Jonathan y Robert cruzaron rápidamente el pueblo en el coche y llegaron a Sta. Hilda. No cambiaron palabra, aunque Jonathan le echó a Robert varias miradas sombrías y acusatorias como si el joven tuviera la culpa de lo que ocurría, como si Robert le hubiera obligado a meterse en aquella situación peligrosa, pero Robert sonreía por debajo de su bigote. En cuanto llegaron se dirigieron a la lujosa suite que ocupaba la joven Hortense Nolan, y allí Jonathan vio al doctor Schaeffer sentado al lado de la cama de Hortense, que protestaba y se quejaba dolorida, mientras el doctor suave y cariñosamente la instaba a comer:
—Nada más que un poquito, querida. Este buen caldo, este delicioso pedacito de pollo, este panecillo caliente con manteca. Tienes que conservar tus fuerzas.
Jonathan entró casi corriendo, apartó de un manotazo la cuchara de la mano del médico, levantó la repleta fuente y la arrojó con furia contra la pared, donde se estrelló ruidosamente.
—¡Maldito sea! —exclamó—. ¿Trata de matar a la muchacha? ¡Fuera, fuera! Quiero una conferencia con todos ustedes.
El doctor Schaeffer, hombre bajo y rosado con espesa barba gris y cabeza calva, le miró como si fuera un perro rabioso, y se levantó lentamente, con los ojos extraviados. El doctor Bedloe, que había seguido a Jonathan pisándole los talones, miró con desaliento los restos del «nutritivo almuerzo», pero dijo lo más tranquilamente que pudo:
—Emil, he llamado al doctor Ferrier… está acostumbrado a estas cosas… y quisiéramos consultar contigo.
—Llamaste a éste… éste…
—Emil, ella es mi sobrina. Hay algunas cosas modernas, sabes…
La gorda cara del doctor Schaeffer se puso muy blanca.
—Si él la toca, tendré que abandonar el caso, Bedloe.
—Louis Hedler también se lo pidió a Jon —dijo el doctor Bedloe, aterrorizado al pensar que Jonathan se negara—. Por favor, Emil.
—Pensándolo bien —dijo Jonathan— le necesito aquí. Quiero hacerle algunas preguntas. Quiero aquí también a esos dos internos del último año, Moe Abrams y Jed Collins, que ya han sufrido bastante a las órdenes de los borricos. También quiero ver a Louis. Vaya a buscarlos, Humphrey —le hablaba al jefe del personal del Friend’s como si fuera un lacayo—. No voy a mirar a la muchacha hasta que todos estén aquí. Y dígales a Moe y Jed que se traigan sus cuadernos de notas. Eso no sólo es para su información, sino para mi propia protección.
Su oscura y delgada cara estaba muy pálida, y los ojos le relampagueaban, mirando al doctor Bedloe amenazadoramente. El doctor Schaeffer sacó el pañuelo y se secó con él la cara y las manos, que tenía empapadas de sudor. Jonathan dio un paso, le quitó el pañuelo, miró al hombre mayor y luego sus manos, y le arrojó el pañuelo a la cara.
—¿Así que tiene un resfriado? Y la ha estado examinando. ¿Cuántas veces lo ha hecho hoy, criminal idiota, con esas manos cargadas de gérmenes?
—¡No voy a soportar esto! —gritó el doctor Schaeffer—. No voy a soportar estos insultos de un mequetrefe, de un incompetente, que hasta metió la pata con…
—¡Emil, por amor de Dios! —gritó el doctor Bedloe con voz angustiada.
—Y lo hizo deliberadamente —agregó el doctor Schaeffer, que parecía estar al borde de un ataque.
—No se aflija por lo que diga —dijo Jonathan—. Vaya y tráigame a esa gente. Déjelo que se quede aquí gimoteando. Ya tendrá bastante en qué ocuparse contestando preguntas más tarde. —Se metió las manos en los bolsillos como si envainara dagas.
«¿Es necesario ser tan violento?», se preguntaba Robert. Se acercó lentamente a la hermosa cama de bronce y contempló a la joven que la ocupaba.
Hortense Nolan reposaba sobre un almohadón y varias almohadas y estaba cubierta por sábanas del mejor y más suave hilo. Era evidente para Robert que estaba casi moribunda a causa de la infección. Era tan delgada, tan pequeña y tan joven que no parecía tener más de doce años. La masa de sus cabellos rojos contrastaba con la cenicienta palidez de su rostro. Sus cabellos flotaban sobre la almohada como una bandera de peligro y le caían sobre el pecho jadeante. Tenía los ojos semiabiertos y hundidos en sus cuencas grises, y su color estaba velado por una película opaca. Las aletas de la nariz estaban contraídas y pálidas, y los labios eran tenuemente rojos. Su constitución era delicada, brazos delgados y manos pequeñas, apoyadas sobre la cobija. Robert se sintió descompuesto y atemorizado. Respiraba lenta y ruidosamente en el repentino silencio de la habitación. Pero Jonathan no quería mirarla, acodado en la ventana, miraba afuera, mientras que el doctor Schaeffer apoyaba su voluminosa espalda contra la pared, junto a la puerta.
