Capítulo II

1

Cuando Rosamund Darnley vino a acatarse a su lado, Hércules Poirot no intentó disimular su complacencia.

Como había dicho en diversas ocasiones, admiraba a Rosamund Darnley más que a ninguna de las mujeres que había conocido. Le gustaba su distinción, las graciosas líneas de su figura, el aire altivo de su cabeza. Le encantaban las suaves ondas de sus oscuros cabellos y la delicada ironía de su sonrisa.

Vestía un traje azul marino con adornos blancos. Parecía muy sencillo debido a la costosa severidad de su corte. Rosamund Darnley, con el nombre de «Rose Hond Ltda.», era una de las modistas más conocidas de Londres.

—No acaba de gustarme este lugar —dijo—. Yo no sé por qué he venido aquí.

—¿No había usted estado nunca?

—Sí, hace dos años, por las Pascuas. No había tanta gente entonces.

—Algo la preocupa a usted —dijo Poirot, mirándola atentamente—. ¿No es cierto?

Ella asintió. Se quedó mirando el balanceo de uno de sus pies.

—He encontrado un fantasma —dijo—. Eso es lo que me pasa.

—¿Un fantasma, señorita?

—Sí.

—¿El fantasma de qué… de quién?

—Oh, el fantasma de mí misma.

—¿Fue un fantasma doloroso? —preguntó suavemente Poirot.

—Inesperadamente doloroso. Figúrese que me hizo retroceder muchos años en mi vida —hizo una pausa, distraída. Luego continuó—: Imagínese mi infancia… ¡No, no puede usted! ¡No es usted inglés!

—¿Fue una infancia muy inglesa? —preguntó Poirot.

—¡Oh, increíblemente inglesa! El paisaje: una casona destartalada, caballos, perros, prados bajo la lluvia, fuego en la chimenea, manzanas en el huerto, falta de dinero, telas antiguas, trajes de noche que duraban años y años, un jardín descuidado, con margaritas y amapolas que semejaban grandes banderas en el otoño…

—¿Y usted deseaba retroceder a aquellos tiempos? —preguntó Poirot.

—No se puede retroceder. Eso nunca —contestó la joven.

—Pero hubiera deseado recorrer ese camino de un modo muy diferente.

—Me interesa usted —dijo Poirot.

—¿De veras? —rio Rosamund Darnley.

—Cuando yo era joven (y desde entonces, señorita, ha pasado mucho tiempo) estaba de moda un juego titulado: «Si usted no fuese usted, ¿quién querría ser?». Nosotros, los jóvenes, escribíamos las respuestas en los álbumes de las muchachas. Los álbumes tenían cantos dorados y estaban encuadernados en cuero azul. La contestación, señorita, no era realmente muy fácil de encontrar.

—No… supongo que no —dijo Rosamund—. Ahora se correría un gran riesgo. A uno no le gustaría convertirse en Mussolini o en la Princesa Elizabeth. En cuanto a nuestros amigos, sabe uno demasiado de ellos. Recuerdo que en cierta ocasión conocí a un matrimonio encantador. Eran tan corteses y amables uno para el otro y parecían en tan buena inteligencia, después de algunos años de matrimonio, que yo envidiaba a la mujer. Me hubiera cambiado por ella de buena gana. ¡Alguien me dijo, pasado el tiempo, que, en privado, nunca se hablaban desde hacía once años! —se echó a reír—. Eso demuestra que nunca sabe uno a qué atenerse, ¿no es cierto?

—Pues a usted, señorita, tiene que envidiarla mucha gente —dijo Poirot tras una pausa.

—Oh, sí, naturalmente —confesó Rosamund Darnley sin gran entusiasmo. Quedó pensativa, curvados los labios en irónica sonrisa—. ¡Soy realmente el tipo perfecto de la mujer afortunada! Disfruto de la satisfacción del éxito de mis creaciones artísticas (realmente me agrada el dibujo de trajes) y la satisfacción financiera de los negocios fructíferos. Poseo una regular fortuna, tengo una buena figura, un rostro pasadero, y una lengua no demasiado maliciosa. —Hizo una pausa. Se acentuó su sonrisa y continuó—: ¡Claro que… no he conseguido un marido! En eso he fracasado, ¿no es cierto, mister Poirot?

