Capítulo VIII

1

Estaba en el dormitorio que había sido de Arlena Marshall.

Dos grandes ventanas se abrían sobre un balcón que dominaba la playa y el mar. El sol inundaba la habitación, arrancando destellos de la batería de frascos y pomos del tocador de Arlena.

Había allí toda clase de cosméticos y productos de belleza. Entre este arsenal de armas femeninas se movían tres hombres, registrándolo todo. El inspector Colgate andaba de un lado a otro abriendo y cerrando cajones.

De pronto dejó escapar un gruñido de satisfacción. Había dado con un paquete de cartas. Weston se unió a él para examinarlas.

Hércules Poirot se dedicó a registrar el ropero. Su penetrante mirada recorrió la multiplicidad de batas y trajes colgados allí. Sobre uno de los estantes se apilaba la ropa interior con blancura y liviandad de espuma. Otro estaba lleno de sombreros, entre ellos dos de playa, laqueados en rojo y amarillo pálido, una gran pamela de paja hawaiana y tres o cuatro de forma absurda, por los que, a no dudar, habría pagado varias guineas por pieza; una especie de gorrito azul oscuro, un penacho, o poco más, de terciopelo negro, un turbante gris pálido.

Hércules Poirot los examinó uno tras otro, con una indulgente sonrisa en los labios.

Les femmes! —murmuró.

Terminada la lectura, el coronel Weston volvió a doblar las cartas.

—Tres son del joven Redfern —dijo—. ¡Se necesitaba estar loco! Ya aprenderá a no escribir cartas a mujeres en unos cuantos años. Las mujeres guardan las cartas y luego juran que las han quemado. Lea usted ésta, que me parece interesante.

Poirot cogió la carta, que decía así:

Querida Arlena:

Estoy muy triste. Marchar a China… y no verte quizá en años y años. No sé si algún hombre habrá querido a una mujer como te quiero yo. Gracias por el cheque. Por ahora no me molestarán. Fue un mal negocio, y todo porque quise ganar mucho dinero para ti. ¿Podrás perdonarme? Quería colocar diamantes en tus orejas… en tus adorables orejitas, y cubrir tu garganta de límpidas perlas, pero dicen que las perlas no son buenas hoy. ¿Una fabulosa esmeralda, entonces? Sí, eso es. Una gran esmeralda, fría y verde y llena de fuego oculto. No me olvides… aunque sé que no podrás. Eres mía para siempre.

Adiós… adiós… adiós.

J. N.

—Quizá valiera la pena averiguar si ese J. N. marchó efectivamente a la China —dijo el inspector Colgate—. De otro modo… podría ser la persona que andamos buscando. Estaba loco por ella, quería cubrirla de perlas y diamantes… y le pedía dinero. No sé por qué me parece que éste es el prójimo que mencionó miss Brewster. Sí, creo que podría sernos —útil.

—La carta es importante, importantísima —confirmó Hércules Poirot.

Su mirada recorrió una vez más la habitación, los frascos del tocador, el ropero, y un gran muñeco vestido de Pierrot, echado indolentemente sobre la cama.

Pasaron a la habitación de Kenneth Marshall.

Era la inmediata a la de su esposa, pero carecía de comunicación. Daba a la misma fachada y tenía dos ventanas, pero era mucho más pequeña. Entre las dos ventanas colgaba de la pared un espejo con marco dorado. En el ángulo junto a la ventana de la derecha estaba el tocador. Sobre él había dos cepillos de marfil, otro de ropa y un frasco de loción para el cabello. En el ángulo de la izquierda, había una mesa escritorio y, sobre ella, una máquina de escribir y una pila de papeles.

Colgate los examinó, rápidamente.

—Todos parecen insignificantes —dijo—. Ah, aquí está la Carta que mencionó esta mañana. Está fechada el veinticuatro… es decir, ayer. Y aquí está el sobre… timbrado en Leathercombe Bay esta mañana. Ahora podremos convencernos de si pudo preparar la contestación de antemano.

Colgate tomó asiento y se dispuso a continuar sus investigaciones.

—Le dejamos a usted un momento —dijo el coronel Weston—. Vamos a echar un vistazo al resto de las habitaciones. Se ha desalojado a todo el mundo de este pasillo y la gente empieza a impacientarse.

Pasaron a la habitación de Linda Marshall, que era la inmediata. Estaba orientada al Este y se disfrutaba desde ella de una magnífica vista al mar por encima de las rocas.

Weston recorrió rápidamente la habitación.

—No creo que haya nada que ver aquí —murmuró—. Pero es posible que Marshall haya guardado en la habitación de su hija algo que no quisiera que encontrásemos. No es probable, sin embargo. Otra cosa sería si se tratase de ocultar un arma o algo por el estilo.

