Capítulo 6

—Una mujer de verdad odiosa —le dijo Marjorie Ferrier a su hijo dos días después—. Tan afectada. Se pasó la mayor parte del tiempo contando chismes, haciéndose la condescendiente, alardeando cortésmente y hablando de un modo que indudablemente ella considera muy «refinado». ¿Cómo puede tener semejante madre un joven tan agradable y caballeroso como Robert?

—¿Y cómo puede una madre tan simpática como tú tener hijos tan odiosos? —le preguntó Jonathan—. Debe ser herencia de antepasados remotos.

—Mis hijos no son odiosos —dijo Marjorie—. Mira, querido, prueba esta mermelada inglesa. Estos días no has comido muy bien. ¡Qué mañana tan hermosa! El tiempo es brillante y cálido de nuevo. Creo que voy a trabajar en los canteros de rosas. ¿A dónde vas ahora, Jon?

—A llevar al joven Caballero a hacer las rondas. Quiero estar seguro…

—¿De qué, querido?

—No importa. Ya nada me importa.

«Pero todo te importaba siempre demasiado, hijo mío», pensó Marjorie con un suspiro, mientras su hijo le daba un breve beso y se iba. Se apretó las rodillas con sus delicadas manos y cerró sus hermosos ojos color avellana. ¿Alguna vez tendrían respuesta sus plegarias? ¿Cómo podría vivir sola aquí, en aquella casa tan grande, sin Jon?

Todos sus sueños se habían derrumbado. No había nietos, no habían risas felices. Ya no se sentía alegre de llegar aquí, como en los días en que Mavis vivía y Jon estaba ocupado. ¿Jon? Pensó sobre aquello. ¿Cuándo había dejado de sonreír con aquella sonrisa tan suya? ¿Un año después de casarse con Mavis, o dos, o tres? No, había dejado de sonreír apenas seis meses después.

«¡Oh, Dios!», pensaba Marjorie. «¡Si Mavis no hubiera nacido nunca! ¡Si Jon no la hubiera visto jamás! ¡Si ella se hubiera muerto cuando nació!». Pero la vida, según parece, está trágicamente condicionada por un «si».

Sabía que lo mejor para Jonathan era irse de Hambledon y no regresar nunca, pero su opinión no se basaba en la de él ni en la de los que le conocían. Había momentos en los que no podía soportar que su hijo se fuera, ya que cada uno de esos días significaba un peligro y un terror inminentes. Pero tenía que fingir.

—Bueno aquí estamos: Sta. Hilda, la joya, como lo llamó una vez una señora.

Habían llegado a los portones demasiado primorosos de hierro forjado que permitían el acceso al hospital. Detrás de ellos se veían unos amplios senderos de grava, hermoso césped, olmos, cuidados canteros de flores y bancos para los convalecientes. El hospital estaba construido con brillantes ladrillos blancos, con chimeneas rojas y ventanas con persianas azules, y tenía cortinas tras los cristales de los costosos cuartos privados. Recordaba más una gran mansión inglesa que un hospital. Algunas enfermeras vestidas de blanco acompañaban pacientes por el prado, o empujaban sus sillas de ruedas. Todo irradiaba frescura. Alguien segaba la hierba y se sentía su deliciosa fragancia en el aire tibio.

—Bien, es un hospital como debe ser, y no un cuartel —dijo Robert.

Un hombre vino corriendo cuando se aproximaron a los blancos escalones, y tomó las bridas del caballo. Los dos médicos saltaron a tierra, y penetraron en el hospital por las puertas ampliamente abiertas que permitían el paso de la brisa y el perfume de las flores. El interior era fresco y luminoso, el pasillo de linóleum estaba pulido en cada uno de sus cuadros amarillos, y en el vestíbulo se veían alineadas cómodas sillas y mesas. Una enfermera que estaba sentada ante un escritorio, levantó la vista, vio a Jonathan y su rostro se endureció.

—Buenos días, doctor Ferrier y doctor Morgan.

Jonathan la ignoró, continuó su camino y abrió de un empujón una ancha puerta que daba a una amplia y cómoda sala llena de sol, y sus modales cambiaron de inmediato.

—¿Cómo estamos esta mañana, Martha?

