Capítulo X

1

La pequeña multitud desalojó el edificio del Tribunal. La breve indagatoria había sido aplazada por quince días.

Rosamund Darnley se reunió con el capitán Marshall.

—Parece que no ha ido del todo mal, ¿eh, Kenn? —preguntó en voz baja.

Él no contestó de momento. Quizá se daba cuenta de las miradas de los aldeanos fijas en él, de los dedos que casi le apuntaban como diciendo: «Ese, ése es». «¡El marido!». «Mira, allá va».

Los murmullos no eran lo suficientemente altos para llegar a su oído, pero no por eso dejaba de adivinar su significado. Aquélla era la comidilla del día. Los periodistas estaban presentes a escribir aquel «No tengo nada que decir» que se había repetido tantas veces durante la vista. Aun los cortos monosílabos pronunciados con la esperanza de que no pudieran interpretarse mal, habían reaparecido en los periódicos de la mañana en una forma completamente diferente. «Preguntado si estaba de acuerdo con que el misterio de la muerte de su esposa podía solamente explicarse en el supuesto de que un maniático homicida hubiese penetrado en la isla, el capitán Marshall declaró que…» y así por el estilo.

Las cámaras fotográficas habían funcionado incesantemente. Aun le pareció oír uno de sus chasquidos. Se volvió rápidamente, un joven fotógrafo le sonrió jovial, cumplido ya su propósito.

—El capitán Marshall y una amiga abandonando el edificio de la Audiencia después de la indagatoria —murmuró Rosamund.

Marshall hizo un gesto de mal humor.

—¡No te enfades, Kenn! —dijo ella—. Tienes que sufrirlo. ¡Y mucho más! Miradas curiosas, lenguas murmuradoras, fatuas entrevistas en los periódicos ¡Lo mejor es echarlo todo a broma! Fija una sardónica sonrisa en tus labios y procura salir así en todos esos imbéciles clisés.

—¿Lo harías tú así? —preguntó él.

—Sí —contestó ella—. Ya sé que tú no. A ti te gustaría perderte, esfumarte en el fondo del cuadro. Pero aquí no puedes hacer eso. Aquí no hay fondo donde esfumarse. Aquí destacarás como un tigre descuartizado sobre un paño blanco. ¡Eres el marido de la mujer asesinada!

—¡Por amor de Dios, Rosamund!

—¡Querido, sólo trato de animarte!

Dieron unos pasos en silencio. Luego Marshall dijo con voz acariciadora:

—Eres muy bondadosa para mí. No soy realmente ingrato, Rosamund.

Habían traspuesto los limites del pueblo. Les seguían unos ojos, pero no había nadie a la lista. La voz de Rosamund Darnley descendió de tono para repetir como una variante de su primera observación:

—La cosa no marchó del todo mal, ¿verdad?

—No lo sé —contestó él tías un momento de embarazoso silencio.

—¿Qué piensa la policía?

Por ahora se muestra muy poco comunicativa.

—Ese hombrecillo Poirot ¿se toma realmente un interés activo?

—El otro día me pareció que tenía en el bolsillo al jefe de policía —contestó Marshall.

—Lo sé… ¿Pero está haciendo algo?

—¿Cómo quieres que yo lo sepa, Rosamund?

Llegaron a la calzada. Frente a ellos, serena bajo el sol, se levantaba la isla.

—A veces todo me parece irreal —dijo de pronto Rosamund—. En este momento no puedo creer que haya sucedido…

—Creo comprenderte —dijo lentamente Marshall—. Nuestros sentidos nos engañan a veces. Imagínatelo así y no te preocupes más.

—Sí —murmuró Rosamund—, será mejor tomarlo de ese modo.

Él lanzó una rápida mirada. Luego repitió en voz baja:

—No te preocupes, querida. Todo marcha bien. Todo marcha bien.

2

Linda bajó al camino, a su encuentro. La joven se movía con la espasmódica inseguridad de un potrillo nervioso. Su joven rostro aparecía desfigurado por las profundas sombras que rodeaban sus ojos. Sus labios estaban secos y agrietados.

—¿Qué sucedió?… ¿Qué dijeron? —preguntó casi sin aliento.

—La investigación se ha aplazado por quince días —contestó el padre.

—¿Eso significa que… que no han decidido nada?

—Sí. Se necesitan más pruebas.

—Pero… pero ¿qué piensan ellos?

Marshall sonrió.