El coronel abandonó la habitación. Hércules Poirot se quedó rezagado. Había encontrado en la parrilla del hogar algo que le intrigó, algo que habían quemado allí recientemente. Se arrodilló y se puso a rebuscar con paciencia. Luego colocó sus hallazgos sobre una hoja de papel. Un gran trozo irregular de sebo de vela, algunos fragmentos de papel verde o cartón, posiblemente arrancados de un calendario, pues iban unidos a un trozo que mostraba una gran cifra «5» y una leyenda impresa que empezaba diciendo «hechos notables». Había también un alfiler ordinario y una substancia animal, que bien podía ser pelo, carbonizada.

Poirot colocó cuidadosamente en fila todos aquellos objetos y se quedó contemplándolos.

—¿Qué consecuencias sacar de esta colección? —murmuró—. C’est fantastique!

Cogió luego el alfiler y su mirada pareció hacerse más viva y penetrante.

Pour l’amour de Dieu! —exclamó—. ¿Es posible?

Se levantó de donde se había arrodillado junto a la parrilla. Paseó lentamente la mirada por la habitación y esta vez apareció una expresión completamente nueva en su rostro, una expresión grave, casi dura.

A la izquierda de la chimenea había un estante con unas hileras de libros. Hércules Poirot leyó los títulos, pensativo.

Una Biblia, un manoseado ejemplar de las obras de Shakespeare. «El casamiento de William Ashe», por mistress Humphry Ward. «La madrastra joven», por Charlotte Yonge. «Asesinato en la catedral», por Eliot. «Saint Joan», de Bernard Shaw. «El viento se lo llevó», de Margaret Mitchell. «El patio en llamas», por Dickson Carr.

Poirot eligió dos libros: «La madrastra joven» y «William Ashe», y examinó el borroso sello estampado en la portada. Iba ya a volverlos a su sitio, cuando tropezó su mirada con un libro colocado forzadamente detrás de los otros. Era un pequeño volumen encuadernado lujosamente en piel color castaña.

Lo sacó y lo abrió.

Tenía yo razón —murmuró lentamente mientras lo examinaba—. Tenía yo razón. Pero en cuanto a lo demás… ¿será posible? No, no es posible… a menos que…

Quedó perplejo, acariciándose el bigote mientras su imaginación repasaba el problema.

Y volvió a repetir lentamente:

—A menos que…

2

El coronel Weston se asomó a la puerta.

—Hola, Poirot, ¿pero todavía aquí?

—Ya voy, ya voy —contestó el detective.

Salió apresuradamente al pasillo.

La habitación inmediata a la de Linda era la de los Redfern.

Poirot la recorrió, observando automáticamente las huellas de dos individualidades diferentes: una pulcritud y delicadeza, que asoció con Cristina, y un pintoresco desorden, que era la característica de Patrick. Aparte de aquellos indicios delatores de la personalidad, la habitación no le interesó.

Seguía a continuación la habitación de Rosamund Darnley, y en ella se detuvo unos momentos gozando el vivo placer de observar la personalidad de su dueña.

Observó los libros colocados sobre la mesa junto a la cama y la refinada sencillez de los adminículos esparcidos por el tocador. Y allí percibió su olfato el elegante perfume usado por Rosamund Darnley.

A continuación de la habitación de Rosamund Darnley, en el extremo Norte del pasillo, se abría una puerta vidriera desde la que una escalera exterior conducía a las rocas de abajo.

—Por aquí baja la gente a bailarse antes de desayunar —explicó Weston.

La mirada de Hércules Poirot mostró repentino interés. El detective se asomó al balcón y miró hacia abajo.

Un sendero cortaba en zigzag las locas hasta llegar al mar. Había también otro que rodeaba el hotel hacia la izquierda.

—Se puede bajar por estas escaleras —dijo Poirot—, rodear el hotel por la izquierda y salir al camino principal que arranca de la calzada.

—Y también se puede atravesar la isla por la derecha sin necesidad de cruzar por delante del hotel —añadió Weston—. Pero así y todo, le verían a uno desde una ventana.

—¿Desde qué ventana?

—Dos de los cuartos de baño tienen vistas hacia esa parte, así como las salas de tertulia de la planta baja y el salón de billar.

—Cierto —dijo Poirot—, pero los primeros tienen cristales deslustrados, y no se pone uno a jugar al billar en una hermosa mañana de sol.

—Exacto —convino Weston—. Pero, contando con ello, ése fue el camino que tomó él.

—¿Se refiere usted al capitán Marshall?

—Sí. Todos los indicios apuntan hacia él. Por otra parte, su conducta no puede ser más sospechosa y desdichada.

