Capítulo VII

1

Cristina se quedó mirando, sin comprender lo que quiso decir. Luego contestó mecánicamente:

—Supongo que porque estaba siendo victima de un chantaje. Era una de esas personas cuya vida se prestaba a ello.

—¿Pero sabe usted que estaba siendo víctima de un chantaje? —insistió el coronel con ansiedad.

Las mejillas de la joven señora se colorearon ligeramente.

—Lo sé por casualidad —dijo con cierta sencillez—. He tenido ocasión de oír algo.

—¿Quiere usted explicarse, mistress Redfern?

La joven enrojeció todavía más.

—No he querido decir que sorprendiera ninguna conversación. Fue una casualidad. Ocurrió hace dos… no, tres noches. Estábamos jugando al bridge —se volvió hacia Poirot.

—¿Recuerda usted? Jugábamos mi marido y yo, usted y miss Darnley. Hacía mucho calor en la habitación, y yo me deslicé por la galería en busca de un poco de aire fresco. Bajaba hacia la playa cuando, de pronto, oí voces. Una era de Arlena Marshall; la conocí en seguida. «Es inútil atosigarme —decía—. Ahora no pudo conseguir más dinero. Mi marido sospecharía algo». Y contestó la voz de un hombre: «No admito excusas. Necesito el dinero inmediatamente». Y a esto Arlena Marshall exclamó; «¡Es usted un miserable chantajista!». Y el hambre respondió; «¡Chantajista o no, usted pagará, milady!».

Cristina hizo una pausa.

—Volví hacia atrás y un minuto después Arlena Marshall pasó precipitadamente por mi lado. Parecía espantosamente trastornada.

—¿Y el hombre? —preguntó Weston—. ¿Sabe usted acaso quién era?

—Hablaba en voz baja —contestó Cristina—. Apenas oí lo que decía.

—¿No le sugirió a usted la voz alguna persona conocida?

—No. Era demasiado baja, como he dicho.

—Muchas gracias, mistress Redfern.

2

Cuando se cerró, la puerta detrás de Cristina Redfern, el inspector Colgate exclamó:

—¡Parece que ahora vamos a alguna parte!

—¿Lo cree usted así? —preguntó Weston.

—No hay duda, señor. Alguien de este hotel explotaba a la dama.

—Pero no fue el malvado chantajista quien murió —murmuró Poirot—. Fue la víctima.

—Confieso que esa es una pequeña contrariedad —dijo el inspector. Los chantajistas no tienen la costumbre de estrangular a sus víctimas. Pero la existencia de uno de estos personajes sugiere una razón para la extraña conducta de mistress Marshall esta mañana. Tenía una entrevista con el individuo que la estaba explotando, y no quería que se enterase ni su marido ni Redfern.

—Ciertamente que explica ese punto —convino Poirot.

—Piensen ahora en el sitio elegido —prosiguió el inspector Colgate—. No podría encontrarse otro más apropiado. La dama sale en su esquife. Nada más natural. Es lo que hace todos los días. Se dirige a la Ensenada del Duende, donde nadie va por las mañanas y que es un lugar silencioso y tranquilo para una entrevista.

—También a mí me llamó la atención ese detalle —dijo Poirot—. Es, como usted dice, un sitio ideal para una entrevista. Solitario, solamente accesible desde la parte de tierra por una escalerilla vertical que no todo el mundo se atreve a utilizar. Además, la mayor parte de la playa es invisible desde arriba a causa del peñasco que sobresale. Y tiene otra ventaja. Mister Redfern me habló de esto un día. En la playa hay una cueva, cuya entrada no es fácil de encontrar, pero donde puede uno esperar sin ser visto.

—Recuerdo haber oído hablar de la Cueva del Duende —dijo Weston.

—Yo hacía años que no la oía mencionar —intervino Colgate—. Será conveniente que le echemos un vistazo. A lo mejor encontramos allí una pista.

