Capítulo IV

1

La mañana del 25 de agosto amaneció luminosa y despejada. Era una mañana como para tentar a madrugar al más inveterado dormilón.

Muchas personas se levantaron temprano aquella mañana en el Jolly Roger.

Eran las ocho cuando Linda, sentada ante su tocador, colocó boca abajo sobre la mesa el grueso volumen que estaba leyendo y se miró en el espejo.

Tenía los labios apretados y contraídas las pupilas de sus ojos.

—Lo haré… —murmuró entre dientes.

Se quitó el pijama y se puso el traje de baño. Se echó sobre él una capa y se ató unas zapatillas a los pies.

Abandonó la habitación y avanzó por el pasillo. Al final, una puerta que daba al balcón conducía a una escalera exterior que descendía directamente a las rocas situadas al pie del hotel. Había una pequeña escalera de hierro embutida en las rocas y que terminaba en el agua; solían utilizarla muchos huéspedes para darse un chapuzón antes de desayunarse, ya que les llevaba menos tiempo que bajar a la playa principal.

Cuando Linda se disponía a bajar encontró a su padre que subía.

—Mucho madrugaste. ¿Vas a darte un remojón? —preguntó él.

Linda hizo un gesto afirmativo y continuó su camino.

Se cruzaron. Linda, en lugar de seguir bajando hacia las rocas, rodeó el hotel por la izquierda hasta salir al sendero que terminaba en la calzada por la que el hotel comunicaba con el continente. La marea estaba alta y las aguas cubrían la calzada, pero el bote en que los huéspedes efectuaban la travesía estaba atado a un poste. El hombre encargado de él estaba ausente por el momento. Linda saltó a la embarcación, la desató y empezó a remar vigorosamente.

—Al llegar al otro lado, ató el bote, subió la cuesta que cruzaba ante el garaje del hotel y siguió andando hasta la tienda bazar.

La dueña acababa de alzar las trampas y se dedicaba a fregar el suelo. Pareció asombrarse al ver a Linda.

—Muy temprano se ha levantado usted, señorita.

Linda metió la mano en el bolsillo de su bata de baño y sacó algún dinero para hacer sus compras.

2

Cristina Redfern se encontraba en la habitación de Linda cuando regresó la joven.

—Oh, ya está usted de vuelta —exclamó Cristina—. Yo creí que no se levantaría tan temprano.

—Me he estado bañando —contestó Linda.

Al notar el paquete que la joven tenía en la mano, Cristina preguntó con sorpresa:

—¿Pero ha venido ya el correo?

Linda enrojeció. Con su habitual torpeza nerviosa, el paquete se le deslizó de las manos, se rompió el delgado cordón y parte del contenido rodó por el suelo.

—¿Para qué ha comprado usted esas velas? —preguntó Cristina.

Pero con gran alivio de Linda, no esperó su respuesta, sino que continuó hablando mientras la ayudaba a recoger las cosas del suelo:

—He venido a preguntarle si querría usted venir conmigo esta mañana a la Ensenada de las Gaviotas. Quiero tomar unos apuntes.

Linda aceptó con presteza.

En los últimos días había acompañado más de una vez a Cristina Redfern a tomar apuntes para esos dibujos. Cristina era en extremo apática, pero era posible que encontrase en la excusa de pintar un lenitivo a su orgullo herido, ya que su marido pasaba ahora la mayor parte de su tiempo con Arlena Marshall.

Linda Marshall se sentía cada vez más arisca y malhumorada. Le gustaba estar con Cristina, quien, absorta en su trabajo, hablaba muy poco. Era, pensaba Linda, casi tan bueno como estar sola y, al mismo tiempo, lo mejor acompañada. Existía entre ellas una sutil corriente de simpatía, basada probablemente en el hecho de su mutuo aborrecimiento a la misma persona.

—Tengo que jugar al tenis a las doce —dijo Cristina—, de modo que será mejor que salgamos temprano. ¿A las diez y media?