—Oh, querida, ¿quién lo sabe? ¿Ya quién llamas tú «ellos»? ¿Al fiscal, al jurado, a la policía, a los periodistas, a los pescadores de Leathercombe Bay?

—Yo me refiero a la policía —contestó lentamente Linda.

—Pues si la policía piensa algo, no parece dispuesta a revelarlo por el momento.

Después de pronunciada la frase, Marshall apretó los labios y entró en el hotel.

Rosamund Darnley se disponía a seguirle cuando Linda la detuvo.

—¡Rosamund!

Rosamund se volvió. La muda súplica del rostro de la muchacha la conmovió. Pasó su brazo por debajo del de Linda y ambas se alejaron del hotel, siguiendo el sendero que conducía al otro extremo de la isla.

—Trata de no pensar mucho, Linda —dijo Rosamund dulcemente—. Comprendo que ha sido una emoción terrible para ti, pero es inútil atormentarse por estas cosas. Sólo es el horror de la desgracia lo que influye en tu ánimo, porque tú no querías a Arlena...

Sintió el temblor que agitó el cuerpo de la muchacha al contestar:

—No, no la quería…

Rosamund prosiguió:

—El sentir pesar por una persona es diferente… uno no lo puede remediar. Pero se pueden dominar la emoción y el horror no dejando que nuestra imaginación piense sin cesar en ello.

—Usted no comprende —dijo vivamente Linda.

—Ya lo creo que comprendo, querida.

—No, usted no comprende. ¡Y Cristina tampoco! Ustedes dos han sido muy buenas conmigo, pero no pueden comprender lo que siento. Creen que es algo morboso… que me obstino en pensar en lo que no debo. —Hizo una pausa y continuó—: Pero no es eso. Si usted supiese lo que yo sé… si usted supiese…

Rosamund se paró bruscamente. Su cuerpo no tembló. Se irguió, por el contrario. Miró fijamente a la joven unos momentos. Luego desenganchó su brazo del de Linda.

—¿Que es lo que sabes tú, Linda? —preguntó.

Linda movió la cabeza:

—Nada —murmuró la joven.

Rosamund la cogió por el brazo. La presión de los dedos le hizo daño y Linda trató de desprenderse.

—Ten cuidado, Linda. Ten cuidado —dijo Rosamund. Linda había palidecido intensamente.

—Siempre tengo mucho cuidado —murmuró.

—Escucha, Linda: lo que te dije hace unos minutos tiene también aplicación a esto… y con mucha razón. Borra este asunto de tu imaginación. No pienses más en él. Olvida… olvida… ¡Lo conseguirás si lo intentas! Arlena está muerta y nada puede volverla a la vida… Olvídalo todo y vive en el futuro. Y sobre todo, refrena tu lengua.

Linda se estremeció.

—¿Es que lo sabe usted todo? —preguntó.

—¡Yo no sé nada! —replicó Rosamund enérgicamente.

—En mi opinión un loco vagabundo penetró en la isla y mató a Arlena. Esta es la solución más probable. Estoy completamente segura de que la policía tendrá que aceptarla al final. ¡Esto es lo que tuvo que Suceder! ¡Esto es lo que sucedió!

—Si papá…

—No hables de tu padre —la interrumpió Rosamund.

—Iba decir una cosa. Mi madre…

—¿Qué?

—¿Es cierto que fue procesada por asesinato?

—Sí.

—Y papá se casó luego con ella. Eso parece indicar que papá no cree realmente que el asesinato sea siempre una cosa muy mala.

—No digas esas tonterías… ¡ni siquiera a mí! —replicó vivamente Rosamund—. La policía no ha averiguado nada contra tu padre. Tiene una coartada que nadie podrá desvirtuar. Está perfectamente a salvo.

—¿Es que creyeron al principio que papá…? —musitó Linda.

—¡No sé lo que creyeron! —atajo Rosamund—, pero ahora saben ¡qué él no pudo ser! ¿Comprendes? ¡Él no pudo ser!

Hablaba con autoridad, fijos los ojos en los de Linda. La muchacha dejó escapar un largo suspiro.

—Pronto podréis marchar de aquí —añadió Rosamund—. Lo olvidarás todo… ¡todo!

Nunca olvidaré —replicó Linda con inesperada violencia y decisión.

Se volvió bruscamente y echó a correr hacia el hotel. Rosamund quedó como petrificada.

