Cuatro noches después, y siendo casi las doce, el padre Francis McNulty fue a ver a Jonathan Ferrier. Las luces del caserón estaban apagadas, pero las de la oficina brillaban con intensidad. La luna alumbraba con luz helada, pues había vuelto a hacer frío. El sacerdote llegó hasta la oficina, llamó a la puerta y entró. Encontró a Jon tirado sobre una silla, en avanzado estado de embriaguez y con una botella de whisky sobre el escritorio, que estaba salpicado. De modo que esas tenemos, pensó con tristeza el joven clérigo, pero se obligó a sí mismo a sonreír, con un destello de sus blancos dientes.
—¿Le sorprende verme? —preguntó reprochándose a sí mismo por lo vacuo de la pregunta.
Jonathan, que se había quitado el cuello y la corbata hacía un rato y estaba ahora en mangas de camisa, tenía un aspecto lamentable e iba despeinado. Hizo un gesto de fastidio, adormilado, tenía los ojos inyectados en sangre.
—Confíe usted en que el diablo aparezca cuando menos lo espera —dijo, e hizo un saludo a la botella—. Tome un trago, hay un vaso vacío.
—Creo que lo voy a hacer —dijo el sacerdote.
Se sentó. Trató de que su voz no dejara traslucir su desánimo y su compasión. Se sirvió un poco de whisky y lo bebió con lentitud, tratando de ocultarle a Jonathan la consternación que sentía. Pero Jonathan no le miraba. Bostezaba con fuerza, mientras trataba de alcanzar la botella.
—Espere un momento, Jon —dijo el sacerdote—. Tengo que hablar con usted.
—¿A estas horas de la noche?
Jonathan echó una mirada turbia a su reloj. Cerró la tapa, hurgó en busca del bolsillo, no pudo encontrarlo y dejó que el reloj quedara colgando sobre su vientre.
—¿Dónde ha estado? ¿De jarana por ahí? —Bajó la botella y trató de enfocar la mirada—. ¿Qué pasa? ¿Ha muerto alguien, gracias a Dios?
—Sí.
—Felicidades.
—No sea chiquillo, Jon…
—Si quiere usted instalar un confesionario aquí, padre, puede irse al diablo. No estoy dispuesto a escuchar una historia triste. —Tenía la voz velada y entrecortada—. Ni le voy a contar la mía. —Se excitó un poco y pareció como si su embriaguez aumentara—. ¿No fue usted quien me preguntó en diciembre pasado, una y otra vez, si yo era «culpable»? Sí, no me he olvidado de ello, como ve.
—Sólo cumplí con mi deber, Jon, y usted lo sabe. Existía siempre el peligro…
—De que me colgaran en pecado mortal. Ahora, ¿por qué no se va a casita, reza sus oraciones y me deja meterme en cama?
—Nunca creí que usted matara a Mavis.
—Bueno, no lo creyó después de que le convenciera. Al principio, sí.
El sacerdote guardaba silencio, elevando una plegaria mental.
—Quiero que perdone a alguien. Quisiera decirle a él y a ella, esta noche, que lo hizo usted —murmuró.
Jonathan se puso de pie con esfuerzo, gruñó y se agarró la cabeza.
—¿Quién, por amor de Dios? ¿Y por qué? ¿Y qué me importa a mí? ¿Acaso quiere decirme que algunos cerdos se han convencido de que no maté a Mavis y le han enviado aquí, a esta hora? ¿No pueden seguir friéndose en sus propias conciencias hasta mañana?
—Esperan oírme, Jon, ahora mismo. Por teléfono. Lo están pasando bastante mal, y les resulta mucho peor al pensar en usted.
—Magnífico. Déjelos que se frían. Dígales que NO.
Se sirvió un poco más de whisky y lo bebió de un trago.
—Jon —dijo el clérigo— la pequeña Martha Best ha muerto hace tres horas, en el hospital.
Jon levantó sus pesados brazos, los dejó caer sobre el escritorio y hundió la cabeza entre ellos.
«Realmente no me ha oído», pensó el sacerdote compadecido, «se ha quedado dormido». Miró la cabeza floja de Jonathan, su oscuro cabello que le caía desordenadamente sobre sus descoloridas mejillas, duras como si fueran de madera.
—No lo sabía —oyó decir a Jonathan con una voz que parecía venir de muy lejos—. No la he visto desde hace cuatro días. Los Best habían dado órdenes, y también ese viejo cochino de Louis Hedler, de que no me dejaran acercarme a ella. ¿No había hecho yo ya bastante mintiéndoles, matándoles casi de miedo, tratando de hacerles sufrir? Eso es lo que dijeron. Hasta sus propias enfermeras tenían prohibido decirme nada de la niña.
—Sí, lo sé, Jon. Lo sé. Pero después de la primera impresión sufrida por su muerte, Howard y Beth me dijeron: «¿Podrá Jon llegar a perdonarnos?». Les dije que no lo sabía, y me pidieron que viniera ahora, no mañana. No pueden soportar la espera, tienen que saberlo.
—¿En este momento, ahora que Martha acaba de morir? ¿Pueden pensar en eso ahora? —Levantó la cabeza, tenía la cara cambiada y deformada—. ¿Qué les pasa?
—Esta mañana se dieron cuenta de que se moría. Era evidente. Pero usted no estaba en esos momentos en el hospital. Estuvieron buscándole.
Jonathan se humedeció los labios, que tenía secos e hinchados, y pareció como si los ojos se le llenaran de sangre.
—De modo que, según parece, tiene que celebrar una Misa de Ángeles.
—Jonathan, por favor.
—¡No me venga a hablar de esa forma, con ese tono de voz dolorido! En cuanto a Martha, ya está liberada. ¿Para qué tiene que vivir nadie?
—Usted no sabe cuánto sufren, Jon.
Miró al clérigo de forma torcida.
—Deje que los consuele ese viejo embaucador de Louis.
El sacerdote se puso de pie con un suspiro.
—¿De modo que no va a perdonarles?
Esperó, pero Jon no dijo nada. Sin embargo, al cabo de un momento empezó a hablar.
—Tengo que ser el santo, ¿verdad? Tengo que perdonar a todo hijo de perra que venga a revolverme el cuchillo en las tripas. ¿Por qué? Dígame simplemente por qué.
—Porque, Jon, aunque usted se ha vuelto de espaldas, es todavía cristiano. Y, según espero, un hombre.
—Palabras, palabras —dijo Jon, riendo, y, con un pesado ademán señaló el teléfono—. Está bien, llámeles. Dígales que me arrastro delante de ellos y les pido perdón. —Se detuvo—. Demonios. Dígales que tengo el corazón destruido por ellos y después lárguese de aquí.
El sacerdote se acercó al teléfono y descolgó el auricular.
Marjorie Ferrier estaba sentada con su hijo, Harald, en su pequeña salita privada del segundo piso de la gran casa vieja. Allí no entraba nadie a menos que ella le invitara. Solía citar, sin disculparse: «En soledad, que es cuando estamos menos solos».