—Señorita —dijo Poirot galantemente—, si no está usted casada es porque ninguno de mi sexo ha tenido la elocuencia suficiente. Es por elección, no por necesidad, por lo que permanece usted soltera.

—Y sin embargo —dijo Rosamund—, estoy segura de que usted cree, como todos los hombres, que ninguna mujer está contenta a menos que se case y tenga hijos.

Poirot se encogió de hombros.

—Casarse y tener hijos es la suerte común de las mujeres. Solamente una mujer entre mil puede crearse un nombre y una posición como usted lo ha hecho.

—¡Y, sin embargo, así y todo, no soy más que una infeliz solterona! —exclamó Rosamund—. Así es como me siento hoy. Yo hubiera sido más feliz con dos peniques al año, un marido muy bruto y un enjambra de mocosos a mi alrededor. ¿No es cierto?

Poirot volvió a encogerse de hombros.

—Puesto que usted lo dice, así será, señorita.

Rosamund se echó a reír, recobrado repentinamente su buen humor. Sacó un cigarrillo y lo encendió.

—No hay duda de que sabe usted cómo hay que tratar a las mujeres, mister Poirot —dijo—. Ahora me siento inclinada a aceptar el punto de vista opuesto y discutir con usted en favor de una profesión para las mujeres. Yo me encuentro maravillosamente bien como estoy ¡y no me arrepiento!

—Entonces, señorita, ¿todo es amable en el jardín… o mejor dicho, en la playa?

—Todo completamente.

Poirot a su vez sacó su pitillera y encendió uno de aquellos delgados cigarrillos que tenía a gala fumar.

Mientras contemplaba las volutas del humo con burlona mirada, murmuró entre dientes:

—¿Así es que el señor… o mejor dicho el capitán Marshall, es un antiguo amigo suyo, mademoiselle?

Rosamund levantó vivamente la cabeza:

—¿Cómo lo sabe usted? —preguntó—. Oh, supongo que se lo diría Ken.

—No me lo ha dicho nadie. Después de todo, señorita, soy detective y me he limitado a extraer una conclusión obvia.

—No comprendo —dijo Rosamund.

—¡Reflexione y comprenderá usted! —Las manos del hombrecillo se hicieron elocuentes—. Usted lleva aquí una semana. Usted se mostró hasta ahora alegre, vivaracha, sin ningún cuidado. Hoy, de pronto, habla usted de fantasmas y de tiempos pasados. ¿Qué ha sucedido? Hace varios días que no teníamos nuevos huéspedes, hasta anoche, que llegó el capitán Marshall con su esposa y su hija. ¡Hoy el cambio es obvio!

—Bien, es cierto —confesó Rosamund—. Kenneth Marshall y yo fuimos amigos de niños. Los Marshall vivían en la casa inmediata a la nuestra. Ken fue siempre muy bondadoso para mí aunque condescendiente, claro está, puesto que es cuatro años más viejo. Hace mucho tiempo que no sabía de él. Quizá quince años, por lo menos.

—Mucho tiempo, en efecto —dijo Poirot, pensativo. Hubo una pausa y continuó—: Parece hombre simpático.

—¡Oh, ya lo creo! —afirmó Rosamund con entusiasmo.

—Uno de los hombres más simpáticos que he conocido, pero espantosamente tranquilo y reservado. Yo diría que su único defecto es cierta inclinación a contraer matrimonios desgraciados.

—Ah… —dijo Poirot en tono de gran comprensión.

Rosamund Darnley prosiguió:

—¡Kenneth es un necio un verdadero necio en lo que a las mujeres se refiere! ¿Recuerda usted el caso Martingdale?

Poirot frunció el ceño:

—¿Martingdale? ¿Martingdale? Arsénico, ¿no fue eso?

—Sí. Hace diecisiete o dieciocho años. La mujer fue juzgada por asesinato de su marido.

—¿Y fue absuelta porque se demostró que él era un comedor de arsénico?

—Así fue. Después de la absolución Ken se casó con ella. Así son las tonterías que hace.