Entraron dos enfermeras y se acercaron apresuradamente a la cama.
—¡No se acerquen a esa cama ni toquen a esa mujer! —les gritó Jonathan sin volverse.
Las enfermeras se quedaron boquiabiertas, y sus rostros de colores frescos se endurecieron por la sorpresa. Se volvieron al doctor Schaeffer y le hablaron obsequiosamente.
—Doctor, los padres de la señora Nolan y su esposo están afuera, y quieren verla.
—Sí, sí —dijo el abrumado hombre—. Naturalmente. Háganlos entrar.
—No —dijo Jonathan—. Si ellos entran yo me voy, y no volveré.
Pero las enfermeras sólo esperaban las órdenes del doctor Schaeffer, sonriendo con desdén e ignorando por completo a Jonathan. El doctor Schaeffer vacilaba. Los esfuerzos que hacía por tomar una decisión le enrojecían la cara, y miraba a Jonathan con odio.
—Yo… nosotros… celebramos una consulta —les dijo a las enfermeras. Una de ellas, la mayor, se echó hacia atrás, asombrada.
—¿Con el doctor… Ferrier?
—Con el doctor Ferrier…
Las dos jóvenes se quedaron de nuevo boquiabiertas. Volvieron lentamente las cabezas y observaron a Jonathan, que seguía apoyado en la ventana, y su asombro no tuvo límites.
—Váyanse, por favor —les dijo el doctor Schaeffer con voz entrecortada.
Las dos muchachas abandonaron la habitación haciendo ondear sus largas faldas blancas. Les faltaría tiempo para relatar a sus compañeras aquella increíble escena. Robert podía oír sus voces aflautadas y agitadas mientras se retiraban por el pasillo. Volvió a reinar el silencio en la habitación, sólo interrumpido por la angustiada respiración de la muchacha agonizante, que parecía ignorar totalmente la presencia de los hombres que estaban a su lado, el brillante sol de la tarde, los ruidos del pasillo y el viento suave que levantaba las cortinas de las ventanas. Se había sumergido en aquel profundo desinterés y en aquel distanciamiento que son la antesala de la muerte. Jonathan no la miraba, pero Robert advertía la palidez y el hundimiento de sus mejillas, la fuerte tirantez de los pómulos y de la mandíbula, y la tensión de todo su cuerpo, como si estuviera a punto de perder el dominio de sí mismo.
Se abrió la puerta y entraron apresuradamente el doctor Hedler, acompañado por el doctor Bedloe y los dos jóvenes internos.
—¡Jon! —gritó el doctor Louis Hedler— es muy bueno de tu parte… a… atender esta consulta ¡Muy bueno!
Jonathan se volvió lentamente, pero su mirada se fijó solamente en los dos médicos internos. Y sin apartar la vista de ellos, contestó:
—Quiero que entiendan bien esto: he venido bajo presión. Mi sentido común me aconsejaba negarme. He venido contra mi voluntad y porque soy un maldito sentimental y tengo un corazón que se enternece ante las jóvenes víctimas de los obstinados y medievales asnos anticuados, que nunca han oído hablar de Semmelweis y Lister, y que continúan asesinando a voluntad. He venido a denunciarlos a ustedes, como la Asociación Médica Americana quiere que se les denuncie. Quiero librar a los hospitales de tipos como ustedes. Eso es mucho esperar, naturalmente, pero el tiempo hará lo suyo.
—Jon —dijo Louis Hedler— ¿no podemos dejar estos insultos para después? Hortense está casi in extremis.
Jonathan, indiferente, seguía mirando a los internos.
—Moe Abrams —dijo— fue un hombre de tu misma religión, Ignaz Semmelweis, quien en 1847 aisló la causa de la fiebre puerperal en el postpartum de las mujeres. Falta de asepsia, y el hecho de venir de las salas de disección a las de maternidad con la sangre de los muertos en las manos de los «médicos». Su jefe, Johann Klein, lo obligó a salir de su país natal, Hungría, utilizando la calumnia y el odio, y a causa de su vanidad y desdén por los «métodos modernos». Semmelweis estuvo a punto de volverse loco. Vino después Joseph Lister, pero también se rieron de él. Estos dos precursores son todavía despreciados por los burros diplomados que tenemos hoy entre nosotros.
—Jon —dijo el doctor Hedler.