3

—Hay algo que necesito saber, madame.

Cristina Redfern miró a Poirot de un modo ligeramente abstraído.

—¿Sí? —dijo.

Poirot no tomó en cuenta su abstracción. Había observado que su mirada seguía la figura de su marido, que se paseaba por la terraza exterior del bar, pero por el momento no sentía el menor interés por problemas puramente conyugales. Buscaba detalles de otra especie.

—Sí, madame —insistió—. El otro día dijo usted una frase… una frase casual que llamó mi atención.

La mirada de Cristina seguía fija en Patrick.

—¿Sí? —repitió—. ¿Qué dije?

—Fue en contestación a una pregunta del jefe de Policía. Describió usted cómo entró en la habitación de miss Linda Marshall la mañana del crimen, que encontró a la muchacha ausente y que al poco tiempo regresó, y entonces fue cuando el jefe de Policía preguntó a usted dónde había estado la joven.

—Y yo contesté que bañándose, ¿no es eso? —dijo Cristina con cierta impaciencia.

—No es eso precisamente —replicó Poirot—. Usted no contestó que «se había estado bañando». Sus palabras fueron que «ella dijo que se había estado bañando».

—Me parece que es la misma cosa —repuso Cristina.

—¡No es la misma cosa! La forma de su respuesta indica una cierta actitud de imaginación por su parte. Linda Marshall entró en la habitación, llevaba una capa de baño y, sin embargo, por cierta razón, usted no explicó inmediatamente que había estado bañándose. Lo demuestran las palabras que usted empleó: «Dijo que había estado bañándose». ¿Qué hubo en su aspecto, en sus modales, en algo que llevaba o en algo que dijo que influyó en su ánimo para sentirse sorprendida cuando manifestó que había estado bañándose?

La atención de Cristina abandonó a Patrick para concentrarse enteramente en Poirot.

Se sentía interesada.

—Es usted muy perspicaz —dijo—. Es cierto, ahora recuerdo que… me sentí ligeramente sorprendida cuando Linda dijo que había estado bañándose.

—Pero ¿por qué, madame, por qué?

—¿Que por qué? Eso es precisamente lo que trato de recordar. ¡Oh, sí!, creo que era el paquete que llevaba en la mano.

—¿Llevaba un paquete?

—Sí.

—¿No sabe usted lo que contenía?

—¡Oh, sí! El cordel se rompió. Lo habían atado muy flojo. Eran velas… y se desparramaron por el suelo. Yo la ayudé a recogerlas.

—¡Ah! —dijo Poirot—. Velas.

Cristina le miró con curiosidad.

—Parece usted emocionado, mister Poirot.

—¿Dijo Linda por qué había comprado las velas? —preguntó el detective.

Cristina reflexionó.

—No, no creo que lo dijera. Supongo que serían para leer por la noche… quizá la luz eléctrica no era buena.

—Por el contrario, madame; junto a su lecho hay una lámpara eléctrica en perfecto estado.

—Entonces no sé para qué las quería —confesó Cristina.

—¿Cómo reaccionó cuando se rompió el cordel y cayeron las velas?

—Pareció un poco confusa… azorada… sí, azorada —contestó Cristina.

—¿Advirtió usted si había algún calendario en su habitación?

—¿Un calendario? ¿Qué clase de calendario?

—Posiblemente un calendario verde… con hojas, para arrancar.

Cristina cerró los ojos en un esfuerzo de memoria.

—Un calendario verde… de un verde algo chillón… Sí, yo he visto un calendario como ése… pero no puedo recordar dónde. Pudo ser en la habitación de Linda, pero no estoy segura.

—Pero usted ha visto definitivamente tal cosa.

—Sí. ¿Pero qué pretende usted, mister Poirot? ¿A qué viene todo esto?

Por toda contestación Poirot sacó un pequeño volumen encuadernado en cuero color castaño.

—¿Ha visto usted esto alguna vez? —preguntó.

—Pues… no estoy segura… ¡Ah, sí! Linda lo estaba examinando el otro día en la librería del pueblo. Pero lo cerró y lo volvió rápidamente al estante cuando me aproximé. Ello me hizo preguntarme de qué se trataba.

Poirot mostró silenciosamente el título:

«Historia de brujerías y sortilegios y breve tratado de preparación de venenos que no dejan rastro».

—No comprendo —dijo Cristina—. ¿Qué significa este título tan extraño?

