El calor de junio se había esfumado de repente. Ahora el cielo era gris, estaba nublado, y el aire era frío y húmedo. Las montañas se ocultaban tras la blanca niebla, la humedad goteaba de los árboles, de los arbustos y de los aleros de las casas, aunque no llovía.
Jonathan Ferrier y su madre, Marjorie Ferrier, estaban sentados en la sala de estar de su sólida casa de ladrillo de persianas y puertas blancas y brillantes adornos de bronce. Los ventanales estaban firmemente cerrados, los cortinajes azules parcialmente corridos, el candelero de gas encendido en aquella mañana, y un alegre fuego chisporroteaba en el hogar de ladrillos blancos. Se estaba cómodo en aquel lugar, fragante de cera, café y leña ardiendo. La habitación, de forma octogonal, tenía las paredes pintadas de color pálido, y el moblaje era de caoba claro.
Marjorie Ferrier, a los cincuenta y cinco años era alta y esbelta, y conservaba su figura y su gracia juveniles. En aquellos momentos servía café a su hijo mientras éste leía el diario.
—¡Vaya! —exclamó Jonathan—. Aquí tenemos a nuestro simpático y obeso míster Taft llamando a los filipinos «nuestros hermanitos de color tostado». ¡Con eso se sentirán muy felices, sobre todo teniendo en cuenta la orgullosa sangre española que corre por sus venas! —Lanzó una risita contenida—. Y aquí tenemos una parodia de eso, creación de un soldado americano anónimo: «¡Puede que sea hermano del Gran Bill Taft, pero no es hermano mío!», ¡qué concesiones más nauseabundas pueden borbotar esos políticos!
—Parece que estamos metidos en un buen número de dificultades —dijo Marjorie Ferrier con suavidad.
—Bueno, sea como sea, la Guerra de los Boers ha terminado. ¿Recuerdas lo que dijo el Lite sobre esa guerra?: «Un niño con diamantes no es rival para un salteador con experiencia».
—Nunca me interesaron los Boers —dijo Marjorie, llenando de nuevo la taza de Jonathan.
—No, supongo que no. Tú eres una de las pocas admiradoras que quedan del rimbombante Imperio Británico.
—¡Oh, Jon, por favor! El Imperio Británico es la rueda que mantiene el equilibrio del mundo. ¿No recuerdas aquella ilustración en aquel diario de Londres, creo que era el Times, el año pasado, en que Rusia y los Estados Unidos sostenían juntos el globo terráqueo, y Gran Bretaña figuraba como una diminuta manchita debajo de él? ¡Oh, querido, espero que no sea así! No mientras Gran Bretaña tenga fuerza, sea como sea. —Su voz tenía el timbre profundo de Jonathan, pero era más tenue y amable.
Jonathan dejó su diario sobre la mesa y lo miró con gesto sombrío.
—Hubo una ilustración anterior, vi una reproducción de ella. Fue publicada primero en el Herald de Nueva York, creo que en 1857. ¿Thomas Nast?, magnífico dibujante. Describió en aquella época, hace cuarenta y cuatro años, que el viejo barbudo Iván y América lucharían un día para dividirse el mundo entre ellos.
—Absurdo —dijo Marjorie haciendo sonar la campanilla para que trajeran más tostadas—. ¿Por qué tendría América que abrigar ambiciones imperialistas? Absurdo. Y aquella Rusia bárbara, con sus zares, tenía ya bastantes dificultades para mantener sometido a su propio pueblo y evitar que se le rebelara. Es una nación oriental muy misteriosa, ¿no te parece? ¿Por qué razón tendría América que establecer contacto con ellos, salvo quizá en materia de comercio, y teniendo como tenemos suficiente de eso? No hay ningún punto real de contacto entre nuestro país y Rusia.
—Nunca puede predecirse el futuro —aseguró Jonathan, y su madre se echó a reír.
—Tenemos una gran nación —dijo Marjorie— y no hemos empezado ni siquiera a desarrollarla. Poseemos todavía territorios que no son Estados. Llevará siglos llenar a América de costa a costa. ¡Ya tenemos bastante trabajo, sin necesidad de ambiciones foráneas ni de meternos en alianzas con nadie!
—Nunca se puede afirmar —repitió Jonathan—. ¿Qué te hace decir que no vamos a tener «ambiciones» dentro de, digamos, veinticinco o cincuenta años? Si no las tenemos, seremos únicos en la historia del mundo y de la humanidad.
—Somos únicos —dijo Marjorie con voz tranquila—. No tuvimos ambiciones ni siquiera en la última guerra. Pronto vamos a darle a Cuba su libertad.
Jonathan, pensativo, bebió un sorbo de café.
—Únicos —repitió, sacudiendo la cabeza—. No, no lo somos. Empezamos del mismo modo como empezó la vieja Roma. Probablemente terminaremos también como ella, en un sangriento despotismo, con dictadores y, finalmente, con Césares.
—¡Qué morboso estás esta mañana! —dijo Marjorie—. Pero ahora que recuerdo, siempre fuiste un muchacho solemne. —Le sonrió con afecto, sonrisa que él no percibió.
