Capítulo V

1

El inspector Colgate se mantuvo un poco apartado, esperando que el forense terminase de examinar el cadáver de Arlena. Patrick Redfern y Emily Brewster se situaron un poco más lejos.

El doctor Neasdon abandonó su posición de rodillas con un rápido y diestro movimiento.

—Estrangulada y por un poderoso par de manos —dijo—. No parece que ella ofreciera mucha resistencia. La cogieron por sorpresa. Hum… mal asunto.

Emily Brewster aventuró una mirada, pero desvió rápidamente los ojos del rostro de la muerta. Era horrible aquella expresión convulsa.

—¿A qué hora ocurriría la muerte? —preguntó el inspector Colgate.

—Sin conocer más detalles no puedo decirlo concretamente —contestó Neasdon con cierto malhumor—. Hay que tener en cuenta muchos factores. Veamos. Ahora es la una. ¿Qué hora era cuando la encontraron ustedes?

Patrick Redfern, a quien iba dirigida la pregunta, contestó vagamente:

—Un poco antes de las doce. No lo sé con exactitud.

—Eran exactamente las doce menos cuarto cuando descubrimos que estaba muerta —dijo Emily Brewster.

—Ah, y ustedes vinieron hasta aquí en bote. ¿Qué hora era cuando vieron por primera vez el cuerpo tendido en la playa?

Emily Brewster reflexionó unos momentos.

—Aseguraría que doblamos la punta unos cinco o seis minutos antes —se volvió a Redfern—. ¿Está usted conforme?

—Sí, sí… esa hora sería —dijo él vagamente. Neasdon preguntó al inspector en voz baja:

—¿Es el marido? ¡Oh! Comprendo mi equivocación. Me lo pareció al ver su estado de ánimo.

Levantó la voz y añadió en tono oficial:

—Pongamos las doce menos veinte minutos. No pudo ser muerta mucho antes. Las once menos cuarto es en mi opinión la hora límite más temprana.

El inspector cerró de golpe su cuaderno de notas.

—Gracias —dijo—. Eso nos ayudaría considerablemente, Tendríamos que movernos dentro de límites muy estrechos… menos de una hora en total. Hasta ahora el asunto se presenta bastante claro —añadió dirigiéndose a mistress Brewster—. Usted es miss Emily Brewster, y este señor es mister Patrick Redfern, ambos hospedados en el Jolly Roger Hotel. ¿Identifican ustedes a esta señora como una compañera de hospedaje, esposa de un tal capitán Marshall?

Emily Brewster hizo un gesto afirmativo.

—Entonces, creo que debemos aplazar el interrogatorio hasta reunimos todos en el hotel —el inspector hizo seña a un agente—. Hawkes, quédese aquí y no permita que nadie entre en la ensenada. Más tarde enviaré a Phillips.

2

—¡Qué sorpresa encontrarle a usted aquí! —exclamó el coronel Weston.

Hércules Poirot correspondió al saludo del jefe de Policía de manera adecuada.

—¡Muchos años han pasado desde aquel asunto de Saint Loo!

—No lo he olvidado, sin embargo —dijo Weston—. La mayor sorpresa de mi vida. Lo que todavía no he comprendido es el modo que tuvo usted de aclarar aquel fúnebre asunto. Absolutamente fuera de regla todo él. ¡Fantástico!

Tout de même, mon colonel —dijo Poirot—. Dio el resultado apetecido, ¿no fue así?

—Sí, sí; pero sigo sosteniendo que podríamos haber llegado al mismo final con métodos más ortodoxos.

—Es posible —convino Poirot diplomáticamente.

—Y otra vez le encuentro aquí como testigo casi presencial de otro asesinato —dijo el coronel—. ¿Tiene usted ya formada alguna opinión?

—Nada en concreto… pero el asunto es interesante —contestó lentamente Poirot.

—¿Nos echará usted una mano?

—¿Me lo permitiría usted?

—Me encantaría su colaboración, querido. Todavía no poseo suficientes elementos para decidir si es o no es un caso para Scotland Yard. A primera vista parece como si nuestro asesino se encontrase dentro de un radio muy limitado. Por otra parte, tuda esta gente es forastera. Para averiguar sus antecedentes y sus móviles habría que acudir a Londres, señor Poirot.

—Sí, es cierto —dijo el detective.