—Louis —le dijo Jonathan— tú y este Schaeffer, y Bedloe también, no tienen derecho a curar ni a los perros. Sé muy bien que nunca les permitiría tocar a mi bóxer Monty. Probablemente lo matarían.
Los dos internos se sonrieron fugazmente, y después miraron sonrientes a Jonathan.
—Yo —siguió diciendo Jonathan— no les dejaría que me trataran una quemadura de primer grado —señaló la cama—. Sin embargo, es muy probable que hayan matado a la pequeña Hortense.
Se acercó a la cama y miró gravemente a los internos.
—Muchachos —siguió diciendo— necesito que toméis voluminosas notas. Haré mis preguntas lentamente para que podáis registrarlas, y quiero que anotéis también las respuestas.
—¡Qué falta de ética! —gritó el doctor Schaeffer y miró implorante a sus amigos, Louis Hedler y Humphrey, pero ellos, incómodos, eludieron su mirada—. ¿Estoy sometido a juicio?
—Sí, lo está usted, y los otros, junto con usted —dijo Jonathan.
Abrió su maletín, acercó una silla a la cama, y por primera vez concentró toda su atención en Hortense. La estudió con una concentración absoluta, inclinándose sobre ella pero sin tocarla.
—Tráiganme una enfermera con una hipodérmica de 15 miligramos de morfina, en seguida —ordenó.
—¡Morfina! —gritó el doctor Schaeffer—. ¡Cuando apenas puede respirar!
—Louis —dijo Jonathan sin levantar la cabeza.
El doctor Hedler vaciló, luego tocó la campanilla para llamar a la enfermera y cuando apareció, le dio precipitadamente la orden.
—La va a matar —dijo el doctor Schaeffer en tono bajo y desesperado. Jonathan miró a los internos.
—La morfina, entre otras cosas, reduce los movimientos peristálticos, como ya sabéis. Éste es un caso no sólo de fiebre puerperal, sino de peritonitis extensiva.
Empezó a examinar a la muchacha, que se quejaba débilmente. Apartó las sábanas, y soltó la blasfemia más sucia que Robert había oído en su vida.
—¡Un roñoso tapón! —gritó—. ¡Un tapón sucio y asqueroso! ¿Para qué? ¿Para producir el flujo de sangre? ¡Mírenlo! —dijo levantando el tapón en el aire—. ¡Lleno de lo que nuestros amigos llamarían «saludable pus», o algo parecido! ¿Cuándo diablos se le detuvo la hemorragia, Emil?
El doctor Schaeffer veía desesperado como los internos lo anotaban todo afanosamente.
—Ayer por la mañana… sangraba un poco. Por eso ordené el tapón.
Entró la enfermera con la jeringa de morfina, y se la alcanzó con ademán desdeñoso a Jonathan, quien inyectó hábilmente el fluido en el brazo de Hortense, que se quejó débilmente. La enfermera, sonriente, se retiró hacia la puerta, pero se quedó allí, ¡tenía tantas noticias divertidas que darles a sus compañeras! Robert advirtió la sonrisa, y su convicción sobre la «bondad» de la naturaleza humana sufrió nuevamente una fuerte sacudida. ¿Qué había dicho Jonathan?: «El hombre no es bueno, es intrínsecamente malo y desea sólo un mal destino para su prójimo». Bueno, parecía que había mucho de verdad en eso. Demasiado de verdad como para poder conservar la paz del espíritu.
Jonathan arrojó el amarillento tapón sobre una bandeja que alargó a los internos, y dijo, mirándola horrorizado:
—Veamos, Emil. ¿Cosió las desgarraduras?
—Lo hice. —Los ojos de Schaeffer ardían de humillación. Su palidez aumentó.
—¿Después de los fórceps? Sí. ¿Y esterilizó los fórceps? NO. ¿Usó los métodos modernos de asepsia para sus manos? NO. ¿Guantes de goma? TAMPOCO. Muchachos, ¿lo han anotado?
—Sí, doctor —dijo el doctor Abrams con portentosa solemnidad.
—Muy bien. Ahora, Emil, ¿se aseguró bien de que no quedaba ningún resto de placenta?
El doctor Schaeffer se movió pesadamente contra la pared.
—Creo que sí. Parecía que no quedaba…
Jonathan saltó hacia él.
—¡Usted creía que no quedaba! ¿No está seguro… doctor?
El doctor Schaeffer habló rápidamente y con voz fuerte.
—He atendido miles… miles… ¡Creo que sé cuándo queda o no!
—¿Cuántas murieron… doctor, de hemorragia? ¿De fiebre puerperal? ¿De peritonitis extensiva?
—¡No estoy obligado a contestar esa pregunta, y no lo haré!
