—La misericordia no es una cualidad dañina, salvo que Dios nunca oyó esa frase —dijo Jonathan abriendo de un empujón otra puerta, a través de la que penetraron en otra suite con baño privado, salita y dormitorio, toda provista con un alegre y costoso mobiliario, abierto al sol y al viento y perfumada por muchas flores.
—Éste es un caso muy interesante —le dijo a Robert, poniéndole una mano sobre el brazo—. El viejo Jonas Witherby, de ochenta años, antiguo poblador, dinero viejo, vieja mansión, buenos bonos viejos y hermosa tierra vieja. Quiero que me dé su opinión.
Entraron juntos en el dormitorio cruzando la salida. En un sillón hamaca, estaba sentado un anciano con el rostro más hermoso y tranquilo que Robert había visto nunca en una persona de edad. Era pequeño y de constitución delgada, de pies y manos diminutos y una cabeza noble, poblada de cabellos blancos y ondulados. Tenía los ojos de un niño, claros, azules y vivos, la nariz respingada, una dulce sonrisa en la boca y las orejas rosadas. Estaba sentado frente a la ventana mirando la luz del sol y sonriendo pensativamente. Cuando volvió la cabeza Robert sintió una sensación de calor y paz, algo muy cercano al afecto.
—Ah, Jonathan —dijo míster Witherby, alargando una mano hacia el otro médico y haciendo un guiño—. Nunca te veo sin sentir placer. ¿Cómo estás en este, glorioso día?
—Simplemente mal, Jonas —dijo Jonathan—. Todo anda del peor modo posible. Por cierto, éste es mi sustituto, el doctor Robert Morgan.
El anciano agarró la mano de Jonathan y sonrió alegremente a Robert, después se entristeció.
—¿Cómo está usted, doctor? Todos ustedes parecen volverse más jóvenes a cada momento. Sustituto de Jonathan, ¿eh? Tiene usted que convencerle de que cambie de idea. ¿Qué hará Hambledon sin él?
—Sencillamente, seguir adelante con la maldad de siempre —dijo Jonathan. Se sentó en otra silla, cruzó sus largas piernas, se puso las manos en los bolsillos y estudió a míster Witherby con expresión ambigua—. Dejémoslo. No nos pondremos a repetir las viejas discusiones para que Bob se divierta. Como él va a reemplazarme voy a transferirte, con tu permiso, naturalmente.
—¡Claro, claro, amigo mío! —dijo míster Witherby sonriendo más radiantemente que antes. Observó a Robert con gran interés—. Cualquiera que tú recomiendes…
Jonathan se puso en pie y, con su traje azul, dio de inmediato la sensación de estar extremadamente agotado. Tomó la hoja clínica de míster Witherby, frunció el ceño, y la volvió a su sitio.
—Todavía débil, según veo. Todavía comiendo como el proverbial pajarito. Conozco a los pájaros, no paran de comer durante todo el condenado día, pero tus enfermeras han anotado: «tomó el desayuno como un pajarito». Viejas brujas tontas. ¿Cómo has dormido?
—Siéntese por favor, doctor Morgan —dijo míster Witherby con un suspiro—. Encontrará muy cómoda esa silla, quiero mirar sus jóvenes rostros. Bien, Jonathan ya sabes que a mi edad nadie duerme bien del todo, quiero decir que uno pasa despierto toda la noche.
—Y tiene bastante en qué pensar —dijo Jonathan parado cerca del vestidor y mirando a Robert—. Este viejo Jonas fue viudo. Dos hijos, uno de cincuenta y tres años y uno de cincuenta y uno. Los dos casados, y los dos abandonados por sus esposas. Bill está internado en un manicomio privado, y Donald es borracho crónico. El sanatorio privado lo deja primero seco, y después lo suelta de nuevo. No tiene hijas ni nietos —dijo Jonathan en el tono indiferente de un clínico—. La esposa se suicidó. Muy triste, ¿no le parece?
Robert tomó sus instrumentos de su maletín y procedió a revisar al anciano.
—No hay signos visibles de enfermedad —dijo. Jonathan se movió inquieto. No era hombre que se inquietara por nada, pero a Robert le pareció que ahora estaba agitado. Le vio acercarse a la ventana, mirar hacia afuera y bostezar.
—¿Cuándo llega Priscilla? —preguntó.
—¿Prissy? —míster Witherby volvió a mostrar su encantadora sonrisa—. Dentro de una hora o dos, creo.
Jonathan miró a Robert por sobre el hombro.
—Priscilla, o Prissy, es la segunda esposa de Jonas. Tiene treinta y pocos años. Un bocado apetitoso.
Míster Witherby sonrió con agrado.
—¡Así es, muchacho, así es ella!
Robert le miró, y aquello provocó en Jonathan una risita contenida.
—Una rara chinche vieja, este Jonas —le dijo a Robert haciendo al tiempo un ruido raro. Robert se puso rojo, y míster Witherby se echó a reír otra vez.
—No debe hacer caso a nuestro querido Jonathan —dijo apoyando su pequeña mano en la manga de alpaca azul de Jonathan—. Le gusta confundir a la gente. Realmente debería usted ver a Prissy, el sexteto Florodora son unas brujas en comparación con ella. Sólo hay en toda Pennsylvania una muchacha más bonita que ella…, —sonrió a Jonathan con astucia— y es Jennifer Heger, a quien Jonathan le encanta llamar su sobrina.
Bueno, pensó Robert, no se le pueden hacer reproches al viejo caballero. Tiene derecho a ser feliz en la vida.