—Es posible —dijo Poirot—, pelo las rarezas de un hombre no bastan para convertirle en asesino.

—Entonces ¿cree usted que debemos descartarle? —inquirió Weston.

—No me atrevería a decir tanto —contestó Poirot.

—Veremos lo que Colgate ha averiguado de la coartada de la máquina de escribir —dijo Weston—. Entretanto, la camarera de este piso nos está esperando para ser interrogada. Su declaración puede aclararnos muchas cosas.

La camarera era una mujer de treinta años, vivaracha e inteligente. Sus respuestas fueron claras y terminantes.

El capitán Marshall había subido a su habitación no mucho después de las diez y media. Ella estaba entonces terminando de arreglar el cuarto. Él le pidió que terminase lo antes posible. La camarera no le había visto volver, pero había oído poco después el ruido de su máquina de escribir. Serían entonces las once y cinco aproximadamente. Ella se encontraba en aquel momento en la habitación de los señores Redfern. Cuando terminó de arreglarla, se trasladó a la de miss Darnley, situada al final del pasillo. Desde allí no podía oír la máquina de escribir. Fue a la habitación de miss Darnley poco después de las once. Recordaba haber oído la campana de la iglesia de Leathercombe dar la hora al entrar. A las once y cuarto había bajado a tomar un piscolabis. Después había ido a arreglar las habitaciones de la otra ala del hotel. A una pregunta del coronel Weston, la camarera explicó que había hecho las habitaciones de aquel pasillo en el orden siguiente:

La de miss Linda Marshall, los dos cual tos de baño públicos, la habitación de mistress Marshall y su cuarto de baño privado, y la del capitán Marshall La habitación de los señores Redfern con su cuarto de baño y la de miss Darnley, también con su cuarto de baño. En cuanto a las habitaciones del capitán Marshall y de miss Marshall carecían de cuarto de baño privado.

Durante el tiempo que permaneció en la habitación de miss Darnley no había oído pasar a nadie por delante de la puerta o visto salir por la escalera exterior a las locas, pero era muy probable que no lo hubiera oído de haber salido alguien silenciosamente.

Weston orientó luego sus preguntas hacia el tema de mistress Marshall. No, la señora Marshall no se levantaba temprano por lo general. Ella, la camarera Gladys Narracott, se había sorprendido al encontrar la puerta abierta y que mistress Marshall había bajado poco después de las diez. Aquello era algo completamente desacostumbrado.

—¿Desayunaba mistress Marshall siempre en la cama?

—Oh, sí, señor, siempre. Pero desayunaba muy poco. Solamente té y jugo de naranja y una tostada. Esto lo hacen muchas señoras para adelgazar.

No; no había notado nada desacostumbrado en mistress Marshall aquella mañana. Tenía el humor de costumbre.

—¿Que opinión tenía usted de mistress Marshall, mademoiselle? —preguntó Poirot.

—Eso no está bien que yo lo diga, señor —se excusó Gladys Narracott.

—Por el contrario, estará muy bien —replicó Poirot—. Estamos ansiosos, muy ansiosos de escuchar su opinión, que será muy valiosa para nosotros.

Gladys dirigió una temerosa mirada al coronel, quien se esforzaba por poner gesto de aprobación, aunque realmente se sentía ligeramente desconcertado por los extraños métodos de su colega extranjero.

Por primera vez abandonó Gladys Narracott su animosa serenidad. Sus dedos no hacían más que alisar la punta de su delantal.

—Verá usted —empezó diciendo—; a mí mistress Marshall no me parecía del todo una señora. Quiero decir que recordaba más a una actriz.

—Como que lo era —dijo el coronel Weston.

—Sí, señor; eso es lo que iba a decir. Era una señora que lo hacia todo como le venía en gana. No se molestaba en ser cortés si no se sentía con humor para serlo. Tan pronto era toda sonrisas y arrumacos como la trataba a una con la mayor grosería, sólo porque no había acudido en seguida a la llamada del timbre o no le había devuelto su ropa blanca. Ninguna de nosotras la queríamos. Pero sus vestidos eran bonitos y ella una mujer muy guapa, y era natural que se la admirase.

—Siento tener que dirigir a usted la pregunta que le voy a hacer —intervino el coronel—, pero es algo de vital importancia. ¿Puede usted decirme cómo se llevaba con su marido?

Gladys Narracott titubeó un momento.

—¿Es que sospecha usted de él? —preguntó.

—¿Qué le parecería a usted si sospechásemos? —preguntó a su vez Poirot.

—Oh, no quiero ni pensarlo. El capitán Marshall es todo un caballero y no pudo hacer eso.