—Pero ¿y si ella era inocente? —murmuró Hercúlea Poirot.

—Oh, no me atrevo a dudar que lo fuese —dijo Rosamund. Darnley impaciente—. ¡Nadie realmente lo sabe! Pero hay en el mundo mujeres de sobra para casarse, sin necesidad de salirse del camino y hacerlo con una procesada por asesinato.

Poirot no dijo nada. Quizá sabía que si guardaba silencio, Rosamund Darnley proseguiría. Así fue:

—Era muy joven, por supuesto; acababa de cumplir los veintiún años. Se enamoró de ella locamente. Ella murió cuando Linda nació, un año después de su matrimonio. Creo que a Ken le impresionó terriblemente su muerte. Después se dedicó a divertirse, supongo que para olvidar.

Hizo una pausa y continuó:

—Y luego sucedió lo de Arlena Stuart. Ella aparecía en las revistas por aquel tiempo. ¿Recuerda el caso de divorcio Codrington? Lady Codrington se divorció por causa de Arlena Stuart. Se dijo que lord Codrington estaba completamente ciego por ella. Se creía que se casaría tan pronto como la sentencia fuese firme. Pero cuando llegó el momento, no se casaron. Él la plantó. Creo que ella lo demandó por incumplimiento de promesa. El asunto produjo mucho ruido por aquel entonces. Pero lo más sensacional fue cuando Ken va y se casa con ella. ¡El necio… el muy necio!

—A un hombre se le puede disculpar tal necedad —murmuró Poirot—; ella es guapa, señorita.

—Sí, de eso no hay duda. Se produjo otro escándalo hará unos tres años. El viejo sir Roger Erskine le deja hasta el último penique de su dinero. Yo creí que aquello abriría los ojos a Ken…

—¿Y no fue así?

Rosamund Darnley se encogió de hombros.

—Ya le dije que hace años que no le veía. La gente dice que lo tomó con absoluta ecuanimidad. Me hubiera gustado saber la causa. ¿Es que cree tan ciegamente en ella?

—Pudo haber otras razones.

—Sí. ¡Orgullo! No sé lo que realmente siente por ella. Nadie lo sabe.

—¿Y ella? ¿Qué siente por él?

Rosamund miró fijamente a Poirot.

—¿Ella? Es la mujer más coqueta del mundo y también la más insaciable devoradora de oro. ¡Arlena se divierte con cualquier cosa con pantalones que se ponga a su alcance!

Poirot hizo un gesto de conformidad.

—Sí —dijo—. Es cierto lo que usted dice… Sus ojos buscan una sola cosa… hombres.

—Y ahora parece ser que los ha puesto en Patrick Redfern —dijo Rosamund—. Él es un hombre arrogante, un poco ingenuo, enamorado de su mujer y sin experiencia. Esa es la clase de caza que le gusta a Arlena. La señora Redfern me es muy simpática y es muy bonita a su manera. Pero… no creo que tenga la menor probabilidad de triunfar sobre una tigresa como Arlena.

—Creo lo mismo —suspiró Poirot.

—Me han dicho que Cristina Redfern fue maestra de escuela —añadió Rosamund—. Es de las que creen que el alma siempre vence a la materia. Va a ser un cruel desengaño para ella esta vez.

2

Linda Marshall se miraba con indiferencia el rostro en el espejo de su dormitorio. Le desagradaba su cara en extremo. En aquel momento le parecía que era casi todo huesos y pecas. Observó con disgusto su pesada mata de cabellos castaños rojizos (arratonados, como ella los llamaba en su imaginación), sus ojos grises verdosos, sus pómulos demasiado salientes y la larga y agresiva línea de la barbilla. La boca y los dientes no eran quizá tan feos… Pero ¿qué eran los dientes después de todo? ¿Y qué era aquella mancha que le estaba saliendo en un lado de la nariz?

Decidió con un suspiro que no era una mancha, y pensó para sí: «Es espantoso tener dieciséis años sencillamente espantoso».