—Muy bien. Estaré arreglada. Nos encontraremos en el vestíbulo.

3

Rosamund Darnley, al salir del comedor después de desayunar un poco tarde, casi fue derribada por Linda que bajaba saltando las escaleras.

—¡Oh, perdóneme, miss Darnley!

—Hermosa mañana, ¿verdad? —preguntó Rosamund—. Se resiste uno a creerlo después del tormentoso día que hizo ayer.

—Es cierto. Me voy con mistress Redfern a la Ensenada de las Gaviotas. Dije que me reuniría con ella a las diez y media. Creí que llegaba tarde.

—No; son solamente las diez y veinticinco.

—¡Oh!, bien.

La joven jadeaba un poco y Rosamund la miró con curiosidad.

—¿No estará usted febril, Linda?

Los ojos de la muchacha brillaban más de lo ordinario y una viva mancha de color animaba cada mejilla.

—¡Oh, no! Nunca tengo fiebre.

Rosamund sonrió.

—Hacía tan hermoso día que me levanté para desayunar. Generalmente lo hago en la cama. Pero hoy bajé a entendérmelas con los huevos y el jamón como un hombre.

—El buen tiempo me ha despertado también a mí antes que de costumbre —dijo Linda—. La Ensenada de las Gaviotas es una hermosura por las mañanas. Me untaré bien de aceite y me acabaré de poner morena.

—Sí —continuó Rosamund—, la Ensenada de las Gaviotas es muy bonita por las mañanas. Y es un sitio mucho más tranquilo que la playa de aquí.

—Venga también con nosotras —dijo Linda con timidez.

—Esta mañana no puedo —contestó Rosamund—. Tengo otro asunto a resolver.

Cristina Redfern apareció en lo alto de las escaleras.

Llevaba un pijama de playa de vaporosa tela, con largas mangas y amplias perneras, de un color verde con dibujos amarillos. Rosamund ardió en deseos de decir a Cristina que el verde y el amarillo eran los colores más inapropiados para su complexión pálida y ligeramente anémica. Siempre indignaba a Rosamund que la gente no supiese elegir sus trajes.

«Si yo vistiese a esta muchacha, pensó, no tardaría en lograr que su marido levantase la mirada y se fijase en ella. Arlena podrá ser una loca, pero sabe vestir. Esta pobre muchacha, en cambio, parece una lechuga ajada».

—¡Hermoso tiempo! —dijo en voz alta—. Me voy a Sunny Ledge con un libro.

4

Hércules Poirot desayunó en su habitación, como de costumbre, café y panecillos.

La belleza de la mañana, no obstante, le tentó a abandonar el hotel más temprano que de ordinario. Eran las diez —media hora antes, por lo menos, de su acostumbrada aparición— cuando descendía hacia la playa. Esta hubiera estado desierta de no ser por una persona.

Era Arlena Marshall.

Envuelta en su albornoz, con el verde sombrero chino en la cabeza, trataba de botar al agua una yola de madera blanca. Poirot se acercó galantemente a ayudarla, mojándose por completo al hacerlo así un elegante par de zapatos de piel de Suecia.

Ella le dio las gracias con una de aquellas miradas de soslayo tan suyas.

En el momento de arrancar de la orilla le llamó:

—¡Mister Poirot! Poirot se acercó:

Madame.

—¿Quiere usted hacerme un favor?

—Con mucho gusto.

—No le diga a nadie que me ha visto. —Su mirada se hizo suplicante—. Todos querrían seguirme. Y quiero estar sola por una vez.

Se alejó remando vigorosamente.

Poirot paseó playa arriba, con las manos a la espalda.

Ah, ça jamáis! Eso, par exemple, no lo creo —iba murmurando.

Lo que le parecía increíble era que Arlena Marshall hubiese deseado en su vida encontrarse sola.

Hércules Poirot, hombre de mundo, sabía algo más. Arlena Marshall iba indudablemente a acudir a una cita, y Poirot tenía una buena idea de con quién.