—Pero usted no está muy segura… lo noto en su voz.

—¡Lee una tantas cosas en los periódicos! —exclamó Gladys—. Los celos son mala cosa. Además, todo el mundo habla de lo mismo… ¡de ella y de mister Redfern! ¡Lástima de señora! Mister Redfern también es un perfecto caballero, pero parece ser que los hombres pierden la cabeza con mujeres como mistress Marshall, tan bella y elegante… Yo no sé si el capitán Marshall llegaría a enterarse.

—Y si se enteró, ¿qué? —preguntó vivamente el coronel Weston.

—A veces llegué a pensar que mistress Marshall tenía miedo de que su marido se enterase.

—¿Qué le hacía a usted pensarlo?

—No era nada concreto, señor. Era solamente que a veces me parecía que le tenía miedo. Él es un caballero muy tranquilo… pero nunca se sabe lo que una persona lleva dentro.

—Hasta ahora no nos ha dicho usted nada concreto —dijo Weston—. ¿No escuchó usted nunca alguna conversación entre los dos?

Gladys Narracott negó con un lento movimiento de cabeza.

Weston lanzó un suspiro de resignación.

—Hablemos, entonces, de las cartas recibidas por mistress Marshall esta mañana —dijo—. ¿Puede usted decirnos algo de ellas?

—Hubo seis o siete, señor. No puedo decirlo exactamente.

—¿Se las llevó usted a la señora?

—Sí, señor. Las recogí en el despacho, como de costumbre, y las puse en la bandeja del desayuno.

—¿Recuerda usted algo de su aspecto?

—Eran cartas de aspecto corriente. Algunas me parecieron facturas y circulares, porque la señora las rompió y echó los pedazos en la bandeja.

—¿Qué fue de ellos?

—Fueron a parar al cajón de la basura, señor. Un policía los está examinando ahora.

—¿Y el contenido del cesto de los papeles?

—Estará también en el cajón de la basura.

—Muy bien; nada más por ahora —dijo Weston, lanzando una interrogadora mirada a Poirot.

Poirot se inclinó hacia delante y formuló una última pregunta:

—Cuando arregló la habitación de miss Linda esta mañana, ¿limpió usted la chimenea?

—No tenía nada que limpiar, señor. No se había encendido fuego en ella.

—¿Y no había nada en el hogar?

—Nada absolutamente.

—¿A qué hora arregló usted la habitación?

—A las nueve y cuarto, cuando la señorita bajó a desayunar.

—¿Sabe usted si después de desayunar volvió a subir a su habitación?

—Sí, señor; subió a las diez menos cuarto.

—¿Se quedó en la habitación?

—No, señor. Salió, algo apresuradamente, poco antes de las diez y media.

—¿Usted no volvió a entrar en su habitación?

—No, señor. Había terminado con ella.

—Hay otra cosa que necesito saber —dijo Poirot—. ¿Qué personas se bañaron antes de desayunar esta mañana?

—No puedo saber lo que hicieron las que habitan en la otra ala o en el piso de arriba. Sólo estoy enterada de las que se alojan en éste.

—Es precisamente lo que me interesa saber.

—Pues me parece que el capitán Marshall y mister Redfern fueron los únicos que se bañaron esta mañana. Siempre bajan temprano a darse un chapuzón.

—¿Los vio usted?

—No, señor; pero sus ropas de baño estaban puestas a secar en la barandilla del balcón, como de costumbre.

—¿Miss Linda Marshall no se bañó esta mañana?

—No, señor. Su ropa de baño estaba seca.

—Es todo lo que quería saber —dijo Poirot.

—Pero la señorita se baña casi todas las mañanas —añadió espontáneamente Gladys Narracott.

—¿Y los otros tres, miss Darnley, mistress Redfern y mistress Marshall?

—La señora Marshall nunca se bañaba tan temprano, señor. Miss Darnley lo hizo una o dos veces. Mistress Redfern no se baña con frecuencia antes de desayunar… solamente cuando hace mucho calor, pero no se bañó esta mañana.

—¿Ha observado usted si falta un frasco de alguna de las habitaciones que limpió usted? —preguntó de pronto Poirot.

—¿Un frasco, señor? ¿Qué clase de frasco?

—Desgraciadamente, no lo sé. Pero ¿lo ha notado usted… o lo hubiese notado si hubiese desaparecido alguno de ellos?

—Tratándose de la habitación de mistress Marshall, eso no sería posible. ¡Tiene tantos la señora!

—¿Y las otras habitaciones?

—De miss Darnley tampoco estoy segura. Tiene muchas cremas y lociones. En las otras habitaciones ya es más fácil notar la falta de algún frasco.