—No —dijo Jonathan— la Quinta Enmienda de la constitución le protege de la autoacusación. De modo que existe una posibilidad bien definida de que quedaran retenidos restos de la placenta, que pudieron provocar por sí mismos todo este daño. Además, hay una situación peligrosa: la descarga normal ha sido inhibida y el pus ha tomado su lugar. —Miró al doctor Hedler—. Quiero que preparen de inmediato un quirófano.
El doctor Hedler hizo una señal a la enfermera, quien se precipitó fuera de la habitación, rebosante de noticias.
Jonathan continuó examinando a Hortense, sin dejar de hablar lentamente. Sostenía la hoja clínica en la mano y la verificaba con sus observaciones, asintiendo en algunos momentos.
—Taquicardia. Vómitos. Rigidez del abdomen. Notarán ustedes, doctor Abrams y doctor Collins, que no hago un examen vaginal. La paciente ha sufrido seis de éstos, hoy mismo, y con manos sucias.
—¡Yo no voy a…! —empezó a decir el doctor Schaeffer volviéndose furiosamente hacia sus colegas.
Ahora el doctor Bedloe le miró amargamente.
—Cállate, Emil —le ordenó.
Jonathan continuaba hablando.
—Fiebre de 40 grados desde anoche. Infección violenta. ¡Esperemos de Dios que no haya también una embolia por algún lado! —Examinó las blancas piernas de la muchacha minuciosamente drogada—. No, todavía no, al menos hasta donde puedo ver.
—¿Histerectomía? —preguntó el doctor Bedloe.
—No lo sé… todavía. Encuentro un absceso aquí, adyacente al útero. Peritonitis extendida. Fulminante. ¡Esperemos de Dios que el absceso esté cercado! Ahora escuchen: nadie será admitido en la sala de operaciones sin una asepsia completa, botas, mascarillas, gorros y guantes de goma. A usted, doctor Schaeffer, no se le permite en absoluto la entrada. Su «resfriado» ha contribuido a extender la infección.
—¡Es mi paciente! ¿Cómo puedo saber lo que le hará usted, mequetrefe?
Jonathan se irguió y le miró con repugnancia.
—¿Mequetrefe, yo? Mírese al espejo, Emil. Si llego a salvar a esta muchacha, que dudo poderlo hacer, no será gracias a usted. Será a pesar de lo que usted hizo.
El doctor Schaeffer tendió las manos hacia sus colegas.
—¡Louis! ¡Humphrey! ¡Ustedes saben lo que sucedió! Me refiero a su mujer. ¿Dejarán que le pase lo mismo a Hortense?
Robert no reprochó a Jonathan lo que hizo en aquel momento: se acercó rápidamente al doctor Schaeffer y le golpeó ferozmente la cara. El fuerte chasquido pareció una explosión en la calma que reinaba en la habitación. El doctor Schaeffer se tambaleó. Se llevó la mano a la mejilla. Todos quedaron silenciosos y nadie se movió, espantados, a excepción de los dos jóvenes internos que se miraban recatadamente los zapatos.
—¡Le haré detener por agresión y lesiones! —gritó el doctor Schaeffer.
—Y yo le haré detener por ineficiencia deliberada, causada por su ignorancia, su estupidez y por su ineptitud para entrar ni siquiera en una sala de hospital. Si esta mujer muere, Emil, tan seguro como que hay Dios que aconsejaré al marido que inicie juicio contra usted. —Miró a Louis Hedler—. Y contra este hospital, por permitir que este hombre utilice sus instalaciones y por ayudarlo y protegerlo. —Sus ojos negros parecían echar fuego.
Llegó la camilla para Hortense que roncaba pesadamente bajo la influencia de la morfina. Jonathan no miró siquiera a los doctores.
—Listos, tan pronto como les sea posible con sus cuadernos de anotaciones —les dijo a Robert y los internos. Meneó la cabeza.
—¡Aquí tenemos a Hortense en una suite abierta en la sección de maternidad! ¿Saben ustedes lo peligroso que es eso? La infección puede propagarse a las otras madres. Tiene que permanecer aislada después de su regreso de la sala de operaciones… si sobrevive a la operación, cosa que dudo. Aislamiento total, y nadie que la atienda a ella debe atender a otro paciente. ¡Dios mío!
Pero a Jonathan le había pasado desapercibido algo vital. Cuando entró en la salita de espera de la suite vio reunidos allí al señor Horace Kimberley y su esposa, los padres de Hortense, y a su joven marido, Jeffrey Nolan; entonces Jonathan dijo en voz casi imperceptible: «¡Oh…!», y otra palabra irreproducible a Robert. El doctor Schaeffer hablaba con la llorosa madre.
Louis Hedler quedó desagradablemente desconcertado, y apoyó su mano sobre el brazo de Jonathan, pero éste, apartándole de un empujón, avanzó hacia los otros cuatro con expresión fría y enfurecida. El doctor Schaeffer había hablado urgentemente con los otros. Su rostro estaba enrojecido y una de las mejillas presentaba un trazo carmesí causado por el golpe de Jonathan. Fue Jeffrey Nolan quien se dirigió a Jonathan, mientras los enloquecidos padres pestañeaban confusos y atemorizados.