—En primer lugar —prosiguió Weston—, tenemos que averiguar quién vio viva por última vez, a la víctima. La camarera le entró el desayuno a las nueve. La muchacha del escritorio la vio atravesar el vestíbulo y salir a eso de las diez…

—Amigo mío —interrumpió Poirot—, sospecho que soy el hombre que usted busca.

—¿La vio usted esta mañana? ¿A qué hora?

—A las diez y cinco. La ayudé a botar su yola desde la playa.

—¿Y se alejó en ella?

—Sí.

—¿Sola?

—Sí.

—¿Vio usted qué dirección tomó?

—Remó hasta doblar aquella punta de la derecha.

—¿O sea en dirección a la Ensenada del Duende?

—Sí.

—¿Y qué hora era entonces?

—Afirmaría que abandonó la playa a las diez y cuarto.

—¿Cuánto tiempo cree que emplearía en llegar a la ensenada?

—Oh, no soy perito en la materia. Nunca me confío a un bote ni me juego la vida en una yola. ¿Qué le parece media hora?

—Eso es lo que yo había calculado —dijo el coronel—. No se daría mucha prisa, supongo. Si llegó allí a las once menos cuarto, se ajusta a lo que ya conocemos.

—¿A qué hora sugiere el forense que murió?

—Oh, Neasdon no quiere comprometerse. Es un hombre cauto. Las once menos cuarto, como más temprano, es el límite extremo que fija.

—Hay otro punto que debo mencionar —dijo Poirot—. Al marchar, me pidió mistress Marshall que no dijese que la había visto.

Weston le miró perplejo.

—Hum —rezongó—, ¿no le parece algo extraño?

—Sí —contestó Poirot—, eso me pareció también.

Weston se retorció el bigote.

—Mire, Poirot. Usted es un hombre de mundo. ¿Qué clase de mujer era mistress Marshall?

Apareció una leve sonrisa en los labios de Poirot.

—¿No se lo han dicho a usted todavía? —preguntó.

—Sé lo que dicen de ella las mujeres —contestó el coronel—. Lo que dudo es que digan la verdad. ¿Coqueteaba con ese tal Redfern?

—Indudablemente, sí.

—¿Vino siguiéndola hasta aquí?

—Existen razones para suponerlo.

—¿Y el marido? ¿Estaba enterado? ¿Qué dice?

—Es difícil saber lo que el capitán Marshall siente o piensa. Es un hombre que no deja traslucir sus emociones.

—Pero, así y todo, puede tenerlas —replicó vivamente Weston.

—Oh, sí, puede tenerlas —convino Poirot.

3

El coronel Weston empleó todo su tacto para interrogar a mistress Castle.

Mistress Castle era la dueña y directora del Jolly Roger Hotel. Era una mujer de unos cuarenta años, muy corpulenta, cabellos color rojo arrebatado, y una refinada manera de hablar casi ofensiva.

—¡Qué haya sucedido tal cosa en mi hotel! —se lamentaba—. ¡Estoy segura de que siempre ha sido el lugar más tranquilo imaginable! La gente que viene aquí es toda muy diferente. Nada de alborotos… Ya comprenderá usted lo que quiero decir. No sucede en mi hotel lo que en los grandes establecimientos de Saint Loo.

—No lo dudo, mistress Castle —dijo el coronel Weston—, pero un accidente puede ocurrir también en el hotel mejor regentado.

—El inspector Colgate sabe —añadió mistress Castle, dirigiendo una suplicante mirada al policía— lo respetuosa que soy para con las leyes. ¡Jamás se ha descubierto en mi hotel ninguna irregularidad!

—No lo dudo, no lo dudo —repitió Weston—. No la censuraremos a usted en modo alguno, mistress Castle.

—Pero estos sucesos perjudican a mi establecimiento —dijo mistress Castle, enjugándose la frente—. Cuando pienso en los curiosos, me echo a temblar. Por supuesto que sólo a los huéspedes del hotel se les permite estar en la isla, pero de todos modos acudirá muchísima gente a curiosear desde la orilla.

El inspector Colgate vio su oportunidad para desviar la conversación por otros rumbos.

—Examinemos ese punto —dijo— el del acceso a la isla. ¿Cómo va usted a mantener alejada a la gente?

—Es algo con lo que no pienso transigir —afirmó la mujer.

—Sí, ¿pero qué medidas va usted a tomar? En verano la gente dominguera pulula por todas partes como moscas.