—Puede significar muchísimo, madame —contestó gravemente Poirot.

Ella le miró interrogadora, pero él no dio más explicación. En su lugar dijo:

—Una pregunta más, madame. ¿Tomó usted aquella mañana un baño antes de salir a jugar al tenis?

—¿Un baño? —repitió Cristina, extrañada—. No. No habría tenido tiempo y, de todos modos, no habría tomado un baño antes de jugar al tenis… lo habría tomado después.

—¿Utilizó usted su cuarto de baño cuando volvió?

—Me pasé una esponja por la cara y las manos; eso fue lo que hice.

—¿No abrió usted los grifos del baño?

—No; estoy segura de que no los abrí.

—Muy bien. Carece de importancia el detalle —terminó diciendo Poirot.

4

Hércules Poirot se aproximó a la mesa donde mistress Gardener luchaba con un rompecabezas. Ella levantó la mirada y se sobresaltó.

—¡Caramba, mister Poirot, qué silenciosamente se ha acercado usted! No le oí en absoluto. ¿Acaba usted de regresar de la investigación? Cada vez que me acuerdo de ese asunto me pongo nerviosa. No sé qué hacer. Por eso me he puesto a componer este rompecabezas. Sentía que no podría pasar el tiempo en la playa como de costumbre. Mister Gardener sabe muy bien que cuando se me alteran los nervios, no hay nada como uno de estos rompecabezas para calmarme. Por cierto que no sé dónde colocar esta pieza blanca. Debe de formar parte de la alfombrilla de piel, pero no me parece ver…

Poirot le quitó suavemente el trozo de madera de la mano.

—Encaja aquí, madame —dijo—; forma parte del gato.

—No puede ser. Es un gato negro —replicó la dama.

—Un gato negro, sí, pero ya sabe que la punta del rabo de los gatos negros suele ser blanca.

—¡Oh, es cierto! ¡Qué talento tiene usted! Pero yo creo que los que hacen los rompecabezas tienen que poner lo contrario de lo natural para engañarle a uno —mistress Gardener encajó otra pieza y siguió hablando—: Sabrá usted, mister Poirot, que le vengo observando desde hace un par de días. Quería verle trabajar como detective, cosa que me parecería un juego, de no haber una pobre criatura muerta. ¡Oh, Dios mío, cada vez que me acuerdo de ello me dan escalofríos! Esta mañana le dije a mister Gardener que deseaba marcharme cuanto antes de aquí, y ahora que la investigación ha terminado dice que cree que podremos salir mañana, cosa que sería una bendición. Pero volviendo al detectivismo, me gustaría conocer sus métodos… y me sentiría muy honrada si usted me los explicase.

—Es algo parecido a su rompecabezas, madame —dijo Poirot—. No se trata de otra cosa que de ensamblar las piezas Es como un mosaico; muchos colores y diseños, y cada piececita de forma extraña tiene que encajar perfectamente en su debido sitio.

—¡Oh!, ¿no es interesante? ¡Y qué bellamente lo explica usted!

—Y a veces —prosiguió Poirot— es como la pieza de que acabamos de hablar. Uno coloca metódicamente las piezas del rompecabezas, eligiendo los colores, pero no puede impedir que una pieza de un color que debiera al parecer encajar en una alfombrilla, encaje en su lugar en la cola de un gato negro.

—¡Oh, es fascinador! ¿Y hay muchas piezas, mister Poirot?

—Sí, madame. Casi todos los de este hotel me han dado una pieza para mi rompecabezas. Usted entre ellos.

—¿Yo?

—Sí; una observación suya, madame, me fue utilísima. Debiera decir que iluminadora.

—¡Oh!, ¿no es encantador? ¿No puede usted decirme algo más, mister Poirot?

—¡Ah, madame!, me reservo las explicaciones para el último capítulo.

—¿No es un fastidio? —murmuró mistress Gardener.

5

Hércules Poirot llamó suavemente a la puerta de la habitación del capitán Marshall. Se oía dentro el ruido de una máquina de escribir.

Un lacónico «entre» llegó a sus oídos, y Poirot entró.

El capitán Marshall estaba vuelto de espaldas. Escribía con una máquina colocada sobre una mesa entre las ventanas. No volvió la cabeza; pero su mirada se encontró con la de Poirot en el espejo colgado directamente frente a él.

—Bien, mister Poirot, ¿qué desea? —preguntó en tono de mal humor.