—¡Hola, Jon! —le dijo tendiéndole su seca y angosta mano—. ¿Qué es lo que oigo? Humphrey le llamó, ¿es así? Pero aquí el doctor Schaeffer nos dice que Hortense mejora. ¡Una operación! ¡Jon, mi esposa tiene sólo diecinueve años, y el bebé ha muerto!
—Espere un momento —dijo Jonathan ignorando por completo al doctor Schaeffer y hablando a los otros tres—. Tengo que ser brusco porque no nos queda prácticamente tiempo, Jeff, señor y señora Kimberley, Hortense tiene fiebre puerperal y peritonitis. Déjenme terminar. ¿No les ha dicho Schaeffer eso? Necesita una limpieza, lo que denominamos dilatación y raspado. También es necesario evacuar el absceso y ponerle un drenaje. Tengo que hacerlo de inmediato, ahora mismo. Está casi in extremis. Jeff, ¿entiende usted eso? Estará muerta en menos de veinticuatro horas si no opero. Eso es seguro.
—¡No estoy de acuerdo! —gritó el doctor Schaeffer—. ¡Mejora decididamente! ¡Ya tiene períodos más largos sin coma! ¡Los latidos de su corazón suenan mejor! ¡Sólo necesita alimentación para que recupere las fuerzas, y buen cuidado!
—¿Jon? —interrogó el joven marido con una voz tan seca como su mano. Pero su mirada era implorante.
—Se va a morir, y muy pronto, a menos que le haga esa operación —dijo Jonathan—. Eso puedo asegurarlo con absoluta certidumbre. Jeff, no quería hacerme cargo de esto, deseaba que Schaeffer pagara por ésa carnicería de la que es culpable por su incompetencia y por el desprecio que siente por lo que él llama «métodos modernos». El joven Harrington se negó a que lo complicaran en esto, por excelentes razones. Jeff, diga una sola palabra y me retiro. El lío no lo he provocado yo.
El doctor Schaeffer se dirigió a los padres.
—Julie, ¿acaso no te atendí cuando tuviste dos hijos? ¿Sufriste algo?
—No —dijo la llorosa madre—. Fue todo perfecto. Horace, no sé si debiéramos dar la autorización. Estoy abatida. No puedo pensar.
—Señora Kimberley, no está en sus manos tomar una decisión —dijo Jonathan—. Le corresponde a Jeff, su marido. ¿Y bien, Jeff?
Jeffrey miró con desesperación a Louis Hedler y Humphrey Bedloe, que se les habían acercado.
—Es completamente cierto, Jeff —dijo el doctor Hedler, y el doctor Bedloe asintió en silencio.
—¡Oh, Dios mío! —murmuró el joven, agarrando a Jonathan del brazo—. Dígame, Jon, ¿si la opera, vivirá?
—No lo sé. En este momento, no lo creo, Jeff. Tiene una sepsis. Está terriblemente infectada. No voy a entrar en detalles, usted no los entendería, de todos modos. Sin la operación con toda seguridad se muere, con ella, tiene una probabilidad entre mil. Eso es todo lo que puedo prometerle, el asunto ha llegado demasiado lejos.
—¿Demasiado lejos? Jon, ¿no puede usted darnos ninguna esperanza?
—No muchas, prácticamente ninguna. Sólo haré lo que esté en mis manos para deshacer este terrible daño.
—Lo prohíbo —dijo el doctor Schaeffer, con una voz que era casi un susurro—. ¡Sería criminal privar a una esposa joven de su capacidad de tener hijos! ¡Eso es lo que quiere hacer! ¡Será un crimen!
—Si ella muere —le dijo Jonathan al joven marido— será ciertamente un crimen, pero no seré yo el asesino. No le extraeré el útero si es posible dejarlo, Jeff. Ya veremos. La elección es desesperada, y yo lo sé demasiado bien. Hortense puede morir, sea en la mesa de operaciones o bien unas cuantas horas después, o morirá con toda seguridad sin la operación, o vivirá después de la operación pero incapacitada para tener hijos en el futuro. No me corresponde a mí la elección.
—¿No queda ninguna otra alternativa?
—Una remotísima: que viva después de la operación y pueda tener hijos. Es remotísima, no puedo ofrecerles ninguna esperanza. Sólo puedo darles mis conocimientos y mi promesa de que haré todo lo que pueda, todo lo que cualquier médico puede hacer.
El doctor Schaeffer apeló de nuevo a los padres.