Jonathan comprendía eso, pero Harald observaba en la jerga de moda: «Es egoísmo e indiferencia hacia los demás». Por desgracia, le hizo esa observación a Jonathan quien lanzó un bufido, diciendo: «“Yo para mí mismo soy más querido que un amigo”. Shakespeare. Un hombre nunca se traiciona a sí mismo, a menos que sea un tonto o un santo». «¿Y en dónde está la diferencia? Mamá no puede en realidad aguantar a la gente, lo que demuestra que es, por cierto, una mujer muy sabia».
—Sabrás querido que, como ya te dicho antes, le he pedido a Jenny que venga aquí a vivir conmigo. Se niega —le dijo Marjorie a su hijo.
—Lo sé. Bien, la isla fue el sueño y el placer de su padre —hablaba con una leve amargura—. Siente una gran pasión por ella. Cree que soy un cobarde intruso. —Sonrió—. Odio ese condenado y pretencioso lugar y Jenny lo sabe, y también sabe que no me atrevo a alejarme más de cinco meses por año. ¡Apostaría a que cuenta los días! Más de cinco meses, hasta un par de horas y… —Se pasó el dedo por la garganta haciendo ademán de rebanarla.
—Fue un testamento insensato —dijo Marjorie, mirando esta vez a su hijo—. Jenny cree que tú oíste cuando su madre le decía, justo antes de morir, que estaba a punto de hacer nuevo testamento.
Harald vaciló, y sombríamente bebió otro sorbo de su vaso.
—Sí, así fue. Tiene toda la razón. Pero yo no sabía que ella se había enterado de que yo lo oí. Estaba contento, madre. Conocía la redacción del testamento anterior de Myrtle, y lo odiaba. Pensé que tal vez ella entraría en razón, después de las largas discusiones que sostuvimos. De modo que Jenny sabía que yo lo oí, ¿eh? Y, ¿qué te dijo?
Su madre le miraba con expresión intensa pero inescrutable.
—No hizo más que mencionarlo, Harald. También ella piensa que fue un testamento insensato e injusto… para ella.
—Y bien, así es. Myrtle hubiera tenido que dividir el dinero en partes iguales entre ambos. Yo podría haberme marchado entonces, despidiéndome de Hambledon para siempre, y Jenny podría haber tenido su maldita isla para ella sola, y vivir como la reclusa que en realidad es.
Marjorie seguía observándole. Harald no oyó su leve suspiro, estaba sirviéndose un poco más de coñac en su vaso. Era el más hermoso de los hijos de Marjorie, como todo el mundo aseguraba constantemente.
—¿Sabes que he querido que Jenny se casara conmigo? —dijo.
—Sí, querido. Me lo ha dicho ella.
—No es por el dinero, madre. Después de todo, ¿cuánto tendría ella hasta que yo muera? Cien miserables dólares por mes. Yo la amo, quiero tenerla.
—Sí —dijo Marjorie, y se detuvo—. ¿Quién crees tú que anda contando historias sucias sobre tú y Jenny, Harald?
Por unos instantes no respondió y Marjorie se sintió mal.
«¿Por qué, Harald?», se dijo a sí misma.
—¡TÚ LO HICISTE, HARALD! ¡Quieres obligar a Jenny a estar allí contigo en forma menos escandalosa! ¡Oh, Harald, siempre fuiste un muchachito descarriado! Pero esto… es espantoso… —Se sentía muy mal.
—No lo sé —dijo Harald.
—Pero todo el mundo las cree.
—Son unos idiotas. ¿Cómo podrían creer nada repugnante sobre la pobre Jenny? Es casi tan seductora como una estatua de piedra tallada.
—Jon cree en esas historias, Harald.
—Ah, Jon. Siempre cree las peores cosas de las personas. Siempre ha sido así. —Dibujó una sonrisa incitante—. Cuando éramos niños, nunca preguntaba quién había roto algo suyo, daba por sentado que lo había hecho yo, y pegaba primero para averiguar después. No siempre se equivocaba. A mí me gustaba fastidiarle, era demasiado solemne la mayor parte del tiempo.
Marjorie dejó caer el tejido sobre sus rodillas y, con la mirada fija en él, dijo:
—Jon era un chico implacable, querido. Para él las cosas eran o completamente negras o completamente blancas. Jamás vio los tonos grises. Había una especie de fiereza en él. No transigía nunca. Una vez traicionado, no perdonaba. Ahora tú…
—Yo vivo en los lugares grises, como tú, madre. Como todas las personas sensatas.
—Sí.
Harald le sonrió con afecto.
—Si él fuera un tonto, yo podría comprenderle. Pero no lo es; bueno, no mucho, de todos modos. Yo podría perdonar y olvidar. Mi padre siempre le prefirió, aun cuando el viejo era más tolerante y comprensivo. Solía olvidar a veces que yo estaba vivo. Decía siempre: «Jon, esto, o Jon, aquello… MI HIJO, JONATHAN».
Harald sonreía, pero su sonrisa había experimentado un cambio sutil.
—Mi padre nunca me tomó en serio.
—Quizá no fue así, Harald. Tu padre también fue un hombre muy serio.
Harald bostezó ostentosamente.
—Lo sé. Siempre citaba a Tomás de Kempis: «Por doquiera he buscado reposo y no lo he encontrado, salvo cuando me he sentado en un rincón apartado con un libro». ¡Él y sus «rinconcitos»! Se pasaba en ellos con Jon horas enteras. Quizá sea eso lo que le ha hecho daño a mi hermano de cara tétrica.
Las manos de Marjorie estaban muy quietas sobre su tejido.
—No disminuyamos las dificultades de Jon. Hay que tener en cuenta que sucedió lo de Mavis, y él… él… bueno, el pueblo no quiere olvidar. Pese a todo lo que Jon ha hecho por ellos, y su vehemente cuidado por los enfermos, su combate contra el dolor y toda su devoción, no quiere olvidar. Nunca dicen nada, pero siguen creyendo que él mató a Mavis.
—Quieren creerlo, madre. La gente siempre quiere creer lo peor de los demás.
«Oh, Dios», rezaba Marjorie para sus adentros, «haz que me contenga». Pero lo dijo:
—Tú nunca lo creíste ni por un momento, ¿verdad, Harald?
—¡Ni por un instante! ¿No conozco acaso a Jon? ¡No necesitaba que esos médicos testigos de Pittsburgh vinieran a decírmelo! Me bastó la palabra de Jon.
Marjorie reanudó su labor. Temía que Harald descubriera el temblor que se había apoderado de sus manos.
—Sírveme un poco de té, querido. —Observaba los diestros gestos de Harald como si toda su vida dependiera de sus menores movimientos.
—¿Un poco de leche? ¿Azúcar? Toma, no has bebido la primera taza.
—Gracias… ¡Harald, todos esos meses que Jon estuvo preso! ¡Oh, ya pasaron y están en el pasado, y el pasado es mejor enterrarlo! Pero no permanecerá enterrado para Jon. La gente tratará de desenterrarlo. Él cree que yo no sé nada, pero lo sé, a menudo se pasa las noches en la oficina, bebiendo…
—¿Jon? —Harald la miró, y frunció el ceño.
«¿Le importará realmente?», se preguntó a sí misma Marjorie.