—Priscilla fue la prostituta de más precio del pueblo —dijo Jonathan—. Presumo que usted sabrá qué clase de prostituta es, ¿verdad, Bob?
—Vamos, vamos, Jonathan —dijo míster Witherby sin ofenderse en lo más mínimo. Lo que hizo fue echarse a reír—. ¿Acaso no tuvo David, cuando viejo, una rolliza y joven virgen para que durmiera con él y le calentara sus viejos huesos?
—Pero Prissy dejó de ser virgen a los dieciséis años, si no antes. Fue siempre una perra. Nunca se acostó con nadie por menos de cincuenta dólares, y muchísimas veces, por más —dijo Jonathan—. Míralo a Bob, se está ruborizando de nuevo.
Robert le miró, desconcertado.
—Bueno —dijo Jonathan con considerable impaciencia—. ¿Dónde está ese olfato suyo? ¿Huele algo?
—¡Qué pillastre eres! —dijo míster Witherby con afecto, observando a Robert con renovado interés—. Heme aquí, un hombre viejo con tantas aflicciones como Job, y Jonathan no sabe hacer otra cosa que tomarme el pelo. Vine aquí después de un colapso…
—Hubo algo raro con aquel colapso —dijo Jonathan con aire meditativo—. Al principio creí que estabas tratando de demostrarle a Prissy que todavía podías, y que casi te caíste muerto al intentarlo. Después quedé convencido de que Prissy te había hecho tomar algo para poder así escabullirse y tomar aire fresco. Vamos, Jonas, ¿qué fue lo que pasó?
—Oh, querido —dijo Witherby— eres muy molesto y grosero, Jonathan. Le vas a dar al doctor Morgan unas ideas muy raras sobre mí. —Su anciano y angelical rostro resplandecía mientras miraba al médico más joven—. Conozco a Jonathan desde que nació, y siempre fue así. Ha sido siempre imprevisible, y se complace en sobresaltar y perturbar a los demás con el lenguaje más grosero. Pero yo le conozco. No he visto corazón más compasivo, ni alma más amable…
—¡Cállate! —dijo Jonathan—. No he visto nunca un sinvergüenza mojigato peor que tú, Jonas. —Miró fijamente a Robert y frunció el ceño—. ¿Y bien? ¿En dónde está ese olfato?
«En nombre de Dios, ¿qué quiere que le diga?», se preguntó Robert a sí mismo sintiendo un renovado furor. Ha estado insultando constantemente a este amable anciano y a su joven esposa. Levantó violentamente la cabeza. Recordó a aquellos hijos de mediana edad, uno loco, el otro un borracho, la esposa que se había quitado la vida. Volvió los ojos hacia Witherby y le estudió con más atención. Entonces, sí que olió algo, y se le ocurrió que era la hediondez del mal.
La idea le horrorizó. Míster Witherby, igual que lo hiciera antes con Jonathan, le puso la mano sobre el brazo. Los músculos se le endurecieron involuntariamente.
—¿Huelo mal? —preguntó míster Witherby con un tono dulce y adulador—. Acabo de bañarme y empolvarme como un bebé.
Sin soltar el brazo de Robert se dirigió a Jonathan.
—Casi me has convencido de que contribuya para la construcción de la sala de niños tuberculosos indigentes en el Friend’s, muchacho. Un poco más de tu refrescante conversación y te doy mi cheque. ¡Y no voy a ordenar después que suspendan el pago! —dijo, y rió alegremente.
«Debo de haberme equivocado», pensó Robert, y se quedó muy quieto. «Fueron mi imaginación y las insinuaciones de Jonathan las que me hicieron sentir el olor de depravación».
—Si me das ese cheque, será la primera cosa decente que hayas hecho en tu vida —le dijo Jonathan—. Incluso podrían perdonarte con una reprimenda y mandarte al Purgatorio en vez de al Infierno. Pero tú no crees en ninguno de los dos, ¿no es así?
—¡Jonathan! ¡Soy cristiano! Pregúntale al reverendo míster Wilson… Oh, Jonathan, me estás provocando otra vez.
Los dos miraron a Robert.
—Usted tiene… usted tiene…, míster Witherby, algunos de los signos de la edad avanzada —dijo Robert.
El anciano palideció y no sonrió más.
—¡No se le ocurra decirle eso! —exclamó Jonathan—. Si algo odia es la simple insinuación de su mortalidad. ¿No ha notado que a todos los perversos les pasa lo mismo? Llámeles como se le ocurra: asesinos, mentirosos, ladrones, perjuros, traidores, sádicos, y le perdonarán. Pero recuérdeles que están a punto de morir, y se habrá creado un enemigo para toda la vida. Y un enemigo como este viejo Jonas es algo formidable. Es capaz, aun en cama, de estrangular a la gente.
—Pero, míster Witherby, usted está magníficamente conservado, y cuidándose podría vivir… podría vivir… muchísimo tiempo más —dijo Robert casi sin pensarlo.
A míster Witherby le volvió el color.
—Pienso hacer eso, doctor. En serio. Mis padres pasaron de los noventa. Amo la vida, doctor. La encuentro eternamente divertida, eternamente fascinante, y siempre he sido así. No debe usted escuchar a Jonathan, que podría encontrarle miles de defectos a un santo. Nunca tuve necesidad de dañar a nadie, ya que heredé todo el dinero que tengo y además lo he aumentado. He sido desgraciado en mi vida familiar. Mi pobre primera esposa tuvo antepasados inestables, me previnieron de ello. Mis pobres hijos heredaron su predisposición. Pero no tengo por qué cansarlo con mis dificultades. Jonathan, ¿cuándo podré salir de aquí?