—¿Es que mi experiencia no vale nada en comparación con el conocimiento «nuevo» y superficial de este hombre? Quieren una… —Se detuvo, pero los parientes sabían qué era lo que quería decir.
—¡No lo sé! ¡No lo sé! —gimió la madre de la muchacha abrazándose a su marido.
Jonathan suspiró y miró su reloj.
—Cada minuto que pasa disminuye las probabilidades de Hortense. Deme su respuesta, Jeff, está por completo en sus manos.
El doctor Bedloe puso una mano sobre el hombro de la madre.
—Ya lo has oído, Julie. No está en tus manos. Conozco a Jon Ferrier. Sí —agregó en un tono de profunda vergüenza—. Le conozco. Le agravié, Julie. También yo le temía porque sabía más, o le odiaba profundamente por esa misma razón.
Las cejas negras de Jonathan se alzaron en un gesto de sombría burla.
—¿Y bien Jeff?
—Doy mi permiso —dijo el joven—. ¿Dónde está el condenado papel? ¡Dese prisa, Jon, por el amor de Dios, dese prisa!
Firmó el papel. La pluma le temblaba entre los dedos.
—Acaba de condenar a muerte a esa niña —dijo el doctor Schaeffer.
—No, fue USTED quien lo hizo —le contestó Jonathan doblando el papel—. Pero trataré de arrancarle de la sentencia de muerte que usted dictó. —Miró a Robert y éste le siguió cuando salió de la habitación.
Una vez en el pasillo Jonathan echó a correr y Robert tras él. Llegados a la antesala, los dos hombres comenzaron a lavarse las manos, una y otra vez, mientras las escépticas enfermeras, de pie junto a ellos en silencio, intercambiaban miradas significativas. Jonathan pareció aflojarse.
—El viejo Bedloe es un borrico, y siempre lo ha sabido. Ahora lo admite. Puede tener algunas esperanzas. Pero ¿cómo me he metido yo en esto, al final? Hortense no es paciente mía. Pégueme un puntapié, Robert. Pégueme un puntapié muy fuerte.
—¿Cree usted que hay alguna esperanza?
—¿Quién lo puede saber? Yo no. ¿Ganarán mis caballos en Belmont en septiembre? Me resulta tan difícil contestar esa pregunta como la que usted me hace. ¿No le han enseñado en Johns Hopkins que un médico nunca hace ni responde una pregunta semejante? Si no se lo han enseñado, perderé de inmediato el respeto que sentía por ellos. Vamos, démonos otra enjabonada. Recuérdelo, diecisiete veces. Debe haber algo cabalístico relacionado con ese número, ¿no le parece?
Robert se dio cuenta de que Jonathan se distendía deliberadamente, se hacía objetivo, despegado, antes de enfrentarse con la prueba que le esperaba en la sala de operaciones, y Jonathan confirmó aquella sospecha de inmediato al decirle:
—La paciente tiene algo en su favor: es muy joven, y la juventud engaña con mucha frecuencia a los médicos.
Hortense Nolan se había convertido para él ahora en «la paciente», y Robert pudo sentir cómo se aflojaba la tensión en sus propios hombros.
—¿Le he contado alguna vez la historia de un cirujano que era un viejo chivo, y la enfermera? —preguntó Jonathan enjabonándose de nuevo las manos.
Se dedicó entonces, ante el embarazo de las jóvenes enfermeras que silenciosas aguardaban junto a ellos, a contar una historia muy lujuriosa, con gestos sugestivos de sus dedos húmedos, gestos que no habría entendido alguien excesivamente inocente. Robert miró a las enfermeras, que tenían la vista fijamente clavada en el suelo, y rió con todas sus fuerzas.
—Es un cuento viejo —dijo Jonathan satisfecho—. ¿Quiere decirme que nunca se lo contaron en su imponente Johns Hopkins?
—Cuidaban mucho nuestras delicadas sensibilidades —dijo Robert.
—¡Qué bonito! —dijo Jonathan—. ¿Y supongo que nunca le dijeron que algunas enfermeras podían tener purgaciones, tampoco?
—Eso lo decían veladamente —dijo Robert, y las enfermeras cambiaron de posición, indignadas.
Los dos médicos entraron en la sala de operaciones con los gorros, guantes, batas y mascarillas puestos. Aquélla estaba iluminada cegadoramente por encima de sus cabezas. Olía a pintura fresca, jabón, éter y ácido fénico. El doctor Bedloe, el doctor Hedler y los dos internos, ya les esperaban vestidos como ellos. El doctor Bedloe le administraba éter a Hortense Nolan, cuya brillante cabellera estaba envuelta en una toalla. La muchacha parecía patéticamente pequeña y ya muerta sobre la mesa de operaciones.
—Eso es lo que usted mejor hace, Humphrey —dijo Jonathan con la voz velada por la máscara—. Algo ha aprendido por lo menos. ¿El oxígeno está también preparado?
