Prólogo

Oí por primera vez esta historia de Jonathan Ferrier cuando era niña, de boca del médico de nuestra familia.

La historia de la medicina tiene sus mártires, como los tiene la historia de la religión. Aun cuando hay muchas personas que conocen por sus nombres a los santos que murieron por ellos, pocos conocen los nombres de los médicos que vivieron y lucharon por ellos, y que se dedicaron a servir a la humanidad tanto como lo hicieron los santos mismos.

Pocos conocen los nombres de los hombres que trajeron la asepsia y la inmunología a los hospitales modernos, y sin embargo millones de seres humanos que están vivos, no vivirían si no fuera por ellos. Millones de diabéticos llevan una vida saludable y productiva gracias a la insulina, pero ¿cuántos conocen el nombre del hombre que les salvó? Acuden a las escuelas niños que hubieran muerto de no haber sido por los hombres que descubrieron vacunas contra la difteria, la viruela y la poliomielitis, pero ¿cuántos de ellos les recuerdan?

Muchos de esos héroes sufrieron la ignominia, el deshonor, el exilio y el ridículo para salvarnos. Algunos fueron abocados a la locura y al suicidio. Sin embargo, persistieron en sus afanes.

Entre ellos se encuentra el hombre, que nunca conocí, pero al que he llamado Jonathan Ferrier en esta obra.

Si bien es cierto que parece un poco exagerado y belicoso, luchó por las vidas de todos los que nacimos, como yo, en el siglo XX. Fue uno de los miles a quienes nadie lloró, ni honró, ni cantó loas, y tal vez ni siquiera recordó, con excepción de Dios.

TAYLOR CALDWELL