—Hoy, cuando venga Prissy. ¡Se le va a iluminar la vida cuando se lo diga! Pero si yo estuviera en tu lugar, me compraría un mestizo y le haría comer de mi plato antes de probarlo yo, después de lo que ha pasado.
—Oh, Jonathan, no deberías decir cosas tan duras. —Se rió como un muchacho—. Prissy conoce mi testamento. He ordenado que se me haga una autopsia.
Robert se preguntó si hablaba en serio. Se sentía otra vez confundido, y se apartó del anciano.
—Muy bien —dijo Jonathan— aunque si soy yo quien realiza la autopsia y encuentro cianuro, diré que moriste de «causas naturales». Después de todo, Prissy ha tenido que aguantarte tres años. Merece algunas consideraciones especiales, ¿no lo cree así, Bob?
—Quisiera hablar con usted afuera un momento —repuso Robert.
—¿Por qué? ¿Por qué? —preguntó míster Witherby, mirando del uno al otro—. ¿Están tratando de ocultarme algo? ¿Hay algo que anda mal? —Estaba claramente aterrorizado.
—Desearía de veras que así fuera —dijo Jonathan—. Por triste que sea, no te pasa nada, aunque para mí todavía es un misterio lo del colapso. Creo que voy a tener que advertirle a Prissy que no se precipite en el futuro. —Saludó con gesto burlón al anciano y siguió a Robert fuera de la habitación.
—¡No sé a qué viene todo esto! —exclamó Robert enojado cuando estuvieron en el corredor.
—¿No olió usted nada?
—Puede que yo sea impresionable. Pensé que… —Se detuvo y apretó fuertemente los labios.
—¿Sintió un olor a podrido?
Robert movió la cabeza con renovada furia.
—Estaba usted en lo cierto, estoy satisfecho de usted —le dijo Jonathan—. Ése es el monstruo más despreciable y maligno que haya usted conocido probablemente en toda su vida, y no creo fácil que vuelva a conocer a otro igual. Con su almibarada perversidad llevó a su esposa a la muerte, a uno de sus hijos a la locura y al otro a la bebida. Estoy dispuesto a apostar todo lo que tengo a que nunca en su vida les levantó la voz, o les amenazó o les dirigió palabras fuertes. Apuesto a que nunca hizo nada violento en toda su existencia y que nunca inspiró miedo a nadie. A pesar de ello, asustó tanto a su esposa que la impulsó a matarse, y atemorizó a sus hijos de tal modo que escaparon de él de la única forma que pudieron. Ya ve usted, los caracteres suaves y amables son en particular susceptibles a la presencia del mal. Pero yo soy duro. Le conozco a fondo.
Robert miró involuntariamente la puerta cerrada de la habitación.
—Usted no cree en la posesión demoníaca, ¿no? —preguntó Jonathan—. Pues yo sí. Hay muchas cosas en las que no creo, pero sí creo en un Satanás personal, y el viejo Witherby es uno de sus mejores amigos. Jonas nunca blasfema, al menos por lo que se sabe, los párrocos le aprecian. Los niños le adoran, y vaya eso por lo de que «los niños siempre saben». El montón de flores que había ahí adentro no fue enviado por hipócritas, sino por personas que realmente admiran al viejo degenerado. Pero nunca entro ahí sin hacer la señal contra el mal de ojo. —Y sonriendo extendió la mano derecha, hizo la señal de los cuernos con los dedos y apuntó para abajo—. Mi adiestramiento católico. Además, cuando era niño tenía una niñera supersticiosa.
Echó a caminar por el corredor y Robert tuvo que seguirle. Jonathan se metió de nuevo las manos en los bolsillos e inclinó su oscura cabeza.
—Hay algo en usted que le hizo sentir el olor de alguna cosa, y si un médico es incapaz de oler el mal, no es un médico en el verdadero sentido de la palabra. Hubo algunas casas en las que el doctor Bogus no habría entrado ni por un puñado de piezas de oro de veinte dólares, y yo sé por qué. Les tenía miedo.
—Miedo, ¿de qué?
Robert se sentía más confiado con respecto a Ferrier y avergonzado de sí mismo.
—De la corrupción. Me dijo, cuando ya era muy viejo, que uno puede contagiarse de un alma enferma lo mismo que se puede contagiar de un cuerpo enfermo. Y es cierto. Dijo también que la corrupción es una enfermedad mortal, y así es. Apártese de la gente corrompida, que es más numerosa que lo que usted cree.
—Pura superstición —dijo Robert—. Una persona mentalmente enferma…
—¿Cree usted que el viejo Jonas es un enfermo mental?
—Bueno, no lo creo exactamente, pero nunca se puede afirmar. Quizá un psiquiatra… He leído algunas de las obras de Freud…
Jonathan se echó a reír.
—¿Freud? ¿Ese pervertido incestuoso? Sí, porque tiene usted que saber que cometió incesto. Lo hizo a conciencia y a su gusto. Proyectó sus propias perversiones sobre toda la humanidad. Naturalmente, iluminó con su propia luz infernal algunos rincones, altillos y sótanos inmundos de otra gente, porque él era un buen conocedor de dichos rincones en su propia alma. Pero se sentía desconcertado cuando estaba en compañía de gente buena, verdaderamente perdido. No podía aceptar la virtud, la consideraba hipocresía, mentira o histeria. Haría usted bien en estudiarlo más a fondo.