—Él cree que yo no lo sé y sé algo más. Cuando la niña Best murió estaba desconsolado pese a todo su cinismo superficial. Y me enteré de que los padres de la criatura rechazaron su diagnóstico, y todo el hospital le cubrió de desprecio. Las enfermeras y algunos doctores oyeron los desvaríos y las amenazas de Howard Best cuando Jon se lo dijo. Pero Jon tuvo razón, y la pobre niña murió poco después. Algunas veces no puedo dormir, Harald. Así fue como supe que el padre McNulty fue a ver a Jon en su oficina la noche de la muerte. No sé exactamente para qué. Pero Jon no quiso ir al funeral. He oído decir que no quiere hablar con Howard ni con Beth. Eso ocurrió hace dos semanas. Él quería realmente a la niña, le gustan los chicos. Es muy extraño, ¿no te parece?
Harald había escuchado con profundo interés.
—No creo que sea extraño —dijo—. No se lo reprocho a Jon; creía que ellos se contaban entre sus mejores amigos y que siempre habían estado de su parte.
—¿Qué es un «mejor amigo», Harald? A veces no lo sé. Nunca he confiado plenamente en nadie. En realidad, estamos solos. Pero Jon, hasta hace poco, esperaba lo mejor de la gente, o por lo menos un comportamiento humano y decente. Howard le visitó en la cárcel y fue él también quien le procuró buenos abogados y luchó furiosamente contra cualquiera que dijera que Jon era culpable. Y después sucede esto. —Puso la taza de té sobre la mesa—. Si Jon tenía algunas dudas sobre si debía irse de Hambledon ya no las tiene ahora. Espero que se dé prisa. ¡Espero que se vaya pronto!
«Y así lo espero yo», pensó Harald. «Para mí nunca será demasiado pronto». Se acercó a su madre y le dio unas palmaditas en las manos.
—Querida, no te aflijas tanto. Ha sido una etapa muy desgraciada para todos. Ya pasó. La gente olvidará, y Jon podrá ejercer en un lugar mejor.
—Jon no olvidará, Harald. No olvidará esos meses, ni el juicio.
Tomó de nuevo su labor aunque la oscuridad en la habitación se había hecho más intensa.
—No, querido, puedo tejer sin necesidad de la lámpara. Si Jon llega a descubrir alguna vez la verdad, temo que pueda… que pueda… ¡Oh, siempre ha sido violento!
—¿Qué «verdad»? Algún chapucero operó mal a Mavis, y cuando ella sintió que la herida estaba infectada fue a ver a su querido tío, el viejo Eaton, y él se apresuró a llevarla al hospital y trató de salvarle la vida con una operación, pero ya era demasiado tarde. Eso es lo que declaró el tribunal, ¿no fue así? Todo sucedió cuando Jon estaba en Pittsburgh. Si el viejo Eaton todavía cree que el autor del desaguisado fue Jon, nadie podría hacerle cambiar de opinión. Todo el mundo cree lo que quiere creer, hasta el mismo Jon.
—Todos sabían que Jon quería tener hijos. Nunca hubiera operado a Mavis de ese modo —dijo Marjorie.
De repente reinó un pesado silencio en la habitación.
—A menos que hubiera querido matarla —dijo Harald con un tono de voz sumamente suave.
Hubo un nuevo silencio. Su madre no dijo nada, era sólo una pálida sombra en la habitación.
—Pero no lo creo —afirmó Harald—. Sabemos cuál es la verdad. Faltó cinco días de Hambledon, y todo sucedió mientras estuvo fuera.
—Sí —dijo Marjorie. Creyó que iba a desmayarse. El corazón le latía desordenadamente, y tenía la frente perlada de sudor—. Por eso le absolvieron. Hubo testimonios de médicos, hasta del mismo doctor Eaton, y los testigos de Jon. Fue imposible.
—¿Cómo hemos ido a parar a este sombrío tema? —Harald se puso en pie como si la oscuridad le pesara demasiado. Prendió un fósforo, encendió la lámpara, y se quedó mirando durante un largo rato a su madre.
—Hemos hablado de esto muchas veces. No tienes que ser tan morbosa, madre. Creí que habíamos decidido que nadie debía volver a mencionarlo de nuevo.
—Sí, querido. —Le miró con amor apasionado y con pena—. Pero todo surgió de nuevo con la muerte de la pequeña Martha, y sigue repitiéndose. Y Jon se está dando a la bebida. Harald, estoy asustada por él, es de los que se desesperan.
—¡Oh, vamos! Tú no creerás que pueda suicidarse, ¿verdad? —le preguntó Harald, echándose a reír.
—No lo sé. Si las cosas llegan a lo peor, la verdad tendrá que salir a la luz.
Harald se volvió lentamente y miró a su madre.
—¿Qué verdad, madre? ¿El nombre del chapucero que hizo fracasar la operación?
—Harald, antes de que llevaran a Mavis al hospital, ella me dijo que… que… Jon le había hecho aquello.
—¡No puedo creerlo! —dijo Harald perdiendo el color.
—Me lo dijo ella. Eso ocurrió antes de ir a ver a su tío. Yo sabía que estaba enferma… y entonces me lo dijo.
—¡Pero eso es imposible! ¡Jon ni siquiera estaba aquí! —Miró fijamente a su madre.
—Y también se lo dijo a su tío.
—Mintió —dijo Harald—. Mavis fue siempre una mentirosa.
—Lo sé. Pero eso fue lo que nos dijo a mí y a su tío.
—Si fue así, ¿por qué declaró el viejo Martin en la forma en que lo hizo?
—Lo he pensado. ¿Trataba quizá de proteger a Jon, a pesar de que le odiaba, después de todo? Tú sabes cómo se protegen los médicos entre ellos.
—Pero he leído que protestó cuando el tribunal dio el veredicto absolutorio.
Harald seguía mirando a su madre. Después le habló con calmosa violencia.
—¡Espero, por Dios, que no le hayas dicho una palabra de esto a nadie!
Marjorie levantó sus grandes ojos castaños y los clavó en los de él, que tanto se le parecían.
—No, querido, no se lo he dicho a nadie. Y si sé que hay rumores, Harald, sabré de dónde provienen.
Madre e hijo se miraron sin moverse.
—No sería por culpa mía. ¿Cómo has podido pensar semejante cosa? ¿Por qué me miras de ese modo?
—Porque, querido, sé que odias a Jon. Lo he sabido desde hace años. Ya no os queríais cuando erais niños. Tu padre tiene parte de culpa de ello. Harald, si las cosas se ponen peor…
—No será así —habló con rapidez, y en tono que traslucía seguridad—. Deja que los muertos entierren a los muertos.
—Pero con frecuencia los muertos no se quedan muertos. —Se puso en pie. Era muy alta, delgada y derecha, y miró a su hijo con fijeza.
—Harald, no trates de forzar a Jenny a casarse contigo. Sé que la amas, pero no le hagas la vida intolerable. Jenny no te quiere, Harald.
Él sintió que flotaba una amenaza en el interior de aquella habitación.
—¿Cómo puedo forzar a Jenny a casarse conmigo, madre? No estamos en los días de la Edad Media.
—Harald, no debes obligarla. Ella no es tan fuerte como parece, es una muchacha muy sensible. No debes forzarla.
La sensación de amenaza aumentaba. Harald se apartó de su madre, con un paso hacia atrás.
—Si Jenny se casa alguna vez conmigo, será por su propia voluntad. Te lo prometo.