Mistress Castle se estremeció ligeramente.

—Eso es culpa de las agencias de turismo —dijo—. Yo he visto dieciocho autocars estacionados a un tiempo en el muelle de Leathercombe Bay. ¡Dieciocho!

—¿Y cómo va usted a impedirles que vengan?

—He puesto cartelones prohibiendo la entrada. Y, además, en la marea alta, quedamos completamente aislados.

—Pero ¿y la marea baja?

Mistress Castle explicó las medidas adoptadas. En el extremo insular de la calzada había una verja y en ella un letrero que decía: «Jolly Roger Hotel. Particular. Única entrada al hotel». Las rocas que se elevaban del mar a uno y otro lado no eran fáciles de escalar.

Pero se puede tomar un bote —arguyó el inspector— y dar un rodeo remando hasta desembarcar en una de las calas que tanto abundan. Ustedes no podrán impedir que los curiosos lo hagan así. Hay derecho de acceso a la otra parte de la isla. No se puede Impedir que la gente se estacione en la playa entre la alta y la baja marea.

Pero esto, al parecer, sucedía raras veces. Se podían alquilar botes en el muelle de Leathercombe Bay, pero había que remar mucho desde allí hasta la isla y vencer además una fuerte corriente.

Existían también avisos parecidos tanto en la Ensenada de las Gaviotas como en la del Duende, junto a la escalerilla. Mistress Castle añadió que había siempre dos criados vigilando la playa de baños, que era la más próxima al continente.

—George y William. George vigila la playa y cuida de las ropas y de los patines. William es el jardinero y tiene a su cargo la limpieza de los senderos, de las pistas de tenis y todo lo demás.

—Bien, eso parece suficientemente aclarado —dijo impaciente el coronel Weston—. No se puede asegurar que nadie consiga penetrar en la isla desde el exterior, pero quien lo hiciera corre un riesgo: el de ser visto. Hablaremos con George y William ahora mismo.

—A mí no me agradan los excursionistas —prosiguió mistress Castle—. Son gente ruidosa que deja con frecuencia cáscaras de naranja y fundas de cigarrillos entre las rocas, pero nunca pude imaginarme que entre ellos pudiera encontrarse un asesino. ¡Oh, es demasiado terrible para expresarlo en palabras! Una señora como mistress Marshall asesinada y, lo que es más horrible, estrangulada...

Sólo con un supremo esfuerzo consiguió mistress Castle pronunciar la palabra.

—Sí, es algo espantoso —convino el inspector Colgate.

—Y los periódicos. ¡Mi hotel en los periódicos!

—En cierto modo, resulta un buen anuncio —se atrevió a insinuar el inspector.

—No es ésa la clase de anuncios que necesitamos, mister Colgate —protestó la robusta señora, con la cara roja de indignación.

El coronel Weston se apresuró a intervenir.

—Permítame una pregunta, mistress Castle: ¿tiene usted la lista de sus huéspedes que le pedí?

—Sí, señor.

El coronel Weston repasó el registro del hotel. De vez en cuando, mientras leía, lanzaba una mirada a Poirot, que formaba el cuarto miembro del grupo reunido en el despacho de la gerencia.

—En esto nos podrá usted ser muy útil probablemente —dijo a Poirot.

Terminó de leer los nombres.

—¿Que hay de la servidumbre? —preguntó.

Mistress Castle sacó una segunda lista.

—Hay cuatro camareras, el jefe de comedor y tres hombres a sus órdenes, y Henry, que atiende el bar. William se encarga de limpiar el calzado. Tenemos también una cocinera y dos mujeres como ayudantes.

—¿Qué hay de los camareros?

Albert, el maître del hotel, me fue recomendado por el Hotel Vincent & Plymouth. Estuvo allí algunos años. Los tres hombres a sus órdenes llevan aquí tres años. Uno de ellos cuatro. Son buenos muchachos y muy respetuosos. Henry está a mi servicio desde que se abrió el hotel. Es toda una institución.

—No parece haber nada sospechoso —dijo Weston a Colgate—. De todos modos, comprobará usted los antecedentes de esta gente. Gracias, mistress Castle.

—¿No necesita usted nada más?

—Esto es todo por el momento.

Mistress Castle abandonó el despacho.

—Lo primero que hay que hacer es hablar con el capitán Marshall —dijo Weston.