—¿Pero usted no los echó de menos realmente?

—No, porque no puse cuidado.

—Quizá sería otra cosa si lo mirase usted ahora, ¿verdad?

—Ciertamente, señor.

La camarera abandonó la habitación. Weston miró interrogadoramente a Poirot.

—¿A qué viene todo esto? —le preguntó.

—¡Es mi metódica imaginación que se preocupa de bagatelas! —contestó Poirot—. Miss Brewster estuvo esta mañana bañándose junto a las rocas antes de desayunar y dice que le arrojaron desde arriba un frasco que casi le dio. Y bien; quiero saber quién arrojó ese frasco y por qué.

—Mi querido amigo, cualquiera pudo arrojar ese frasco sin propósito alguno.

—No lo crea. Para empezar, sólo pudo ser arrojado desde una ventana de la parte Este del hotel, es decir, desde una de las ventanas de las habitaciones que acabamos de examinar. Y ahora pregunto yo: si usted tiene un frasco vacío en su tocador o en su cuarto de baño, ¿qué haría con él? Yo contestaría que arrojarlo al cesto de los papeles. ¡No se toma uno la molestia de salir al balcón para lanzarlo al mar! En primer lugar, se corre el riesgo de dar a alguien, y en segundo, seria tomarse demasiado trabajo. No; sólo se hace eso cuando se quiere que alguien no vea ese frasco particular.

Weston se le quedó mirando de hito en hito.

—Ya sé —dijo— que el inspector jefe Japp, a quien conocí no hace mucho tiempo, acostumbra a decir que tiene usted una imaginación tortuosa. ¿No me irá usted a decir ahora que Arlena Marshall no fue estrangulada, sino envenenada con un frasco misterioso que contenía una droga misteriosa?

—No; no creo que hubiese veneno en aquella botella.

—¿Qué había entonces?

—Lo ignoro. Eso es precisamente lo que me interesa.

Regresó Gladys Narracott, un poco agitada.

—Lo siento, señor —dijo—; pero no echo nada de menos. Estoy segura de que no falta nada de las habitaciones del capitán Marshall ni de miss Linda ni de la de los señores Redfern, y casi segura de que de la de miss Darnley no ha desaparecido nada tampoco. Pero no podría decir lo mismo de la de mistress Marshall. Como dije antes, en su tocador hay demasiados chirimbolos.

—No importa —dijo Poirot, encogiéndose de hombros—. Prescindiremos de ese detalle.

—¿Desea algo más el señor? —preguntó Gladys Narracott.

La muchacha paseó la mirada de uno a otro.

—No, muchas gracias —contestó Weston.

—Muchas gracias —dijo Poirot—. ¿Está usted segura de que no hay nada, nada en absolutos que haya olvidado decirnos?

—¿Acerca de la señora Marshall, señor?

—Acerca de cualquier cosa. Algo desacostumbrado, fuera de lo corriente, inexplicable, peculiar, curioso… en fin, algo que le haya hecho decirse a sí misma o a alguna de sus colegas: «¡Es extraño!».

—Pero ¿a qué clase de cosas se refiere usted? —insistió la camarera.

—Nada importa n lo que me refiera —replicó Poirot—. ¿Es cierto o no que usted dijo hoy a una de sus compañeras: «¡Es extraño!»?

Poirot recalcó con cierta ironía las dos palabras.

—No era nada realmente —dijo Gladys—. Se trataba de que se oía correr el agua de un baño y yo dije a mi compañera Elsie que era extraño que alguien se estuviese bañando cerca de las doce.

—¿De qué baño se trataba? ¿Quién tomó el baño?

—Eso no podríamos decírselo, señor. Nosotras oímos correr el agua y nada más.

—¿Está usted segura de que era un baño? ¿No sería un lavabo?

—¡Oh, completamente segura, señor! No se puede confundir el ruido del agua que produce un baño al vaciarse con el de un lavabo.

Poirot no mostró nuevos deseos de retener a la camarera, y Gladys Narracott recibió permiso para retirarse.

—No creerá usted que ese detalle del baño sea importante, ¿verdad, Poirot? —preguntó Weston—. No había manchas de sangre ni nada por el estilo que lavar. Es una de las ventajas del.

—Sí, una de las ventajas del estrangulamiento —completó Poirot—. Ni manchas de sangre, ni armas, ni nada de que deshacerse o que ocultar. No se necesita más que fuerza física ¡y tener alma de asesino!

Su voz tuvo un tono tan vehemente, tan apasionado, que Weston se amoscó un poco. Hércules Poirot le sonrió disculpándose.

Hubo una pausa.