—Tiene usted razón —dijo Weston—. Hemos encontrado la solución a una parte del enigma. ¿Por qué fue mistress Marshall a la Cueva del Duende? Pero necesitamos la otra mitad de la solución: ¿Con quién tenía que encontrarse allí? Presumiblemente, con alguien que para en este hotel y que no será un enamorado...

Volvió a abrir el registro.

—Excluyendo los camareros, «botones», y demás, a quienes no creo chantajistas probables, tenemos los siguientes individuos: Gardener el americano, el mayor Barry, mister Horace Blatt y el reverendo Stephen Lane.

—Todavía podemos acortar un poco la lista, señor —dijo el inspector Colgate—. Creo que podemos excluir también al americano. Estuvo toda la mañana en la playa. ¿No es cierto, mister Poirot?

—Estuvo un rato ausente cuando fue a buscar un ovillo de lana para su mujer —contestó Poirot.

—Oh, bien; eso no vale la pena de tomarlo en cuenta —dijo Colgate.

—¿Y qué hay de los otros tres? —preguntó Weston.

—El mayor Barry salió a las diez de la mañana. Regresó a la una y media. Mister Lane madrugó más todavía. Desayunó a las ocho. Dijo que iba a dar un paseo largo. Mister Blatt salió en yola a las nueve y media, como hace casi todos los días. Ninguno de ellos ha regresado todavía.

—Bien —indicó Weston—; cambiaremos unas palabras con el mayor Barry… ¿y quién más se encuentra aquí? Rosamund Darnley. Y miss Brewster, la señorita que encontró el cadáver en unión de Redfern. ¿Qué opinión tiene usted de esa señorita, Colgate?

—Es una infeliz. No hay que contar con ella.

—¿Expresó alguna opinión sobre la muerta?

El inspector hizo un gesto negativo.

—No creo que tenga nada que decirnos, señor, pero de todos modos nos aseguraremos. También se encuentran los americanos en el hotel.

—Los interrogaremos a todos —dijo el coronel Weston—. Quizá podamos averiguar algo… aunque sólo sea del asunto del chantaje.

3

Mister y mistress Gardener comparecieron juntos ante la autoridad.

Mistress Gardener inició su explicación inmediatamente:

—Espero que comprenderá usted lo que voy a decirle, coronel Weston, ¿es así como se llama usted? —Segura sobre este punto, prosiguió—: Lo sucedido ha sido un golpe terrible para mí y para mister Gardener, siempre cuidadoso de mi salud…

—Mi señora es una mujer muy sensible —intercaló mister Gardener.

—Cuando me llamó usted, me dijo: «Pues claro que te acompañaré, Carrie». Los dos sentimos la mayor admiración por los métodos de la policía británica. A mí siempre me han dicho que los procedimientos de la policía inglesa son los más refinados y delicados, cosa que nunca he puesto en duda, y recuerdo que una vez que perdí una pulsera en el Hotel Savoy no he conocido a nadie más amable y simpático que el joven que vino a hablarme del asunto. Realmente yo no había perdido la pulsera, sino que había olvidado dónde la había puesto, y este es el inconveniente de andar siempre de prisa, que olvida una dónde pone las cosas… —Mistress Gardener hizo una pausa, respiró profundamente y prosiguió su discurso—: Vengo, pues, a decirles, y mister Gardener está de acuerdo conmigo, que no deseamos otra cosa que ayudar en lo posible a la policía británica. Así que puede usted preguntarme todo lo que desee, que yo…

El coronel Weston abrió la boca para aprovechar aquella invitación, pero tuvo que aplazarlo momentáneamente en espera de que mistress Gardener terminase.

—¿No es cierto que te lo dije así, Odell?

—Así fue, querida —contestó mister Gardener.

—Tengo entendido, mistress Gardener, que usted y su marido estuvieron toda la mañana en la playa —se apresuró a intercalar el coronel Weston.

Por una vez, mister Gardener fue quien contestó primero.

—Así es —dijo.

—Claro que estuvimos —confirmó mistress Gardener—. Hizo una deliciosa mañana y no teníamos la menor idea de lo que estaba ocurriendo en un rincón de aquella solitaria playa.

