Capítulo III

1

Rosamund Darnley y Kenneth Marshall estaban sentados sobre la mullida hierba del risco que dominaba la Ensenada de la Gaviota. Esta se encontraba en la parte oriental de la isla. La gente acudía allí, a veces por la mañana, para bañarse cuando quería encontrarse sola.

—Es una delicia poder aislarse de la gente —dijo Rosamund.

—¡Oh, sí! —murmuró Marshall en tono casi inaudible. Se apoyó en un codo y olisqueó la hierba—. Huele bien —dijo—. ¿Recuerdas el césped de Shipley?

—Ya lo creo.

—¡Qué hermosos aquellos días!

—¡Oh, sí!

—Tú no has cambiado mucho, Rosamund.

—Por el contrario, he cambiado enormemente.

—Has triunfado, eres rica y famosa, pero eres la misma Rosamund de otros tiempos.

—¡Ojalá lo fuese! —murmuró Rosamund.

—¿Por qué lo dices?

—Por nada. ¿No es una lástima, Kenneth, que no podamos conservar la bella ingenuidad y los hermosos ideales que teníamos cuando éramos jóvenes?

—No recuerdo la bella ingenuidad de que me hablas, querida. Sólo recuerdo que te daban unas rabietas espantosas. En cierta ocasión casi me ahogaste en uno de tus arrebatos de furia.

Rosamund se echó a reír.

—¿Recuerdas el día que llevamos a Toby a cazar ratas de agua? —preguntó.

Pasaron algunos minutos recordando viejas aventuras.

Luego se produjo una pausa.

Los dedos de Rosamund jugaban con el cierre de su bolso.

—¿Kenneth? —dijo ella al fin.

Él no contestó. Continuaba tendido sobre la hierba, boca abajo.

—Si te digo algo, que será probablemente de una impertinencia ultrajante, ¿no me volverás a hablar?

Él rodó sobre un costado y se incorporó.

—No creo —dijo gravemente— que pueda parecerme impertinente nada de lo que tú me digas.

Rosamund hizo un gesto de agradecimiento para disimular la satisfacción que le producían sus palabras.

—Kenneth, ¿por qué no te divorcias de tu mujer?

El rostro de él se alteró, se endureció. Desapareció de él la expresión de serenidad. Sus manos sacaron una pipa del bolsillo y empezaron a llenarla.

—Perdona si te he ofendido —murmuró Rosamund...

—No me has ofendido —dijo él tranquilamente.

—Entonces, ¿por qué no me contestas?

—No me comprenderías, querida.

—¿Tan enamorado estás de ella?

—Por algo me casé.

—Lo sé. Pero es una mujer… un poco llamativa. Te convendría divorciarte de ella, Ken.

—Querida, no tienes razón para decir una cosa así. Que los hombres pierdan un poco la cabeza por ella, no significa por ella pierda la suya también.

Rosamund pensó un poco su réplica y dije al fin:

—Podrías arreglarlo para que ella se divorciase de ti… si lo prefieres de ese modo.

—Claro que podría.

—Pues deberías hacerlo, Ken. Te lo digo de veras. Piensa en la chiquilla.

—¿En Linda?

—Sí. Linda.

—¿Qué tiene que ver Linda con nuestro asunto?

—Arlena no es buena para Linda. No lo es realmente. Linda siente mucho las cosas.

Kenneth Marshall aplicó un fósforo a su pipa. Y dijo entre dos bocanadas:

—Sí algo hay de eso. Sospecho que Arlena y Linda no se entienden muy bien. Quizá la muchacha no es del todo razonable. Es un asunto un poco molesto.

—A mí Linda me gusta muchísimo. Encuentro en ella cualidades hermosas.

—Se parece a su madre —atajó Kenneth—; toma las cosas muy a pecho como Ruth.

—¿Entonces, no crees… realmente… que debes separarte de Arlena? —insistió Rosamund.

—¿Arreglar un divorcio?

—Sí. La gente lo hace así todos los días.

—Sí, y eso es precisamente lo que aborrezco —dijo Kenneth Marshall con repentina vehemencia.

—¿Aborrecer? —repitió ella, asombrada.