—Hay una cosa de la que siempre podrás estar segura —dijo Jonathan— y es que resulta muy imprudente no subestimar la buena voluntad de la humanidad. No hemos dado un paso adelante hacia una humanidad verdadera en cinco mil años. Somos los mismos asesinos degen… —Se detuvo, pero Marjorie se limitó a sonreír.
—América no —dijo—. La guerra hispano-americana no fue realmente una guerra en el pleno sentido de la palabra. Hemos estado en paz desde 1865, más de treinta y cinco años. Nunca tendremos las guerras que tienen los europeos, gracias a Dios.
—No estés demasiado segura de ello. Ya empezaremos a tener lo nuestro. Está en la naturaleza humana.
—Sí, pero hay dos grandes océanos que nos protegen y nos aíslan, y vuelvo a dar gracias a Dios.
—Los océanos pueden encogerse. Los griegos y los egipcios lo descubrieron, y ocurrió lo mismo con Egipto y Palestina, cuando Roma empezó a estirar los músculos y a mirar a su alrededor, en busca de nuevos mundos que conquistar y expoliar.
Marjorie le ofreció el plato de jalea.
—Querido Jon, en verdad eres morboso. No tienes fe en tu propio país. ¿Te he dicho que Jenny vendrá a tomar el té conmigo hoy?
—La querida, la dulce Jenny… —dijo Jon, con una fea mueca.
—Bueno, Jon, espero que Harald la traiga. Es un día desapacible, y hay que hacer un largo trayecto a través del río.
—Mi querido Harald —dijo Jonathan—. ¿Cómo ha ido el escándalo por el pueblo últimamente?
Marjorie estaba afligida.
—¿No es algo horrible? Esa gente de mentalidad tan malvada.
—No puedes reprochárselo, tratándose de nuestro Harald.
—Jon, quisiera que terminaras con esas incesantes mofas contra tu hermano.
Él la miró fijamente.
—Me había olvidado. Era tu favorito, ¿no es verdad?
«No», pensó Marjorie con profunda tristeza.
—Harald tiene un carácter débil —dijo—. Pensé, cuando se casó, que elegiría una mujer de carácter firme, que le dirigiera y le guiara. Pero se casó con Myrtle.
—Por su dinero.
—Pobre Myrtle. No debemos hablar mal de los muertos.
—No, claro que no. No hablaba mal de Myrtle, madre. Hablaba mal de Harald, si es que es posible. ¿Una mujer de carácter firme? Como Jenny, por ejemplo.
Su madre le miró extrañada. Le parecía increíble que Jonathan estuviera tan ciego, nada menos que él, siempre tan astuto y perceptivo.
—Jenny —dijo con su voz más amable— es una muchacha maravillosa. La quiero tiernamente. Eres muy duro con ella. Estás completamente equivocado, igual que todo el pueblo.
—Lo sé: un lirio impoluto. No importa —dijo, y se levantó.
—¿Adónde vas en una mañana tan desapacible, querido?
—A tratar de fastidiar a ese viejo… quiero decir, a Louis Hedler para que acepte a Bob Morgan en el personal de Sta. Hilda. —Se detuvo—. ¿No podré convencerte de que te desprendas de veinticinco mil dólares que sumados a los veinticinco mil que pongo yo, sirvan para construir un nuevo pabellón para enfermeras?
Marjorie levantó sus oscuras cejas.
—Ésa es una suma muy grande —observó— y más para un joven al que apenas conoces.
—Pero acuérdate de que lo pensaste hace un año.
La miró, y ambos recordaron que Marjorie y él iban a dar aquella suma al costoso hospital privado… hasta que tuvo lugar el juicio.
—Sí —dijo Marjorie.
—¿Me permites anunciarlo, pues? Necesitan de verdad ese pabellón, tú lo sabes.
Marjorie, jugueteando con el asa de la taza, suspiró.
—Supongo que nada te hará cambiar de opinión, ¿verdad, Jonathan?
—Nada.
—Quiero que sepas esto, querido: si me necesitas, iré contigo donde quiera que vayas —aseguró.
—¿Y dejarías a Jenny y al dulce Harald? ¡Pero, mamá!
La palidez aumentó alrededor de su boca. Se sintió incapaz de alargar la mano impulsivamente, tomar la de su hijo, atraerla hacia ella y besarla, haciéndole saber cuánto le quería, por lo tanto, permaneció en silencio.
—Muy bien, voy a mantener la promesa que hice. Pero ¿es necesario? —dijo después de pensar un poco.
—Sí, es por eso que saqué a relucir el asunto. El viejo Hedler es demasiado íntimo de Martin Eaton, a pesar de que Eaton esté todavía restableciéndose de su ataque y aprendiendo a andar de nuevo.
«Nunca olvidará», pensó Marjorie, «y nunca perdonará. Siempre fue un muchacho implacable».
—Qué cruel de tu parte, Jonathan. ¿Merece el doctor Morgan el esfuerzo que haces por él? —le preguntó.