—Sí, querido —dijo, y sintió ganas de llorar—. Sí, querido.
Rodeó con sus brazos a su hijo y fue como si volviera a abrazar a aquel niño vulnerable, el muchachito que siempre se había reído cuando alguien le ofendía. Pero ella había querido más a Jon. ¿Cómo podía perdonarse a sí misma?
—Bien, realmente no sé qué hacer, Robert —dijo Jane Morgan con su habitual acento de disgusto en la voz—. Las habitaciones no son demasiado elegantes.
—Pero madre, tienen una excelente distribución, y la casa no es vieja.
—Había pensado que viviríamos con elegancia, de acuerdo con nuestra situación.
—Todavía no tenemos ninguna situación… aquí.
—¡Oh, Robert querido! ¿Cómo puedes decir eso? ¡Este miserable pueblucho!
—No es miserable. Y a ti te han gustado las señoras que has conocido, y me dijiste tú misma que eran muy «atentas». La mayoría tienen parientes próximos en Filadelfia. Y el césped, —añadió— magníficos nogales, viejos robles, y una vista del río desde las ventanas de la salita y de los dormitorios. No encontrarías nada mejor en Filadelfia por este precio.
Jane Morgan, apoyada en sus bastones, volvió a observar con desagrado la enorme habitación. Iba ataviada con su pesado vestido de luto en aquel día caluroso. Su blanca cofia de encaje firmemente sujeta en la cabeza estaba en abierto desafío a los sistemas modernos. Torció su nariz larga y delgada, y su dura boca se frunció. Sus pequeños ojos grises recorrieron fríamente las sombreadas paredes, buscando defectos y rajaduras.
—Bueno, madre, tenemos que decidirnos —dijo Robert—. Esta casa, como ves, no está lejos de los Ferrier, y está cerca de las oficinas que he alquilado. Me gusta, es más barata que las otras casas que has visto y tenemos suerte. El precio sería mucho más elevado si los abogados no estuvieran ansiosos por concluir el juicio sucesorio.
—Yo había pensado en un hogar más suntuoso. No puedo decir que me guste este hogar…
—Madre. —Robert ya estaba cansado—. Esto no es todavía un «hogar», no vivimos aquí. Continúa siendo todavía una «casa».
—Hogar —insistió la señora Morgan. El desagrado la hizo suspirar. La casa la había impresionado en realidad, pero su naturaleza no le permitía aprobar nada—. Muy bien —dijo con voz gruñona— si a ti te gusta tendrá que gustarme a mí, supongo. Pero sé que no voy a poder dormir bien viviendo cerca de un asesino. Les dije a las señoras…
—¡Madre! —le dijo Robert con aspereza—. ¡Por amor de Dios! ¡Espero que no hayas estado llamando «asesino» a Jon Ferrier! ¡Dios mío! ¡Eso es difamación! ¡No lo habrás dicho aquí, en Hambledon, por amor de Dios! Espero que no te metas en chismes aquí. Eso podría arruinarme para siempre.
—Robert, te olvidas de que soy la madre de un médico y fui la esposa de otro, también. Pero me resulta muy difícil cerrar los oídos y fingir que no oigo. Eso sería sumamente descortés.
Emitió un débil quejido y Robert se volvió rápidamente. Un perro grande, casi tan grande como un mastín, había entrado en la habitación, olfateando atentamente, con sus puntiagudas orejas tiesas y temblorosas.
—Ah, es el perro de Jon —dijo Robert sentándose sobre los talones y chasqueando los dedos para llamar al animal.
—¡Llévate esa bestia de aquí! —gritó la señora Morgan olvidándose de su artritis, pues huyó ágilmente hacia la ventana y casi se acurrucó allí por completo aterrorizada—. ¡Robert, no lo toques! Puede estar rabioso. Puede tener pulgas, o puede matarnos.
—Tonterías —le contestó Robert.
El perro había rodeado con sus grandes patas delanteras el cuello de Robert, y le estaba lamiendo con entusiasmo, con los ojos brillantes de alegría. En aquel momento, la señora Morgan, aterrorizada, amenazaba a Monty agitando su pañuelo, y el perro había decidido investigar aquel interesante fenómeno.
—Termina de chillar, madre —dijo Robert—. Jon debe de andar cerca, pues Monty nunca va solo sin Jon.
Al oír aquel querido nombre, Monty perdió todo interés en Jane, abrió su enorme boca, miró hacia la puerta, y lanzó un ladrido. Jon, con traje de montar, entró en la habitación.
—Ah, esas tenemos —dijo con un breve saludo a la señora Morgan, y sonriéndole a Robert—. Debe de haber oído sus voces, pues salió como una bala. No hay nada tan curioso como un bóxer, son unos terribles chismosos, y siempre quieren saber qué es lo que pasa en todas partes.
El perro estaba parado sobre sus patas traseras, con las garras apoyadas en el pecho de Jonathan y le lamía la mejilla con amor apasionado. Jane tembló.
—Desearía, doctor Ferrier, que se lo llevara. Me siento terriblemente débil. Me aterrorizan los perros.
—¿De veras? Lo lamento. Aquí, Monty —dijo Jonathan llevando al perro hacia el umbral, lo empujó hábilmente hacia afuera y cerró las amplias puertas dobles—. No sería capaz de lastimar a un ratón, lo digo sinceramente. Hace un barullo enorme cuando ve conejos, pero desde que se entreveró con un zorrino hace un año, le asusta cualquier animal que tenga piel. Pero es un maravilloso guardián.
Jane se había recuperado un poco.
—Espero que no le permita vagar libremente. Tendría miedo de salir a mi propio jardín, y sentiría que el hogar estaba amenazado.
Robert se encogió, pero Jonathan sonreía tranquilamente.
—No tiene por qué preocuparse. Además se va a ir junto conmigo.
Miró a la mujer esforzándose por ocultar su disgusto y el desprecio que le inspiraba, y luego se volvió hacia Robert.
—Le agradará saber que esta mañana he despedido a la señora Winters.
—¿Ah, sí? —Robert sentía todavía el rubor en su rostro—. La señora Winters era una paciente de Jon. Ha muerto esta mañana —explicó a su madre.
Jane se sentía horrorizada por la indiferencia de Jonathan y su aparente satisfacción frente a la muerte.
—¿Una de sus pacientes? —preguntó con un tono intencionado—. Así que murió… ¿y usted está contento?
—Muy, muy contento, señora Morgan. Me sentí muy feliz por ella. —Sus ojos parecían apagados e inexpresivos cuando miró a la madre de Robert.
La señora Morgan tragó, después se llevó delicadamente el pañuelo a los ojos por un momento en reconocimiento de lo que denominaba el «Sombrío Segador».
—¿Sentía mucho dolor, tal vez? —sugirió.
—En realidad no, salvo el dolor de vivir, y, ahora todo ha terminado para ella. Hace muchos años que no me sentía tan contento.
—¿Era una mujer pobre? —preguntó Jane.
—No, había heredado muchísimo dinero, tampoco era muy vieja. Tendría probablemente su edad, señora Morgan.
Era evidente para Robert, que se había ruborizado de nuevo, que Jon se divertía a costa de la señora Morgan
—¡Y se alegra usted de que haya muerto! —dijo Jane mirando significativamente a su hijo.