—Mil perdones por interrumpirle —dijo Poirot rápidamente—. ¿Está usted ocupado?

—Bastante —contestó el capitán.

—Deseo solamente hacerle una pequeña pregunta —dijo Poirot.

—¡Pardiez! —exclamó Marshall—, estoy cansado de contestar preguntas. Ya he contestado las de la policía. No creo que esté obligado a contestar las de usted.

—La mía es sencillísima —dijo Poirot—. Se trata solamente de esto: la mañana en que murió su esposa, ¿tomó usted un baño después de escribir y antes de ir a jugar al tenis?

—¿Un baño? No, por supuesto que no. Me había bañado a primera hora.

—Muchas gracias Esto es todo —dijo Poirot.

—Pero espere un momento.

Poirot continuó retrocediendo y cerró la puerta tras él.

—¡Este individuo está loco! —murmuró Marshall.

6

Poirot encontró en la misma puerta del bar a mister Gardener. Llevaba dos combinados y se dirigía evidentemente al sitio en que mistress Gardener estaba entretenida con su rompecabezas.

Mister Gardener sonrió a Poirot de la manera más afectuosa.

—¿Quiere usted acompañarnos, mister Poirot?

Poirot hizo un gesto negativo y preguntó:

—¿Qué le pareció la investigación, mister Gardener?

Mister Gardener bajó la voz para contestar:

—Me pareció un poco indecisa. Creo que la policía se guarda algo en la manga.

—Es posible —dijo Hércules Poirot. Mister Gardener bajó la voz todavía más.

—Tengo ganas de llevarme de aquí a mistress Gardener. Es una mujer muy sensible y este asunto le ataca a los nervios. La encuentro muy afectada.

—¿Quiere usted permitirme, mister Gardener, que le haga una pregunta?

—No faltaba más, mister Poirot. Encantado de ayudarle en lo que pueda.

—Usted es un hombre de mundo… un hombre de mucha perspicacia. Dígame con franqueza, ¿qué opinión tenía usted de la difunta mistress Marshall?

Mister Gardener enarcó las cejas, sorprendido. Luego miró cautelosamente en torno y bajó la voz:

—Mire, mister Poirot, he oído unas cuantas cosas que circulan por ahí, especialmente entre las mujeres. —Poirot hizo un gesto de asentimiento—. Pero si quiere usted conocer mi humilde opinión, le diré que aquella mujer me parecía temible.

—Su opinión me parece muy interesante —dijo Poirot, pensativo.

7

—¿Me ha tocado la vez? —preguntó Rosamund Darnley.

—¿Por qué me lo pregunta? —dijo Poirot.

Rosamund se echó a reír.

—El otro día el jefe de Policía me interrogó. Usted estaba a su lado. Hoy, al parecer, quiere usted actuar por cuenta propia. Le he estado observando, mister Poirot. Primero mistress Redfern, luego mistress Gardener. Ahora me toca a mí.

Hércules Poirot se sentó a su lado. Estaban en Sunny Ledge. Bajo ellos el mar mostraba un verde brillante y profundo. Más lejos parecía de un azul más pálido.

—Es usted muy inteligente, mademoiselle —dijo Poirot.

—Lo comprendí desde que llegué aquí. Será un placer discutir este asunto con usted.

—¿Quiere usted conocer mi opinión? —preguntó dulcemente Rosamund.

—Sería interesantísimo.

—A mí todo este asunto me parece muy sencillo. La clave está en el pasado de la mujer.

—¿El pasado? ¿El presente, no?

—¡Oh, no es necesario referirse a un pasado muy remoto! Verá usted cómo lo enfoco yo. Arlena Marshall era atractiva, fatalmente atractiva para los hombres. Es posible, creo, que también se cansase de ellos rápidamente. Entre sus adoradores, llamémosles así, había uno que no se resignó. Probablemente era un hombre insignificante, pero vano y susceptible… uno de esos hombres que no olvidan fácilmente los agravios. Ese hombre la siguió hasta aquí, esperó su oportunidad y la mató.

—¿Cree usted que era un extraño que vino del continente?

—Sí. Y probablemente se escondió en aquella cueva hasta que vio su oportunidad.

—¿Y ella fue a reunirse con un hombre como el que usted describe? —preguntó Poirot con acento de duda—. No, ella se hubiese echado a reír y no habría ido.