—Tiene usted razón —dijo—, lo del baño carece probablemente de importancia. Cualquiera pudo tomar un baño. La señora Redfern antes de bajar a jugar al tenis, el capitán Marshall, miss Darnley ¡cualquiera! El detalle no tiene nada de particular.

Un agente de policía llamó a la puerta y asomó la cabeza.

—Es miss Darnley, señor. Dice que desearía ver a ustedes un momento. Se le olvidó decirles algo que considera importante.

—Ahora bajamos —dijo Weston.

3

Al primero que vieron fue a Colgate. Su rostro tenía una expresión sombría.

—Un momento, señor.

Weston y Poirot le siguieron al despacho de mistress Castle.

—He estado comprobando con Heald lo de la máquina de escribir —dijo Colgate—. No cabe duda de que el trabajo no puede hacerse en menos de una hora. Y es bastante más, si hay que detenerse de vez en cuando para pensar. Lea ahora esta carta.

Mi querido Marshall:

Siento turbar tus vacaciones, pero ha surgido una situación completamente imprevista en el asunto de los contratos de Burley y Tender…

—Etcétera, etcétera —añadió Colgate—. Está fechada el veinticuatro, es decir, ayer. El sobre lleva el cuño de ayer tarde, el de Londres, y el de Leathercombe Bay esta mañana. Utilizaron la misma máquina para el sobre y para la carta. Y por el contenido resulta claramente imposible que Marshall preparase la contestación de antemano. Las cifras que figuran en ésta son consecuencia del asunto de que trata la carta y… en fin, que todo el asunto es muy complicado.

—¡Hum! —rezongó Weston—. Al parecer habrá que descartar también a Marshall. Tendremos que investigar por otro lado. Ahora voy a ver a miss Darnley. Nos está esperando.

Entró Rosamund. Su sonrisa parecía pedir perdón por anticipado.

—No saben lo que siento molestarles —dijo—. Probablemente no valdrá la pena, pero olvidé decirles algo que, a mi juicio, tiene cierto interés.

—Usted dirá, miss Darnley —dijo Weston, indicando una silla.

—Oh, ni siquiera necesito sentarme —se excusó la joven—. Se trataba sencillamente de esto: yo les dije a ustedes que pasé la mañana en Sunny Ledge. No es del todo exacto. Olvidé decir que regresé una vez al hotel y volví a salir.

—¿A qué hora fue eso, miss Darnley?

—Alrededor de las once y cuarto.

—¿Y dice usted que volvió al hotel?

—Sí, había olvidado mis lentes ahumados. Al principio pensé que podría pasarme sin ellos, pero se me cansaron los ojos y decidí venir a buscarlos.

—¿Y fue usted directamente a su habitación?

—Sí. Es decir, no hice más que asomarme un momento a la habitación de Kenn… del capitán Marshall. Oí teclear en su máquina y pensé que era absurdo que se encerrase a escribir con un día tan hermoso. Me asomé para decirle que saliese.

—¿Y qué contestó el capitán Marshall?

Rosamund sonrió con cierto misterio.

—Cuando abrí la puerta estaba tan entusiasmado escribiendo y parecía tan abstraído en su trabajo, que decidí retirarme silenciosamente. No creo que ni siquiera me viese.

—¿A qué hora fue eso, miss Darnley?

—A las once y veinte aproximadamente. Al salir miré el reloj del vestíbulo.

4

—Esto acaba de poner la tapadera —comentó el inspector Colgate—. La camarera le oyó teclear hasta las once menos cinco. Miss Darnley le vio a los once menos veinte, y la mujer fue muerta a las doce menos cuarto. Él dice que pasó aquella hora escribiendo en su cuarto, y no hay nada que contradiga su afirmación. Esto excluye al capitán Marshall por completo.

Colgate hizo una pausa y miró a Poirot con curiosidad.

Mister Poirot parece muy preocupado por algo —dijo.

—Me estoy preguntando —contestó Poirot— por qué se ha presentado tan repentinamente a hacer esta declaración extraordinaria.

—¿Le parece extraño? —preguntó Colgate, ya intrigado.

—¿Es que no cree usted en lo del olvido? Colgate reflexionó unos momentos.

—Vamos a examinar este incidente desde otro aspecto —dijo al fin—. Supongamos que miss Darnley no estuviese en Sunny Ledge como dijo. En ese caso su declaración es falsa. Supongamos ahora que después de haberla hecho se enteró de que alguien la había visto en alguna otra parte o de que alguien fue a Sunny Ledge y no la encontró allí. Discurrió entonces rápidamente esta historia y vino a contárnosla para justificar su ausencia. Observarían ustedes que tuvo buen cuidado de hacer resaltar que el capitán Marshall no la vio cuando Se asomó a su habitación.

