendido cierta escena.
«Gabrielle número ocho». Un par de tijeras. Una pipa rota. Un frasco arrojado desde una ventana. Un calendario verde. Un paquete de velas. Un espejo y una máquina de escribir. Un ovillo de lana color púrpura. Un reloj de pulsera de muchacha. El agua de un baño que corre por una cañería.
Cada uno de estos hechos dispares tenía que encajar en su debido sitio. No podían quedar cabos sueltos.
Y luego, acoplada cada una de ellas en su debida posición, quedaba por colocar una última pieza: la presencia del espíritu del mal en la isla.
La Maldad…
Poirot contempló una vez más la lista que tenía en la mano:
«NELLIE PARSONS, ENCONTRADA ASESINADA EN UN MATORRAL SOLITARIO CERCA DE COBHAM. NO SE TIENE LA MENOR PISTA DEL ASESINO».
¿Nellie Parsons?
ALICE CORRIGAN.
Leyó cuidadosamente los detalles de la muerte de Alice Corrigan.
3
Hércules Poirot continuaba sentado en el arrecife cuando se le aproximó el inspector Colgate.
A Poirot le agradaba el inspector Colgate. Le agradaban su rugoso rostro, sus ojos vivaces y sus ademanes sosegados.
El inspector Colgate se sentó a su lado.
—¿Ha hecho algo con esos casos, señor? —preguntó, mirando las hojas escritas a máquina que Poirot tenía en la mano.
—Los he estudiado… sí.
Colgate se puso en pie, se alejó un poco y se asomó al próximo nicho practicado en las rocas. Luego volvió, diciendo:
—Todo el cuidado es poco. No me agradaría que nadie escuchase nuestra conversación.
—Es usted prudente —dijo Poirot.
—No tengo inconveniente en confesar, mister Poirot, que yo mismo me interesé en esos dos casos, aunque quizá no los habría recordado de no haberme preguntado usted por ellos. —Hizo una pausa y añadió—: Confieso también que uno de esos casos me interesó en particular.
—¿El de Alice Corrigan?
—El de Alice Corrigan. Colaboré con la policía de Surrey para aclararlo…
—Cuénteme, amigo mío, me interesa muchísimo —apremió Poirot.
—Ya me lo suponía. Alice Corrigan fue encontrada estrangulada en un bosquecillo de Blackridge Heath, a unas diez millas de Marley Copse, donde fue descubierto el cadáver de Nellie Parsons. Ambos lugares están a unas doce millas de Whiteridge, donde fue vicario mister Lane tiempo atrás.
—Cuénteme algo más de la muerte de Alice Corrigan —rogó Poirot.
—La policía de Surrey no relacionó al principio su muerte con la de Nellie Parsons. Ello fue debido a que consideraron al marido como culpable. En realidad, no sé por qué. Únicamente se explica porque se trataba de un individuo de esos que la Prensa llama «hombre misterioso», de los que no saben quiénes son ni de dónde vienen. Ella se había casado con él contra la voluntad de su familia y, además de poseer algún dinero, se hizo un seguro de vida a su favor, cosa que fue suficiente para despertar las sospechas contra el pobre diablo…
»Pero cuando salieron a flote los hechos reales hubo que borrar al marido del cuadro. El cadáver fue descubierto por una de esas exploradoras que llevan pantalones. Era un testigo absolutamente competente y de fiar… profesora de gimnasia en un colegio de Lancashire. Anotó la hora cuando descubrió el cadáver; eran exactamente las cuatro y cuarto, y expuso su opinión de que la mujer llevaba poco tiempo muerta… quizá no más de diez minutos. Aquello estuvo de acuerdo con el dictamen del forense, quien examinó el cuerpo a las cinco y cuarenta y cinco. La testigo lo dejó todo como lo había encontrado y se dirigió a campo traviesa hasta el cercano puesto de policía de Bagshot. Ahora bien; entre tres y cuarto, el marido de la muerta, Edward Corrigan, se encontraba en un tren que venía de Londres, a donde había ido a pasar el día por asuntos de negocios. Otras cuatro personas venían en el mismo coche con él. En la estación tomó el autobús local, y dos de sus compañeros de viaje le acompañaron también. Se apeó a la puerta del café Pine Ridge, en donde había quedado citado con su mujer para tomar el té. Eran entonces las cuatro y veinticinco. Pidió té para ambos, pero ordenó que no lo sirvieran hasta que llegase ella. A las cinco, al ver que su mujer no llegaba, empezó a alarmarse… y pensó que quizás se hubiese dislocado un tobillo. Lo convenido era que ella atravesaría el páramo desde el pueblo donde vivían para reunirse en el café Pine Ridge y regresar juntos en autobús. El bosquecillo de Caesar no está lejos del café y se cree que, como le sobraba tiempo, la mujer se sentó para admirar el panorama antes de seguir su camino, y que algún vagabundo o loco se arrojó sobre ella y la cogió desprevenida. Una vez que se demostró la inocencia del marido, la policía relacionó la muerte de la mujer con la de Nellie Parsons, la sirvienta que fue encontrada estrangulada en Marley Copse. La policía llegó así al convencimiento de que el mismo hombre era el responsable de ambos crímenes, pero nunca lo capturó y, lo que es más, jamás se le tuvo al alcance.