4

Kenneth Marshall contestó tranquilamente a las preguntas que se le hicieron. Aparte un ligero endurecimiento de sus facciones, estaba completamente tranquilo. Visto a la luz del sol que penetraba por la ventana, se daba uno cuenta de que era un hombre gallardo. La nobleza de sus facciones, el azul de sus ojos y la firmeza de la boca formaban un conjunto casi perfecto. Su voz era profunda y agradable.

—Comprendo perfectamente, capitán Marshall —empezó diciendo el coronel Weston—, el golpe terrible que esto representa para usted. Pero comprenderá que siento ansiedad por conseguir la información más completa posible.

—Me doy cuenta. Prosiga —dijo lacónicamente Marshall.

—¿La señora Marshall era su segunda esposa?

—Sí.

—¿Cuánto tiempo llevaban ustedes casados?

—Poco más de cuatro años.

—¿Cómo se llamaba su esposa antes de contraer matrimonio?

—Helen Stuart. Su nombre artístico era Arlena Stuart.

—¿Era actriz?

—Actuó en algunas revistas y piezas musicales.

—¿Renunció a la escena a causa de su matrimonio?

—No. Continuó actuando. Se retiró en realidad hará año y medio.

—¿Hubo alguna razón especial para ese retiro?

Kenneth Marshall pareció reflexionar.

—No —contestó al fin—. Dijo sencillamente que estaba cansada y se retiró.

—¿No fue obedeciendo a algún deseo especial de usted?

Marshall enarcó las cejas.

—¡Oh, no!

—¿Usted estaba completamente conforme en que siguiese actuando después de su matrimonio?

Marshall sonrió débilmente.

—Hubiera preferido que renunciase, es cierto. Pero no hice hincapié.

—¿Ni fue motivo de disensiones entre ustedes?

—Ciertamente que no. Mi esposa era libre de hacer lo que quisiera.

—Y… ¿el matrimonio fue feliz?

—Ciertamente —contestó Kenneth Marshall con gran frialdad.

El coronel Weston hizo una pausa antes de continuar.

—Capitán Marshall, ¿tiene usted alguna idea de quién pudo posiblemente matar a su esposa?

La respuesta surgió sin el menor titubeo.

—Ninguna.

—¿Tenía enemigos?

—Posiblemente.

—¡Ah!

—No interprete mal mis palabras, señor —le atajó el otro rápidamente—. Mi esposa era una actriz. Era también una mujer muy agraciada. Por ambas cualidades fue causa de envidias y celos. Había habladurías, rivalidades por parte de otras mujeres, manifestaciones de envidia, odio, malicia y toda clase de sentimientos poco caritativos. Pero esto no es decir que hubiese alguien capaz de asesinarla deliberadamente.

Hércules Poirot habló por primera vez.

—¿Lo que usted quiere decir realmente, señor, es que sus enemigos eran en su mayoría, o enteramente, mujeres?

Kenneth Marshall le miró de reojo.

—Sí —dijo—. Eso es.

—¿Sabe usted de algún hombre que le tuviese rencor? —preguntó el coronel.

—No.

—¿Tuvo su esposa conocimiento previo con alguien, de este hotel?

—Creo que conoció a mister Redfern antes… en una fiesta particular. No conocía a nadie más, que yo sepa.

Weston hizo una pausa. Pareció deliberar sobre si debía seguir con el tema. Decidió lo contrario y prosiguió, preguntando:

—Vamos ahora con lo de esta mañana. ¿Cuándo vio usted a su esposa por última vez?

Marshall reflexionó unos momentos.

—Me asomé a su cuarto cuando bajé a desayunar…

—Perdóneme: ¿ocupaban ustedes habitaciones separadas?

—Sí.

—¿Y a qué hora fue eso?

—Debían de ser alrededor de las nueve.

—¿Qué estaba haciendo su esposa?

—Abriendo su correspondencia.

—¿Le dijo algo?

—Nada de interés particular. «Buenos días», «qué hermoso día hace» o algo por el estilo.

—¿De qué humor se encontraba? ¿Desacostumbrado?

—No: perfectamente normal.

—¿No parecía excitada, deprimida o nerviosa?

—Ciertamente que no lo advertí.

Intervino Poirot:

—¿No hizo mención del contenido de alguna de sus cartas, acaso?

Volvió a aparecer una leve sonrisa en los labios del capitán Marshall.

—Me parece recordar que dijo que todas eran facturas.