—Sí. Me repugna el ambiente de nuestros días. ¡Si uno toma una cosa y no le agrada, no hay más que deshacerse de ella lo más rápidamente posible! La conciencia, la buena fe no cuenta para nada. Se casa uno con una mujer, se compromete a velar por ella y lo tira uno todo por la borda de la noche a la mañana. Estoy cansado de matrimonios rápidos y de divorcios relámpago. Arlena es mi mujer y no un objeto del que puede prescindir en cuanto me molesta un poco.

—¿De manera que piensas así? —dijo Rosamund en voz baja—. «Hasta que la muerte nos separe», como dijo el poeta.

—Así es —dijo Kenneth Marshall, inclinando la cabeza.

2

Mister Horace Blatt, al volver a Leathercombe Bay, y cuando bajaba por una estrecha y retorcida vereda, estuvo a punto de derribar a mistress Redfern en una revuelta.

Mientras la señora se apartaba bruscamente para evitar el atropello, mister Blatt detuvo su «Sunbeam» aplicándole vigorosamente los frenos.

—¡Hola, hola! —saludó mister Blatt alegremente.

Era un hombrachón de rostro apoplético con un fleco de cabellos rojizos en torno a una gran calva reluciente.

La ambición aparente de mister Blatt era ser el alma y vida del lugar donde acertase a estar. El Jolly Roger Hotel, según su opinión, expresada un poco ruidosamente, necesitaba un poco de alegría. A él le chocaba la manera que tenía la gente de escabullirse y desaparecer en cuanto él entraba en escena.

—Casi la convierto a usted en mermelada de madroños —comentó alegremente.

—Poco faltó —contestó Cristina Redfern.

—Suba usted —ofreció mister Blatt.

—Oh, gracias… voy a seguir paseando.

—No haga usted tal tontería. ¿Para qué sirven los coches?

Cediendo a la necesidad, Cristina Redfern subió al vehículo. Mister Blatt volvió a poner en marcha el motor, que H había parado debido a la brusquedad con que el conductor frenó.

—¿Y qué hace usted paseando por aquí tan sola? —inquirió mister Blatt—. Eso no está bien, tratándose de una muchacha tan bonita.

—¡Oh, me gusta pasear sola! —se apresuró a decir Cristina.

Mister Blatt le dio un terrible codazo, al mismo tiempo que se le desviaba el coche hasta casi el borde del camino.

—Las muchachas siempre dicen eso —murmuró—; pero no lo sienten. Lo que pasa es que el Jolly Roger necesita un poco de animación. Allí no hay vida. Y es que se hospedan en él una colección de momias. Aquel viejo angloindio aburre a cualquiera, y el párroco y los americanos son una invitación al bostezo. ¡Pues mire que aquel extranjero con aquel bigote…! ¡Qué risa me da su bigote! Y creo que se trata de un peluquero o algo por el estilo.

—¡Oh, no; es un detective! —aclaró Cristina Redfern.

Mister Blatt casi dejó que el coche fuese otra vez a la cuneta.

—¿Un detective? ¿Quiere usted decir que anda disfrazado?

—¡Oh, no; es realmente así! Se llama Hércules Poirot, Tiene usted que haber oído hablar de él.

—¿No ocultará su verdadero nombre? ¡Oh, sí; he oído hablar de él! Pero creí que ya había muerto. ¿Qué estará buscando por aquí?

—No busca nada. Está pasando sus vacaciones.

—Bien, quiero suponer que sea así —dijo mistar Blatt con acento de duda—. ¿Pero verdad que tiene aspecto de peluquero?

—Quizá nada más un poco extraño —dijo Cristina.

—Eso será —convino mister Blatt—. A mí que me den siempre ingleses, aun tratándose de detectives.

Llegaron al pie de la colina y, con gran algarabía de triunfantes bocinazos, mister Blatt metió el coche en el garaje del Jolly Roger, que estaba situado, por causa de las mareas, en los terrenos opuestos al hotel.

3

Linda Marshall se encontraba en la pequeña tienda que abastecía a los visitantes de Leathercombe Bay. Uno de sus lados estaba ocupado por estanterías llenas de libros, que podían alquilarse por la suma de dos peniques. Los más modernos tenían diez años de antigüedad, otros, veinte años, y algunos bastantes más.