—Es que quizá no supiese que iba a encontrarle —replicó Rosamund—. Quizá él le enviase un recado en nombre de otra persona.

—Es posible —murmuró Poirot—. Pero olvida usted una cosa, mademoiselle. Un hombre decidido a asesinar no se habría arriesgado a atravesar la calzada a la luz del día y a pasar por delante del hotel. Le habría visto alguien con toda seguridad.

—Es posible… pero no lo creo. Existe la posibilidad de que penetrase en la isla sin que nadie le viese.

—Es cierto, se lo concedo. Pero la cuestión es que no pudo contar con esa posibilidad.

—¿No olvida usted algo? ¿El tiempo?

—¿El tiempo?

—Sí. El día del asesinato era un día magnífico, pero recuerde que el anterior estuvo lloviendo y hubo niebla. Cualquiera pudo entrar en la isla sin ser visto. No tuvo más que bajar a la playa y pasar la noche en la cueva. Aquella noche, mister Poirot, es importante.

Poirot quedó pensativo unos minutos.

—Hay mucho de verdad en lo que acaba usted de decir —murmuró al fin.

—Le expongo a usted mi opinión por lo que valga —dijo Rosamund, enrojeciendo—. Ahora dígame usted la suya.

—¡Ah! —dijo Poirot, fijando la mirada en el mar—. Eh bien, mademoiselle, yo soy un hombre muy sencillo. Siempre me inclino a creer que la persona más probable es la que cometió el crimen. Y desde un principio me pareció que una persona está claramente indicada.

La voz de Rosamund enronqueció un poco.

—Prosiga —dijo.

—¡Pero hay algo que usted llama un tropiezo en el camino! Parece ser que fue imposible que esa persona cometiese el crimen.

Poirot oyó la rápida expulsión de su aliento.

—¿Y qué más? —preguntó con voz apenas audible.

Hércules Poirot se encogió de hombros.

—¿Para qué seguir hablando? Este es mi problema —hizo una pausa y prosiguió—: ¿Puedo hacer a usted una pregunta?

—Ciertamente.

Le miró, alerta y astuta. Pero la pregunta de Poirot fue completamente inesperada.

—Aquella mañana, cuando vino usted a cambiarse de ropa para el tenis, ¿tomó un baño? Rosamund quedó perpleja.

—¿Un baño? ¿Qué quiere usted decir?

—Lo que he dicho. ¡Un baño! El receptáculo de porcelana sobre el cual se abren unos grifos y se llena. Luego se mete uno en él, se sale al cabo de un rato y el agua hace glu, glu, glu al correr por la cañería.

Mister Poirot, ¿está usted loco?

—No, estoy cuerdo y bien cuerdo.

—Bien, pues no tomé un baño.

—¡Ah! Nadie tomó un baño. Esto es exactamente interesante.

—¿Pero por qué tenía que tomar alguien un baño? —preguntó Rosamund.

—Eso me pregunto yo —murmuró Poirot.

—Supongo que esto será una genialidad de Sherlock Holmes —dijo Rosamund con exasperación.

Hércules Poirot sonrió. Luego olfateó el aire delicadamente.

—¿Me permite usted una impertinencia, mademoiselle? —preguntó.

—Estoy segura de que usted no podría decir impertinencias, mister Poirot.

—Es usted muy amable. Entonces voy a aventurarme a decir que el perfume que usted usa es delicioso… tienen nuance… un encanto delicado e indefinible. «Gabrielle número ocho», ¿no es cierto?

—Es usted muy listo. Sí, siempre uso ese perfume. Me parece delicioso.

—Como la difunta mistress Marshall. Es chic, ¿verdad? ¿Y muy caro? —Rosamund se encogió de hombros cotí una débil sonrisa. Poirot prosiguió—: Usted estaba donde nos encontramos ahora la mañana del crimen, mademoiselle. La vieron a usted aquí, o al menos su sombrilla, miss Brewster y mister Redfern cuando pasaron en su esquife. ¿Está usted segura, mademoiselle, de que durante la mañana no bajó usted a la Ensenada del Duende y entró en aquella cueva… en la famosa Cueva del Duende?

Rosamund volvió la cabeza y se le quedó mirando fijamente.

—¿Me pregunta usted que si maté a Arlena Marshall? —dijo con voz tranquila.

—No. Le pregunto si estuvo usted en la Cueva del Duende el día del crimen.

—Ni siquiera sé dónde está esa cueva. ¿Por qué razón iba a entrar en ella?