—¿No vieron ustedes a mistress Marshall en todo el día?

—No, señor. Por cierto que dije a Odell: ¿adónde habrá ido mistress Marshall esta mañana? Luego vimos que su marido la buscaba y que el joven mister Redfern estaba tan impaciente que no paraba en ningún sitio y no hacía más que volver la cabeza para mirar a todo el mundo. Yo me dije: «parece mentira que teniendo una mujercita tan mona ande detrás de esa temible mujer». Porque eso es lo que siempre me ha parecido mistress Marshall, ¿verdad, Odell que te lo dije?

—Sí, querida.

—No puedo explicarme cómo un hombre tan simpático como ese capitán Marshall ha llegado a casarse con ella, y más teniendo una hija tan crecida y sabiendo lo importante que es para las jóvenes educarse bajo una buena influencia. Mistress Marshall no era la persona adecuada, ni por su educación ni por sus principios. Si el capitán Marshall hubiese tenido algún sentido se habría casado con miss Darnley, que es una mujer encantadora y distinguidísima. Debo decir que admiro la manera que ha tenido de abrirse camino montando un negocio de primera clase. Se necesita talento para hacer una cosa como ésa y no tienen ustedes más que mirar a Rosamund Darnley para comprender lo inteligente que es. Puede planear y realizar todo cuanto se proponga por importante que sea. Pueden creer que admiro a esa mujer más de lo que sé expresar. El otro día le dije a mister Gardener que cualquiera podía ver que estaba enamoradísima del capitán Marshall. ¿Verdad, Odell?

—Sí, querida.

—Parece ser que se conocen desde chiquillos, y quién sabe si ahora se les arreglará todo, desaparecido el estorbo de aquella mujer. No tengo un criterio estrecho, coronel Weston, y no es que desapruebe ciertas cosas… muchas de mis mejores amigas son actrices…, pero siempre dije a mister Gardener que esa mujer era muy peligrosa. Y ya ven ustedes que he acertado.

Guardó silencio, triunfante. Los labios de Poirot dibujaron una leve sonrisa. Sus ojos sostuvieron por un minuto la penetrante mirada de mister Gardener.

—Bien, muchas gracias, mister Gardener —dijo el coronel Weston con acento de desesperación—. Supongo que ninguno de ustedes habrá observado durante su estancia en el hotel nada que tenga relación con el caso que nos ocupa.

—Ciertamente que no —contestó mister Gardener—. La señora Marshall se dejó acompañar por el joven Redfern la mayor parte del tiempo… pero es cosa que vio todo el mundo.

—¿Y su marido? ¿Cree usted que se sentía ofendido?

—El capitán Marshall es hombre muy reservado —contestó cautamente mister Gardener.

—¡Oh, sí! —contestó mistress Gardener—, ¡es un verdadero británico!

4

En el rostro ligeramente apoplético del mayor Barry parecían luchar diversas emociones por su predominio. Él se esforzaba por parecer debidamente horrorizado, pero no podía disimular una especie de vergonzosa satisfacción.

—Encantado de poder ayudar a ustedes —dijo con su ronca voz—. Lo lamentable es que no sé nada del asunto… nada en absoluto. No estoy relacionado con ninguna de las partes. Pero afortunadamente no carezco de experiencia. He vivido largo tiempo en Oriente, como ustedes saben, y puedo decirles que después de vivir en la India lo que no se sepa de la naturaleza humana no vale la pena.

Hizo una pausa, alentó y prosiguió.

—Por cierto que este asunto me recuerda un caso ocurrido en Simla. Un individuo llamado Robinson… ¿o Falconer?… no lo recuerdo ahora, pero no tiene importancia el detalle. Era un individuo sosegado, pacífico, gran lector… bueno como el pan, tal como suele decirse. Una noche buscó a su mujer en su bungalow y la agarró por el cuello… ¡Casi la ahogó! A todos nos sorprendió el suceso porque no lo creíamos capaz de semejante violencia.