Uno sabe, generalmente, cómo es. Linda era tan desgarbada como un potro joven y tan pecosa como un erizo, pero se daba cuenta de su falta de gracia y de que no era ni niña ni mujer. En el colegio estaba aceptable. Pero ahora lo había abandonado. Nadie parecía saber lo que iba a ser después. Su padre hablaba vagamente de enviarla a París el próximo invierno. Linda no quería ir a París… pero no quería quedarse en casa tampoco. No se había dado cuenta hasta entonces de lo mucho que aborrecía a Arlena.

El joven rostro de Linda se puso serio y la mirada de sus verdes ojos se endureció. Arlena…

«Es una bestia… una bestia», pensó.

¡Madrastras! Era una desgracia tener una madrastra, todo el mundo lo decía. ¡Y era cierto! Y no era que Arlena fuese mala para ella. La mayor parte del tiempo ni siquiera se preocupaba de la joven. Pero cuando lo hacía, había una despectiva expresión en sus miradas y en sus palabras. La gracia y la armonía de los movimientos de Arlena destacaban aún más la torpeza de adolescente de Linda. Con Arlena al lado, la muchacha sentía toda la falta de madurez y todo el desgarbo de sus dieciséis años.

Pero no era aquello solamente. No era aquello todo.

Linda buscó torpemente en los rincones de su imaginación. No tenía habilidad para clasificar sus emociones y ponerles un nombre. Lo que buscaba era algo que expresase lo que Arlena «hacia» a la gente… a la casa… a su padre.

«Es mala, pensó con decisión, muy mala, muy mala».

Pero ni siquiera con esto expresaba su sentir. No podía limitarse a levantar la nariz con un respingo de superioridad moral y arrojar a aquella mujer de la imaginación.

Era algo que Arlena hacía a la gente. A papá. Papá era completamente diferente.

Desmenuzó aquel pensamiento. Papá, presentándose a sacarla del colegio. Papá llevándosela a realizar un viaje por mar. Papá se casa… con Arlena. Papá siempre reservado, pensativo…

«Y todo seguirá como ahora, pensó Linda. Día tras día… meses y meses… No podré resistirlo».

La vida se extendía ante ella interminable, como una serie de días oscurecidos y amargados por la presencia de Arlena. Ella era todavía una chiquilla para tener un poco de sentido de la proporción. A Linda, un año se le antojaba una eternidad.

Una negra oleada de odio contra Arlena invadió su imaginación.

«Quisiera matarla, pensó. ¡Oh!, desearía que muriera…».

Apartó la mirada del espejo para mirar hacia el mar. Aquel sitio era realmente divertido. O podía serlo. Docenas de ellos por explorar. Y sitios donde podía uno esconderse sin que nadie pudiera encontrarle. Y había cuevas, también, como le habían dicho los muchachos de Cowan.

«Si Arlena desapareciese, yo podría divertirme», pensó Linda.

Su imaginación retrocedió a la noche de su llegada. Había sido emocionante. La marea alta cubría la calzada. Tuvieron que atravesarla en un bote. El hotel le había parecido desacostumbradamente atractivo. Y de pronto, en la terraza, una mujer alta y morena se había acercado a ellos exclamando:

—¡Qué sorpresa, Kenneth!

Y su padre, con aire de sorprendido, exclamó a su vez:

—¡Rosamund!

Linda consideró a Rosamund Darnley con esa mirada crítica y severa de los jóvenes. Y decidió que le agradaba Rosamund. Rosamund, pensó, era buena. Sus cabellos le sentaban admirablemente. Su traje era muy elegante. Y tenía en el rostro una expresión jovial, como si estuviera satisfecha de sí misma. Rosamund, en fin, le fue simpática a Linda. Y Rosamund no trató a Linda como si fuese una chiquilla tonta. La trató como si fuese un verdadero ser humano. Linda rara vez se sentía verdadero ser humano, y quedaba profundamente agradecida cuando alguien parecía considerarla como tal.

Papá pareció también muy contento de ver a miss Darnley.

Era chocante aquel aspecto tan diferente que presentó de pronto. Parecía… parecía… ¡parecía un joven! Reía con extraña risa juvenil. Ahora que recordaba, Linda rara vez le había oído reír.