—¿Su esposa desayunó en la cama?

—Sí.

—¿Lo hacía siempre así?

—Invariablemente.

—¿A qué hora bajaba por lo general?

—Entre diez y once… se dejaba ver; más bien cerca de las once.

—Si hubiese bajado a las diez en punto, ¿sería algo sorprendente? —preguntó Poirot.

—Sí. Rara vez bajaba a hora tan temprana.

—Pues lo hizo esta mañana. ¿A qué cree usted que se debió, capitán Marshall?

—No tengo la menor idea. Quizá a causa del tiempo, que fue extraordinariamente hermoso.

—¿La echó usted de menos?

Kenneth Marshall se agitó ligeramente en su silla.

—Volví a asomarme a su cuarto después de desayunar —contestó—. La habitación estaba vacía. Me sorprendió un poco.

—Y entonces bajó usted a la playa y me preguntó si había visto a su esposa.

—En efecto —confirmó Marshall, y añadió con un ligero énfasis en la voz—: Y usted dijo que no…

Los inocentes ojos de Hércules Poirot no le traicionaron. El detective se acarició suavemente sus largos y engomados bigotes.

—¿Tenía usted alguna razón especial para querer encontrar a su esposa esta mañana? —preguntó Weston.

Marshall posó amistosamente su mirada en el jefe de policía.

—No —contestó—; únicamente tenía curiosidad por saber dónde se encontraba.

Weston apartó su silla ligeramente, y su voz adoptó otro tono.

—Hace un momento —dijo—, mencionó usted que su esposa conocía a mister Patrick Redfern. ¿Esta amistad era muy íntima?

—¿Me permite que fume? —preguntó el capitán, metiéndose una mano en el bolsillo—. ¡Caramba! He olvidado mi pipa.

Poirot le ofreció un cigarrillo, que aceptó. Después de encenderlo volvió a dirigirse al coronel.

—Me estaba usted hablando de Redfern. Mi esposa me dijo que le había conocido en no sé qué fiesta mundana.

—¿Fue entonces un conocimiento casual?

—Eso creo.

—En ese caso… —El coronel hizo una pausa—. Tengo entendido que esa amistad se había hecho un poco más íntima pasado el tiempo…

—¿Eso es lo que tiene usted entendido? —preguntó Marshall con viveza—. ¿Quién se lo dijo a usted?

—Es la chismografía vulgar del hotel.

Por un momento la mirada de Marshall se fijó en Hércules Poirot con fría cólera.

—La chismografía del hotel —exclamó— es generalmente un tejido de mentiras.

—Posiblemente. Pero supongo que mister Redfern y su esposa darían algún fundamento para que circulara esa chismografía.

—¿Qué fundamento?

—Estaban constantemente juntos.

—¿Eso es todo?

—¿No niega usted que era así?

—Quizá lo fuese. Yo, realmente, no le di importancia.

—Perdone la pregunta, capitán Marshall: ¿no hizo usted nunca objeción alguna a la amistad de su esposa con mister Redfern?

—No tenía la costumbre de criticar la conducta de mi mujer.

—¿No protestó usted de algún modo?

—Ciertamente que no.

—¿Ni aun al notar que el asunto iba convirtiéndose en objeto de escándalo y?

—Yo sólo me ocupo de mis asuntos —replicó altivamente Kenneth Marshall—, y espero que los demás hagan lo propio con los suyos. No escucho habladurías ni chismes de comadres.

—No negará usted que mister Redfern admiraba a su esposa…

—No dudo que la admirase. Todo el mundo hacía lo mismo. Era una mujer bellísima.

—¿Pero usted estaba persuadido de que no había nada serio en el asunto?

—Nunca me pasó por la imaginación.

—¿Y si hubiese un testigo que declarara que existía entre ellos una gran intimidad?

La mirada de los ojos azules se posó de nuevo en Hércules Poirot. Y de nuevo una expresión de desdén asomó a aquel rostro generalmente impasible.

—Si quiere dar oídos a esas habladurías, allá usted —dijo con calma—. Mi mujer ha muerto y no puede defenderse.

—¿Debo entender que usted, personalmente, no las cree?

Por primera vez pudo observarse en la frente de Marshall un ligero sudor.

—Me propongo no creer nada por el estilo —dijo, y añadió como queriendo desviar la conversación—: ¿No se estará usted apartando de lo esencial de este asunto? Que crea yo o que no crea ciertas cosas, apenas tiene importancia ante el claro hecho del asesinato.