—El campo de las enfermedades mentales… —empezó a decir Robert en un tono un tanto altisonante.
—¡Oh, ya exploraremos eso! Pero algo hay de cierto en todo eso de los pozos de víboras abandonados, ¿sabe? Curaban a la gente, por shock, según decía. Me parece que quizá los asustaban de tal modo que les arrancaban los diablos de adentro. Una forma de exorcismo bastante ruda… —y al decir esto, Jonathan hizo una mueca.
—¡Eh, ahí está! ¡Jon! —exclamó alguien.
Robert se volvió y vio que se acercaban tres jóvenes sonrientes que alargaban las manos. Uno de ellos era un joven y rollizo sacerdote de rostro amable y juvenil. Otra era una hermosa mujer, vestida a la moda, con un traje de seda gris claro, gargantilla y severo sombrero de paja sobre su cabello rubio. El tercero era evidentemente su marido, un joven de movimientos sueltos, de rizos castaños y con unos grandes ojos claros. Por alguna razón inexplicable, Robert experimentó una sensación de alivio o de frescura, como si acabara de salir de una cueva pestilente y húmeda a la luz del día. Vio unos rostros frescos, sinceros y honestos, que rebosaban felicidad y expresaban una vívida sinceridad y un placer infantil.
—¿Cómo está, padre McNulty? —preguntó Jonathan estrechando brevemente la mano del sacerdote—. Queridos Beth y Howard —señaló entonces a Robert—. Mi reemplazante, el doctor Morgan. Fresco como una margarita, y les aseguro que es tan inocente como esa flor.
Robert, algo fastidiado, estrechó las manos que se le tendían.
—Beth y Howard Best —dijo Jonathan presentándolos—. Los padres de Martha.
Robert sintió miedo. Miraba los rostros sonrientes y habría deseado salir corriendo, pero Jonathan le tenía firmemente agarrado del brazo.
—Vayamos a la sala de espera al otro extremo del pasillo —dijo Jonathan—. Acabo de examinar a Martha y quiero hablarles de ella.
Echaron a andar todos juntos conversando tranquilamente, y Robert pensó en la niña agonizante que les esperaba.
—Me he preocupado mucho por Martha, y Howard dice que eso es ridículo —dijo Beth—. Lo es, ¿verdad, Jon? ¿Cuándo podremos llevarla a casa? —Sonrió mirando a Robert con timidez—. Espero que le guste Hambledon, doctor. Es un pueblo muy simpático y estamos muy al día en todo. He sabido que viene de Filadelfia. ¡Lo vamos a recibir muy bien, ya verá usted! Pero trate de hacer que nuestro querido Jon se quede, ¿lo hará? ¡No podemos dejarle ir! ¡Le queremos tanto!
Robert quedó silencioso. El sacerdote se retrasó para caminar a su lado mientras le miraba con curiosidad.
—De Filadelfia, ¿eh? Yo fui teniente cura allí, ¡no por mucho tiempo, gracias a Dios!, y lo digo en serio, doctor. —Se echó a reír, con una risa fresca y amistosa—. El cura viejo era un tártaro, pero los curas noveles tienen que habituarse a cosas así. Nos suavizan, nos arrancan las pretensiones, hacen trizas nuestras temblorosas pieles, y luego nos arrojan fuera, desnudos y llenos de gratitud para que a cualquiera que le parezca nos levante, nos sacuda el polvo y nos lleve a casa.
Tiene razón mi madre, pensó Robert. Los clérigos papistas están llenos de vanidad. Se sintió embarazado por haber pensado eso. El padre McNulty apenas era mayor que él. ¿Cómo se dirige uno a un sacerdote? No podía llamarlo «padre». ¿Qué dice la Biblia sobre eso?: «No llames padre a nadie, excepto a Uno que está en los cielos…» o algo parecido, Robert se sentía confundido.
—Bien, señor, supongo que toda profesión tiene sus inconvenientes —dijo, y se sintió como un tonto.
El joven sacerdote se limitó a sonreír con la mayor amabilidad. Tenía una cara de manzana, con papada, cabellos finos y ralos y un hoyuelo en la mejilla, derecha, pero sus ojos eran dorados.
En la sala de espera, llena de sol y de cómodos muebles modernos, no había nadie. Beth se sentó, se quitó los guantes y mantuvo la mirada afectuosamente fija en Jonathan, que se sentó muy cerca de ella.
—¡Bien! —exclamó—. ¡Qué hermoso día tenemos! ¡Howard, por favor, no enciendas esa maloliente pipa! Y menos en un hospital. Acabamos de encontrarnos con el padre McNulty —dijo, dirigiéndose a Jonathan—. También venía a ver a Martha. ¿No es bonito eso?
—Mi pipa no tiene mal olor —dijo Howard Best, palmeando el hombro de su esposa—. Es mejor que esos clavos de ataúd que fuma Jonathan mientras aconseja a todo el mundo que no se los lleven a la boca. Bien, Jon ¿cuándo podemos llevarnos a la niña a casa?
—Tan pronto como se le vaya la fiebre —dijo Jonathan frotando la gruesa cadena de oro que le cruzaba el vientre. Miró al sacerdote—. Me alegra que usted esté aquí —agregó.
Howard Best se quitó lentamente la pipa de la boca.
—¿Qué pasa? ¿Sucede algo malo respecto a Martha? —dijo.