—Sí, ya lo observé —murmuró Poirot.

—¿Quiere usted sugerir que miss Darnley está complicada en esto? —preguntó Weston con acento de incredulidad.

—Eso me parece absurdo. ¿Por qué iba a intervenir?

Colgate tosió para aclararse la garganta.

—Recordará usted lo que dijo la dama americana, mistress Gardener. Esa señora indicó que miss Darnley estaba enamorada del capitán Marshall. ¿No encuentra usted la explicación ahí, señor?

—Arlena Marshall no fue muerta por una mujer —replicó Weston, impaciente—. Es un hombre el que tenemos que buscar.

—Sí, es cierto, señor —suspiró Colgate—. Es preciso seguir ateniéndonos a nuestra primera hipótesis de asesino, hombre y nada más que hombre.

—Dedique un agente a comprobar un dato que necesito —ordenó Weston—; el tiempo que se emplea en ir desde el hotel, atravesando la isla, hasta lo alto de la escalerilla. Que calcule el tiempo corriendo y al paso. Otro agente comprobará el tiempo que lleve ir en esquife desde la playa de baños hasta la ensenada.

—Me ocuparé de todo eso, señor —prometió Colgate.

—Yo marcharé a visitar la ensenada ahora —declaró Weston—. Veremos si Phillips ha descubierto algo. Allí está también la Cueva del Pirata, de la que tanto hemos oído hablar. Es preciso ver si encuentran en ella huellas de alguien que se hubiese escondido allí. ¿Qué le parece, Poirot?

—Muy bien. Es una posibilidad —contestó el detective.

—Si alguien consiguió penetrar inadvertido en la isla, encontraría allí un buen sitio para esconderse. Supongo que los habitantes de la localidad conocerán bien esa cueva.

—No creo que la conozca la generación más joven —repuso Colgate—. Ello es debido a que desde que se edificó este hotel, las ensenadas pasaron a ser propiedad privada. Allí no van ni pescadores ni excursionistas. Y la servidumbre del hotel no es de la localidad. Mistress Castle es londinense.

—Podemos hacer que nos acompañe Redfern —propuso Weston—. Él fue quien primero nos habló de la cueva.

—¿Vendrá usted, mister Poirot?

Hércules Poirot titubeó y terminó contestando con pronunciado acento extranjero:

—No. Digo lo que miss Brewster y mistress Redfern: no me gusta bajar por las escalerillas perpendiculares… a veces son peligrosas.

—Puede usted ir en bote.

Hércules Poirot lanzó un suspiro.

—Mi estómago no se siente muy feliz en el mar.

—¡Pero si hace un día hermoso! El mar está como un estanque. No puede usted abandonarnos.

Hércules Poirot iba a discurrir una nueva negativa cuando mistress Castle asomó por la puerta su complicado peinado.

—Espero que no les molestaré —dijo—, pero mister Lane, el clérigo que ustedes conocen, acaba de regresar, y pensé que quizá quisieran ustedes verle.

—¡Ah, sí, muchas gracias, mistress Castle! Le veremos ahora mismo.

Mistress Castle penetró un poco más en la habitación.

—No sé si valdrá la pena mencionarlo —dijo con aire de misterio—, pero siempre he oído decir que no debe desperdiciarse el más ligero detalle…

—Sí, sí; así es —dijo Weston impaciente.

—Se trata de que a eso de la una estuvieron aquí una señora y un caballero. Vinieron del continente a almorzar, Les dijimos que había ocurrido un accidente y que, dadas las circunstancias, no se podían servir almuerzos.

—¿Tiene usted idea de quiénes eran?

—Lo ignoro. No me dieron el nombre, naturalmente. Me expresaron su decepción y revelaron cierta curiosidad por conocer la naturaleza del accidente. Yo no les conté nada, por supuesto. Por su aspecto me parecieron veraneantes de la mejor clase.

—Bien, gracias por el informe —dijo Weston con cierta brusquedad. Probablemente no tendrá importancia, pero ha hecho usted bien en decírmelo.

—¡Yo siempre cumplo con mi deber! —declaró solemnemente mistress Castle.

—Muy bien, muy bien. Diga a mister Lane que entre.

5

Stephen Lane entró en la habitación, caminando con su acostumbrado vigor.

—Soy el jefe de policía de este distrito —se anunció Weston—. Supongo que le habrán dicho lo que ha ocurrido aquí.

—Sí… ¡oh, sí, me enteré en cuanto llegué! Terrible… terrible. —Su recio armazón se estremeció—. Desde que estoy aquí —añadió abajando la voz—, he tenido la sensación de que nos iban cercando las fuerzas del Mal.