Linda cogió primero uno y luego otro, dudando, y los examinó. Y como decidiera que no podía, posiblemente, leer ninguno de ellos, sacó del estante un pequeño volumen encuadernado en cuero castaño.

Pasaba el tiempo…

Con un respingo, Linda volvió el libro al estante al oír la voz de Cristina Redfern que le preguntaba:

—¿Que está usted leyendo, Linda?

—Nada. Estoy buscando un libro —contestó apresuradamente la joven.

Extrajo al azar «El Matrimonio de William Ashe» y avanzó hacia el mostrador, buscando en el bolso dos peniques.

Mister Blatt me llevó al hotel después de atropellarme casi con su coche —dijo Cristina—. Como no me agradaba atravesar con él toda la calzada, le dije que tenía que comprar algunas cosas.

—¡Oh!, ¿verdad que es antipático? —dijo Linda—. Siempre está hablando de lo rico que es, y tiene unas bromas terribles.

—Pobre hombre —dijo Cristina—. Realmente, da lástima.

Linda no se mostró de acuerdo. No veía motivo para compadecer a mister Blatt. Ella era joven y despiadada.

Salió con Cristina Redfern de la tienda y recorrieron juntas la calzada. La joven iba abstraída en sus pensamientos. Le agradaba Cristina Redfern. Ella y Rosamund Darnley eran las únicas personas soportables de la isla, en opinión de Linda. Ninguna de las dos hablaba mucho con ella, no obstante. Ahora, mientras caminaban, Cristina no dijo tampoco nada. Aquello, pensaba Linda, era señal de buen juicio. Si uno no tiene que decir nada que valga la pena, ¿por qué tener que ir charlando todo el tiempo?

Se perdió en sus propias perplejidades.

Mistress Redfern —dijo de pronto—, ¿ha notado usted alguna vez que todo es tremendo, tan terrible que le dan a una ganas de llorar?

Las palabras eran casi cómicas, pero el rostro de Linda revelaba una ansiedad que nada tenía de risueño. Cristina Redfern, que la miró al principio con cierta alarma, no encontró en sus palabras ningún motivo de risa.

—Sí, sí —dijo—, yo he sentido lo mismo muchas veces.

4

—¿De manera que es usted el famoso policía? —preguntó mister Blatt.

Estaban en el bar, sitio favorito de mister Blatt.

Hércules Poirot confirmó la observación con su acostumbrada indiferencia.

—¿Y qué hace usted por aquí?… ¿trabajando? —inquirió mister Blatt.

—No, no. Descanso. Disfruto de mis vacaciones.

Mister Blatt guiñó un ojo.

—De todos modos diría usted eso, ¿verdad?

—No necesariamente eso —contestó Poirot.

—Vamos, sea usted franco. Conmigo puede considerarse seguro. ¡No repito todo lo que oigo! Hace años que aprendí a tener la boca cerrada. No habría llegado a mi actual posición de no haber sabido hacerlo así. La mayoría de la gente habla sin ton ni son de todo lo que oye. Y a usted, claro está, no le conviene eso en su oficio. Por eso dice usted a todo el mundo que se encuentra aquí pasando sus vacaciones, y nada más.

—¿Y por qué supone usted lo contrario? —preguntó Poirot.

Mister Blatt volvió a guiñar un ojo.

—Soy hombre de mundo —dijo—; conozco a la gente al primer vistazo. Un hombre como usted debería pasar sus vacaciones en Deauville, o en Le Touquet, o en Jean les Pins. Esas poblaciones son… ¿cómo diría yo?… su morada espiritual.

Poirot suspiró. Se asomó a la ventana. Caía la lluvia y la niebla rodeaba la isla.

—Es posible que tenga usted razón —dijo—. Allí, al menos, en tiempo húmedo hay distracciones.

—¡Oh, el Gran Casino! —exclamó mister Blatt—. Yo he tenido que trabajar de firme la mayor parte de mi vida. No he tenido tiempo para fiestas y fruslerías. Ahora me propongo desquitarme y divertirme. Ahora puedo hacer lo que me plazca. Mi dinero es tan bueno como el de cualquiera. En los últimos años he disfrutado bastante de la vida, le soy franco.