O por lo menos así lo creía, pero en eso tuvo ocasión de convencerse de que estaba equivocado.

En el momento en que la yola doblaba la punta de la bahía y desaparecía de la vista, Patrick Redfern, seguido de cerca por Kenneth Marshall, bajaba por la playa desde el hotel.

Marshall saludó a Poirot con una inclinación de cabeza.

—Buenos días, Poirot. ¿Ha visto usted a mi esposa por alguna parte?

La contestación de Poirot fue diplomática:

—¿Se ha levantado madame tan temprano?

—No está en su habitación —dijo Marshall, y añadió, mirando al cielo—: ¡Hermoso día! Voy a tomar un baño ahora mismo. Tengo mucho que escribir esta mañana.

Patrick Redfern, menos descaradamente, miraba a uno y otro lado de la playa.

—¿Y madame Redfern? —preguntó Poirot—. ¿Se ha levantado también temprano?

—¿Cristina? Oh, ha salido a tomar apuntes. Ahora le ha dado por el arte.

Hablaba impaciente, con la imaginación claramente puesta en otra parte. A medida que fue pasando el tiempo esta impaciencia por la llegada de Arlena fue haciéndose demasiado visible. A cada pisada que oía volvía ansiosamente la cabeza para ver quién bajaba del hotel.

Sufrió decepción tras decepción.

Primero llegó él matrimonio Gardener completo, con la labor de punto y el libro, y luego miss Brewster.

Mistress Gardener, trabajadora como siempre, se acomodó en su silla y empezó a hacer punto vigorosamente y a hablar al mismo tiempo.

—Bien, mister Poirot. La playa parece muy desierta esta mañana. ¿Adónde ha ido la gente?

Poirot contestó que los Masterman y los Cowan, dos familias con muchachos jóvenes, habían salido al mar de excursión.

—Se les echa de menos, no viéndoles dar vueltas por aquí riendo y gritando. Observo que sólo hay una persona bañándose, el capitán Marshall.

Marshall acababa de terminar su ejercicio de natación y subía por la playa ciñéndose la toalla.

—Se está muy bien en el agua esta mañana —dijo—. Desgraciadamente tengo mucho que hacer y no hay más remedio que ponerse a trabajar.

—Sí que es una pena tener que encerrarse en un día tan hermoso como éste, capitán Marshall. El de ayer, en cambio, fue terrible. Yo dije a mister Gardener que si el tiempo continuaba así, tendríamos que marcharnos. No hay nada tan melancólico como la niebla envolviendo la isla. Le da a una especie de sensación fantasmal. Yo siempre he sido muy susceptible a los cambios atmosféricos desde que era una chiquilla. A veces me ponía a llorar y a llorar sin ton ni son. Y aquello, como es natural, preocupaba mucho a mis padres. Pero mi madre era una mujer encantadora y le decía a mi padre: «Sinclair, si la niña se pone a llorar, hay que dejarla. El llorar es su modo de expresión». Y mi padre se mostraba de acuerdo. Quería mucho a mi madre y hacía todo lo que ella decía. Formaban una pareja perfecta, y si no, que lo diga mister Gardener. ¿Verdad, Odell?

—Sí, querida —contestó mister Gardener.

—¿Y dónde está su hija esta mañana, capitán Marshall?

—¿Linda? No lo sé. Estará leyendo en cualquier rincón de la isla.

—¿Sabe usted, capitán Marshall, que la muchacha me parece un poco flacucha? Necesita que se la alimente y que se la trate con mucho, con muchísimo cuidado.

—Linda se siente bien —dijo secamente Kenneth Marshall, y se alejó hacia el hotel.

Patrick Redfern no se decidió a meterse en el agua. Anduvo de un lado a otro, mirando francamente hacia el hotel. Empezaba a ponerse un tanto huraño.

Miss Brewster se mostró alegre y dicharachera. La conversación se pareció mucho a la de la mañana anterior: largas peroratas de mistress Gardener y lacónicos asentimientos de su marido.