Sus ojos, ávidos y ardientes, se clavaron en Poirot.

—¿Recuerda, mister Poirot, nuestra conversación de hace unos días? ¿Sobre la realidad del Mal?

Weston estudiaba la alta y corpulenta figura del clérigo con cierta perplejidad. Encontraba difícil llegar a comprender a aquel hombre. La mirada de Lane volvió a él. El clérigo añadió con leve sonrisa:

—No sé por qué se me figura que le parezco a usted fantástico, señor. En nuestros días hemos abandonado la creencia en el Mal. ¡Hemos abolido el fuego del infierno! ¡Ya no creemos en el Diablo! ¡Pero Satán y los emisarios de Satán nunca fueron más poderosos que hoy en día!

—¡Oh, sí, es muy posible! —dijo Weston—. Pero todo eso, mister Lane, es de su ministerio. El mío es más prosaico… consiste en aclarar un caso de asesinato.

—Horrible palabra. ¡Asesinato! —exclamó Stephen—. Uno de los primeros pecados que se conocieron sobre la Tierra: el cruel derramamiento de la sangre de un hermano inocente… —Hizo una pausa, con los ojos medio cerrados, y añadió en tono más natural—: ¿En qué —puedo servirle?

—En primer lugar, mister Lane, ¿quiere decirme en qué empleó hoy su tiempo?

—Con mucho gusto. Salí muy temprano para una de mis acostumbradas excursiones. Me gusta andar. He recorrido la mayor parte de estos alrededores. Hoy fui hasta Saint Petrock-in-the-Combe. Dista unas siete millas de aquí, una agradable caminata por intrincados senderos, subiendo y bajando por montañas y valles. Me llevé el almuerzo y me lo comí en un bosque. Visité la iglesia, que tiene fragmentos de vidrieras antiguas, y también unas interesantísimas pinturas murales.

—Gracias, mister Lane. ¿Encontró a alguien en el camino?

—Por supuesto. Me crucé con un coche y con un par de muchachos en bicicleta. No obstante —añadió sonriendo—, si usted quiere pruebas de mis afirmaciones, inscribí mi nombre en el libro de la iglesia. Lo encontrará usted allí si se llega a visitarla.

—¿No vio usted a nadie en la iglesia… al vicario o al pertiguero?

—No, no había nadie por allí, y yo era el único visitante. Saint Petrock es un lugar muy apartado. El verdadero pueblo está situado a media milla.

—No debe usted pensar que dudamos de lo que usted dice —se disculpó amablemente Weston—. Hemos hecho lo mismo con todo el mundo. Cuestión de rutina, como usted sabe, mera rutina. En caso de esta clase no hay más remedio que seguirla.

—¡Oh, sí!, lo comprendo perfectamente —dijo Stephen Lane con toda amabilidad.

—Toquemos otro punto —prosiguió Weston—. ¿Sabe usted algo que pueda ayudarnos en nuestra tarea? ¿Algo referente a la mujer muerta? ¿Algo que nos de una pista del que la asesinó?

—No sé nada —contestó Stephen—. Todo lo que puedo decir es esto: que supe instintivamente, tan pronto como la vi, que Arlena Marshall era un foco de maldad. ¡Ella era el Mal! ¡El Mal personificado! La mujer puede ser la ayuda del hombre y la inspiración de su vida, pero también puede ser su perdición. Puede arrastrarle al nivel de la bestia. La muerta era una mujer de ésas. Sus falsos encantos subyugaban a los hombres. Era como Jezabel y Aholibah. ¡Ahora yace aplastada por el peso de su maldad!

Hércules Poirot se estremeció.

—Aplastada, no —murmuró—, ¡estrangulada! Estrangulada, mister Lane, por un par de manos humanas.

Las propias manos del clérigo temblaron. Sus dedos parecieron engarfiarse en algo invisible. Cuando habló, su voz fue ronca y ahogada.

—Es horrible… horrible.

—Pero es la simple verdad —replicó Poirot—. ¿Tiene usted idea, mister Lane, de qué manos fueron ésas?

Lane movió lentamente la cabeza.

—No se nada… nada…

Weston se puso en pie, y tras lanzar una mirada a Colgate, a la que éste correspondió con un ligero gesto, dijo con cierto tono de impaciencia:

—Bien; tenemos que salir para la Cueva.

—¿Es allí donde… sucedió? —preguntó Lane.

Weston hizo un gesto afirmativo.

—¿Puedo… puedo ir con ustedes? —inquirió el clérigo.

A punto de dar una lacónica negativa, Weston dejó que Poirot contestase:

—No hay inconveniente. Me acompañará usted en un bote, mister Lane. Saldremos inmediatamente.