—¿Ve usted alguna analogía con la muerte de mistress Marshall? —preguntó Poirot.

—Verá usted… Se trató también de un intento de estrangulación. El individuo estaba celoso y «vio rojo» de pronto.

—¿Y cree usted que el capitán Marshall «vio» también de ese modo?

—¡Oh, yo nunca dije eso! —el rostro del mayor Barry enrojeció aún más—. Nunca dije nada de Marshall. Es una bellísima persona. Yo no diría una palabra contra él por nada del mundo.

—Perdón —murmuró Poirot—, pero usted se refirió a las reacciones naturales en un marido.

—Sí, sí, en efecto; pero lo hice en términos generales. Recuerdo un caso como este ocurrido en Pomona. Era una mujer bellísima. Una noche fue con su marido a un baile…

—Bien, bien, mayor Barry —interrumpió el coronel Weston—; por el momento vamos a establecer los hechos. ¿Ha visto usted o advirtió algo que pueda ayudarnos en la investigación de este caso?

—Realmente no sé nada, Weston. Una tarde la vi con el joven Redfern en la Ensenada de las Gaviotas —el mayor Barry hizo un gesto picaresco y soltó una risita—. La escena fue muy interesante, pero no creo que esa clase de detalles sean los que usted necesita.

—¿No vio usted a mistress Marshall esta mañana en ningún momento?

—No vi a nadie. Me fui hasta Saint Loo. Ya ve usted qué suerte tengo. Aquí pasan meses sin ocurrir nada, y para una vez que ocurre algo me lo pierdo.

La voz del mayor tuvo un dejo de pesar.

—¿Dice usted que fue a Saint Loo? —preguntó con indiferencia Weston.

—Sí, necesitaba telefonear. Aquí no hay teléfono y la estafeta de Correo de Leathercombe Bay no reúne buenas condiciones para hablar reservadamente.

—¿Sus llamadas telefónicas fueron de carácter particular?

El mayor volvió a hacer un gesto picaresco.

—Lo eran y no lo eran. Quise ponerme al habla con un compañero para que apostase en mi nombre a un caballo que me interesaba.

—¿Desde dónde telefoneó usted?

—Desde la cabina de la estafeta de Saint Loo. A la vuelta me extravié… En estos malditos senderos todo son vueltas y revueltas. Malgasté más de una hora en orientarme y sólo hace media hora que regresé.

—¿Habló usted o se encontró con alguien en Saint Loo? —preguntó Weston.

—¿Quiere que pruebe mi coartada? —rio Barry—. No se me ocurre nada aprovechable. Vi en Saint Loo a centenares de personas, pero esto no quiere decir que ellos recuerden haberme visto.

—Comprenderá usted que tenemos que comprobar estas cosas —dijo Weston.

—Hacen ustedes muy bien. Llámenme en cualquier momento. No deseo otra cosa que ayudarles. La muerta era una mujer encantadora y me gustaría contribuir a la captura del miserable que la mató. «El asesino de la playa solitaria», así titularán este suceso los periódicos. Esto me recuerda que en cierta ocasión...

Fue el inspector Colgate quien cortó en flor esta última reminiscencia y maniobró para dejar al charlatán en la puerta.

—Va a ser difícil comprobar nada en Saint Loo —dijo al volver.

—Pues no podemos borrar a este hombre de la lista —repuso Weston—; y no es que yo crea seriamente que está complicado… pero es una posibilidad. A usted le encomiendo la tarea de averiguarlo, Colgate. Compruebe a qué hora sacó el coche, puso gasolina y demás. Es humanamente posible que dejase el coche en algún lugar solitario y que luego regresase aquí y marchase a la ensenada. Pero no me parece probable. Se habría expuesto demasiado a ser visto.

—Como hizo tan hermoso día —dijo Colgate— hubo muchos excursionistas por aquí. Empezaron a llegar a eso de las once y media. La marea alta fue a las siete. La baja sería a la una. La gente se desparramó por todas partes y entre ella pudo pasar inadvertido el mayor Barry.