—Muchísimo. Generalmente me siento muy alegre cuando muere la gente. Morir no es nada. Lo intolerable es el dolor.
Jane consideraba a la muerte como el mayor de los terrores. Por superstición no entraba nunca en una casa donde hubiera ocurrido una recientemente y nunca a un cementerio.
—Me siento desmayar —le dijo a Robert, y sonrió a Jonathan como si tratara de aplacarle, como quien trata de aplacar a un demonio antes de echar a correr—. Tienes que llevarme de vuelta al hotel.
—Sí, madre —suspiró Robert—. Bueno, ¿estamos de acuerdo con respecto a esta casa? Tengo que hacérselo saber a los abogados esta tarde.
—No estoy decididamente satisfecha con este hogar —dijo Jane girando prudentemente alrededor de Jonathan y empleando hábilmente sus bastones—. Pero soy tu madre, Robert. Lo que te gusta a ti, tiene que gustarme a mí. No tienes por qué considerarme en lo más mínimo.
Robert hizo chirriar sus dientes. No sabía a quién detestaba más en aquel momento, si a su madre o a Jonathan. Éste sonreía tranquilamente, golpeándose la pierna con la fusta. Se acercó a la puerta y la abrió para que pasara Jane, pero ella se echó atrás.
—¿Vamos, Robert?
—Sí, madre.
Aquellos últimos días había sentido enormes deseos de golpear algo con toda su fuerza. Le echó una mirada asesina a Jonathan, pero éste sólo levantó interrogativamente sus espesas cejas.
—Espero que su perro no asuste a mi madre —dijo Robert—. ¿Por dónde anda ahora?
—¿Monty? Andará por ahí olfateando a las ardillas, supongo. Mejor que salga yo primero y lo sujete. Cuando me oiga silbar estarán seguros. —Jonathan se tocó la cabeza descubierta con la fusta en un ademán de saludo a Jane, y salió con presteza de la habitación.
—Oh, querido —dijo Jane—. No puedo soportarlo, realmente no puedo soportarlo. Casi me hace morir de miedo con su sonrisa tan especial, y…
—Su sonrisa no es especial, madre. Ha tratado sencillamente de hacerte explotar, y lo ha logrado. Te llevaré de vuelta al hotel inmediatamente.
Se oyó un silbido agudo.
—Creí que querría ver usted otra paciente mía, Bob, es la última que acepto. Debería verla usted —dijo Jonathan acercándose. Sonrió a Robert con una sonrisa inocente por completo, pero sus negros ojos parecían cansados y como perdidos.
—¿Dónde nos encontramos? ¿En el hospital Sta. Hilda?
—Esta vez no. En el Friend’s. Mi paciente no es rica.
Jane le hizo un gesto con la cabeza a Robert como para ordenarle que rehusara, pero el joven dijo:
—Dentro de media hora, entonces. —Guió a su madre por el largo y serpenteante sendero hasta la calle, sin volver la cabeza, y la ayudó a subir al coche.
Jonathan los miró mientras se alejaban. Pobre diablo, pensó. Vamos a tener que trabajar duro en este asunto. Se fijó en la delgada y oscura espalda de Jane mientras caminaba cojeando dolorosamente al lado de su hijo. Una simuladora. Si la mujer tenía artritis él era un leproso. Estaba acostumbrado a estas mujeres hipocondríacas que manejaban a sus familias gracias a fingidas enfermedades, y desgraciadamente, se salían por lo general con la suya. Uno de estos días se dijo para sí, mientras acariciaba a Monty que mostraba deseos de acompañar a Robert, tendremos que ponerla en evidencia y va a resultar agradable. Una buena patada en el culo y quedará curada. Pero tenemos que hacerlo con diplomacia.
Llevó a Monty hasta la cerca blanca que separaba la casa de la oficina, hizo entrar al perro por la puerta, y le cerró.
—Vete a casa —le gritó—. Creo que Mary tiene un hueso para ti.
Robert estaba enfurruñado todavía cuando se encontró con Jonathan en el vestíbulo del edificio grande y sombrío. Ya era malo tener una madre tonta, y no era muy cortés divertirse a costa de la madre de uno en su propia cara.
—La señorita Meadows se alegrará de verle —le dijo Jonathan tomándole del brazo. Avanzaron por un largo pasillo.
—Creí que su paciente estaría en una sala general —dijo Robert.
—Estaba. La saqué de allí y la puse en una habitación privada a mi cargo. Nunca ha tenido en toda su vida una verdadera intimidad, pero ahora la merece. No le he contado nada de ella. Es un caso de cáncer incurable, de recto y colon. La pobre no pudo pagarse un tratamiento más prematuro, aunque francamente creo que esa enfermedad no tiene cura. Podemos detenerla, algunas veces, y en algunos casos de cáncer de piel se la puede eliminar… algunas veces. Están en desacuerdo conmigo, naturalmente, pero pienso que es una enfermedad sistemática y no local, y no es local aunque aparezca delimitada. Si la señorita Meadows hubiera venido un año antes, o siquiera seis meses, habríamos podido hacer algo, por lo menos prolongarle la vida. Pero de todos modos el cáncer hubiera acabado con ella. Qué significan unos pocos años más de vida, cuando uno es viejo y nunca ha vivido del todo.
—¿Otro caso como el de la señora Winters?
—No, al revés. Tuvo que ser hermosa en una época, fue mi maestra de primer grado, y la recuerdo tan bonita, torneada y cálida como un panecillo recién sacado del horno. Seguro que tuvo lo que nuestros padres llamaban «admiradores». Pero tenía hermanos y hermanas menores y padres, y en cierto modo los maestros se ven obligados a mantener a toda su condenada familia. «Es su deber», dice todo el mundo, cuando el más elemental sentido común, para no hablar de religión, debería enseñar a la gente que su primer deber es el de satisfacerse a sí mismos como individuos antes de que tengan que hacer algo por los demás. Pero he observado que los maestros son mártires natos. De otro modo no serían maestros. Son almas dedicadas. Me pregunto por qué. Puedo ver niños que acabarán por ser maestros, son aquéllos que rebosan un tranquilo sentido de responsabilidad.
»Así fue como la señorita Anne Meadows, la delicada, esa alma responsable que quería a todo el mundo y que deseaba servir a todo el mundo de la manera inefable que lo hacen los maestros, mantenía a sus padres y puso a sus hermanos y hermanas en camino. Nadie se lo agradeció, nadie creyó nunca que la pobre Anne tenía derecho a una vida propia. Sólo estaba cumpliendo con su deber. Nunca pensó ninguno de ellos que quizá Anne quisiera casarse y tener sus propios hijos, y retirarse de ese condenado trabajo de luchar con obstinados chiquillos que en primer lugar no quieren aprender nada. Era sencillamente Anne Meadows, una maestra que tenía un “deber” que cumplir. Nunca se quejó.
»Bien, sus hermanos se mudaron después de recibir la educación que les proporcionó su hermana, ya que para ellos sus padres seguían siendo responsabilidad de Anne. Ella tuvo que estar de acuerdo. Por aquel entonces ya tenía cincuenta años, y habrá podido advertir usted que los padres de los maestros llegan a ser increíblemente viejos. Cumplió después los sesenta y sus padres seguían vivos, pero se habían vuelto caprichosos, regañones y seniles, y Anne tenía que aguantarlos después de todo un día de trabajo. Después cumplió sesenta y cinco, y Dios aparentemente se dio cuenta, con bastante demora, de su existencia, y le quitó a los padres de encima.