—Así lo creo. Así lo espero. Por cierto, su madre llega hoy. Nunca me ha hablado mucho de ella, pero creo que es una… bueno… digámoslo así: ese tipo de mujer vulgar, pretenciosa, socarrona. Sin embargo su padre era un caballero. Espero poder rescatar a Bob de sus garras y hacer que se case con ese carácter firme a que te referías. No obstante, toda una dama. Por otra parte, tal vez necesite una muchacha suave para que surja sin demora su virilidad latente.
Se inclinó con rigidez y besó a su madre en la frente.
Ella le dio un beso frío en la mejilla. Después le vio salir. Sentía un dolor que no provenía del corazón. Se acordó de Mavis Eaton, la difunta y joven esposa de Jonathan, y su pálida boca se abrió en un gesto de sufrimiento. Nunca había llegado a querer a Mavis, la muchacha risueña, vital, excitante, atormentadora. ¡La bonita y rubia Mavis, de voz tan alegre, tan llena de vida, tan estúpida, protectora y cruel! ¡Y cómo la había adorado Jonathan! ¡Qué cosa tan extraña que Jonathan, tan perceptivo, no hubiera sabido en seguida cómo era Mavis, a pesar de que era una niña! Pero cuando se trata de mujeres, los hombres son muy peculiares. La mujer más torpe puede engañar al hombre más inteligente.
Marjorie le había expresado con sutileza su desaprobación un centenar de veces, antes de su boda, pero lo único que había logrado fue despertar su enojo y su indignación. Asistió a la boda tranquila, serena, sonriente, mientras que por dentro los presentimientos la hacían llorar. Había aceptado a Mavis en su casa, después de la luna de miel, y le prodigó amabilidad y afecto. No le sirvió de nada…
Marjorie se estremeció. Se apretó fuertemente los ojos con las manos, apoyó los codos sobre la mesa y se cubrió el rostro con las manos. No se atrevió a decir una palabra. Una palabra hubiera podido producir un desastre, y no debía pronunciarla jamás.
—Muy bien —dijo el doctor Hedler, el «burro diplomado» como le llamaba Jonathan—. ¡Es un ofrecimiento magnífico, muchacho, realmente magnífico! Muy bueno de tu parte y de la encantadora Marjorie. Ella ha sido siempre generosa. Ya sabes que la conocí en Filadelfia, y también a su familia.
—Sí, lo sé. Casi todo el mundo ha conocido a mi madre en Filadelfia —dijo Jonathan, y, sin poder evitarlo, siguió— por cierto, lamento mucho lo de su cuñada.
La cara gorda, fofa, vieja, que estaba frente a él cambió, y los ojos cargados miraron a Jonathan de modo agresivo. Pero el doctor Hedler suspiró y dijo:
—Sí, una desgracia. Pero no hubo manera de descubrir que tenía cáncer antes de la operación. Sólo pudimos coserla y mentirle.
Jonathan lamentaba haber hecho aquella observación, por cierto, brutal, pero ahora estaba seguro de que en realidad llevaba a cabo una pequeña extorsión, y que le resultaba peligroso al doctor Hedler. Muy bueno, ya que el doctor Hedler sabía que Jonathan había diagnosticado, un año atrás, un posible carcinoma y no le habían hecho caso. Y entre los que con los mejores modales le ridiculizaban estaba el propio doctor Hedler. Éste era jefe de personal de Sta. Hilda, pero todo el mundo conocía al dedillo sus antecedentes médicos, en especial los médicos más jóvenes, y todos, incluso sus enemigos, sabían que el doctor Ferrier era un famoso cirujano y diagnosticador, y que su opinión había sido confirmada en la sala de operaciones.
«Sí, soy un tipo peligroso», pensó Jonathan complacido.
Estaban sentados en la sobria pero lujosa oficina del Jefe de Personal, forrada con paneles de madera, pesados cortinados de terciopelo color carmesí, con un acogedor fuego en la estufa, ricas alfombras de Bruselas, hermosos cuadros y excelentes muebles de caoba. Había empezado a llover. Caía una lluvia susurrante y cálida, misteriosamente llena de promesas, que se deslizaba por las altas ventanas en hilillos plateados.
—Tengo una idea sobre el cáncer —dijo Jonathan, con mucha gravedad—. Seis personas de cada diez mueren por su causa, en una forma u otra. Son proporcionalmente pocas víctimas comparadas con las de otros asesinos, como la diarrea y la tuberculosis, la neumonía y la difteria. Éstos son nuestros asesinos actuales, mientras que el cáncer es poco mortal en comparación con ellos. No será siempre así. Hace veinte años sólo moría por su causa una persona entre diez mil. ¿Qué pasará dentro de cuarenta o cincuenta años? En cuanto dominamos una enfermedad, hay otra que toma su lugar. Equilibrio de la naturaleza. Pero el cáncer es la enfermedad más traidora de todas.
—Siempre será rara —dijo el doctor Hedler, con la indulgencia del hombre de experiencia frente a uno juvenil e inexperto—. Y sólo afecta a los muy ancianos en la mayor parte de los casos, aunque Georgia no es vieja, lo admito. Sin embargo tampoco es muy joven. ¿Sabes que solamente es el décimo caso que he visto en mis largos años de práctica?