Una niñita, no mayor de diez años, estaba echada descuidadamente sobre un montón de almohadas, y su cabello rubio caía sobre sus hombros. Robert no la había visto antes. Jonathan tomó la hoja clínica que estaba sobre el vestidor, le echó una rápida ojeada y frunció las cejas.

—Ésta es Martha Best —le dijo a Robert—. Es hija de uno de mis amigos más íntimos, Howard Best, abogado. En realidad soy su padrino, ¿no es así, Martha? —Su expresión se había hecho amable, se dirigió hacia la niña, se inclinó y la besó en la mejilla. Martha le tomó la mano fijando en él la mirada de sus ojos azules.

—Podré ir pronto a casa, ¿verdad, tío Jon?

—Así lo espero —le contestó—. ¿No vas a saludar al doctor Morgan?

La chiquilla le miró tímidamente pero no abrió la boca.

Cuando él le dijo: «Hola, Martha», agachó la cabeza y su cabellera de oro cayó sobre sus mejillas como una cortina.

—Mira Martha, el doctor Morgan me va a ayudar contigo —dijo Jonathan—. Parece un gran oso colorado, ¿no?, pero no muerde a las niñas. En serio.

La niña rió convulsivamente y miró de reojo a Robert. Jonathan le entregó la hoja: Anemia aguda. Fiebre intratable de 39 grados. Seria infección de garganta, ahora reducida. Presenta ligera infección de pulmones y nariz. Dolores en las articulaciones. Sangra en forma transitoria por la boca, intestinos, riñones y nariz. Ligera hipertrofia del hígado, bazo apenas agrandado. Se perciben nudos linfáticos. Palidez, laxitud.

Diagnóstico del médico que la revisó, doctor Louis Hedler: «fiebre reumática con escasos signos de complicación cardíaca».

Diagnóstico del médico de la familia: «… nada», todavía no se había registrado diagnóstico alguno del doctor Ferrier.

Robert dejó la hoja y miró inquisitivamente a la niña, su color era fantasmal, debido a la falta de color rosado en sus labios, a los huecos azulados debajo de los ojos. Pensó en algo que le hizo sentir mal. No había visto nunca un caso de…

Jonathan lo observaba fijamente.

—Martha ha estado ligeramente enferma, según me dijeron ayer sus padres cuando la traje aquí, por cuatro semanas. Un pequeño resfriado, según ellos. Después, hace de esto dos días, recayó y me llamaron. Ingresó anoche. ¿Y bien?

Robert se acercó lentamente a la muchachita que le miraba inquisitivamente. Le tomó la mano, estaba helada y ligeramente trémula. La niña se dejó examinar la garganta. Sacó su estetoscopio y le auscultó el corazón. Latía un poco más rápido de lo normal, pero no había sonidos cardíacos evidentes. Tenía la lengua muy pálida, pero las encías estaban congestionadas. Le colgaba del cuello una medalla de oro con una cadena delgada del mismo metal, y en la mesita que estaba al lado de su cama había un rosario. Robert le dejó caer la mano suavemente, y miró el crucifijo de plata del rosario. Estaba silencioso.

—¿Y? —preguntó Jonathan con voz curiosamente velada.

—¿Le han sacado sangre? No parece haber ninguna referencia en la hoja de una prueba de sangre. Quisiera ver el recuento de leucocitos.

Jonathan dio un suspiro.

—¿Estoy muy enferma? —preguntó la niña con ansia—. Tío Louis dijo que tengo reumatismo. ¿Voy a ser una inválida?

—El tío Louis es un viejo… —comenzó a decir Jonathan pero se detuvo—. Por supuesto, no vas a ser una inválida, Martha. La verdad es que cuando esta fiebre empiece a bajar un poco podrás levantarte. Y después podrás volver a casa.

Una alegre enfermera entró en aquel momento, luciendo dos rosados hoyuelos y brincando, con un gorro sobre su alto peinado.

—¡Buenos días, doctores! —saludó con voz cantarina—. ¡Vamos muy bien esta mañana! ¡Tuvimos un abundante y sabroso desayuno y nos gustó mucho! ¿No es así, Martha?

—Sí, señora —dijo la niña cortésmente.

—¡Y qué bonito camisón! —dijo la enfermera admirando el hermoso camisón de seda blanca bordado que vestía Martha—. Se debe dormir bien con él.

