Harald, con voz agradable, insistió en mostrar parte de la casa a Robert, después de un almuerzo que le pareció desastroso.
—Y no te olvides de tu estudio —sugirió Jonathan—. El estudio, cueste lo que cueste.
Harald no pareció molestarse. —Qué bromista— dijo con la mayor amabilidad. Tomó del brazo a Robert y le introdujo en el vasto salón.
—Tonto, ¿no? —preguntó Jonathan.
Harald se limitó a sonreír.
—Es una habitación muy hermosa —contestó Robert.
Jonathan contuvo su risita.
Robert sintió de nuevo la impresión de que los hermanos se reían juntos aquella vez, y eso le hizo experimentar cierta molestia.
—Veamos, ¿qué otra cosa construirías en esta isla en lugar de esto? —Harald preguntó, lleno de humor, a su hermano.
—Ya te lo he dicho en otras ocasiones. Una granja grande y sólida de piedras o, si la quieres con más pretensiones, una casa georgiana. ¡Pobre viejo Pete, él y sus delirios de grandeza! Un rústico que soñaba con un palacio.
—Los sueños nada tienen de malo —dijo Harald—. ¿Cómo puede vivir un hombre sin soñar con algo más grande que él mismo?
—Tú te las arreglas bien. Siempre lo has hecho —dijo Jonathan.
Eres muy sutil —contestó Harald—. No creo que tú, tú mismo, sepas realmente lo que dices la mayor parte del tiempo.
Venía después la sala del desayuno, redonda y alegre, con muebles estilo Amish, construidos en abedul y arce, que de inmediato le gustó a Robert, luego la sala de estar, como la llamaba Harald con una expresión rara, toda en roble oscuro y con brillantes telas de algodón, y la biblioteca, angosta, larga y sombría, con hileras de libros que evidentemente nadie había leído nunca, y cuyas encuadernaciones habían sido elegidas únicamente en función del color. El moblaje de cuero negro, azul oscuro y carmesí era pesado, y en el ambiente flotaba un olor de cuero y humedad, propio del desuso. Grandes cuadros melancólicos colgaban de las paredes en todo el espacio que había disponible. Caballeros victorianos barbudos y peripuestas damas.
—Los ilustres antepasados del viejo Pete —explicó Jonathan.
—No seas mordaz —dijo Harald. Si Pete se inventó antepasados, no se hizo daño a sí mismo, ni tampoco a ellos. No fue el primero en América.
—¡Ahora al estudio! —dijo Jonathan, con una voz que dejaba traslucir un falso entusiasmo—. El corazón del castillo, la verdadera razón de su existencia.
—Oh, cállate —exclamó Harald con amplia sonrisa—. Bob no puede estar interesado en mis garabatos.
Pero Robert, a quien Harald le gustaba cada vez más en contraste con Jonathan, a quien a cada momento quería menos, dijo:
—No entiendo gran cosa de arte…
—Pero sí sabrá usted lo que le gusta —dijo Jonathan mirándole de frente. A Robert le subieron los colores, y Harald le tomó del brazo, como si quisiera consolarle en broma.
—Vuelvo a decirle, Bob, que no le preste usted atención. Nuestro querido Jon no es más que un diamante en bruto, sin pulir. ¿Quiere realmente ver mi estudio? Está en el segundo piso, y recibe una buena luz del norte.
Encabezó la marcha por la oscura escalera de roble sin alfombras, y llegaron al estudio en el que Robert pudo ver en su interior, que olía a humedad, algunos cuadros que colgaban de las paredes.
—Fíjese en éste —dijo Jonathan, llamando su atención sobre la más loca de las pinturas expuestas.
Robert se acercó sin mucha convicción. En el centro de la tela se veía algo así como un sol escarlata que ardía en el centro, pero cuyos rayos, líneas torcidas y remolinos, eran de color violeta, verde, púrpura, rosado, azul, negro, amarillo y todos los matices imaginables entre los colores. En la esquina superior izquierda había una mancha blanca con puntitos de un negro brillante.
—Magnífico, ¿no le parece? —preguntó Jonathan fingiendo una tremenda admiración.
—No estoy familiarizado con este tipo de arte —dijo Robert tratando de encontrarle algún significado a aquella furiosa e incoherente masa—. Me parece Nueva York, ¿no?