Miró a las enfermeras como si buscara una infracción a las normas de la asepsia, y observó fijamente la bandeja con todos los instrumentos, que brillaba bajo las potentes luces del quirófano.
—¿Supongo —dijo— que todas estas cosas han sido esterilizadas?
—Jon —contestó Louis Hedler— ¿no le parece que ya se ha burlado bastante?
—Oh, estoy lleno de bromas —dijo Jonathan haciendo un gesto con la cabeza a la enfermera que estaba a su lado—. Solución fénica, primero. Muy bien, querida. Ahora, frote la zona operatoria con alcohol, y espero que sea alcohol de veras y que nadie se lo haya bebido y cambiado por agua.
Vio la blancura mortal de las mejillas de Hortense y escuchó los sonidos entrecortados que emitía mientras inhalaba el éter. Tenía los ojos cerrados, y los párpados lucían el azul de la muerte.
—Está por debajo —dijo el doctor Bedloe tomándole el pulso—. No me atrevo a darle más, Jon.
La enfermera que se encargaba de la bandeja de instrumentos puso un bisturí en la mano enguantada de Jon. Aquél era el momento que Robert siempre temía. La operación en sí nunca le perturbaba ya que había asistido a muchísimas y realizado gran número de las más sencillas. Pero todavía el frágil trazo del bisturí sobre la carne blanca y la fina estela roja que lo seguía, hacían que el corazón se le estremeciera de temor. Le parecía que sólo un sádico podía permanecer indiferente ante aquella primera violación del cuerpo humano, la delicadeza de los primeros cortes se le antojaba cruel y malvada.
—¿Le he contado alguna vez a alguien el cuento de la vieja matrona que creía que estaba preñada? —preguntó Jonathan mientras las enfermeras se acercaban con esponjas y suturas.
—Sí —dijo el doctor Hedler—. Muy inoportuno. Aumentó la tensión que reinaba en la sala de operaciones. Ahora todos guardaban silencio, aunque los internos tomaban notas cuidadosamente. La frente del doctor Bedloe había tomado un tinte lívido, al recordar que había sido él quien había llamado a Jonathan. Miraba sin hacer el menor movimiento, sus ojos apenas pestañeaban.
—Una cosa se ve claramente ahora: la infección se ha extendido hasta la mucosa uterina. ¡Y vean ustedes este absceso de la pared uterina! Gracias a Dios que está cerrado. Muy pocas veces se ve algo igual. Eso es debido a la juventud y a una sólida constitución. Vamos a evacuar. Pondremos tubos de drenaje. No hay salpingitis o parametritis, gracias a Dios. ¿Cómo se las arregló esta muchacha para salvarse de ello, después de los esfuerzos del viejo Emil para matarla? Trabe esta arteria, Bob, ¿qué es usted, una estatua? ¡Vamos, vamos, muévase más rápido! ¿Dónde está esa famosa técnica del Johns Hopkins?
Pasaban los minutos.
—No me gusta nada esto, Jon, el pulso se debilita, y la presión ha bajado a 92/110 —dijo el doctor Bedloe con un temblor en la voz.
—Bueno, no le extirpamos las amígdalas —dijo Jonathan.
Tenía la frente perlada de sudor. Apartó la cabeza a un lado y una enfermera le enjugó el sudor de las partes del rostro que tenía descubiertas. Miró el reloj que colgaba de la pared, y cuyo tic tac sonaba ominosamente. Había pasado casi una hora.
—Pérdida de sangre —dijo el doctor Hedler.
—Ya lo sé, ya lo sé —dijo Jonathan—. ¡Rápido, este derrame! Maldito sea, Bob, muévase con más rapidez.
—Creo que se nos va —dijo el doctor Bedloe.
—¡Fíjense en estas infernales suturas del viejo Emil. No me asombran! Y, como sospechaba, hay restos de placenta. Si alguien le degollara me daría muchísimo gusto.
El doctor Bedloe empezó a proporcionarle oxígeno.
—¿Cuánto tiempo más? —imploró—. Tengo que intentar sacarla, Jon.
—Siga entonces, hay una sola salida. —Sus manos volaban, limpiando y cosiendo—. De todos modos, el útero ha quedado perfectamente. ¿Les he contado alguna vez…?
La paciente emitió un largo quejido inconsciente.
—¡Magnífico, Hortense! —dijo Jonathan—. Quédate con nosotros, querida. Bob, ahora puede empezar a coser.
Robert advirtió que le temblaban las manos. El pulso, los latidos y la presión de la muchacha iban en aumento, y su vientre se ponía tenso.
—¡Éter! —dijo Jonathan—. No mucho, sólo el suficiente para aflojarle el vientre, ¡maldito sea!
Observaba con mirada crítica a Robert mientras daba limpias puntadas.