»Un hermano y un sobrino acudieron a los funerales. Mi madre y yo también fuimos, pero yo era el único alumno antiguo. Había visitado a la señorita Meadows durante todos aquellos años y había tratado de convencerla de que tenía un deber para consigo misma, en primer lugar, pero esa pobre alma se sentía sinceramente disgustada. Éste es otro síntoma de la enfermedad de los maestros. Ahora tiene sesenta y ocho años. Empezó a fallarle la vista y tuvo que pedir su retiro. Le dieron la pensión más miserablemente reducida de que se haya oído hablar nunca. Yo le mandaba un giro anónimo todos los meses, de otro modo habría muerto de hambre, o habría tenido que hacer de fregona o cualquier otro trabajo para poder mantenerse. No tiene nunca noticias de sus familiares, se han olvidado de que existe, después de todo, ¿acaso no cobran los maestros de escuela sueldos elevados? Anne no pudo nunca ahorrar un céntimo, pero, como siempre, nunca se quejó.
»Ésa es la saga de los mártires. Si hay alguien que puede llamarse santo, ese alguien es Anne, tiene todas las virtudes heroicas, patéticas, y piense que por mi parte, no me interesan los santos. Son un fastidio infernal para el resto de nosotros. Le diré de pasada que ella cree que mi cheque es un tierno recuerdo de sus hermanos, y se lo agradece dulcemente todos los meses.
Robert no podía creerlo.
—¿Y ellos nunca le dicen la verdad?
Jonathan se detuvo y le miró con expresión divertida.
—Claro que no. ¿No sabe usted nada sobre sus queridos semejantes? Probablemente piensan que ha caído en la senilidad o que está burlándose de ellos, así que nunca le escriben. ¡Anne cree que sus hermanos no quieren que se lo agradezca! Entonces teje y cose obsequios para la familia y se los manda todas las Navidades con amor. ¡Por Dios!
»No puedo hacer nada por ella, pero tengo pensada una operación que va a tumbar boca arriba a los asnos que pretenden ser muy piadosos y creen que el sufrimiento es el sino de todo hombre. He hecho esa operación antes, y tiene sus problemas. Podrá usted observarla mañana. Amputo los nervios que contactan con la región cancerosa. Eso detiene el dolor. La mujer sufre angustias espantosas a menos que esté bajo el efecto de los narcóticos. Y piense en esto: me mandó llamar hace apenas tres días, a pesar de que los últimos meses había sufrido horrores, pero también había sufrido horrores durante toda su vida, y un tormento más no significaba nada para ella.
Robert movió la cabeza.
—Si la gente no se cuida a sí misma y se ofrece como mártir, ¿puede reprocharse a los demás si obtienen ventajas con ello? —dijo con disgusto.
Llegaron mientras hablaban a la puerta sobre la cual había un cartelito:
LLAME Y ESPERE QUE LE DEN PERMISO PARA ENTRAR
—La señorita Meadows lo escribió ella misma, y creo que es maravilloso —dijo Jonathan riendo—. Toda su vida estuvo plagada de gente: su parasitaria familia, los miles de chiquillos que desasnó y los parientes entrometidos que la urgían a que cumpliera con su deber, o sea, que no les molestara. Su vida estuvo compuesta de campanas y camas, pizarras y pelagatos, pies y voces que golpeaban, polvo, tiza, platos, y ruido, ruido, ruido. Ahora tiene por lo menos la oportunidad de estar sola. Ni siquiera las enfermeras se atreven a entrar sin llamar primero y pedir permiso. Sola. Es una cosa maravillosa estar sola. Nosotros no lo apreciamos lo bastante y tengo el rarísimo y maldito presentimiento de que llegamos a una época en la que nadie le va a dejar a uno solo, ni va a sentir el menor respeto por su intimidad. Todo en nombre del «sentimiento social», como lo llamó el idiota de Henry Mann.
Llamó a la puerta y un momento después se oyó una voz de mujer en tono un tanto renuente:
—¿Quién es?
—Jon Ferrier, señorita Anne.
—¡Oh, pasa, pasa!
Entraron en una gran habitación radiante de sol. Robert vio una figura pequeña y regordeta sentada en la cama, alisándose el cabello espeso y asombrosamente negro que enmarcaba una cara redonda y pálida. Había esperado ver una pobre mujer anciana convertida en una ruina mortal, pero la señorita Meadows tenía un magnífico aspecto, y sólo su color sugería la existencia de una enfermedad en estado desesperante. Al acercarse más a ella vio que sus grandes ojos castaños estaban nublados y vidriosos por el efecto de los calmantes que le habían suministrado. De repente, la mujer bostezó, se le iluminó el rostro con una sonrisa, y tendió su pequeña y regordeta mano a Jonathan, que la retuvo entre las suyas.
—Señorita Anne, éste es el doctor Morgan, de quien ya le he hablado, mi reemplazante.
La maestra le saludó cortésmente y le examinó con aquella rápida inteligencia y eficiencia propias de un maestro a quien le presentan a un nuevo alumno, de quien debe formarse una opinión concreta.
—Qué simpático muchacho pelirrojo —dijo tendiéndole la otra mano que estaba caliente y trémula—. Me imagino que nunca causó usted ninguna dificultad a nadie en su vida, ¿verdad, doctor?
—Si lo pienso, creo que no —dijo Robert—. Tal vez sea ése mi error.
Anne se echó a reír con una risa agradable y comprensiva.
—Vea, este Jonnie fue el peor alumno que tuve nunca. Siempre disputaba con todos, siempre estaba seguro de todo. Un chico feroz. Nacido, como siempre le dije a su madre, con un irritante sentido de lo que está bien y lo que está mal, y dispuesto a no transigir nunca. —Volvió a bostezar. Los suaves músculos de su rellena cara se contrajeron con un espasmo de dolor, pero no dejó de sonreír. Tenía un perfecto control de sí misma como suelen tener los maestros natos, en medio de un dolor insoportable—. Yo le adoraba —dijo— y le azotaba dos veces más que lo que haya azotado jamás a ninguno de mis otros alumnos. Se mostraba horrible también para con su hermano, Harald.
Miró a Jonathan con ternura y los nublados ojos brillaron traviesos y afectuosos.
—Jonnie, sé que tú pagas esta habitación. Interrogué a una de las enfermeras y la pobrecita, que es estudiante, se vio obligada a decírmelo. No importa, Jonnie, tú sabes que yo no aceptaría nunca nada gratis… de modo que le pedí a mi abogado que viniera a verme ayer, cosa que hizo, y te he dejado la vieja casa de papá y los pocos dólares que tengo en el Banco. Por favor, no digas nada. La casa no vale más de dos mil dólares. Es muy vieja y decrépita, ¿sabes? Pero la tierra aumenta de valor. La puedes dar para una de tus obras de caridad si lo crees conveniente. Quiero asegurarme de que la heredas tú, y nadie más. —Se le debilitó la voz.
—Bien —dijo Jonathan—. ¿Y cómo está su familia?