Colgate guardó silencio unos momentos y terminó lentamente:
—Y ahora tenemos una tercera mujer estrangulada… y existe también cierto caballero que no logramos descubrir.
Se calló. Sus vivaces ojillos se fijaron en Poirot y aguardaron esperanzados.
Los labios de Poirot se movieron. El inspector Colgate aplicó ansiosamente el oído.
—… es difícil saber —murmuró Poirot— qué piezas forman parte de la alfombrilla y cuáles de la cola del gato.
—No comprendo, señor —interrumpió el inspector Colgate.
—Discúlpeme —dijo rápidamente Poirot—. Estaba pensando en voz alta.
—¿Y qué quiere decir eso de la alfombrilla y el gato?
—Nada, nada en absoluto. Dígame, inspector Colgate, si usted sospechase de alguien que dice mentiras, muchas, muchísimas mentiras, siempre, y no tuviese pruebas, ¿qué haría usted?
—Difícil de contestar es esa pregunta —dijo el inspector.
—Pero mi opinión es que si alguien miente, acabarán por descubrirse sus mentiras.
—Sí, eso es cierto —asintió Poirot—. Me interesa aclarar que la creencia de que ciertas afirmaciones son mentiras es cosa solamente de mi imaginación. Creo que son mentiras, pero no puedo saber que son mentiras. Pero quizá pueda hacerse una prueba. Una prueba de alguna mentirilla de poco bulto. Y si se demuestra que es tal mentira… ¡sabremos entonces que todo el resto lo es también!
El inspector Colgate le miró con curiosidad.
—Su imaginación trabaja de un modo extraño, señor —dijo—. Pero al final hace deducciones muy acertadas. ¿Puedo preguntarle qué le indujo a pedir esos detalles sobre casos de estrangulación en general?
—Ustedes tienen una palabra en su idioma… astuto. ¡Este crimen me parece un crimen muy astuto! Y me pregunté si sería el primero.
—Comprendo —murmuró Colgate.
—Me dije: «Examinemos crímenes pasados de clase similar, y si hay alguno que se parezca estrechamente a éste, eh bien, tendremos en él una pista valiosísima».
—¿Se refiere usted, señor, a la utilización del mismo procedimiento de muerte?
—No, no; quiero decir más que eso. La muerte de Nellie Parsons, por ejemplo, no me dice nada. Pero la muerte de Alice Corrigan… Dígame, inspector Colgate, ¿no nota usted un sorprendente parecido entre estos crímenes?
El inspector Colgate examinó unos momentos el problema en su imaginación.
—No, señor —dijo al fin—; no encuentro otro parecido que en uno y otro caso el marido tuvo una coartada férrea.
—Ah, ¿ha notado usted eso? —preguntó Poirot con acento de satisfacción.
4
—Ah, Poirot. Celebro verle. Entre. Es usted el hombre que necesito.
Hércules Poirot accedió a la invitación.
El jefe de policía abrió una caja de cigarros, eligió uno y lo encendió. Y empezó a hablar entre bocanadas de humo.
—He decidido, sobre poco más o menos, tomar una línea de acción —declaró—; pero me gustaría conocer su opinión antes de obrar decisivamente.
—Le escucho, amigo.