—¡Ah!, ¿sí? —murmuró Poirot.

—¿No sabe por qué he venido aquí? —continuó mister Blatt.

—Me lo he preguntado —confesó Poirot—. Yo tampoco carezco de dotes de observación. Era más natural que usted eligiese Deauville o Biarritz.

—Y en lugar de eso, los dos nos encontramos aquí, ¿eh?

Mister Blatt dejó escapar una maliciosa risita.

—Realmente no sé por qué he venido —prosiguió—. Quizá sea porque esto tiene algo de romántico. El Jolly Roger Hotel. La Isla de los Contrabandistas. Esto siempre le excita a uno la imaginación. Le hace a uno recordar sus tiempos de muchacho. Piratas, contrabandistas y todo lo demás.

Se echó a reír con todas sus ganas.

—De chico me gustaba navegar. No por esa parte del mundo. Por las costas del lejano Oriente. Es curioso que nunca le abandone a uno la afición por estas cosas. Yo podría tener un yate, si quisiera, pero no acaba de atraerme. Me gusta más andar de un lado para otro en mi pequeña yola. Redfern es también aficionado a navegar. Ha salido conmigo una o dos veces. Ahora no puedo echarle la vista encima; siempre anda rondando a esa pelirroja esposa de Marshall.

Hizo una pausa, luego bajó la voz y prosiguió.

—¡Los huéspedes de este hotel son bastante aburridos! ¡La única persona alegre es mistress Marshall! El marido, por lo visto, la deja en plena libertad. Ya en sus tiempos de artista se contaban muchas historias de ella. Trastorna a los hombres. Verá usted cómo ocurre aquí algo uno de estos días.

—¿Qué clase de ocurrencia? —preguntó Poirot.

—Oh, ya veremos —replicó Horace Blatt—. Mirando a Marshall, se diría que es un individuo con un carácter excesivamente bondadoso. Pero en realidad no lo es. Me he enterado de algunas cosas de él. Nunca se sabe cómo reaccionan esta clase de personas. Redfern haría bien en tener cuidado.

Se calló, pues la persona objeto de sus palabras acababa de entrar en el bar. Un momento después continuó hablando en voz alta para disimular.

—Como le iba diciendo, navegar en torno a esta costa es muy divertido. Hola, Redfern, ¿quiere tomar algo conmigo? ¿Qué desea usted? ¿Un Martini Seco? Muy bien. ¿Y usted, mister Poirot?

Poirot hizo un gesto negativo.

Patrick Redfern vino a sentarse al lado de los hombres.

—¿Navegar? —dijo—. Es la cosa más divertida del mundo. ¡Ojalá pudiera yo dedicarle más tiempo! De chico viajé algunos meses en un barco de vela que recorría estas costas.

—Entonces conocerá usted muy bien esta parte del mondo —dijo Poirot.

—¡Figúrese! Conocí este lugar antes de que construyesen el hotel En Leathercombe Bay no había más que unas cuantas chozas de pescadores y una vieja casona.

—¿Hubo una casa aquí?

—¡Oh, sí!, pero estuvo muchos años deshabitada. Se estaba derrumbando prácticamente. Se contaban toda clase de historias de pasajes secretos que conducían desde la casa a la Cueva del Duende. Recuerdo que siempre andábamos buscando aquel pasaje secreto.

Horace Blatt derramó su bebida. Soltó un taco, se limpió y preguntó:

—¿Y qué Cueva del Duende es ésa?

—¡Oh!, ¿no la conoce usted? —dijo Patrick—. Está en la Ensenada del Duende. No se puede encontrar fácilmente la entrada. Está entre unas rocas y parece una estrecha rendija por la que apenas se puede entrar despellejándose. Pero por dentro se ensancha hasta formar una cueva bastante espaciosa. ¡Ya comprenderán ustedes los atractivos que tenía para un muchacho! Me la enseñó un viejo pescador. Hoy, ni siquiera los pescadores la conocen. Pregunté a uno el otro día por ella y no supo contestarme.

—Pero no acabo de comprender —dijo Hércules Poirot—. ¿Qué duende es ése?