—La playa parece un poco desierta —dijo miss Brewster—. ¿Es que todo el mundo se ha ido de excursión?

—Precisamente esta mañana le estuve diciendo a mister Gardener que tenemos que hacer una excursión a Dartmoor. Está muy cerca y conserva recuerdos muy románticos. Y me gustaría ver aquel presidio… Princetown, ¿no se llama así? Creo que deberíamos ponernos de acuerdo ahora y realizar la excursión mañana, Odell.

—Como quieras, querida —contestó mister Gardener.

—¿Va usted a bañarse, señorita? —preguntó Hércules Poirot a miss Brewster.

—Oh, ya me di mi chapuzón matinal antes de desayunarme. Por cierto que alguien estuvo a punto de romperme la cabeza con una botella. La tiraron desde una de las ventanas del hotel.

—He aquí una costumbre muy peligrosa —dijo mistress Gardener—. Yo tenía una amiga a quien causaron una conmoción con un tubo de pasta dentífrica que arrojaron por una ventana de un piso treinta y cinco. Estuvo bastante grave. —Mistress Gardener empezó a rebuscar entre sus ovillos de lana—. Escucha, Odell, me parece que no he traído aquel otro ovillo de lana color púrpura. Está en el segundo cajón de la cómoda de nuestro dormitorio… o quizá en el tercero.

—Sí, querida.

Mister Gardener se levantó obediente y marchó en busca de lo pedido.

Mistress Gardener siguió diciendo:

—A veces pienso que quizá vayamos demasiado de prisa en nuestros días. Con todos nuestros grandes descubrimientos y todas las ondas eléctricas que debe de haber en la atmósfera se origina un estado de inquietud mental que quizá exija ya un nuevo mensaje a la Humanidad. No sé, mister Poirot, si se ha interesado usted alguna vez por las profecías de las Pirámides.

—No, ciertamente —contestó Poirot.

—Pues le aseguro que son interesantísimas y demuestran que los antiguos egipcios tuvieron una guía especial, pues de otro modo no podría habérseles ocurrido todo eso a ellos solos. Y cuando se profundiza en la teoría de los números y su repetición, se ve todo tan claro que no comprendo cómo puede nadie dudar de su verdad ni un momento.

Mistress Gardener se detuvo triunfalmente, pero ni Poirot ni miss Emily Brewster se sintieron inclinados a discutir el asunto.

Poirot observaba melancólicamente sus blancos zapatos de piel de Suecia.

—¿Ha estado usted chapoteando con sus zapatos, mister Poirot? —preguntó Brewster.

—¡Ay!, me vi obligado —murmuró Poirot.

Emily Brewster bajó la voz.

—¿Dónde está nuestra vampiresa esta mañana? Parece que se retrasa.

Mistress Gardener levantó la vista de la labor y murmuró:

—Parece un torbellino. No comprendo cómo los hombres pueden volverse tan locos. ¿Y qué pensará el capitán Marshall? Es un hombre flemático, muy inglés y muy reservado. Nunca sabe una en lo que está pensando.

Patrick Redfern se levantó y empezó a pasearse por la playa.

—Parece un tigre —comentó mistress Gardener.

Tres pares de ojos le observaban. Sus escrutadoras miradas parecían ponerle más nervioso. Parecía ahora mucho más huraño y malhumorado.

Llegó a los oídos de todos un débil campaneo por la parte de tierra firme.

—El viento vuelve a soplar del Este —murmuró Emily Brewster—. Es una buena señal cuando se oyen las campanas del reloj de una iglesia.

Nadie dijo nada más hasta que mister Gardener volvió con el ovillo de lana púrpura que había ido a buscar.

—¡Cuánto has tardado, Odell!

—Lo siento, querida; pero no estaba en la cómoda. Lo encontré en el ropero.

—¡Cómo! ¿No es extraordinario? Habría jurado que lo puse en el cajón de la cómoda. Creo que ha sido una suerte que nunca haya tenido que declarar ante un Tribunal. Me moriría de angustia en el caso de que no lograse recordar algo con exactitud.