La enferma sonrió de modo raro.
—Jonnie, soy una mujer vieja, y a veces las viejas tenemos revelaciones. O tal vez seamos muy curiosas. Sé que eres tú quien me ha enviado ese misterioso giro mensual. No lo niegues, por favor.
Su voz, sus ojos, sus cabellos y sus modales eran los de una jovencita. Robert recordó que la mayoría de los maestros que había conocido, habían conservado aquel aspecto juvenil tan raro hasta una edad muy avanzada. ¿Sería así porque estaban tan íntimamente vinculados con niños, o quizá era una cualidad innata del espíritu?
Anne seguía sosteniendo la mano de Jonathan. Inclinó la cabeza y apoyó su mejilla en ella, como una madre.
—Que muchacho más adorable —dijo—. Jon, tú no tienes que marcharte nunca de aquí, no tienes que permitir que te echen. Nunca podrás sobreponerte si lo haces. No me obligues a pensar que me había equivocado contigo. ¡Siempre tuviste tanto valor!
—Déjelo estar, señorita Anne —dijo Jonathan—. Ya no es usted mi maestra, ahora soy un hombre. ¿Cómo ha dormido?
—Muy bien, hacía muchos meses que no dormía así.
—Hubiera tenido que venir a verme antes.
La enferma sonrió con sonrisa ingenua.
—Sí, Jonnie, yo sabía que atendías a muchísima gente sin cobrar. Sabía también que no querrías cobrarme, y por eso me mantuve apartada. Sí, sabía que hubiera podido ir a ver a otros doctores, pero me hubieran cobrado y no estaba en condiciones de pagarles. ¿Qué puede hacer en ese caso una mujer pobre?
Jonathan se sentó al borde de la cama y la miró con seriedad.
—Señorita Anne, sepa usted que voy a operarla mañana, y que eso le aliviará muchos de los dolores que siente. Pero también sabe que a la larga no cambiará nada, ¿verdad?
—Sí, lo sé, Jonnie, y me alegro de que no trates de engañarme. Tú sabes que no he tenido demasiado tiempo para pensar en Dios, pero ahora lo hago. Es muy interesante. En cierto sentido eso de especular sobre Dios y sobre el lugar a donde finalmente iré es la cosa más excitante que me ha ocurrido nunca. Cuando no siento los ojos demasiado cansados estudio la Biblia que me traje conmigo. Seguro que el hombre vivirá otra vez. Eso es muy consolador. Tengo esperanzas —dijo con su alegre sonrisa— de que no me destinen otra vez a enseñar, al menos por una larga temporada. Espero que me permitan vivir en una pequeña casa de madera con rosas, en medio de una selva muy espesa, y donde pueda escuchar el canto de los pájaros, completamente sola.
Jonathan le palmeó la mano febril sin decir nada.
—Tú no crees nada de eso, ¿verdad, querido?
—No —respondió él— no lo creo, pero puedo estar equivocado. Espero por su bien, que lo esté.
Anne suspiró y desvió hacia Robert una mirada interrogante.
—Espero que usted sea un muchacho más piadoso de lo que es Jonnie, doctor Morgan. —Luego se volvió hacia Jonathan, con un cambio notable en su expresión—. ¡No me dejes, Jonnie! ¡Jonnie, no me dejes! —Hubo un repentino acento de terror en su voz.
—No, no la dejaré. Usted sabe que no la dejaré. —Tuvo una vacilación—. Sé que usted no es católica, pero me gustaría que la visitara un amigo mío, el padre McNulty, sólo para charlar. No va a tratar de predicarle, pero podrá decirle cosas que van a interesarle, después de todo, es su especialidad.
—Sí, querido, me gustará muchísimo. —Ya no había terror en su voz—. Gracias, Jonnie. Y conspiraremos juntos para hacer que te quedes en donde tanto te necesitan.
Entró una enfermera con una inyección de morfina, pero fue Jonathan quien frotó con alcohol el brazo de la señorita Meadows e inyectó la aguja. Anne no le sacaba los ojos de encima, aquellos ojos reflexivos de maestra.
—Ahora voy a dormir —le dijo—. Y me gustaría pensar.
Robert había visto cientos de pacientes durante su internado, pero nunca había tenido frente a sí un caso de valor y fortaleza como aquél. Sabía que sus sufrimientos debían ser terribles, pero sin embargo no le preocupaba nada más que Jonathan. Mientras la enfermera le arreglaba las almohadas y le alisaba las sábanas, la maestra dijo:
—No debes irte, querido, no lo hagas. Eso te matará para siempre. De nada sirve huir, debes erguirte y hacerles frente, aunque tengas la espalda contra la pared. Eso es lo que hacías cuando eras un niño, y quiero recordarte como eras entonces, ¿eh, Jonnie?
—No soy un cobarde —dijo Jonathan.
Al cabo de un rato la anciana quedó serenamente dormida, pero entonces las arrugas de la frente provocadas por su tormento se hicieron profundas, lo mismo que las que tenía alrededor de la boca.
—Ah, doctor Ferrier, el jefe de personal, el doctor Bedloe, desea verle urgentemente. Dijo que era muy importante —anunció la enfermera.
—Al diablo con él —dijo Jonathan mirando a la mujer dormida—. Quisiera que se fuera así como está ahora, que nunca volviera a despertar. Esta enfermedad puede derrumbar al paciente más valeroso, no quisiera verla cuando llegue el final.
—No creo que se derrumbe —afirmó Robert con la seguridad propia de su juventud y de su ignorancia.
—Será así, será así —dijo Jonathan—. Es la única que me ata a este pueblo. No puedo irme hasta que no se haya ido ella. Y nadie puede saber lo que pasará, tratándose de esta enfermedad, puede vivir una semana, o seis meses más. —Miró a Robert con amargura—. Sé que nuestro deber es mantenerlos con vida, sólo me pregunto por qué, eso es todo.
La enfermera le miró fijamente, con expresión dura, y volvió a decirle:
—El doctor Bedloe desea verle urgentemente, doctor.
—Ya lo sé, y ya le he dicho que se fuera al diablo. —Tomó a Robert del brazo—. No puedo hacerle ningún daño a usted ahora. Ya ha sido aceptado en la nómina del personal, y Bedloe será su particular desgracia. Es uno de esos viejos burros diplomados sin una décima parte del sentido que tenía el doctor Bogus.
La enfermera salió al vestíbulo detrás de ellos, haciendo ondear su larga falda blanca.
—El doctor Bedloe… —comenzó a decir con su voz sentenciosa, pero de repente su rostro se iluminó—. ¡Ah!, aquí viene.
El doctor Humphrey Bedloe cayó sobre ellos como un águila.
—¡Jon —gritó— me alegro de pescarle! Es muy importante.
—Bueno —dijo Jonathan apoyándose descuidadamente en la pared—, ¿qué es lo que he hecho esta vez? Usted sabe que no tengo más que media docena de pacientes en esta penitenciaría ahora. —Después miró al hombre mayor con curiosidad—. ¿Qué le pasa, doctor? ¿Otra vez con principio de angina?
El doctor Bedloe estaba pálido y parecía agitado. Le hizo una señal enérgica a la enfermera, que desapareció, y mordiendo la punta de su sedoso bigote blanco miró con cautela a Robert.