—Sí —dijo Weston—, pero tuvo que subir por la calzada y pasar por delante del hotel.

—No precisamente por delante —replicó Colgate—. Pudo desviarse por el sendero que conduce a lo alto de la isla.

—Yo no afirmo que no pudo hacerlo sin ser visto —dijo Weston—. Prácticamente todos los huéspedes del hotel se encontraban en la playa, excepto mistress Redfern y la chiquilla de Marshall, que habían ido a la Ensenada de las Gaviotas, y aquel sendero se domina solamente desde unas cuantas habitaciones del hotel y hay muchas probabilidades en contra de que alguien estuviese asomado a una de las ventanas. Creo, pues, posible que un hombre subiera hasta el hotel, atravesase el vestíbulo y volviera a salir sin que nadie le viera. Pero lo que yo digo es que no pudo contar con que nadie le viese.

—Pudo ir a la ensenada en bote —arguyó Colgate.

—Eso es mucho más lógico —convino Weston—. Si tenía un bote a mano en alguna de las caletas próximas, pudo dejar el coche, remar hasta la Ensenada del Duende, cometer el asesinato, regresar en el bote, recoger el coche y llegar aquí con el cuento de haber estado en Saint Loo y haberse perdido en el camino… historia que él sabe lo difícil que es de desmentir.

—Tiene usted razón, señor.

—Lo dejo en sus manos, Colgate —dijo Weston—. Registre bien estos alrededores. Usted sabe lo que hay que hacer. Ahora vamos a interrogar a miss Brewster.

5

Emily Brewster no pudo añadir nada substancial a lo que ya conocían.

Cuando terminó su relato preguntó Weston:

—¿Y no sabe usted nada que pueda ayudarnos?

—Me temo que no. Es un asunto muy penoso. No obstante, espero que llegarán ustedes pronto a su fondo.

—Así lo espero también —dijo Weston.

—Por otra parte, no debe de ser muy difícil —añadió Emily Brewster.

—¿Qué quiere usted decir con eso, miss Brewster?

—Perdón. No intento enseñar a usted su profesión. Quise únicamente decir que, tratándose de una mujer de esa clase, el asunto debe de ser bastante fácil.

—¿Es esa su opinión? —murmuró Hércules Poirot.

—Naturalmente —contestó Emily Brewster con sequedad. —De mortuis nil nisi bonum, pero usted no puede apartarse de los hechos. Aquella mujer era muy peligrosa… y muy sospechosa, también. No tienen ustedes más que husmear un poco en su tormentoso pasado.

—¿No le era simpática a usted? —preguntó suavemente Poirot.

—Sé demasiadas cosas de ella —contestó miss Brewster—. Mi primo carnal se casó con una de las Erskine. Probablemente habrá oído hablar de la mujer que indujo al viejo sir Robert cuando chocheaba a dejarle la mayor parte de su fortuna en perjuicio de la verdadera familia.

—¿Y la familia… lo tomó a mal? —preguntó Weston.

—Naturalmente. Las relaciones del viejo con aquella mujer fueron un escándalo que acabó de coronar el legado de cincuenta mil libras que le dejó en su testamento. Acaso sea un poco dura, pero me atrevo a decir que la Arlena Stuart de este mundo merecía muy poca simpatía. Y sé algo más… un joven que perdió completamente la cabeza por ella. Ya era un poco tarambana, naturalmente, pero su asociación con esa mujer acabó de ponerlo al borde del precipicio. Hizo algo delictivo con ciertos valores, sólo por tener dinero para gastárselo con ella, y escapó a duras penas de un proceso. Aquella mujer contaminaba a cuantos trataba. Recuerden cómo estuvo a punto de hacer perder la cabeza al joven Redfern. Siento decir que no me causa el menor pesar su muerte… aunque naturalmente, hubiese sido mejor que se hubiese ahogado o despeñado. El estrangulamiento es algo impresionante…

—¿Y cree usted que el asesino fue alguien que tuvo relación con el pasado de la víctima?

—Sí que lo creo.