Sintió una rara curiosidad. Era como si hubiese vislumbrado una persona del todo distinta en aquel señor que creía conocer tan a fondo.

«¿Cómo sería papá cuando tenía mi edad?», se preguntó.

Pero era demasiado difícil de averiguar y renunció a ello.

Una idea cruzó su imaginación.

¡Qué bien lo habrían pasado si hubiesen venido solos ella y papá… y hubiesen encontrado allí a miss Darnley!

Durante un minuto desfiló por delante de sus ojos un panorama luminoso. Papá, riendo juvenil, miss Darnley y ella cogidas de sus brazos, y luego todas las diversiones que podrían encontrarse en la isla, playas, baños, cuevas, ensenadas…

Las tinieblas borraron el panorama. Arlena. Uno no podía divertirse con Arlena al lado. ¿Por qué no? Bueno, Linda, no podía. No se puede ser feliz cuando hay una persona a quien… se aborrece. Sí, a quien se aborrece. Ella aborrecía a Arlena.

La negra ola de odio volvió a elevarse lentamente de su pecho. El rostro de Linda palideció intensamente. Se contrajeron las pupilas de sus ojos. Y sus dedos se crisparon…

3

Kenneth Marshall llamó a la puerta de su esposa. Cuando le contestó, abrió y entró decidido.

Arlena daba los últimos tientos a su tocado. Se había puesto un vestido de verde ostentoso, que le daba cierto aspecto de sirena. Estaba de pie ante el espejo, ensombreciéndose las pestañas.

—¡Oh, eres tú, Ken! —dijo.

—Sí. Quería saber si estás ya arreglada.

—Un minuto tan solo.

Kenneth Marshall se acercó a la ventana. Miró hacia el mar. Su rostro, como de costumbre, no expresaba la menor emoción.

—Arlena —dijo, volviéndose de pronto.

—¿Qué?

—¿Conocías a Redfern de antes?

—¡Oh, sí, querido! —contestó ella con toda naturalidad.

—Lo conocí en una reunión. Me pareció un buen muchacho.

—¿Sabías que él y su mujer iban a venir aquí?

Arlena abrió desmesuradamente los ojos.

—¡Oh, no, querido! ¡Fue la mayor sorpresa para mí!

—Creí que sería eso lo que te sugirió la idea de que viniésemos aquí —dijo tranquilamente Kenneth—; tenías mucho interés.

Arlena dejó el tarro de crema, se volvió a su esposo y le lanzó una seductora sonrisa.

—Alguien me habló de este sitio —dijo—. Creo que fueron los Rayland. Me dijeron que era sencillamente maravilloso… ¡y sin explorar! ¿Es que no te gusta?

—No estoy muy seguro —contestó Kenneth.

—¡Pero, querido, si adoras el baño y la vida al aire libre! ¿Qué mejor sitio que éste para ti?

—En cambio no puedo comprender lo que tú llamas divertirse —replicó él.

Ella abrió los ojos un poco más. Le miró desconcertada.

—Supongo —prosiguió él— que tú dirías al joven Redfern que ibas a venir aquí.

—Querido Kenneth, ¿verdad que no vas a hacerme una escena ridícula?

—Mira, Arlena, te conozco bien. Esta es una joven pareja que parece feliz. El muchacho está realmente enamorado de su mujer. ¿Vas a turbar su dicha por una simple vanidad?

—No es justo que me censures —replicó Arlena—. No he hecho nada… nada en absoluto. Yo no tengo la culpa de que…

—¿De qué? —apremió él.

Los párpados de la mujer aletearon vivamente.

—Ya lo sabes: yo no tengo la culpa de que me persigan los hombres.

—¿Así es que confiesas que te persigue el joven Redfern?

—Comete esa estupidez.

Arlena dio un paso hacia su marido.

—¿Pero verdad, Ken, que sabes que sólo me interesas tú?; —preguntó con voz melosa.

Le miró a través de sus sombreadas pestañas. Fue una mirada maravillosa… una mirada que pocos hombres habrían resistido.

Kenneth Marshall la miró gravemente. Su rostro seguía imperturbable, su voz tranquila.