«No lo dudo ni por un instante», pensó Jon sin el menor asomo de caridad. Pero se limitó a asentir con la cabeza.
—He oído hablar de un solo caso de leucemia —dijo el doctor Hedler.
—Yo he tenido unos ocho —dijo Jonathan—. Creo que esa forma de cáncer va en aumento también.
El doctor Hedler sonrió y movió la cabeza negativamente.
—Lo dudo. Bien, veamos otra vez las credenciales del joven doctor Morgan. Humm… —Se colocó los lentes—. Interno en el Johns Hopkins, eso está muy bien. —Suspiró con un ruido como de sebo en movimiento—. Hablé del asunto antes con Martin Eaton, según sabes.
—Y él bajó el pulgar.
El doctor Hedler se sintió dolorido.
—Jon, Martin Eaton es un hombre muy razonable, y además fue quien fundó Sta. Hilda, que es su orgullo y su alegría. ¡Dio un cuarto de millón de dólares, una suma considerable! Le enseñé las credenciales del doctor Morgan. Él… este… dijo que el personal está completo.
—Personal cerrado. La maldición de los hospitales —dijo Jonathan con desprecio—. Nosotros necesitamos todos los médicos y cirujanos que podamos conseguir para Hambledon y sus alrededores. Si mantenemos a los recién llegados excluidos del personal no podremos hacer frente a la demanda, y los hospitales que tenemos irán decayendo.
—Tenemos que proteger los sueldos del personal, Jon.
—Proteger los sueldos del personal. Que el público se vaya al diablo. ¿Quién dijo eso? ¿Fue el viejo J. P. Morgan o uno de los Vanderbilt? No interesa. El público merece mejor trato de sus médicos y de sus hospitales. ¿Para qué estamos aquí, si no?
—¡No podemos permitir que los nuevos doctores llenen con entusiasmo todas nuestras camas! Eso les encanta, les da reputación. ¿Y qué pasa con la gente que realmente necesita camas?
—Siempre estamos a tiempo de imponer nuestro propio juicio si un muchacho se vuelve muy ambicioso —dijo Jonathan—. Y ahora volvamos al viejo Martin. Actúa movido por el rencor y tú lo sabes, Louis. Sé que los restantes miembros del personal se pondrán de tu parte si tú lo dices y das tu aprobación a Bob Morgan. El viejo Martin te ha dominado durante años y todos lo sabemos. Demuestra que eres independiente.
El doctor Hedler enrojeció, pero contuvo la furia que le invadía.
—Uno de estos días, amigo mío, te van a colgar de la lengua.
Se detuvo bruscamente, pero Jonathan se limitó a hacer una mueca.
—Estuvo a punto de sucederme una vez —dijo—. Pero nos estamos saliendo del tema. Hambledon crece, lo mismo ocurre con toda la zona que nos rodea. Se instalan industrias. La población médica también tiene que crecer para mantenerse a la par. Sigue negándoles un lugar en el personal del hospital a los médicos jóvenes, y se verán obligados a irse a otra parte, entonces será Hambledon quien perderá. Es una suerte para nosotros que un tipo como Bob Morgan solicite un puesto. Dejemos entrar un poco de aire fresco en este pueblo.
Se quedó esperando, pero el doctor Hedler no abrió la boca.
—Vamos, Louis —dijo Jonathan con impaciencia—. El viejo Martin ya no podrá volver a ejercer nunca más, y tú lo sabes. Si pasas por encima de él, cosa que tienes perfecto derecho a hacer como jefe de personal, habrá algunos gruñidos de indignación, pero en seguida se olvidarán. Además yo me voy, como sabes. ¿A quién tienes en vista para reemplazarme?
Sin poder contenerse el doctor Hedler dijo:
—Martin ya ha pensado en alguien. Terminará su internado en diciembre.
—¿En qué hospital?
Pero el doctor Hedler se limitó a mover la cabeza y miró de nuevo las credenciales.
—Cincuenta mil dólares… ¿Dónde piensas hallar una suma igual tan pronto? ¿En la calle?
El doctor Hedler seguía mirando las credenciales.
—Mira —le dijo Jonathan— toma a Bob Morgan, o si no seguiré formando parte del personal y, ¿a dónde irá entonces el precioso protegido de Martin? Voy a decirte una cosa: si yo me quedo, al viejo Martin se le va a reventar otra arteria cerebral. No es que ésa sea una mala perspectiva a la larga, o a la corta. Le vas a hacer un gran favor, Louis, si aceptas mi elección.
—Cuando lo dices de ese modo… sí, ya veo qué quieres decir. Dame otra oportunidad de hablar con él, Jon. Y, como dices, cincuenta mil dólares es mucho dinero y necesitamos el pabellón de enfermeras prácticamente en seguida —la actitud del doctor Hedler se hizo cordial—. Acepta mi gratitud, Jon. Y también Marjorie.
«Perfecto», pensó Jon. «Extorsión, fianza, oportunidad de venganza. ¿Quién puede resistir semejantes cosas? ¡No por cierto el viejo Louis!».