—Bob —dijo Jonathan— ésta es una de las enfermeras privadas de Martha, la señora Chapman. Señora Chapman, el doctor Morgan, mi reemplazante.

—Mucho gusto —dijo vagamente la agradable mujer.

—Tráigame un portaobjetos de vidrio del laboratorio —dijo Jonathan—. Y rápido, por favor.

Se sentó junto a la cama y miró a la niña con verdadera ternura.

—Martha, voy a pincharte la oreja para sacarte un poquito de sangre. No te dolerá mucho, casi nada. No vas a hacer un alboroto, ¿verdad?

La niña adquirió súbitamente una expresión de susto.

Jonathan tomó una de sus manos y la sostuvo cálidamente.

—No quiero sangrar, tío Jon —dijo Martha—. Me enferma ver sangre.

—Entonces no voy a dejar que la veas. Conserva simplemente los ojos cerrados, y cuando yo te diga que los abras no verás sangre. ¿Cómo está Tommie? —le preguntó, refiriéndose a su hermanito menor.

—Él también tiene un resfriado —dijo Martha—. No tan fuerte como el mío. Tampoco tiene las rodillas hinchadas. —Sonrió afectuosamente—. Está mejor que todas mis muñecas.

—Claro que sí. Tu mamá vendrá pronto, Martha, cuando haya atendido a Tommie. Para entonces sabremos exactamente qué te pasa y cuándo puedes irte a casa.

—¿Y no tengo reumatismo?

Jonathan miró a Robert, y la niña le miró a él.

—No —dijo Robert—. No tienes reumatismo, Martha.

Trató de sostener la mirada de Jonathan, pero éste la esquivó. Se produjo en la habitación un súbito y espeso silencio.

—¿Qué es lo que tengo entonces? —preguntó Martha con la curiosidad propia de la niñez.

—Primero tenemos… que ver… las cosas —dijo Robert, sintiéndose enfermo.

—¿Quiere decir que no tengo nada de malo? —preguntó la niña con voz chillona. Se sentía un poquito desilusionada.

«Nunca deje entrever por el tono de su voz o por sus modales que el paciente está gravemente enfermo, o en estado desesperado». Pensó que aquello no tenía sentido, pero se guardó de decírselo así a sus maestros. ¿Cómo se hace para decir a un niño: «Querido, vas a morir?».

«Por favor, Señor, haz que esté equivocado. Después de todo, no he visto nunca un caso antes, y podría equivocarme. Haz que me equivoque». Echó una mirada a la niña, vio su hermosura y la dulzura de sus ojos. Se volvió, caminó lentamente hacia la ventana, miró hacia afuera y no vio nada. ¡Era un error que muriera tan joven y siendo tan adorable! Tenía que celebrar que estuviera viva. La vida no era una cosa alegre en sí misma, lo sabía, porque para algo era médico y había visto demasiado dolor y muertes, y había escuchado demasiados llantos desolados. Pero era como la primavera, y un niño tiene derecho a la primavera. Oyó cómo se abría y cerraba la puerta y la radiante voz de la señora Chapman, que traía el portaobjetos.

—Bueno, ahora, Martha —oyó que decía Jonathan— cierra los ojos. Vas a sentir un pinchazo. Dime ¿cómo anda la escuela?

—No me gusta, tío Jon. ¡Oh! —gritó.

—Quietecita. Sólo dos segundos. Deja cerrados los ojos. ¡Buena chica! Señora Chapman, llévelo al laboratorio y dispóngalo, nosotros estaremos allí en unos segundos. Ya pasó todo, Martha. Ahora puedes abrir los ojos. No te ha dolido, ¿verdad?

La niña apenas sollozó y después sonrió. Robert se volvió hacia la ventana, el sol dibujaba una aureola alrededor del sedoso cabello de la niña.

—No, en realidad no me ha dolido… mucho, tío Jon. El padre McNulty llamó al hospital y viene a verme hoy. ¿Verdad que es bonito?

—Maravilloso —dijo Jonathan—, muy bueno. —Robert vio su expresión y se volvió de nuevo—. Y ahora —agregó— saldremos por unos minutos para contar esas bonitas cositas coloradas que hay en el poquito de sangre que te he sacado.

Se levantó, y ambos abandonaron la habitación. Jonathan cerró la puerta lenta y pesadamente.