—¡Oh, eso es muy típico del Devonshire! —contestó Redfern—. En Sheepstor hay también una Cueva del Duende sobre las ciénagas, donde se tiene la costumbre de dejar un alfiler como presente para el Duende.

—¡Ah, muy interesante! —comentó Poirot.

—En Dartmoor hay todavía muchos duendes de estos —continuó Patrick Redfern—. Los Tors son duendes a caballo, y los granjeros que regresan a sus hogares después de una noche de francachela, se quejan de haber sido atropellados por alguno de ellos.

—Querrá usted decir cuando han bebido más de lo corriente —dijo Horace Blatt.

Patrick Redfern sonrió burlón.

—¡Esa seria ciertamente la explicación vulgar!

Blatt consultó su reloj.

—Me marcho a comer —dijo—. En resumen, Redfern, que sigo prefiriendo los piratas a los duendes.

—¡Me gustaría verle atropellado por un Tor! —dijo Patrick Redfern, riendo, mientras el otro se alejaba.

—Para hombre de negocios —comentó Poirot—, este mister Blatt parece tener una imaginación muy romántica y exaltada.

—Eso es porque está a medio civilizar. Al menos eso dice mi mujer, ¡mire lo que lee! Nada más que novelas de aventuras o historias del Oeste.

—¿Quiere usted decir que tiene todavía la mentalidad de un muchacho? —dijo Poirot.

—¿No opina usted lo mismo, señor?

—Yo apenas le conozco.

—Tampoco yo le conozco mucho. He salido en bote con él una o dos veces pero realmente no le gusta que le acompañe nadie. Prefiere estar solo.

—Eso es ciertamente curioso —dijo Hércules Poirot—. ¿Por qué no hace lo mismo en tierra?

—Es cierto —rio Redfern—. Todos hacemos mil equilibrios para no encontrárnosle. A él le gustaría transformar este sitio en una mezcla de Margarate y Le Touquet.

Poirot guardó silencio unos momentos. Estuvo observando atentamente el sonriente rostro de su compañero. Luego dijo tan repentina como inesperadamente:

—Creo, mister Redfern, que le gusta a usted disfrutar de la vida.

Patrick se le quedó mirando, sorprendido.

—Ciertamente, señor. ¿Por qué no?

—¿Por qué no, en efecto? —convino Poirot—. Le felicito a usted por ello.

—Muchas gracias, señor —dijo Redfern, sonriendo ligeramente.

—Y como soy un viejo —prosiguió Poirot—, más viejo de lo que usted supone, me permito darle un consejo.

—Le escucho, señor.

—Un sabio amigo mío, de la Policía, me decía hace tres años: «Hércules querido, si amas la tranquilidad, evita las mujeres».

—Temo que sea ya un poco tarde para eso —replicó Patrick Redfern—. Soy casado, como usted sabe.

—Lo sé. Su esposa es encantadora. Toda una dama. Tengo entendido que le quiere a usted mucho.

—Y yo a ella —dijo vivamente Patrick Redfern.

—Celebro saberlo —terminó Hércules Poirot.

La voz de Patrick tronó de pronto.

—¿Por qué me dice usted eso, mister Poirot?

Les femmes!… —sonrió Poirot, echándose hacia atrás y cerrando los ojos—. Las conozco un poco. Son capaces de complicar la vida insufriblemente. Y los ingleses llevan estos asuntos de un modo absurdo. Si usted necesitaba venir aquí, mister Redfern, ¿por qué diablos se trajo a su mujer?

—No sé a lo que se refiere usted —dijo airadamente Redfern.

—Lo sabe usted perfectamente —replicó Poirot con toda calma—. No soy tan necio como para discutir con un hombre enamorado. Me limito a lanzar mi palabra, de advertencia.

—Usted ha dado oídos a esos malditos murmuradores. Mistress Gardener, miss Brewster y todos, no tienen otra cosa que hacer que darle a la lengua todo el día. Basta que una mujer sea bonita para que vuelquen sobre ella el saco del carbón.

—¿Es usted realmente tan joven como todo eso? —murmuró Poirot, poniéndose en pie.

Abandonó el bar, moviendo la cabeza con gesto de desaliento. Patrick Redfern le siguió airadamente con la mirada.