—No, no, nada de flores —le dijo Robert Morgan al gerente del hotel, que acababa de traer un gran florero lleno de rosas silvestres muy perfumadas, tan rojas como la sangre y pletóricas de vida—. Mi madre es alérgica a las flores, pero se lo agradezco igualmente.
Por un momento se quedó mirando las rosas, le recordaban a Jenny Heger.
—Me gustaría tenerlas en mi habitación, sin embargo —nunca más podría volver a ver rosas sin pensar en Jenny. Sólo el pensar en ella le producía una sensación punzante.
Ocupaba la mejor suite que el hotel podía ofrecer. Su madre se sentiría satisfecha. Tenía una salita y un vestidor grandes, limpios, frescos aunque los muebles no eran muy distinguidos. Las cortinas eran de terciopelo marrón. Había alfombra turca de color gris y ventanas limpias y brillantes. Miró el dormitorio y vio la cama grande de bronce con almohadón y colcha de terciopelo marrón, su porcelana bien adornada y la sólida cómoda, sus tupidas toallas y las toallas de mano de delicado hilo. No era nada espléndido, pero sí lo bastante adecuado.
—Tendremos un gran placer en dar la bienvenida a la señora Morgan, doctor —dijo el gerente del hotel—. Dígale en mi nombre, por favor, que los servicios del hotel están a sus órdenes.
«Y pueden estar seguros que va a dar órdenes», pensó Robert, pero se sintió avergonzado acto seguido de sus pensamientos.
—¿No ha encontrado todavía una casa que le convenga, doctor?
—Todavía no, pero tengo cuatro en vista, y en cuanto venga mi madre elegiremos entre ellas.
—Lamentaremos perderle como cliente, doctor.
La puerta se cerró detrás del gerente, y Robert volvió a su habitación. Le pareció pequeña y desnuda en el sombrío crepúsculo del día lluvioso. Miró su reloj, su madre llegaría a la estación dentro de una hora. Tendría que buscar un coche. Éstos tenían una forma especial de hacerse invisibles cuando llovía. Se puso el sombrero y los guantes y corrió hacia el ascensor.
No hacía una hora que Jonathan Ferrier le había llamado por el teléfono del hotel para decirle que era prácticamente seguro que sería aceptado en el personal de Sta. Hilda, y muy pronto lo sería en el del Hospital Friend’s.
—Es cuestión de pocos días —le dijo Jonathan—. Creí que tenía usted que saberlo.
—Es una gran amabilidad por su parte —murmuró Robert.
«¡No se imagina lo duro y costoso que ha resultado!», pensó Jonathan un tanto disgustado de que el joven médico tomara la noticia con tanta indiferencia.
—Tiene usted mucha suerte —le dijo.
Robert se quedó desconcertado.
—¡Siempre me dijeron que había nacido con una estrella afortunada! ¿Oiga…? —dijo.
Pero Jonathan había colgado el receptor.
Jonathan pasó toda aquella fría y oscura tarde en sus oficinas, ocupado en los preparativos de su partida definitiva de Hambledon.
El edificio había sido mandado construir por su madre para regalárselo cuando inició su práctica diez años antes. Lo recorrió totalmente y por último se detuvo en el pequeño vestíbulo, con las puertas y el silencio por toda compañía.
Allí estuvo largo rato pensando. Tenía que revisar todavía el fichero de sus pacientes y las anotaciones especiales que había hecho para Bob. ¡Archivos que contenían las vidas de los demás, con todas sus enfermedades y sus historias, sus temores y sus inminentes condenas a muerte! Entró en la habitación y contempló las hileras de muebles de acero verdes, discretamente cerrados de manera que nadie pudiera tener acceso a ellos, aparte de él. La vida de un hombre te pertenece.
¿Sería así? En unos pocos meses la suya había dejado de pertenecerle. No pertenecía en absoluto a nadie, ni siquiera a él mismo. Era ya un exiliado. Dentro de muy poco tiempo aquel lugar tan querido sería alquilado por otro, y a él le olvidarían. Y él estaría… ¿en dónde? Se encogió de hombros. No lo sabía.
Para él, desterrado por sí mismo, el dolor era un insulto inferido a toda la humanidad. Un joven sacerdote le había dicho en cierta ocasión:
—El dolor es el castigo que Dios ha aplicado a nuestra raza caída, desde el pecado de nuestros primeros padres.
—¿Y no cree usted en la bondad de una bocanada de éter o de cloroformo para aliviar a una mujer los dolores insufribles del alumbramiento? ¿Ha visto alguna vez un nacimiento difícil, padre? Seamos sinceros, ¿sería usted capaz de aconsejar una operación sin anestesia?