Beth dejó de sonreír, y su hermoso color se esfumó.
El padre McNulty lo comprendió todo, con esa misteriosa forma de comprensión propia de los clérigos. Vio la grave expresión de Jonathan, sus amplios pómulos que se habían atirantado, sus ojos evasivos.
—Bueno Beth, oigamos lo que Jonathan tiene que decir —le dijo a la señora Best.
—¿No le pasará nada malo a mi hija? —preguntó Howard con la voz alterada—. Caramba, el viejo Louis dijo que era anemia…
—¡Martha! —gritó Beth con el tono de una madre asustada. El sacerdote le tomó la mano y la sujetó con firmeza.
Robert, quieto a cierta distancia, hubiera querido salir corriendo de allí, pero sabía que su deber era quedarse, a pesar de que nadie se fijara en él.
—En cierto modo es anemia, es cierto —dijo Jonathan con voz amable—. Le hice una prueba de sangre esta mañana. No me explico por qué no se la hicieron antes.
—De modo que es anemia —dijo Howard—. Eso no es muy grave, ¿verdad?
—¡Oh, no, no puede ser grave! —dijo Beth con un acento que parecía una plegaria—. ¡Que no le pase nada a nuestra querida niñita!
«Se deben emplear eufemismos con un paciente o con sus parientes», recordó Robert. «Se debe inspirar esperanza». «Quizá sea así», pensó, y se sintió desdichado. Había visto con sus propios ojos pacientes moribundos que se iluminaban de repente y se restablecían de modo milagroso, había visto lechos mortuorios llenarse de vida. Había visto moribundos que abrían los ojos y seguían viviendo. Pero no había visto nunca un caso de leucemia aguda, aquella rarísima enfermedad, aquella casi desconocida y misteriosa enfermedad, que se curara. Aquella Enfermedad Blanca de los griegos, el fantasma silencioso que asestaba un golpe mortal, y nunca retrocedía.
Era una mentira y una crueldad alentar esperanzas cuando no había ninguna.
—Martha tiene leucemia aguda, Beth —dijo Jonathan mirándola a los ojos, que tenía enormemente abiertos.
Los padres se aliviaron en forma visible. No habían oído hablar nunca de aquella enfermedad, y era evidente que el sacerdote tampoco. Ahora parecían llenos de una perplejidad esperanzada.
—¿Qué es eso? —preguntó Howard—. ¿Una de esas nuevas enfermedades que sus microscopios acaban de descubrir?
—No, es muy antigua y muy rara —dijo Jonathan vacilante—. Y no tiene cura.
Beth se tapó la boca con una mano.
—¿Quiere decir —preguntó— algo así como consunción?
—Beth, querida —explicó Jonathan— ahora en ocasiones podemos curar la tuberculosis. Daría gracias a Dios de que no fuera más que eso. Se trata de leucemia aguda, y no hay forma de curarla.
—¿Quieres decir que la tendrá toda la vida, como los efectos de la parálisis infantil? —preguntó Howard sentándose tieso, como si tuviera miedo de romperse—. ¿Cómo hay que tratarla? ¿Tónicos especiales? ¿Ir al mar, a la montaña? —Se detuvo—. ¿Qué diablos es, de todos modos? —exclamó casi gritando.
El sacerdote sostuvo con más fuerza todavía la mano de Beth, que luchaba desesperada.
—¡Casi preferiría tenerla yo, lo juro por Dios, que deciros esto, Howard! —dijo Jonathan—. Ya ves, no hay nadie que pueda hacer nada. La llamamos, hablando claramente, cáncer de los órganos productores de sangre.
—¡Cáncer! —gritó Beth, y poniéndose de pie enloquecida, se apartó del sacerdote. Su expresión era terrible—. ¡No lo creo, no lo creo! ¡Los niños no enferman de cáncer! ¡Sólo le pasa a gente vieja! ¡Martha no tiene cáncer! ¡No lo creo, están equivocados! ¡Eres cruel, Jon! ¡Es cruel, cruel, cruel decir una cosa como ésa!
—Pero verídico —dijo Jonathan con voz casi imperceptible.
Howard se puso de pie, atrajo hacia sí a su esposa y ella hundió la cara en su hombro, temblorosa, mientras sacudía la cabeza en una terminante negativa, murmurando:
—Dios mío, Dios mío.
—Nunca he oído hablar de leu… ¿cómo la llaman? —dijo Howard, apretándose a su esposa—. ¿Sangre? ¿Cáncer? ¿Tumor? Martha no tiene tumores, me… —Miró desesperado al sacerdote, con el rostro asustado—. Tiene que ser un error —dijo—. ¡Cáncer! ¿Martha? Nunca se ha oído algo así en un niño.
—No, no es así —dijo Jonathan poniéndose de pie y acercándose a la atribulada pareja—. Lo que ocurre es que los médicos no hablan de ello. Se hace cada vez más común. He visto otros ocho casos como el de Martha, Howard, ocho, como te digo. Y todos ellos…
—Fatales —dijo Howard sin expresión en la voz.
—Fatales —confirmó Jonathan.
Howard estrechó aún más a su esposa. Miraba a Jonathan como quien mira a un verdugo, con odio instintivo y desesperación a la vez.
—¿Cuánto falta? —susurró.
—No lo sé, Howard, de veras que no lo sé. Quizá unos pocos días, quizás unas pocas semanas, o tal vez meses. Pero no más de un año, no más de un año, y eso siempre que haya una remisión temporaria.