—He decidido acudir a Scotland Yard y entregarles el caso. En mi opinión, aunque ha habido motivos para sospechar de una o dos personas, el asunto tiene sus raíces en el contrabando de drogas. No me cabe duda de que la Cueva del Duende era el lugar de cita de los contrabandistas.
—De acuerdo —asintió Poirot.
—Y estoy también seguro —añadió Weston— de quién es nuestro contrabandista: Horace Blatt. Poirot volvió a asentir.
—Eso está también indicado.
—Veo que nuestros pensamientos han recorrido el mismo camino. Blatt tenía la costumbre de salir en un bote. A veces invitaba a alguien a que le acompañase, pero casi siempre iba solo. Su bote tenía unas velas rojas muy llamativas, pero hemos descubierto que tenía en reserva otras velas blancas. Blatt zarpaba un buen día para un sitio determinado y allí se encontraba con otro bote, bote de vela o de motor, el cual le entregaba la mercancía. Luego Blatt se dirigía a la Cueva del Duende a una hora conveniente.
Hércules Poirot sonrió.
—Sí, sí, a la una y media. La hora del almuerzo inglés, cuando todo el mundo se encuentra en el comedor. La isla es de propiedad particular. No es un sitio donde pueda entrar cualquiera a pasar un día de campo.
—Exacto —dijo Weston—. Por consiguiente, Blatt desembarcó en la Ensenada del Duende y guardó su «mercancía» en aquella pequeña cornisa de la cueva. Alguien se presentaría a recogerla a su debido tiempo.
—Recordará usted —observó Poirot— aquella pareja que vino a comer a la isla el día del asesinato. Probablemente era ese el procedimiento para llevarse el contrabando. Dos veraneantes de un hotel de Saint Loo vienen a la isla de los Contrabandistas. Aquí anuncian que se quedarán a comer, pero que quieren recorrer la isla primero. Es fácil descender luego a la playa, coger la caja de los emparedados, guardarla en el bolso de mano de madame, y volver a comer al hotel, un poco tarde quizá, a las dos menos diez, por ejemplo, después de haber dado un paseo mientras todos los demás huéspedes se encontraban en el comedor.
—Así me lo imagino yo también —dijo Weston—. Pero esas organizaciones de contrabando de estupefacientes son implacables. Si alguien se entera por casualidad de sus asuntos, ello equivale a una sentencia de muerte. A mí me parece que esa es la verdadera explicación de la muerte de Arlena. Es posible que aquella mañana Blatt se encontrase en la cueva depositando su mercancía. Sus cómplices tenían que ir a buscarla aquel mismo día. Arlena llega en su esquife y le ve entrar en la cueva con la caja. Le pregunta ella de qué se trata y él la mata y huye en su bote lo más rápidamente posible.
—¿Cree usted definitivamente que Blatt es el asesino? —preguntó Poirot.
—Parece la solución más probable. Claro que es posible que Arlena averiguase antes la verdad, que dijese algo a Blatt acerca del asunto y que algún otro miembro de la banda consiguiese una falsa entrevista con la mujer y la asesinase en la playa. Como digo, creo que lo mejor que podemos hacer es entregar el caso a Scotland Yard. Ellos tendrán muchos más medios que nosotros para comprobar las relaciones de Blatt con la banda.
Hércules Poirot asintió, pensativo.
—¿Cree usted entonces que es lo mejor que podemos hacer? —preguntó Weston.
—Es posible —contestó al fin Poirot, todavía pensativo.
—Vamos, Poirot, ¿le queda a usted algo en el buche?
—Caso de ser así, no podría probar nada —dijo gravemente Poirot.
—Ya sé que usted y Colgate tienen otras ideas —repuso Weston—. Me parecen un poco fantásticas, pero me veo obligado a confesar que puede haber algo aprovechable en ellas. Pero aunque tengan ustedes razón, continuaré pensando que éste es un caso para el Yard. Les entregaremos lo hecho y ellos podrán trabajar con la policía de Surrey. Estoy convencido de que no es realmente un caso para nosotros. No está suficientemente localizado.
Hizo una pausa.
—¿Qué opina usted, Poirot? ¿Qué cree usted que se debe hacer?
Poirot parecía abstraído en sus pensamientos.
—Sólo sé —dijo al fin— lo que me gustaría hacer a mí.
—¿Qué es ello?
—Me gustaría organizar una excursión campestre —murmuró Poirot.
Weston se le quedó mirando estupefacto.