Hércules Poirot contestó antes de que ninguno de los otros pudiera hablar.

—Se equivoca usted, capitán Marshall. No hay tal claro hecho de asesinato. Nueve veces de cada diez, en el asesinato tiene su origen el carácter y circunstancias de la persona asesinada. ¡La víctima fue asesinada porque era así o de la otra manera! Hasta que no sepamos completa y exactamente qué clase de persona era Arlena Marshall, no podremos ver clara y exactamente la clase de persona que la asesinó. Esto explica la necesidad de nuestras preguntas.

Marshall se dirigió al jefe de policía.

—¿Es usted de la misma opinión? —le preguntó.

Weston vaciló un poco.

—Hasta cierto punto… es decir…

Marshall soltó una breve carcajada.

—Ya sabía yo que no estaría usted conforme —dijo—. Esta clase de teorías constituye la especialidad de mister Poirot, según creo.

—Puede usted al menos congratularse —replicó Poirot sonriendo— de no haber hecho nada por ayudarme.

—¿Qué quiere usted con eso?

—¿Qué nos ha dicho usted de su mujer? Poco más de nada. Nos ha dicho usted solamente lo que todos podían ver por sí mismos: que era bella y admirada, y nada más.

Kenneth Marshall se encogió de hombros y se limitó a decir:

—Usted está loco.

Luego miró al coronel Weston y preguntó con énfasis:

—¿Desea preguntarme algo más, señor?

—Sí, capitán Marshall: la distribución de su tiempo esta mañana: haga el favor.

Kenneth hizo un gesto de conformidad. Se veía que ya esperaba aquello.

—Desayuné abajo a eso de las nueve, como de costumbre, y leí el periódico. Después, como le dije, subí a la habitación de mi mujer y vi que se había marchado. Bajé a la playa, me acerqué a mister Poirot y le pregunté si la había visto. Luego tomé un corto baño y volví a subir al hotel. Serían entonces… déjeme que piense… sí, las once menos veinte, aproximadamente. Vi el reloj en la antesala. Subí a mi habitación, pero la camarera no había terminado de arreglarla. Le dije que terminase lo antes posible. Tenía que escribir algunas cartas que deseaba enviar por el primer correo. Volví a bajar y cambié unas palabras con Henry en el bar. A las once menos diez minutos volví a subir a mi habitación. Allí escribí mis cartas. Estuve escribiendo hasta las doce menos diez. Luego me puse los avíos del tenis, pues estaba citado para jugar un partido a las doce. El día anterior habíamos reservado la cancha.

—¿Quiénes iban a jugar?

Mistress Redfern, miss Darnley, mister Gardener y yo. Bajé a las doce y me dirigí al campo. Mus Darnley ya estaba allí con mister Gardener. Mistress Redfern llegó unos minutos después. Jugamos al tenis una hora. Y cuando regresamos al hotel… recibí la noticia.

—Gracias, capitán Marshall. Como pura formalidad: ¿hay alguien que pueda corroborar el hecho de que estuvo usted escribiendo a máquina en su cuarto entre las once menos veinte y las doce menos diez?

—¿Sospecha usted que maté a mi mujer? —preguntó Marshall con leve sonrisa—. Veamos. La camarera se disponía a arreglar las habitaciones. Tuvo que oír el teclear de la máquina. Tengo también las cartas, que, con todo este trastorno, me olvidé de echarlas al Correo. Supongo que serán una prueba como otra cualquiera.

Sacó tres cartas del bolsillo. Tenían puesta la dirección, pero no los sellos.

—Su contenido —añadió— es estrictamente confidencial. Pero tratándose de un caso de asesinato, se ve uno obligado a confiar en la discreción de la policía. Estas cartas contienen nóminas y diversos informes financieros. Confío en que si dedica usted uno de sus hombres a copiarlas a máquina, no empleará en ello mucho menos de una hola.

—No se trata de sospechas —dijo amablemente Weston—. Todos los habitantes de la isla tendrán que justificar sus movimientos entre las once menos cuarto y las doce menos veinte de esta mañana.

—Lo comprendo —dijo Kenneth Marshall.

—Otra cosa, capitán Marshall —añadió Weston—. ¿Sabe usted algo de cómo dispuso los bienes que tenía?

—¿Se refiere usted a un testamento? No creo que hiciera nunca testamento.