—¡No te creo! —exclamó Howard—. ¡El viejo Louis Hedler nos lo hubiera dicho! ¡Dijo que no era más que anemia! ¡La examinó anoche! Él hubiera sabido si era… si era…
—Howard —dijo el sacerdote poniendo una mano sobre el hombro del joven, pero Howard le echó una mirada ciega e impersonal, y se sacudió la mano de encima. Jadeaba. Beth estaba entre sus brazos, rígida y quieta.
—¡Voy a llamar médicos decentes, médicos que tengan experiencia en estas cosas… médicos que SEPAN! —gritó Howard—. No a jóvenes charlatanes, no a un hombre que…
—¡Howard! —le conminó el sacerdote con energía.
—¡No me importa! —gritó Howard enloquecido—. ¡Está mintiendo! ¡No sé por qué, pero está mintiendo! ¡Quiere… no le creo! Vamos a llevarnos a Martha a Filadelfia… a un médico competente… uno de esos clínicos. ¡Él miente! —hablaba casi sin aliento—. Es un podrido…
—¡Howard! —gritó el sacerdote.
Pero Howard le apartó de nuevo, y apretó su mejilla contra la de su esposa.
—No llores, querida, no llores. Son todas mentiras, Martha está bien. No tiene que verte de ese modo. Nos llevaremos a Martha a casa hoy. La llevaremos a… —Sus ojos se habían hinchado con lágrimas de angustia y miraba a Jonathan con ferocidad y repugnancia—. ¡Cómo has podido decir semejante cosa a una madre y a un padre!
—Por Dios que desearía que me pasara a mí —dijo Jonathan—. Daría mi vida, Howard. Pero es cierto. No tienes nada que esperar. Es demasiado cierto. Tenéis que estar preparados.
—Oh, no —dijo Beth con los labios apoyados en el cuello de su marido—. No es cierto. No con Martha. No es más que una infección… un resfriado fuerte. Martha no ha estado enferma un día en su vida.
Jonathan suspiró. Por primera vez advirtió la presencia de Robert. Se dirigió al sacerdote.
—Padre, no deje usted que se hagan ilusiones. No hay la menor esperanza. Simplemente ayúdelos, si puede. Eso es todo.
Howard casi gritaba.
—¡Es un asesino, y todo el mundo lo sabe! ¡Por eso dijo lo que dijo! ¡Quiere que otra gente muera también, y probablemente las hace morir él mismo! Él… —Se atragantó—. ¡Voy a matarle! ¡Seguro que voy a matarle!
—No lo tome en cuenta, Jon, en su dolor no sabe lo que dice. A usted en realidad no le importa, ¿no es así? —le dijo el sacerdote a Jonathan.
—Sí, me importa —dijo Jonathan—. Me importa como el mismo diablo. ¿Esperaba usted que no?
—Pobre Jon —dijo el sacerdote.
El hermoso cuarto, radiante de sol que entraba por todas las ventanas, le pareció súbitamente horrible a Robert.
Oía risas distantes en el pasillo y afuera el crujido de ruedas sobre la grava, el sonido que hacían los cortadores de césped y el piar de los pájaros. Tan hermoso y placentero, tan lleno de vida. No podía soportarlo. Una niña se moría y a nadie le importaba allá afuera, nadie lo sabía, y cuando hubiera muerto todo seguiría como si tal cosa.
—¿No hay nada que hacer? —preguntó el sacerdote.
—Nada —contestó Jonathan.
Salió lentamente de la habitación y Robert le siguió. Cuando llegó al pasillo, se apoyó en la pared como si estuviera agotado.
—Cristo —dijo, con acento cargado de veneno.
En la sala de espera Howard seguía gritando en forma incoherente. Se oía también la voz baja pero persistente del sacerdote, pero no a Beth.
—Ahora veo claro por qué tiene usted que irse —dijo Robert—. Ya es bastante malo tener que decírselo, pero encima esto… —Se detuvo, con un silencio elocuente.
—Cristo —volvió a decir Jonathan, como si no le hubiera oído.
Se separó de la pared y comenzó a alejarse, seguido por Robert. «Le queremos tanto», había dicho Beth. Robert sentía deseos de golpear algo con toda su fuerza.
—Esa niña —dijo Jonathan como si hablara consigo mismo—. Y el viejo Witherby. Eso no tiene sentido. Nada tiene sentido.
Pero al cabo de unos instantes el rostro amargado de Jonathan se había suavizado, y abrió otra puerta.
—Hola, señora Winters. ¿Cómo estamos hoy? —preguntó.
Una señora mayor, muy delgada y con el pelo blanco, escaso, estaba sentada en unas altas almohadas en una habitación que le pareció extrañamente desierta a Robert, todavía conmovido, aun cuando estaba iluminada por el sol y llena de flores colocadas sobre el vestidor. Era como si allí no hubiera nadie y la anciana no fuera más que una sombra. Y parecía realmente una sombra, con su palidez, sus labios resecos y los ojos pálidos y cansados. Pero sonreía feliz a Jonathan, y cuando el médico tomó su mano seca le atrajo hacia sí y le besó la mejilla como una madre.
—Mi querido muchacho —le dijo. Su voz era baja y susurrante, y tenía una leve pulsación en la garganta, pero sus ojos eran astutos e inteligentes—. ¿Qué te pasa, querido? —le preguntó—. ¿Algo te ha herido?
—No más de lo habitual —contestó Ferrier—. Bueno, no se preocupe por mí. ¿Cómo ha dormido? —Tomó la hoja clínica y la estudió atentamente.