—Bien, doctor —preguntó—. ¿Cuál es su diagnóstico sobre el terreno?

Robert no recordaba haberse sentido tan miserable y triste antes.

—Espero equivocarme —dijo—. Después de todo lo sé… solamente… por los libros. Nunca vi un caso.

—¿De qué?

—Leucemia aguda. Es muy rara —dijo vacilante.

Jonathan, con la cabeza inclinada, guardaba silencio.

—Dígame que estoy equivocado —le rogó Robert—. Es una niña tan hermosa…

—Miremos el portaobjetos —ordenó Jonathan.

Fueron al laboratorio sin decir palabra mientras cruzaban los largos pasillos. Siempre en silencio regresaron en seguida a la salita de Martha. Oyeron sus risitas al abrir la puerta. El doctor Louis Hedler estaba sentado cerca de la cama en un cómodo sillón y aparentemente le había contado a la niña algún chiste muy gracioso. Se volvió al oír a los dos médicos, hizo un gesto con la cabeza y les tendió su blanda y gorda mano. Se parecía más que nunca a un sapo amable, con su rostro y cabeza completamente desprovistos de pelo, y la nariz respingada y ancha.

—Buenos días, Jon —dijo—. Buenos días, Morgan. Me he enterado de que va a incorporarse a nuestro personal. Encantado. Espero que se encuentre bien entre nosotros. —Estrechó vigorosamente la mano de Robert—. Ahora, ¿qué es lo que he oído? Le han sacado sangre a Martha con un enorme cuchillo, dice ella. ¿Por qué? —Seguía sonriendo todavía alegremente, pero sus grandes ojos castaños eran duros y penetrantes.

—Simplemente para divertirnos —dijo Jonathan—. Nos gusta lastimar a las niñas, Louis.

—He anotado que opinabas que Martha padecía de anemia, como así también… ejem… de reumatismo. ¿Qué es lo que mostraron tus preciosos portaobjetos?

—Anemia.

—Evidente, evidente. A su edad. Muy común. No hay por qué alarmarse. Son esos dolores en las articulaciones lo que me preocupa, y una sospecha en su corazón…

«Nunca discuta sobre la condición de un paciente en su presencia», le habían enseñado a Robert, pero el doctor Hedler, según Jonathan, era uno de esos médicos salidos de una fábrica de diplomas. Quizá le habían enseñado que un paciente difícilmente tiene sensaciones y es siempre totalmente ignorante.

—Tío Jon ha dicho que no estoy muy enferma —dijo la niña con renovada ansiedad al oír mencionar su corazón.

—¡Claro que no estás enferma! —gritó el doctor Hedler con inmensa jovialidad—. Yo, o mejor Jon, va a recetarte un tónico con hierro, ¡y muy pronto estarás tan fresca como la lluvia! Te lo prometo. —Se puso de pie y palmeó la mejilla de la niña, pero miraba a Jon como si buscara confirmación de sus palabras.

—No te asustes, Martha —dijo éste—. No tienes nada malo en el corazón —el doctor Hedler frunció las cejas—. Louis —siguió diciendo Jonathan— tengo un caso afuera que quisiera discutir contigo.

—¿Uno de los tuyos? No me digas, Jon, que te importa mi opinión.

—Siempre hay una primera vez —contestó el doctor Ferrier—. ¿Vamos, Bob? Martha, volveré a verte antes de irme.

Jon cerró con cuidado la puerta detrás suyo, y los tres médicos quedaron solos en el alfombrado pasillo.

—¿Bien? —preguntó el doctor Hedler con impaciencia—. ¿Dónde está tu paciente?

—Acabas de verla, Louis. Y recuerda que nosotros acabamos de volver de los laboratorios…

—Sí, sí, ya me lo has dicho. ¡Ustedes, y sus pomposos portaobjetos y pruebas! Anemia, eso es lo que han dicho, ¿no es cierto?

—Para Martha, sí, para ti, no. —Se volvió hacia Robert—. El doctor Morgan lo adivinó en el primer examen, y después fue confirmado por la prueba de sangre. Bob, dígale a Louis lo que encontramos.

—Leucemia aguda —dijo Robert.

Al doctor Hedler se le abrió la boca con un sonido perceptible. Los ojos le saltaron, y se dirigió a Jonathan.