—Caramba, Jon. Por supuesto que no. ¿Cree acaso que soy un fundamentalista chillón? Pero la mujer fue condenada a sufrir en el parto…
—Tal vez en el parto común. No creo que se deba intervenir mucho en ese caso, excepto durante los últimos diez minutos más o menos, podría ser peligroso tanto para la madre como para la criatura. Si usted pensara con lógica, los médicos deberían ser declarados delincuentes, como lo fueron durante los primeros siglos del cristianismo, o considerados despectivamente como simples veterinarios y sacrílegos, como en la Edad Media. Aún en Gran Bretaña, en la actualidad un médico es simplemente «señor». Cuando Nuestro Señor curó al sufriente, le dijo: «Tus pecados te son perdonados». Pero eso fue así en un contexto y por razones distintas. ¿Seguramente conoce eso? Ya no creemos más que su «pecado» sea el motivo de que un niño nazca inválido, ciego, defectuoso o enfermo. Tampoco creemos que el cáncer sea un «juicio» sobre el angustiado, gente que en su mayoría rara vez han pecado en toda su vida. ¿Recuerda cómo, durante la época medieval, un hombre, y hasta una criatura que caían enfermos, eran considerados como criminales que sufrían la condena de un Dios supuestamente misericordioso? A veces le apedreaban hasta que moría. ¡Sí! Usted sabe eso, padre. ¡QUÉ OFENSA TUVO QUE SER ESO PARA DIOS!
—Sí, Jon, lo sé. Pero su feroz guerra contra el dolor, que es ejemplar, más parece que sea para usted una batalla personal, un insulto personal…
—Es así porque creía en la dignidad del hombre.
Pero ya no creía en ella. Ya no le importaba lo que pudiera ocurrirles a sus semejantes, debido a lo que le habían hecho, al desprecio y al odio que habían amontonado sobre él incluso aquéllos a quienes incansablemente había prestado su ayuda. Si todo eso lo hubieran hecho unos pocos que no le hubieran conocido en absoluto, ni siquiera de oídas, podría haber perdonado. Pero los causantes habían sido sus propios amigos y parientes, que habían deseado ardientemente, SÍ, DESEADO creer las peores cosas de él. Muchos lo seguían deseando, muchos todavía se sentían decepcionados.
—No debe apartarse de la humanidad, Jon —le había dicho el joven clérigo.
—La humanidad se apartó primero de mí. No me importa ya su dolor, padre —contestó.
—Ése es un pecado contra Dios. Fue Él quien le hizo médico.
—¡Por eso renuncio! —contestó con una mueca. Pero renunciaba porque había perdido la compasión…
—Si la naturaleza pecadora del hombre afectara a los clérigos de ese modo, Jon, después de escuchar lo que se dice en los confesonarios no habría ya sacerdotes.
—No soy sacerdote, padre.
—Todos los médicos, los que lo son de verdad, son sacerdotes, Jon. Hubo una época en que sólo los sacerdotes eran médicos. ¿Lo recuerda?
Pero Jon dejó la pregunta sin respuesta. Se había apartado de uno de los pocos hombres que habían creído en él.
Ahora pensaba en aquello. Sentía enojo contra el joven padre McNulty, para quien la vida era muy simple. El padre McNulty amaba a la gente. ¡Oh, por el amor de Dios! ¿Qué había allí digno de amor? De repente pensó en Jenny Heger, la impúdica. Se volvió, entró de nuevo en su oficina y se sentó ante su escritorio. Despreocupadamente empezó a vaciar los cajones.
Encontró la pequeña fotografía enmarcada de su joven esposa muerta, Mavis. La colocó sobre su escritorio y contempló el rostro hermoso enmarcado por una abundante cabellera rubia, la garganta suave y llena, los sonrientes y carnosos labios, los ojos pequeños pero alegres, los hombros redondos y delicados. El afán de vivir se dibujaba en las cejas amplias y bajas, en la barbilla con hoyuelos y en la sombra que la bordeaba. ¡Mavis, la hermosa y risueña Mavis, con sus femeninos senos, las contorneadas caderas, los muslos y los brazos redondos! Sacó con cuidado la fotografía del marco, la rompió en pedacitos y arrojó los fragmentos a la papelera. Después arrojó también el marco.
—Me alegro de que estés muerta, Mavis —dijo—. Muchas veces quise matarte.
Sonó de repente el teléfono que había sobre su escritorio y dio un salto, pues se había roto el intenso y terrible silencio. Levantó el auricular.
—¿Jon? —preguntó su madre—. ¿No querías tomar una taza de té con Jenny y conmigo?
—No, querida.
—Sé que estás ahí, recordando. No te hace bien, Jon.
—Es muy bueno.
—Ven, por favor.
—No, mientras ella esté allí.
Marjorie suspiró.
—Está anocheciendo. ¿No querrías llevar a Jenny al banco en el coche?
—No, mamá, nunca lo hago. ¿Para qué está Jim?
—Es que no quiero que estés ahí recordando.
—No estoy recordando. No recuerdo nada, simplemente estoy arreglando cosas.
Marjorie volvió a suspirar.
—Está bien, Jon, pero vuelve a casa pronto. Jenny está a punto de marcharse.
—Salúdala de mi parte.
Colgó bruscamente el receptor en el teléfono. Durante largo rato permaneció sentado con la mirada perdida, mientras la oscuridad se hacía más densa. Toda la vida de un hombre. Los mejores años de su vida. No había llegado a ninguna parte. Todo había sido destruido en un instante y era como si los años no hubieran existido nunca. Miró hacia el lugar hueco y oscuro que absorbería el resto de su vida. Abrió otro cajón, sacó de él una botella de whisky y un vaso, y empezó a beber.