—Maravillosamente —dijo la anciana. Miró con suave pero cortés curiosidad a Robert. Tenía un rostro hermoso aunque gastado, aristocrático y controlado, y vestía un camisón de batista bordada.
Jonathan seguía estudiando la hoja.
—Éste es el joven doctor Morgan, señora Winters, mi reemplazante. Robert, la señora es Elizabeth Winters, mi paciente favorita y una santa.
—Dice tonterías —dijo la señora Winters tendiendo la mano a Robert, quien la tomó y la notó muy fría, a pesar de que en la habitación hacía calor—. No vamos a permitirle que se vaya, ¿no es cierto, doctor Morgan?
Insuficiencia cardíaca, pensó Robert. La anciana señora tenía una apariencia indomable y un espíritu fuerte, según veía ahora. Había un frasco de digitalina en su mesita de noche. Parecía extraño, pero se sentía aquella habitación tan vacía como si la anciana ya estuviera muerta. ¿Qué había dicho? «No vamos a permitirle que se vaya, ¿no es cierto?». Jonathan puso la hoja a un lado y se acercó otra vez a la cama.
—¿Respira mejor? —preguntó.
—Mucho mejor, gracias a ti, Jon. Estoy segura que me siento mejor que tú.
—No tengo la menor duda. No podría sentirse peor.
Para ella, reír significaba un esfuerzo, pero lo hizo, sin dejar de examinar por eso a Jon.
—Si me dejas, voy a morir en las manos de cualquier otro —y tras una pausa añadió—. Así lo espero, Jon, ¿por qué insistes en mantener con vida este viejo cuerpo? Siempre te riño. —Se detuvo para recuperar el aliento—. Eres sencillamente perverso.
—Claro que lo soy, me gusta ver cómo la gente sigue viviendo. Además, no tenemos mucha gente buena en el mundo, y cuando perdemos una persona buena nos empobrecemos. Por eso quiero que usted viva.
—¿Para qué? —Su voz se había convertido de nuevo en un susurro, y sus cansados ojos le miraban con simpatía no afectada.
—Para mí, digámoslo así. —Hizo una seña a Robert, quien abrió su maletín—. El doctor Morgan va a examinarla señora Winters, así podrá él también saber cómo mantener viva tanto como sea posible una alma buena.
—Es tan joven… —dijo la anciana con afecto.
Su respiración se hizo más difícil. Robert la examinó con su estetoscopio y casi de inmediato se dio cuenta de que agonizaba. Tenía taquicardia y arritmias, el corazón hacía unos sonidos sordos, ritmos galopantes y los pulmones producían ruidos sibilantes. Insuficiencia cardíaca aguda del lado izquierdo, y no pasaría mucho tiempo sin que el lado derecho empezara a fallar a su vez. Robert miró pensativo la digitalina.
—Bien —dijo Jonathan—. ¿Por qué cree usted que receté eso? Sea franco. La señora Winters es una mujer inteligente y usted no podrá asustarla.
«Nunca discuta el estado de un paciente en su presencia, ni siquiera con otro médico», le habían enseñado.
—Usted se lo recetó a causa de la rápida fibrilación auricular —dijo Robert después de una ligera vacilación.
—Cierto —dijo Jonathan.
—¿Sedantes, diuréticos? —preguntó Robert.
—Sí, narcóticos y compuestos de mercurio. ¿Tiene algo más que sugerir, doctor?
Robert vaciló de nuevo. «Quisiera darle esperanzas», pensó.
—No —contestó.
Jonathan sonrió, y echó una mirada a las flores.
—Gracias por haberlas enviado, Jon —dijo la señora Winters. Tosió, se llevó el pañuelo a la boca y aspiró con dificultad—. Ya sé. No venía con ellas ninguna tarjeta, pero ¿quién podría mandármelas que no fueras tú, querido? —dijo una vez superado el espasmo.
—Mucha gente. Las enfermeras la quieren.
Estaba tan agotada que sólo movió la cabeza sobre las almohadas esbozando una sonriente negativa. Jon volvió a inclinarse sobre ella y le besó la mejilla.
—Manténgase viva, la necesito —y añadió— mi madre vendrá a verla esta tarde.
—La dulce Marjorie —dijo la señora Winters cerrando los ojos.
Jon abandonó la habitación seguido por Robert, y se quedaron parados en silencio cerca de la puerta.
—Éste es un clásico ejemplo de cómo no debe tratarse a los hijos —dijo Jonathan.
—Ella no quiere vivir, ¿no es cierto?
—No, no quiere. Y la esperanza, en un caso de insuficiencia cardíaca congestiva, es la droga más potente. Ella no tiene ninguna. ¿Qué era lo que decía? La señora Winters es otra de los «viejos pobladores». Es viuda. En cierta forma sentía afecto por su marido, pero toda su vida estaba centrada en dos hijas y un hijo. Heredó una fortuna de sus padres y otra de su marido. Ahora no tiene un céntimo.
—¿Qué hizo con el dinero?
—¡No lo gastó en llevar una vida turbulenta! Dejó que sus hijas y el hijo la convencieran de que les diera el dinero. Tendrían para con su madre los cuidados más maravillosos, mamá era demasiado poco sofisticada para desenvolverse por sí misma, la dulce cabeza de la maravillosa mamá no tenía por qué verse preocupada por esos malditos detalles financieros, mamá tenía que vivir y ser feliz, y dejar que las adorables Bertha y Grace y el joven Jim cuidaran de todos sus asuntos y trataran con esos viejos abogados, con los bancos, y con todas esas cosas feas. Mamá merecía gozar de la vida ahora que su familia había llegado a la mayoría de edad.