—¿Pero no está usted seguro?

—Sus apoderados son Barkett Markett & Applebood, Bedfor Square. Ellos intervienen en todos sus contratos, y demás. Pero estoy casi seguro de que nunca hizo testamento. En cierta ocasión dijo que le daba escalofríos pensar en tal cosa.

—En ese caso, si ha muerto sin testar, usted, como marido, heredaría sus bienes.

—Sí, supongo que sí.

—¿Tenía ella parientes?

—No lo creo. Si los tenía, nunca los mencionó. Sé que sus padres murieron cuando ella era una chiquilla y que no tenía hermanos.

—Probablemente no tendría mucho que dejar…

—Al contrario —replicó Kenneth Marshall—. Sir Robert Erskine, antiguo amigo suyo, murió y le dejó gran parte de su fortuna. Ascendía, me parece, a unas cincuenta mil libras.

El inspector Colgate levantó la cabeza, pintada la sospecha en su mirada. Hasta entonces había guardado silencio.

—Entonces, ¿su esposa era realmente una mujer rica, capitán Marshall? —preguntó.

Marshall hizo un gesto de indiferencia.

—Supongo que lo sería.

—¿Y sigue usted creyendo que no hizo testamento?

—Puede usted preguntar a sus apoderados. Pero estoy casi seguro de que no. Lo creía de mal agüero.

Hizo una pausa y luego añadió:

—¿Algo más?

Weston hizo un gesto negativo.

—Creo que no… ¿verdad, Colgate? No. Permítame una vez más, capitán Marshall, que le exprese todo mi sentimiento por la desgracia sufrida.

—Oh, muchas gracias.

Marshall se puso en pie y abandonó la habitación.

5

Los tres hombres se miraron.

—Es templado el amigo —contestó Weston—. No ha sido posible sacarle nada. ¿Qué le ha parecido, Colgate?

El inspector hizo un gesto de desaliento.

—Es difícil de decir. Es un individuo de esos que no dejan traslucir nada. En el estrado de testigos causan muy mala impresión, aunque en realidad se les trata muy injustamente. A veces dicen la verdad y, sin embargo, no pueden demostrarlo. Esa manera de ser fue causa de que el jurado dictase un veredicto de culpabilidad contra Wallace. La prueba careció de importancia, pero el jurado no se decidió a creer que un hombre pudiera perder a su mujer y hablase y actuase tan fríamente.

Weston se dirigió a Poirot.

—¿Qué opina usted, Poirot?

Hércules Poirot levantó las manos.

—¿Qué puede uno decir? —exclamó—. Ese hombre es una caja hermética… una ostra cerrada. Ha elegido su papel. No ha oído nada, no ha visto nada, ¡no sabe nada!

—Tenemos toda una colección de móviles —dijo Colgate.

—Existe el móvil de los celos y el móvil del dinero. En cierto modo, y en este caso, el marido debe ser el sospechoso número uno. Es el primero en quien se piensa. Si sabía que su mujer coqueteaba descaradamente…

—Opino que lo sabía —interrumpió Poirot.

—¿Por qué lo dice usted?

—Anoche estuve hablando con mistress Redfern en Sunny Ledge. Desde allí regresé al hotel y en el camino tropecé con mistress Marshall y Patrick Redfern unos momentos después, encontré al capitán Marshall. Tenía la cara muy sepia, muy pálida… ¡Oh, estoy seguro de que lo sabía todo!

—Oh, bien; si usted lo cree así… —rezongó Colgate, dudando.

—¡Estoy seguro! Pero de todos modos, ¿qué nos dice eso? ¿Qué sentía Kenneth Marshall por su esposa?

—Su muerte la toma con bastante frialdad —comentó el coronel Weston.

—A veces —intervino el inspector— estos individuos tranquilos son en el fondo los seres más violentos. Marshall es posible que estuviese locamente enamorado de su mujer… y locamente celoso. Pero no es de los que lo dejan traslucir.

—Sí, es posible —dijo lentamente Poirot—. Es un carácter muy interesante este capitán Marshall. A mí, al menos, me interesa muchísimo. ¿Y su coartada?

—¿La de la máquina de escribir? —rio Weston—. ¿Qué tiene usted que decir a eso, Colgate?

—Pues que no me convence del todo. Es demasiado natural. No obstante, si encontramos a la camarera que arregló la habitación y dice que oyó todo el tiempo cómo funcionaba la máquina, tendremos que confesar que la coartada es buena y buscar por otra parte.