Mistress Gardener es muy escrupulosa —afirmó mister Gardener.

5

Fue cinco minutos más tarde cuando Patrick Redfern insinuó:

—¿No irá usted a remar esta mañana, miss Brewster?

¿Me permitiría que fuese con usted?

—¡Encantada! —dijo miss Brewster cordialmente.

—Podíamos dar la vuelta a la isla —propuso Redfern.

Miss Brewster consultó su reloj.

—¿Tendremos tiempo? ¡Oh, sí!, no son más que las once y media. Vamos, pues.

Bajaron juntos a la orilla.

Patrick Redfern ocupó el primer turno a los remos. Remaba con poderosos golpes y el bote avanzaba rápidamente.

—Veremos si puede usted mantener mucho tiempo ese esfuerzo —dijo Emily Brewster.

Él se echó a reír. Su humor había mejorado.

—Cuando regresemos probablemente tendré una buena cosecha de ampollas —dijo, sacudiendo la cabeza para echarse hacia atrás el negro pelo—. ¡Qué maravilloso día! Cuando en Inglaterra se da un verdadero día de verano no hay nada que lo iguale.

—En mi opinión, —rio miss Brewster—, nada de Inglaterra puede igualarse. Es el único sitio del mundo en que vale la pena vivir.

—Estoy de acuerdo con usted.

Rodearon la punta de la bahía hacia, el Oeste y remaron a lo largo de la escollera. Patrick Redfern miró hacia arriba.

—¿Habrá alguien en Sunny Ledge esta mañana? Sí, allí veo una sombrilla. ¿De quién será?

—Creo que de miss Darnley —dijo Emily Brewster—. Se ha comprado uno de esos chirimbolos japoneses.

Siguieron costeando. A su izquierda se abría el mar libre, infinito.

—Debemos ir por el otro lado —dijo miss Brewster—. Por aquí tenemos la corriente en contra.

—Hay muy poca corriente. He venido nadando hasta aquí y nunca me he dado cuenta de ella. De todos modos no habríamos podido ir por el otro lado. La calzada no estaría cubierta.

—Eso depende de la marea, naturalmente. Dicen que es peligroso bañarse en la Ensenada del Duende si se aleja uno demasiado nadando. ¿Es cierto?

Patrick remaba vigorosamente todavía. Al mismo tiempo iba observando los riscos.

«Busca a la Marshall, pensó Emily Brewster de pronto. Por eso quiso venir conmigo. Ella no ha comparecido esta mañana y él se siente intrigado. Probablemente ella lo habrá hecho a propósito. Es un movimiento del juego… para que él se interese más».

Rodearon el pequeño promontorio de rocas al sur de la pequeña bahía llamada Ensenada del Duende. Era como una diminuta caleta rodeada de rocas que punteaban fantásticamente la playa. Era un lugar favorito para meriendas, pero por las mañanas, cuando no daba el sol, no era apetecible y rara vez había alguien allí.

En aquella ocasión, no obstante, había una figura sobre la playa.

Patrick Redfern dejó de remar y frenó el bote.

—¿Quién es? —preguntó en tono que quiso ser indiferente.

—Parece mistress Marshall —contestó miss Brewster.

—¡Es verdad! —exclamó Redfern como sorprendido por la idea.

Varió el rumbo y remó hacia la orilla.

—¿Pero vamos a desembarcar aquí? —protestó Emily Brewster.

—Tenemos tiempo sobrado —dijo apresuradamente Patrick Redfern.

La miró a los ojos, y la humilde súplica que leyó en ellos como de perro abandonado, hizo enmudecer a Emily Brewster. «Pobre muchacho, pensó, le ha dado fuerte. Por ahora no tiene remedio, pero se le pasará con el tiempo; estoy muy segura».

El bote iba aproximándose rápidamente a la playa.

Arlena Marshall estada tendida boca abajo sobre la arena con los brazos extendidos. La yola estaba volcada cerca de allí.