5

Hércules Poirot se detuvo en el vestíbulo al regreso del salón comedor. Las puertas estaban abiertas; entraba por ellas una corriente de aire tibio.

La lluvia había cesado y la niebla desaparecido. Volvía a hacer una hermosa noche.

Hércules Poirot encontró a mistress Redfern en su sitio favorito, sobre la escollera. Se detuvo a su lado y dijo:

—Este sitio es húmedo. No debería usted sentarse aquí. Cogerá usted un resfriado.

—No lo cogeré. De todos modos no tendría importancia —replicó la joven.

—¡Vamos, vamos, que no es usted una chiquilla! Es usted una mujer culta. Tiene usted que tomar las cosas sensatamente.

—Le aseguro a usted que nunca me resfrío.

—Pues ha sido un día muy húmedo. Sopló el viento, llovió a cántaros y la niebla lo envolvió todo. Y bien, ¿qué pasa ahora? La niebla se ha dispersado, ^1 cielo está clara y allá arriba brillan las estrellas. Es como la misma vida, madame.

—¿Sabe usted lo que más me aburre de este lugar? —preguntó Cristina Redfern con voz altiva.

—¿Qué, madame?

—La compasión.

Salió la palabra de su boca como el restallido de un látigo.

—¿Cree usted que no estoy enterada? —prosiguió—. ¿Que no veo? La gente no hacer más que decir: «¡Pobre mistress Redfern pobre mujercita!». Y el caso es que no soy pequeña, soy alta. Me aplican el diminutivo porque sienten piedad por mí. ¡Y no puedo sufrirlo!

Hércules Poirot extendió cautamente su pañuelo sobre la hierba y se sentó.

—Algo hay de eso —dijo pensativo.

—Esa mujer… —empezó ella a decir, pero se contuvo.

—¿Me permite usted que le diga una cosa, madame? ¿Algo que es tan cierto como las estrellas que brillan allá arriba? Las Arlena Stuart o las Arlena Marshall de este mundo no tienen importancia.

—Tonterías —rezongó Cristina Redfern.

—Le aseguro a usted que es cierto. Su imperio es del momento y por el momento. Lo que importa real y verdaderamente es que una mujer tenga bondad y talento.

—¿Cree usted que a los hombres les interesa la bondad y el talento? —preguntó Cristina con sorna.

—Fundamentalmente, sí —contestó gravemente Poirot.

Cristina rio con risa nerviosa.

—No estoy de acuerdo con usted.

—Su marido la quiere, madame. Lo sé.

—Usted no puede saberlo.

—Sí, sí, lo sé. Le he visto mirarla.

Los nervios de la joven señora se desmoronaron de pronto, y empezó a llorar tempestuosa y amargamente sobre el incómodo hombro de Poirot.

—No puedo sufrirlo… no puedo sufrirlo… —sollozó.

—Paciencia… sólo paciencia —procuró tranquilizarla, palmeteándole un brazo.

La joven se irguió, secándose los ojos.

—Ya estoy mejor —dijo con voz ahogada—. Déjeme. Prefiero estar sola.

Poirot obedeció y la dejó sola, y un momento después descendía por el serpenteante sendero que conducía al hotel.

Estaba ya cerca del edificio cuando oyó murmullo de voces.

Se apartó un poco del sendero. Alguien hablaba entre unos arbustos.

Vio a Arlena Marshall y a Patrick Redfern sentado a su lado. La voz del hombre tenía un temblor de emoción.

—… ¡Estoy loco por usted… loco! Dígame que le intereso algo…

Poirot vio el rostro de Arlena Marshall. Era, pensó, como el de un gato zalamero y feliz. Era un rostro animal, no humano.

—Naturalmente, querido Patrick —dijo con voz melosa.

—La adoro, bien lo sabe...

Por una vez, Hércules Poirot dejó de escuchar, volvió al sendero y siguió bajando hacia el hotel.

Una figura se le reunió de pronto. Era el capitán Marshall.

—Hermosa noche, ¿verdad? —dijo.

—Y más después de tan desagradable día. Miró al cielo y añadió—: Parece que mañana tendremos buen tiempo.