—¡Hum! —rezongó el coronel Weston—. ¿Y qué vamos a buscar?

6

Los tres hombres examinaron la cuestión durante unos minutos.

El inspector Colgate habló el primero.

—El problema queda reducido a esto: ¿fue un extrañó o un huésped del hotel? No elimino a los criados enteramente, que conste, pero no tengo la menor esperanza de que ninguno de ellos haya intervenido en el asunto. O ha sido un huésped del hotel o alguien venido de fuera; para mí no hay otra disyuntiva. Enfoquemos el asunto de este modo y empecemos por los móviles. En primer lugar, la ganancia. La única persona que podía ganar con su muerte era, al parecer, el marido de la asesinada. ¿Qué otros móviles existen? El primero y principal, los celos. En mi opinión, si algún caso reúne los caracteres de un crime passionnel, es éste.

—¡Hay tantas pasiones! —murmuró Poirot mirando al techo.

—El marido de la víctima —prosiguió el inspector Colgate— no ha querido confesar que su mujer tuviese enemigos… verdaderos enemigos; pero yo no lo he dudado un momento, una mujer como ella no tenía más remedio que crearse enemistades terribles. Eh, señor, ¿qué le parece?

Mais oui, que tenía que ser así. Arlena Marshall no tenía más remedio que crearse muchos enemigos. Pero en mi opinión, la hipótesis del enemigo no es sostenible, porque, como ya dije, los enemigos de Arlena Marshall tenían que ser siempre mujeres, y no parece posible que este crimen haya sido cometido por una mujer. ¿Qué dice el examen facultativo?

—Neasdon asegura que la víctima fue estrangulada por un hombre —confesó de mala gana Weston—. Grandes manos… poderosa presión. Claro que una mujer de complexión atlética podría haberlo hecho, pero es muy poco probable.

—Exactamente —asintió Poirot—. Arsénico en una taza de té una caja de bombones envenenados… un cuchillo… hasta una pistola… Pero estrangulación, ¡no! Es un hombre lo que tenemos que buscar. Y el asunto no es fácil. Hay en este hotel dos personas que tenían motivos para desear la desaparición de Arlena Marshall, pero ambas son mujeres.

—¿Es la esposa de Redfern una de ellas? —preguntó el coronel Weston.

—Sí. Mistress Redfern pudo proponerse matar a, Arlena Stuart. Tenía, por decirlo así, amplios motivos. Creo también que a mistress Redfern le hubiera sido posible cometer un asesinato. Pero no esta clase de asesinato. A pesar de su desdicha y de sus celos, no es, a mi juicio, mujer de pasiones fuertes. En amor será abnegada y fiel, pero no apasionada. Como acabo de decir, arsénico en una taza de té, posiblemente; estrangulación, ¡no! Estoy también seguro de que es físicamente incapaz de cometer este crimen, ya que sus manos y pies son más pequeños de lo corriente.

—No, no es el crimen de una mujer —convino Weston—. Tuvo que cometerlo un hombre.

El inspector Colgate tosió.

—Permítame apuntar una solución, señor. Supongamos que antes de conocer a mister Redfern, la dama tuvo otro devaneo con alguien que llamaremos X. A este X lo desdeñó por mister Redfern. X enloqueció de rabia y celos. La siguió hasta aquí, se alojó en algún sitio de los alrededores, luego entró en la isla y mató a su antigua amada. ¡Es una posibilidad!

—Lo es —convino Weston—. Y de ser cierta, será fácil de probar. ¿El misterioso X vino a pie o en bote? Lo último parece más probable. De ser así, tuvo que alquilar un bote en alguna parte. Ordene que se hagan las correspondientes averiguaciones.

Miró a Poirot y preguntó:

—¿Qué opina usted de la sugestión de Colgate?

—Que deja demasiado lugar a la probabilidad —contestó lentamente Poirot—. Y, además, hay algo en el cuadro que no es verdad. No puedo imaginarme a ese hombre, al hombre que enloqueció de rabia y celos.

—Recuerde usted, señor, que la cosa no tiene nada de particular. El caso de Redfern...

—Sí, sí… Pero así y todo.

Colgate miró interrogador.

—Aquí hay algo —añadió Poirot, frunciendo el ceño— que se nos ha pasado inadvertido.