—El día que asesinaron a mistress Marshall, mademoiselle, alguien que usaba «Gabrielle número ocho» estuvo en la cueva.

—Usted mismo ha dicho, mister Poirot —replicó Rosamund con viveza—, que Arlena Marshall usaba «Gabrielle número ocho». Ella estuvo en la playa aquel día. Presumiblemente entró en la cueva.

—¿Y para qué iba a entrar? Aquello está muy oscuro y es muy estrecho e incómodo.

—No me pida usted razones —dijo Rosamund, impaciente—. Puesto que ella estuvo realmente en la ensenada, es la persona más probable. Ya le he dicho a usted que no abandoné este sitio en toda la mañana.

—Excepto para ir al hotel y asomarse a la habitación del capitán Marshall —le recordó Poirot.

—Sí, naturalmente. Lo había olvidado.

—Por cierto —añadió Poirot— que se engañó usted en creer que el capitán Marshall no la vio.

—¿Kenneth me vio? —dijo Rosamund en tono de incredulidad—. ¿Dijo él eso?

Poirot hizo un gesto afirmativo.

—La vio a usted, mademoiselle, por el espejo que cuelga de la mesa.

—¿Es posible? —exclamó Rosamund, conteniendo el aliento.

Poirot no miraba ya al mar. Miraba las manos de Rosamund, mientras ésta las mantenía entrelazadas sobre el regazo. Eran manos bien formadas, bellamente moldeadas, con dedos larguísimos.

Rosamund siguió la dirección de su mirada.

—¿Por qué me mira las manos? —preguntó—. ¿Cree usted que yo…?

—¿Qué piensa usted que creo, mademoiselle? —inquirió Poirot.

—Nada —contestó Rosamund.

8

Una hora más tarde Hércules Poirot llegaba a lo alto del sendero que conducía a la Ensenada de las Gaviotas. Había una persona sentada en la playa. Vestía una blusa encarnada y falda azul oscuro. Poirot descendió por el sendero, pisando cuidadosamente con sus elegantes zapatos.

Linda Marshall volvió vivamente la cabeza. A Poirot le pareció que se estremeció.

La muchacha lo miró con la desconfianza y alarma de un animal atrapado. Él se dispuso a sentarse a su lado sobre la arena.

—¿Qué desea usted? —le preguntó la muchacha. Poirot no contestó por el momento.

—El otro día —habló al fin— manifestó usted al jefe de Policía que quería usted a su madrastra y que ella era muy bondadosa para usted.

—¿Y qué?

—Que no era cierto, mademoiselle.

—Sí que lo era —protestó la joven.

—Su madrastra quizá no fuese cruel para usted, se lo concedo —replicó Poirot—, pero usted no la quería. Creo, por el contrario, que la aborrecía usted. De eso no me cabe la menor duda.

—Quizá no la quisiera mucho —concedió Linda—; pero eso no se puede decir de una persona muerta. No estaría bien.

Poirot suspiró.

—¿Le enseñaron a usted eso en el colegio?

—Claro que sí.

—Cuando una persona ha sido asesinada —repuso Poirot—, es más importante ser veraz que guardar las buenas formas.

—Ya suponía yo que usted opinaría así —dijo la joven.

—Lo digo y lo repito. Como usted comprenderá, mi misión es descubrir quién mató a Arlena Marshall.

—Quiero olvidarlo todo. ¡Es tan horrible! —murmuró Linda.

—¿Pero verdad que no puede usted olvidarlo? —remachó dulcemente Poirot.

—Yo supongo que la mataría algún loco —insinuó Linda.

—No soy del mismo parecer —declaró Poirot.

Linda contuvo el aliento.

—¿Es que…, sabe usted algo? —preguntó tímidamente.

—Es muy posible. ¿Quiere usted confiar en mí? Sea franca conmigo y yo haré todo lo que pueda para calmar su cruel inquietud.

—Yo no siento ninguna inquietud —saltó Linda—. Usted no puede hacer nada por mí. No sé de lo que está usted hablando.

—Estoy hablando de unas velas… —dijo Poirot, mirándola fijamente.

El terror se asomó a los ojos de la muchacha.

—¡No quiero escucharle, no quiero escucharle! —chilló.

Linda atravesó corriendo la playa, veloz como una joven gacela, y desapareció sendero arriba.

Poirot la siguió con la mirada y no pudo disimular su emoción.