La señora de Morgan recorrió con la vista la suite tan ansiosamente preparada para ella por su hijo.
—Realmente no es muy elegante —dijo con una nota de descontento en la voz.
—Es lo mejor que este pueblo puede ofrecer, lo sé.
Se apoyó en sus dos bastones y lo miró todo con un descontento todavía mayor.
—No es a lo que estoy acostumbrada en mi casa. Mañana —agregó, volviéndose hacia Robert— si me siento un poco mejor, debemos ir a ver los cuatro hogares que mencionaste, querido.
Robert no pudo contenerse.
—Querrás decir las casas, mamá.
La vieja dama frunció el entrecejo, pero por alguna razón, Robert no se intimidaba con su gesto ceñudo.
—Hogares, querido Robert.
—Mamá, la casa en que uno vive se convierte en su hogar, pero las casas de los demás no son «hogares». No puedes referirte a las casas de los demás llamándoles «hogares», sino casas. —Respiró profundamente—. Llamar «hogar» a la casa de otro es una ridícula vulgaridad.
—¡Qué me dices! ¿Aprendiste esa estupidez en este pueblecito, que no podría compararse ni con una esquina de Filadelfia?
—He aprendido una cantidad de cosas que no sabía… madre. Y Hambledon podrá ser pequeño, pero está lleno de vida.
—No creo que me guste. ¿Por qué me llamas madre?
—Porque eres mi madre, y ya no soy un niño.
Le miró con expresión indomable, pero él sostuvo su mirada sonriendo. Se sintió asustada. ¿Estaría a punto de perder a su hijo como había perdido a su marido? La idea le parecía increíble y alarmante, pero lo cierto es que él se había vuelto muy extraño, e incluso le parecía más alto y muy masculino. Aquello se le hacía repugnante.
—Me siento desvanecer —dijo. Robert la acomodó en una silla—. Creo que me vendría bien un vaso de agua —agregó. Robert le trajo agua. Había vuelto a sonreír—. No estoy bien —se quejó ella—, y toda esta humedad…
—¿Quieres tomar una aspirina?
—¡Robert! ¡Nunca tomo drogas! Soporto mi artritis como una cristiana.
—El dolor que puede ser aliviado, debe aliviarse… No es valentía sufrir un dolor innecesario.
—¡Cuánto has cambiado, Robert! ¡Y en tan pocos días! Espero que ese hombre horrible, el doctor Ferrier no te corrompa.
—Madre, aquí tendrás que ir con cuidado. Estás en Hambledon, entre extraños. En Filadelfia tenías amigos que pasaban por alto tus errores. Perdóname, pero es la verdad.
—¡Mi padre era un intelectual! No creía que tuviera que instruirse a las mujeres, pero él mismo me enseñó.
«No te enseñó gran cosa, entonces», pensó el recalcitrante Robert.
—Madre, sólo estoy tratando de ayudarte —dijo con amabilidad.
—Eres un impertinente, Robert, eres ingrato. En primer lugar te niegas a ejercer en Filadelfia, donde tienes viejos y fieles amigos. Después te decides por este miserable pueblecito de rústicos y caes bajo la influencia de un hombre temible. ¡Sí, lo sé que no goza de buena reputación entre la gente respetable! Me traes aquí, a este pueblo húmedo, con mi artritis, e insistes en que abandone a todos mis amigos…
—Madre, no tienes por qué quedarte aquí, si no quieres. Puedes volver a Filadelfia en cualquier momento.
—¿Y dejarte solo aquí? ¡Solo! ¡En medio de esta corrupción! ¡Tú! ¡Debes creer que soy una madre desnaturalizada! Robert, ¿cómo puedes creer una cosa así?
Robert seguía en silencio.
—Además, ya he alquilado nuestro hogar por una buena suma. Eres todo lo que me queda, Robert —dijo.
—Tienes a todas mis tías en Filadelfia, y mis primos.
—¡Mi hijo único! Arrojado a los paganos.
«Tengo que tener paciencia», pensó Robert.
—¡Ese asesino! —continuó—. ¡Y pensar que mi único hijo ha sido influido por él! Es una cosa criminal. Debería ser expulsado del país.
Robert lanzó un suspiro.
—Fue absuelto, madre.
—En un buen lío nos hemos metido en esta nación, cuando los criminales andan sueltos entre la población para continuar con sus crímenes. —Se llevó el pañuelo a los ojos húmedos—. Pero hay algo que sé, y es esto: nunca entrará en mi hogar mientras viva.
—No creo que venga sin una invitación. Madre, ¿por qué no te acuestas un rato antes de cenar?
Se sintió tentada, no porque realmente experimentara ningún dolor, sino porque la cama siempre había sido su refugio y su venganza contra su familia. Pero Robert estaba extraño, y su temor aumentó considerablemente. Tenía que conocer algo más de aquel misterio a fin de poder defenderse.