—Muy bien —dijo sin mirar a la paciente, parecía estar concentrado en la labor de Robert.
—Tendré que darle de nuevo oxígeno —dijo el doctor Bedloe.
—Muy bien, hágalo rápidamente. Cuidado con ese reborde que hay ahí, Bob. Señoritas, ¿tienen ustedes todas las esponjas?
Tenía las manos y la ropa llenas de sangre. Estaba allí, observando, y sólo sus ojos parecían tener vida, mirándolo todo, saltando de la cara de la paciente a las manos de Robert. Hortense volvió a quejarse, con un gemido que resonó en la silenciosa sala.
—Todavía está bien por debajo —dijo Jonathan—. No se moje los pantalones, Humphrey, aún está floja. No le dé demasiado oxígeno por un par de minutos.
Pasaron dos horas antes de que Hortense Nolan fuera transportada a una sala de aislamiento total, lejos del piso de obstetricia y acompañada por enfermeras que no atenderían a nadie más. Los cuatro doctores, alejados ahora de los vocingleros internos, se dirigieron a la salita de la anterior suite de Hortense. Los padres y el marido de la muchacha esperaban, y se pusieron en pie a la vez, de un salto.
—¿Dónde está mi hija? —preguntó la madre mirándole con miedo—. ¿Por qué no la han traído de vuelta? —se llevó las manos a la boca, sin atreverse a formular la pregunta.
—Está en una habitación aislada. No puede volver a este piso. Ahora escúchenme bien todos ustedes —dijo Jonathan—. Hay una esperanza, no es más que una esperanza. Pero perderá esa milagrosa esperanza si se le permite al viejo Emil meterse en su habitación, con su bonita infección y sus viejas manos curiosas. Si le dejan entrar, aunque sea por un segundo, abandono el caso. ¿Lo han entendido bien, con claridad?
Jeffrey Nolan se había echado a llorar. Los padres se abrazaban, y los cansados ojos de Jonathan les miraban sonrientes.
—Una esperanza —repitió—. Una sola esperanza. Yo no apostaría nada, pero pueden tener una leve esperanza. Y hay más, si vive —siguió diciendo— si vive, podrá tener otros hijos, aunque realmente no me explico cómo puede haber nadie que quiera darle vida a un alma inocente. Es uno de esos misterios sin resolver que me acosan siempre.
—Jon —dijo el doctor Bedloe tomando la mano del joven—. No puedo decirle…
—No lo haga —dijo Jonathan.
—Jon —dijo el doctor Hedler—. Hortense estará bajo mi vigilancia personal.
—¡Oh, Dios mío! —dijo Jonathan—. Acaba con eso, Louis. Si a algún médico se le permite entrar aquí cuando no esté yo, ése será Moe Abrams, o Bob, o Jed Collins. Nadie más. ¿Está bien entendido?
El doctor Hedler, que parecía realmente un sapo muy pálido, sonrió con gesto dolorido.
—Está bien, Jon. No tienes por qué insultarnos. ¿Es necesario que lo hagas?
—Sí. No he pasado por todo lo que pasé para que venga algún borrico a arruinarlo todo. Sé que ustedes son unos viejos simpáticos, pero no quiero verles en la sala de Hortense. La asepsia tiene que ser estricta en todo momento. Yo, Abrams, Collins, sí, y Bob también. Se lavan bien las manos. Saben quiénes fueron Semmelweis y Lister. Sería una excelente idea que leyeras algo sobre ellos algún día, Louis.
—Observamos estricta asepsia y esterilización en Sta. Hilda, Jon.
—Eso está muy bien, pero siempre queda el hecho de que a pesar de ello, hombres como el viejo Emil tienen acceso a las salas de parto y al piso de obstetricia. ¿De qué sirven todas las precauciones cuando un solo hombre puede echarlo todo a perder en un instante?
El doctor Hedler vaciló y miró al doctor Bedloe.
—Me parece —dijo— que vamos a quitar todos los privilegios a Emil. Lo eliminaremos de la nómina del personal.
—Si no hubiera logrado hoy ninguna otra cosa —dijo Jonathan sonriendo— algo habría conseguido con eso. Algunas pobres muchachas van a seguir viviendo en vez de morirse, aunque no sé para qué diablos quiere nadie vivir. Si queda algo de whisky o coñac en la casa, tráiganlo. Jeff, encárguese de Julie y Horace, si no queremos que nos caigan otros pacientes en las manos.
Jeffrey lo siguió hasta la puerta y trató de hablarle.
—Vamos, vamos —le dijo Jonathan—. Ahorre todas sus fuerzas para sus oraciones, Jeff. Recuerde que la muchacha corre todavía gran peligro. No podremos estar seguros hasta dentro de dos días más. Rece, Jeff.