La voz de Jonathan había adoptado aquel tono maligno que Robert había oído antes tantas veces.
—Bien, el caso es que mamá se dejó convencer por esas incitantes y adorables voces, las queridas voces de sus hijos. Están casados; las hijas viven en Filadelfia y el joven Jim, cuando metió sus sucias manos en toda esa fortuna, se mudó a Nueva York. ¡Ah, pero no la dejan morir de hambre! Tiene un cuartito para ella sola en el mismo hotel en que usted se aloja en estos momentos, le pagan los gastos de médicos y la recuerdan con un pequeño, modesto, regalito en Navidad y algunas veces, cuando no se encuentran demasiado ocupados en gastar su dinero le mandan una tarjeta para felicitarle en su cumpleaños. Algunas veces. Y una vez por año le escriben una notita. Están demasiado ocupados, se ve.
»La anciana les ha permitido que la adulen y que le saquen su dinero con mentiras desde hace veinte años. Desde entonces han tenido hijos, seis nietos. Ella sólo ha conocido a uno. Entonces era un bebé, y ahora está en Princeton, en la universidad. Nunca vio a los otros. Ellos nunca le pidieron que les visitara, decían que mamá estaba demasiado débil. Tampoco volvieron nunca a Hambledon. ¿Por qué tenían que hacerlo? Tienen lo que se empeñaron en conseguir, desde el momento mismo en que murió su padre. Ella no tiene ni siquiera una fotografía de sus nietos.
»La pobre mujer lo sabe todo. No es una estúpida. No guarda ni las tarjetas ni las poco frecuentes cartas que le mandan cuando se acuerdan de que está viva, cosa que lamentan. Conservó una fotografía de los codiciosos y malditos demonios hasta hace cosa de cinco años, luego la destruyó. Cuando la gente le pregunta si tiene hijos responde que no. Realmente no los tiene, ni los ha tenido nunca. Les dio demasiado amor, demasiado tiempo y excesiva devoción. Les dio su vida, tan naturalmente que ellos se apoderaron de todo y no dieron nada a cambio. Y ella lo sabe. Sabe que todo es por su culpa, y no les reprocha nada. El daño se lo causó ella misma. Comprende que si hubiera conservado su dinero, ellos hubieran continuado dando vueltas a su alrededor y la hubieran abrumado con su afecto. Y ella no quiere afectos de ese tipo. No quiere besos ni recuerdos comprados, ni cartas afectuosas ni mentiras. Si no puede tener lo verdadero no quiere otra cosa. En cierto modo, es un alivio para ella que no sigan engañándola. Si a alguien le echa la culpa, es a sí misma, no por haberles dado su dinero sino porque desperdició su vida y también la de su marido. Lo que le dio a él, las sobras que quedaban después de haber dado la mayor parte del afecto a sus hijos, no fue suficiente, y ahora le llora y quiere apresurarse en reunirse con él para pedirle que la perdone por su ceguera y su egoísmo.
—Es trágico —dijo Robert muy deprimido. Pensó en su madre, que mantenía el puño bien cerrado sobre su bolso, y dijo para sus adentros: «Bien hecho, mamá».
—La cosa más trágica que puede sucederle a uno en la vida no es perder a quienes más quiere, o sufrir una pérdida o un dolor. Es haber hecho el papel de tonto cuando no era necesario. Eso es lo más difícil de soportar. —Miró a Robert y esbozó una leve sonrisa—. Eso es lo que hice yo, y ahora lo estoy pagando.
—Pienso —dijo Robert— si debiera pedirle a mi madre que visite a la señora Winters. A ella le gustan «los viejos pobladores», sabe usted. Y es formidable para lo que ella llama «visitar a los enfermos», siempre que no le cueste más que un ramo de flores, o un pañuelo perfumado o un frasco de jalea.
—No —dijo Jonathan—. Todavía no he conocido a su madre, pero tengo una idea de cómo es. Probablemente le diría a la señora Winters que se ha portado como una tonta, y estaría en lo cierto. Pero decirle a una persona que se ha portado como una tonta sólo sirve para que siga recordándolo, y no creo que eso le haga ningún bien al paciente.
—Está decidida a morir —dijo Robert.
—Así es. Y en cuanto a mí, me sentiré feliz de poder cerrar sus ojos y desearle que Dios la asista. He dejado instrucciones para que se me llame cuando esté in extremis. Alguien tiene que estar a mano cuando el barco se aleje para darle la despedida desde el puerto. A ella le gustará.
Una criatura se moría cuando debería de vivir, un viejo perverso que no se moría y deseaba vivir, una anciana madre abandonada que quería morir. Como bien lo dijera Jonathan: «no hay nada que tenga sentido».
De los dos últimos casos, Robert diagnosticó erróneamente en uno de ellos. No estuvo mucho más acertado en el último. Cuando volvió a ver de nuevo la luz del sol pensó que había envejecido enormemente. Se sintió muy viejo, muy gastado y muy agotado. Hasta aquel momento no había podido todavía ser objetivo.
Aquella tarde tendría que presenciar tres operaciones, ninguna de las cuales estaba a cargo de Jonathan. Vio cómo éste se alejaba rápidamente y se dijo para sus adentros: «un hombre sumamente ambiguo».