—¿Alguien que vino del continente sin que nadie lo viese?

—¿Y cómo iba a verlo nadie? Todos nosotros estábamos en la playa. La chiquilla de Marshall y Cristina Redfern habían ido a la Ensenada de las Gaviotas. El capitán Marshall se encontraba en su habitación del hotel. ¿Quién, pues, iba a verlo, excepto, posiblemente, miss Darnley?

—¿Dónde estaba miss Darnley?

—Sentada en lo alto del acantilado, en ese sitio que llaman Sunny Ledge. La vimos allí mister Redfern y yo cuando Íbamos dando vuelta a la isla.

—Quizá tenga usted razón, miss Brewster —dijo el coronel Weston.

—Estoy segura de que sí. Cuando una mujer es como era la víctima, ella misma proporciona la mejor pista posible. ¿No está usted de acuerdo conmigo, mister Poirot?

—¡Oh, sí! —contestó Hércules Poirot, saliendo bruscamente de su ensimismamiento—, estoy conforme con lo que acaba usted de decir. La misma Arlena Marshall es la mejor, la única pista de su propia muerte.

—Entonces, ¿qué?

Miss Brewster se puso en pie y paseó su fría mirada de uno a otro hombre.

—Puede usted estar segura —dijo el coronel Weston— de que cualquier pista que pueda surgir en el pasado de mistress Marshall no se nos pasará por alto.

Emily Brewster abandonó la habitación.

6

El inspector Colgate cambió su puesto en la mesa.

—Es una mujer decidida —dijo pensativo—. Ha clavado su cuchillo con toda delicadeza en el cuerpo de la muerta. —Se detuvo un minuto y continuó—: Es una lástima, en cierto modo, que se haya forjado una coartada de hierro para toda la mañana. ¿Se fijaron ustedes en sus manos? ¡Grandes como las de un hombre! Es una mujer maciza, fuerte, más fuerte que muchos hombres…

Hizo otra pausa. La mirada que dirigió a Poirot fue casi suplicante.

—¿Y dice usted, mister Poirot, que ella no abandonó ni un momento la playa esta mañana?

—Nada de eso, mi querido inspector. Bajó a la playa antes de que mistress Marshall pudiera haber llegado a la Ensenada del Duende y la tuve a la vista hasta que marchó con mister Redfern en el bote.

—Entonces hay que excluirla también —dijo Colgate con sombrío acento.

7

Como siempre, Hércules Poirot sintió una viva sensación de placer a la vista de Rosamund Darnley.

La joven era capaz de poner una nota de distinción aun en un vulgar interrogatorio policíaco sobre un repugnante caso de asesinato.

—Se sentó frente al coronel Weston y le miró con expresión inteligente y grave.

—¿Desea usted mi nombre y mi dirección? —preguntó—. Me llamo Rosamund Darnley. Regento un negocio de alta costura bajo el nombre de Rose Mond, Limitada, en el número seiscientos veintidós de Brook Street.

—Gracias, miss Darnley. ¿Puede decirnos algo que pueda ayudarnos?

—No lo creo…

—Díganos el empleo de su tiempo, por ejemplo...

—Desayuné a eso de las nueve y media. Luego subí a mi habitación y recogí algunos libros y mi sombrilla y me encaminé a Sunny Ledge. Debían ser las diez y veinticinco. Regresé al hotel hacia las doce menos diez, subí, recogí mi raqueta de tenis y me dirigí a la pista, donde jugué hasta la hora de comer.

—¿Estuvo usted en las peñas llamadas Sunny Ledge desde las diez y media hasta las doce menos diez?

—Sí.

—¿Vio usted esta mañana a mistress Marshall?

—No.

—¿La vio usted desde el peñasco mientras se dirigía en su esquife a la Ensenada del Duende?

—No; tuvo que pasar antes de que yo llegase allí.

—¿Vio usted a alguien en un esquife o en un bote?

—No. Y no les extrañe, porque estuve leyendo. Claro que de vez en cuando levantaba la vista de mi libro, pero siempre dio la casualidad de que el mar se encontrase desierto.