La actitud de Arlena Marshall era la de una bañista de sol. Se había tendido de aquel mismo modo muchas veces en la playa junto al hotel, abierta de brazos y piernas, su bronceado cuerpo al aire, protegidos cuello y cabeza por el sombrero de cartón jade.

Pero no daba el sol en la playa del Duende ni daría hasta pasadas algunas horas. Unos riscos saledizos protegían la playa del sol ardiente durante la mañana. Un vago sentimiento de aprensión se apoderó de Emily Brewster.

El bote se encalló en la orilla.

—¡Hola, Arlena! —gritó Patrick Redfern.

Y entonces el presentimiento de Emily Brewster tomó forma definida. La figura tendida en la arena ni se movió ni contestó.

Emily vio el brusco cambio del rostro de Patrick Redfern. El joven saltó del bote y ella le siguió. Arrastraron el bote tierra adentro y echaron a correr playa arriba hasta el sitio en que yacía, blanca e inmóvil, la figura de una mujer.

Patrick Redfern llegó el primero, pero Emily Brewster no quedó muy atrás.

La joven vio, como se ve en un sueño, las bronceadas piernas, el blanco traje de baño sin espalda, un bucle de cabellos rojizos escapándose por debajo del sombrero verde jade… Pero vio también algo más: el curioso y forzado ángulo de los brazos extendidos. Comprendió entonces que aquel cuerpo no se había tendido allí, sino que lo habían arrojado

Oyó la voz de Patrick: una especie de murmullo con temblores de espanto. El joven se arrodilló junto a la inmóvil forma, tocó la mano, el brazo…

—¡Dios mío, está muerta! —musitó tembloroso. Y luego, al levantarle un poco la cabeza, para examinarle el cuello—: ¡Oh, Dios, la han estrangulado… asesinado!

6

Fue uno de esos momentos en que parece haberse detenido el tiempo.

Con una extraña sensación de irrealidad Emily Brewster oyó su propia voz que decía:

—No debemos tocar nada… hasta que llegue la policía.

La respuesta de Redfern se produjo mecánicamente.

—No… no, claro que no. —Y luego en un murmullo de agonía—: ¿Quién? ¿Quién? ¿Quién pudo hacer esto a Arlena? ¡No puede ser cierto!

Emily Brewster movió la cabeza, sin saber qué contestar.

—¡Oh, Dios, si tuviera entre mis manos al miserable que la mató! —le oyó decir entre dientes, conteniendo la rabia.

Emily Brewster se estremeció. Su imaginación sonó un asesino al acecho detrás de una de las rocas. Y entonces oyó su propia voz que decía:

—Quien lo hizo quizá se encuentra escondido por aquí. Hay que avisar a la policía. Quizá —titubeó— uno de nosotros debiera quedarse con… con el cadáver.

—Yo me quedaré —se ofreció Patrick Redfern.

Emily Brewster dejó escapar un pequeño suspiro de alivio. No era mujer capaz de confesar que sentía miedo, pero se alegraba secretamente de no tener que permanecer sola en aquella playa ante la posibilidad de haber un loco homicida escondido detrás de alguna roca.

—Bueno —dijo—, tardaré lo menos posible. Iré en el bote. Hay un alguacil en Leathercombe Bay.

Patrick Redfern murmuró mecánicamente:

—Sí, sí… lo que crea usted mejor.

Mientras remaba vigorosamente para alejarse de la orilla, Emily Brewster vio que Patrick se dejaba caer de rodillas junto a la muerta y hundía la cabeza entre las manos. Había algo de tan desesperado abandono en su actitud que sintió involuntaria simpatía. Era como un perro que contemplaba a su amo muerto. No obstante, el sentido común de miss Brewster empezó a musitarle al oído; «Es lo mejor que pudo suceder para él y para su mujer… pero no creo que el pobre diablo lo comprenda de ese modo».

Emily Brewster era mujer que sabía razonar en caso necesario.