—Tengo que hablarle a solas, Jon. Es de suma importancia.
—Hable pues —dijo Jonathan sin moverse—. Bob es mi sustituto. Tendrá que arreglar las barrabasadas que hagan sus carniceros, que no tienen siquiera el suficiente sentido común que tiene un carnicero honesto. Vamos, hable.
El doctor Bedloe se agitó más y lanzó a Robert una mirada fulminante. Sólo dos semanas antes Robert habría obedecido aquella mirada y se habría marchado discretamente, pero ahora se afirmó sólidamente sobre sus largas piernas y no se movió un ápice. Por un instante el doctor Bedloe lo reprobó activa y abiertamente, y en los ojos le brilló un destello de amenaza siniestra.
—Es muy privado, Jon.
—No hay nada que sea privado para mí.
El anciano volvió a morderse furiosamente el bigote, y dijo:
—Se trata de mi sobrina. Usted la conoce, Hortense Nolan. Estuvo en su boda, se casó con el hijo de los Nolan. ¡Oh, maldita sea, Jon! ¡No puedo quedarme aquí parado y que todo el hospital lo sepa!
—Si recuerdo bien —dijo Jonathan— usted informó a todo el hospital sobre mí, incluso antes de que me detuvieran. En realidad, ni siquiera esperó a que me condenaran para eliminarme de la nómina del personal. Usted es un tipo muy precipitado, mi querido y paternal Humphrey.
—Dios mío —dijo el doctor Bedloe, y Robert vio con interés un gesto de desesperación en el hombre—. ¿Por qué menciona de nuevo ese asunto ahora? ¿No estaba ya terminado? Pienso en Hortense. He pensado muchas cosas de usted, Jon. Siempre las he pensado. Pero nunca creí que fuera usted un malvado.
Ahora era Jonathan quien miraba fijamente al doctor Bedloe.
—Hay algo que anda mal, ¿no es cierto? Bueno, ¿qué le sucede a Hortense? Bonita muchacha, si no recuerdo mal, abundante cabello rojo y grandes dientes blancos. ¿No tiene diecinueve años? ¿Y bien?
—Es… sabe usted, Jon. ¡Usted lo sabe todo! Estaba embarazada…
—Sí, lo recuerdo. Y le recomendé al joven doctor Harrington cuando usted me pidió que atendiera el parto. Pero los médicos jóvenes y modernos no son lo bastante buenos para usted y su familia, ¿no es así? Dijo usted que la atendería el viejo Schaeffer. Fue así, ¿no es cierto?
—Sí —dijo el doctor Bedloe inclinando la cabeza—. Es cierto. Él la atendió en Sta. Hilda, hace cinco días. Un hermoso bebé, un niño.
—¿Y bien?
—Se trata de lo siguiente, Jon…
—Bueno, no me diga usted que la muchacha tiene fiebre puerperal, ¡por amor de Dios!
—Peritonitis.
Jonathan se apartó de la pared y miró al doctor Bedloe con odio y repugnancia no disimulados.
—Se lo advertí. El viejo Schaeffer no sirve ni para atender el parto de una vaca. Nunca se lava las manos, es un principio que sigue desde que se adoptó la asepsia hace años. No cree en los gérmenes ni siquiera ahora, ¿verdad? Pero es un viejo degenerado tan cariñoso, y les da a las mujeres tanto aliento, y les palmea las mejillas con tanta dulzura en vez de aplicarles cloroformo en las narices. ¡Peritonitis, por Dios! Y bueno, ¿qué era lo que usted pretendía?
—Se muere, Jon. Para mí es como la hija que nunca tuve, y se muere. Acaban de telefonearme de Sta. Hilda. Ha tenido… ha tenido fiebre desde ayer, y ahora, hoy…
—Y él la infectó, el maldito cochino viejo, palmeando con sus manos sucias. ¿Qué fue lo que hizo antes? ¿Una autopsia?
El doctor Bedloe tendió las manos.
—Jon, creen que necesita una operación inmediata… para salvarle la vida. Ella… sangró más de lo acostumbrado después del parto. Creyeron que estaba fuera de peligro. ¡Jon, se muere!
—¿Una operación? ¿Histerectomía? ¿A su edad? —dijo Jon en voz alta.
De repente el doctor Bedloe pareció enfermo, golpeado y viejo.
—Es peor que eso. El bebé… murió anoche. Una herida cerebral, al nacer, creo. Iba todo tan bien, a pesar de los fórceps, y de repente sucedió. Hortense sólo tiene diecinueve años, Jon.
—¡Oh, Jesús! —exclamó Jonathan.
Robert no hizo el menor gesto, se sentía demasiado horrorizado.
—Jon, Louis Hedler me dijo que le llamara de inmediato. Dijo que si hay alguien que pueda salvar a Hortense, ése es usted.
—El bueno de Louis —dijo Jonathan moviendo la cabeza—. Mire, Humphrey, no voy a meterme en esto, ni siquiera por la pequeña Hortense. Es su sucia obra, no me suplique. ¿Dónde está el viejo Schaeffer?
—No la deja ni por un instante. Es patético…
—Ya lo creo. Hortense es su ahijada, ¿no es cierto? No, no voy a meterme en este podrido lío para que después vayan ustedes por ahí diciendo que fue culpa mía. No, Humphrey, lo lamento, pero este engorro ha caído sobre sus hombros.
El doctor Bedloe agarró a Jon por un brazo.
—Por favor, Jon —le dijo con la voz rota—. No piense en otra cosa que en Hortense. Le prometo…
—Claro que promete. Ahora promete cualquier cosa, pero si Hortense muere, lo que probablemente va a ocurrir, entonces la culpa será mía. ¿No fue su esposa la que fue diciendo por ahí que había algo misterioso en la muerte de la pequeña Martha Best? Sí, fue ella, mi madre me lo dijo.
—Jon, yo estaré allí, en la sala de operaciones. Media docena de médicos estaremos allí.
—Magnífico, magnífico, estarán allí con sus levitones plagados de gérmenes. No, gracias, lo lamento por Hortense. Pero llame a Harrington, Humphrey, como debió de haber hecho desde un principio.
El doctor Bedloe estaba a punto de estallar en lágrimas.
—He… he pensado en eso. Se negó.
—Muy bien por Phil. Mire, voy a rezar una plegaria por Hortense, si es que puedo recordar a quién debo elevarla, pero no cuente conmigo, Humphrey.
Meneó la cabeza y volviéndose tomó al joven Robert por el brazo. Le miró y dijo con fastidio:
—¡Oh, también usted! ¡No!
—Yo estaré allí —dijo Robert—. Colaboraré con usted.
—¡Usted y su hermoso bigotito colorado! —Jonathan le miró con desprecio—. Permítame advertirle: nunca limpie lo que ensuciaron los burros, y no trate ni siquiera de hacerlo. Después que sea demasiado tarde, los burros cantarán: «¡Él lo hizo, él lo hizo!». Nunca nos perdonarán que tengamos una educación profesional decente. ¡Vámonos de aquí!
—¡Por favor, Jon! —rogó el doctor Bedloe.
—¿Qué más podrá decir contra mí este apestoso pueblo? Simplemente que asesiné a Hortense. ¿Vamos, Bob? Vamos a Sta. Hilda.