—¿Ni siquiera se dio usted cuenta de que mister Redfern y miss Brewster pasaron por allí?

—No.

—Tengo entendido que conocía usted a mister Marshall. —El capitán Marshall es un antiguo amigo de mi familia. Su familia y la mía vivían en casas inmediatas. Sin embargo, hacía mucho sanos que yo no le había visto… creo que doce.

—¿Y mistress Marshall?

—Nunca había cambiado media docena de palabras con ella hasta que la encontré aquí.

—¿Sabe usted si estaban en buenas relaciones el capitán Marshall y su esposa?

—A mí me parecía que sí.

—¿Estaba el capitán Marshall muy enamorado de su esposa?

—Es posible. De eso no puedo decir nada. El capitán Marshall es un hombre algo chapado a la antigua y no tiene la costumbre moderna de ir pregonando a los cuatro vientos sus desdichas matrimoniales.

—¿Le era a usted simpática mistress Marshall, miss Darnley?

—No.

—El monosílabo salió sin esfuerzo alguno. Sonó como lo que era: como la simple afirmación de un hecho.

—¿Y por qué?

Los labios de Rosamund dibujaron una leve sonrisa.

—Seguramente que habrá usted descubierto que Arlena Marshall no era popular entre las de su mismo sexo. Se aburría de muerte entre las mujeres y no lo disimulaba. No obstante, me habría gustado ser su modista. Tenía un gran don para los vestidos. Sus trajes eran siempre los apropiados y los llevaba muy bien. Me habría gustado tenerla como cliente.

—¿Gastaba mucho en vestir?

—Tenía que gastarlo. Pero poseía capital propio y el capitán Marshall está también en buena posición.

—¿Estaba usted enterada o pensó usted alguna vez que mistress Marshall estaba siendo víctima de un peligroso chantaje?

Una expresión de intenso asombro animó el rostro de miss Darnley.

—¿Chantaje? ¿Arlena?

—La idea parece sorprenderla a usted mucho.

—Confieso que sí. Parece tan incongruente…

—Pero seguramente muy posible.

—Todo es posible, señor. El mundo nos enseña pronto eso. Pero ¿por qué iba nadie a intentar hacer víctima de un chantaje a Arlena?

—Supongo que existían ciertas cosas que mistress Marshall deseaba que no llegasen a oídos de su marido.

La joven sonrió con gesto de duda.

—Quizá pueda parecer escéptica, pero la conducta de Arlena era conocida de todos. Ella nunca trató de aparentar respetabilidad.

—¿Entonces cree usted que su marido estaba enterado de sus coqueterías?

Hubo una pausa. Rosamund quedó pensativa. Al fin habló con un tono de desgana en la voz.

—Crea usted que no sé realmente lo que pensar. Siempre he supuesto que Kenneth Marshall aceptaba a su mujer tal como era y que no se hacía ilusiones con ella. Pero quizá no fuese así.

—¿Tendría fe ciega en su esposa?

—Los hombres son tan necios que todo es posible —dijo Rosamund con exasperación—. No tendría nada de raro que Kenneth hubiese creído en su mujer ciegamente. Hasta el punto de pensar que sólo era admirada.

—¿Y no conoce usted a nadie, o mejor dicho, no ha oído usted hablar de nadie que tuviese algún rencor contra mistress Marshall?

—Solamente mujeres celosas —dijo Rosamund, sonriendo—. Pero supongo, puesto que fue estrangulada, que fue un hombre quien la mató.

—En efecto.

—Siendo así, no se me ocurre quién pueda haber sido. Tendrá usted que preguntárselo a alguna persona de la intimidad de la víctima.

—Muchas gracias, miss Darnley.

—¿No tiene mister Poirot alguna pregunta que hacerme? —preguntó intencionadamente Rosamund, girando sobre su asiento.

Hércules Poirot sonrió y movió la cabeza en gesto negativo.

—No se me ocurre nada —contestó.

Rosamund Darnley se puso en pie y salió.