—Creo que te conozco bastante bien, Arlena…

4

Cuando se sale del hotel por la parte del sur, la playa de los baños y las terrazas se encuentran inmediatamente debajo. Hay también un sendero que rodea la escollera por la parte sudoeste de la isla. Un poco más allá, unos peldaños conducen a una serie de escondrijos cortados en la roca y rotulados en el mapa del hotel con el nombre de Sunny Ledge. Aquellos huecos tienen asientos tallados en la misma piedra.

Poco después de cenar, llegaron a uno de ellos Patrick Redfern y su esposa. Era una noche clara y serena de brillante luna.

Los Redfern se sentaron. Guardaron silencio largo rato.

—Maravillosa noche, ¿verdad, Cristina? —dijo al fin Patrick Redfern.

—Sí.

Algo en su voz la intranquilizó. No se atrevió a mirarla.

—¿Sabías que esa mujer iba a venir aquí? —preguntó Cristina en voz baja.

Se volvió él vivamente.

—No sé a quién te refieres —dijo.

—Ya lo creo que lo sabes.

—Mira, Cristina, yo no sé lo que te sucede de poco tiempo a esta parte…

—¿Lo que me sucede? —interrumpió ella con voz temblorosa por la pasión—. ¿No será lo que te sucede a ti?

—A mí no me sucede nada.

—¡Oh, Patrick, no me mientas! Insististe en venir aquí. Te mostraste casi grosero. Yo quería volver a Tintagel, donde… donde pasamos nuestra luna de miel. Tú te empeñaste en venir aquí.

—Bien, ¿y por qué no? Es un sitio fascinador.

—Quizá. Pero tú quisiste venir aquí porque «ella» iba a venir también.

—¿Ella? ¿Quién es ella?

Mistress Marshall. Te tiene loco…

—Por amor de Dios, Cristina, no digas tonterías. Nunca fuiste celosa.

Su serenidad era un poco fingida, exagerada...

—¡Hemos sido tan felices! —murmuró ella.

—¿Felices? ¡Claro que lo hemos sido! Y lo somos. Pero no lo seguiremos siendo si no podemos hablar de otra mujer sin que empieces a disparatar.

—No se trata de eso.

—Sí, de eso se trata. Los matrimonios tienen que tener amistades con otras personas. Tu actitud de suspicacia es completamente ridícula. Yo no puedo hablar con… con una mujer bonita sin que tú llegues a la conclusión de que estoy enamorado de ella…

Se calló y se encogió de hombros.

—Tú estás enamorado de ella… —insistió Cristina Redfern.

—¡Oh, no digas tonterías, Cristina! Me he limitado a hablar un rato.

—Eso no es cierto.

—¡Por amor de Dios, no cojas la costumbre de tener celos de todas las mujeres bonitas con quienes nos cruzamos!

—¡Esa no es una mujer bonita! —protestó Cristina Redfern—. Esa es ¡la mujer diferente! Es una mala mujer. Te traerá desgracia, Patrick. Renuncia a ella, por favor. Vámonos de aquí.

Patrick Redfern sacó la barbilla, desafiador.

—No seas ridícula, Cristina. Y no riñamos por esto.

—Yo no quiero reñir.

—Entonces compórtate como un ser humano, sé razonable. Volvamos al hotel.

Se puso en pie. Hubo una pausa y Cristina Redfern se levantó también.

En el nicho inmediato, Hércules Poirot movió lentamente la cabeza con gesto de pesar. Otra persona se habría alejado escrupulosamente de allí para no oír la conversación. Pero no así Poirot. Él no tenía escrúpulos de aquella clase cuando llegaba la ocasión.

—Además —explicaba a su amigo Hastings, algún tiempo después—, se trataba de un asesinato.

—Pero el asesinato no había ocurrido todavía —replicó Hastings.

—Pero ya, mon cher, estaba clarísimamente indicado —suspiró Hércules Poirot.

Y Hércules Poirot dijo, con un suspiro, repitiendo lo dicho en cierta ocasión en Egipto, que si una persona está decidida a cometer un asesinato, no es fácil impedírselo. Él no se censuraba por lo que había sucedido. Fue, según él, cosa inevitable.