—¡Vaya! ¡Están locos! Jonathan, no me dirás que crees lo que dice un jovencito como ése, recién salido de las filas del internado, ¿no?

—Lo creo, y lo creí anoche, antes de la prueba de sangre.

—¡Locuras, locuras! ¡Nunca he oído nada tan ridículo en toda mi vida! ¡Es cosa de locos. Esa enfermedad es tan rara que difícilmente ninguno de nosotros verá un caso por sí mismo en toda su vida! ¡Es tan raro como un ángel en el infierno!

—Depende de la clase de ángel —dijo Jonathan—. Louis, compréndelo de una vez. La niña tiene leucemia aguda. Te diré exactamente qué fue lo que vimos en la prueba, pero eso no será para ti más que palabras. Tienes que aceptar nuestra palabra.

—¡Tú, arrogante cachorro con tus ideas científicas! —dijo el doctor Hedler, rojo de rabia—. ¿Sabes lo que haces? ¡Condenas a muerte a esa hermosa chiquilla!

—Yo no —dijo Jonathan—. Fue Dios quien la condenó.

—¡Ah, blasfemo además! —el doctor Hedler transpiraba, aunque hacía fresco en el corredor. Miró a Jonathan con odio—. ¡No, no voy a aceptar tu palabra! La niña tiene fiebre reumática…

—Tú no eres su médico, Louis, soy yo.

El doctor Hedler respiró con dificultad. No podía creer lo que oía.

—¿Vas a decirle a sus padres esta… esta enormidad, esta suposición tuya?

—No es una suposición, Louis. He visto ocho casos en los últimos diez años. Cada vez se hace más común. Hace veinte años sólo un médico entre mil llegaba a ver un caso. Pero los griegos le dieron un nombre: la Enfermedad Blanca. ¿Recuerdas a Hipócrates? Él la diagnosticó.

—¡Te prohíbo que le digas a sus padres, Beth y Howard, esta cosa terrible! Si por casualidad fuera verdad, ya sería bastante malo, pero una simple suposición…

—No es una suposición, Louis, y la niña no es tu paciente. No puedes prohibirme que les diga la verdad a los padres de mi paciente, aunque seas jefe de personal. Y voy a decírselo hoy, tienen que estar preparados. La niña tiene muy poco tiempo de vida, en el mejor de los casos, y no hay tratamiento posible, Louis.

—¡Cáncer de la sangre! ¿Eso es lo que quieres decir, no es cierto? ¡Cáncer, a su edad!

—Una criatura entre cada veinte mil tiene cáncer en alguna de sus formas. Louis. ¿No lees las revistas médicas?

El doctor Hedler parecía a punto de golpearle.

—¡La niña tiene reumatismo, fiebre reumática! ¡He visto cientos de casos, y nunca me he equivocado en uno! Y voy a decirles a Howard y Beth que eres un idiota, y que no te crean. ¡Leucemia! ¡Bah! —Golpeó la pared con la mano y echó a andar vacilante, temblando de furia.

—La gloria médica cumbre de Hambledon —dijo Jonathan—. El viejo y sonriente Louis.

—¿No podríamos hacer una consulta médica? —preguntó Robert angustiado—. ¿Alguien del Johns Hopkins?

—¿No cree usted en su propio diagnóstico, y en el mío? —preguntó Jonathan mirándolo con seriedad.

—Nunca vi un caso antes de éste —contestó Robert.

—Ya se lo he dicho, he visto ocho. No en este hospital, por cierto, ni en el otro hospital del pueblo. Fue en Pittsburgh, en Nueva York, en Boston, en Filadelfia. El caso de Martha es clásico. ¿Y bien?

Robert se miró sus grandes manos rosadas.

—No hay cura, no hay tratamiento. Hay casos de remisiones…

—No por mucho tiempo, y no siempre. ¿Acaso quiere mentir a sus padres, Bob?

—No, claro que no. Usted no quiso decir que yo tengo que decírselo a sus padres, ¿verdad?

—No —dijo Jonathan con una sonrisa de helada conmiseración—. Pero quisiera que estuviera usted presente, iniciarle en esas cosas. Y ahora, vayamos por mis otros pacientes. Se los voy a dejar a usted, Bob, con mis mejores sentimientos.