—Estoy demasiado agotada por este terrible viaje, con todo el polvo y el ruido. Ha sido mi primera experiencia como viajera, y no me ha gustado. ¡Esa gente vulgar!
—Han sido sólo cuatro horas, madre, y has viajado en pullman.
—¡Cuatro horas de verdadera desgracia, Robert! No sabes lo que significa ser una mujer delicada.
«Gracias a Dios», pensó Robert.
—Bueno, ya ha pasado. Podemos empezar a hacer planes. La casa que está más cerca de la oficina es más pequeña que las otras que vi, pero muy cómoda. Cuatro hermosos dormitorios con buena vista. Y los sirvientes son más baratos que en Filadelfia. Tiene un bonito jardín y un césped realmente agradable. El precio es también muy razonable. Creo que te gustará.
—¿Solamente cuatro dormitorios? Uno para ti, Robert, otro para mí, los dos restantes para la servidumbre. ¿Dónde dormirán nuestros huéspedes?
—Podemos construir otra habitación detrás de la casa. Hay bastante terreno.
—¿Cuánto piden por la casa?
—Sólo diez mil dólares.
—¡Exorbitante! ¡En este rústico pueblecito!
—Está en el mejor sector. Por cierto, la señora Ferrier desea invitarte a tomar el té mañana si te sientes bien —y añadió— está considerada como la primera dama de Hambledon, madre.
—Ni soñarlo…, ¿dijiste la primera dama? ¿Cómo puede serlo con un hijo asesino?
—Madre, ¡el juez y el jurado decidieron que no es un asesino! Hazme el favor de recordarlo. Si llegas a llamarle asesino aquí, puedes ser demandada por calumnia. Bien, ¿la invitación la rechazo entonces?
—¡Oh, cómo me duele mi pobre cabeza! Me confundes, Robert. ¿Rechazar? ¿He dicho eso? ¡Cómo me confundes!
—¿Qué te parece si pensamos en eso mañana? Entonces sabrás mejor cómo te sientes.
—Y tener que dormir en esa cama… —Su voz alta y aguda estaba cargada de compasión hacia sí misma—. Cómo podemos estar seguros de que no tiene bichos…
—Madre, está muy limpia, te lo aseguro. He ordenado una excelente cena para nosotros aquí en la suite, madre. Tus platos favoritos: caldo de pollo, costillas de cordero, patatas con crema, un poco de nabo con mantequilla, ensalada, un poco de tarta, fruta y queso. ¿La pido ahora?
—No creo que pueda comer nada, Robert, salvo unas tostadas con canela y té caliente con limón.
Apenas un mes antes, la hubiera acariciado y tratado de convencerla, pero ahora le dijo:
—Muy bien, voy a cancelar la cena y a ordenar que te traigan lo que deseas. Yo bajaré al comedor y cenaré solo. No estaría bien que te provocara náuseas cenando aquí arriba.
—¿Dejarte comer solo en un comedor público? ¡Robert!
—He comido allí casi todas las noches, madre, y no me han seducido todavía —«desgraciadamente», añadió para sus adentros.
—Robert, ¿qué conversación desvergonzada es ésta? Bueno, voy a sacrificar mi natural repugnancia. Pide la cena, Robert.
—¿Solamente una? ¿Para mí?
La dama le miró fijamente. No le gustaba aquel tono zumbón, indiferente, en un hijo por regla general más solícito.
—Me sacrificaré… —repitió.
Robert, con una sonrisa debajo de su bigote color oro rojo, pidió la cena doble. Luego se excusó y fue a lavarse a su propio cuarto. Salió por el corredor pensando: «Pobre vieja. Es una pesada y una presumida, y, sí, además vulgar».
En cuanto estuvo segura de que su hijo había salido, la señora Morgan soltó ágilmente sus bastones y corrió hacia las ventanas para mirar el pueblo. Las aceras brillaban de humedad en el crepúsculo. Los paraguas se movían en una falange sólida allá abajo, y los faroles de gas estaban encendidos, rodeados por un aura amarilla bajo la lluvia. Pero las lámparas estaban muy espaciadas, y todo estaba muy tranquilo. ¡Qué pueblo más horrible! Su Robert no tardaría en cansarse de él, y entonces volverían a la civilización, a Filadelfia. Bueno, ya veríamos. Tomaría el té mañana con aquella mujer, y le haría ver que era condescendiente con la madre de un asesino.
—Realmente no puedo comer nada. —Se quejó a Robert cuando la mesa estuvo puesta en la suite, y la sabrosa comida ante ella.
—¡Oh, qué desgracia! —dijo Robert levantando con entusiasmo su cuchara—. Esto está muy sabroso. Prueba un sorbo.
La mujer comió con apetito, todavía más que Robert, y se quejó, suspiró y murmuró durante toda la cena. Como mujer ahorrativa que era, deslizó hábilmente dos chuletas en su pañuelo, para engullirlas más tarde. Después de todo, se dijo a sí misma, le costaba dormir. Y el desperdicio es un pecado. Ya estaba pagado. No es bueno dejar que los sirvientes se harten con lo que sobra.
—¿Dos dólares por esta comida, Robert? ¿Se han creído que eres millonario?