—Es usted un provinciano —dijo Jonathan—. Veamos, le voy a decir lo que es. Es la impresión que tiene Harald de la guerra, en la que no participó pues estaba en París en aquella época, mientras yo me derretía en aquella maldita selva cubana y contraía la malaria.
—Verdaderamente parece la jungla —dijo Robert, que nunca había visto una.
—No es una jungla —apuntó Harald sin disgustarse—. Jon ha bromeado de nuevo. Es mi impresión sobre los pueblos americanos.
Robert pensó que Harald se burlaba, pero se dio cuenta de que no bromeaba en absoluto.
—Mi impresión de las corrientes ocultas —explicó Harald— que implican vehemencia, venganza, explosiones de energía carente de inteligencia, un sol estancado que nace y se pone sobre nada en realidad, animosidades semiocultas y prejuicios, sucios pecados menores, avidez carente de objeto, en resumen, lo que ocurre en casi todas las pequeñas ciudades americanas.
—Consigue dar realmente una impresión de hediondez —dijo Jonathan moviendo la cabeza como si tratara de estudiar la tela más detenidamente—. ¿No le parece así, Bob?
—Creía que a usted le gustaba Hambledon —musitó el pobre Robert a Harald.
—Sí, me gusta, ciertamente me gusta. Pero eso no impide que lo vea con claridad y en todos sus aspectos.
—Oh —fue lo único que pudo exclamar Robert, y Jonathan estalló en una carcajada.
—Gané un premio con este cuadro en Nueva York —dijo Harald sin animosidad—. Me ofrecieron quinientos dólares, pero lo aprecio demasiado como para desprenderme de él. —Señaló una cintita roja que colgaba en la parte inferior de la tela—. Me siento orgulloso de él —agregó sonriendo en dirección de Jonathan—. Por supuesto, los rústicos no lo entienden, pero ésta es la forma que tendrá el arte en el futuro. Ya lo verá.
—No debía de asombrarse —dijo Jonathan—. Ésta será seguramente la época de los mal educados y de los analfabetos mentales, de los artistas sin arte y de los hombres que nunca aprendieron la disciplina del arte, y ni siquiera a dibujar. Será la época en que la mayor parte de los cuadros serán pintados por daltónicos.
—El arte tiene que sacudir, no apaciguar —dijo Harald sin perder su buen humor—. Hemos pasado la época de la complacencia y de los compromisos irreflexivos en una actividad carente de dirección.
Robert estaba convencido de que el antagonismo entre los dos hermanos tenía su base en el hecho de que Jonathan había participado en la reciente guerra, mientras que Harald la había esquivado con habilidad. A Robert le hubiera gustado enrolarse con los «Jinetes Rurales de Teddy Roosevelt», pero su madre se había opuesto a ello histéricamente, y sus maestros le habían asegurado afanosamente que su profesión era más importante incluso que el patriotismo.
—El Partido Republicano —dijo Harald, encabezando el descenso por la oscura escalinata— es en mi opinión demasiado radical, demasiado expansionista. Ahora pinto una impresión sobre él. Prefiero el Demócrata, que es conservador y desprecia el imperialismo.
—Pero también te gusta William Jennings Bryan —dijo Jonathan.
—Un hombre de color, un artista en cada milímetro de su cuerpo.
A Robert no le interesaba míster Bryan. Al llegar al pie de la escalinata dijo en tono de disculpa:
—Todos nuestros amigos de Filadelfia son republicanos. A mí me parecen ciudadanos sobrios, Harald.
—Lo siento, muchacho. Están repletos de lo que ellos llaman entusiasmo dinámico, que no es otra cosa que explotación. Fíjese en lo que hicieron después de la Guerra Civil: imprudentemente lanzaron sobre la población a una horda de ex-esclavos. Radicales, vulgares, gente sin normas conservadoras, carentes del conocimiento del imperativo histórico.
—No tiene la más remota idea de lo que dice —dijo Jonathan—. No sabe siquiera quién fue el primero que habló del «imperativo histórico». Fue Karl Marx en Das Kapital. Pero Marx, como Harald no parece saberlo, fue el peor de todos los conservadores, y odiaba verdaderamente a lo que él llamaba «las masas». ¡Gente de la ciudad! Como lo dijera Sócrates, los más malignos enemigos del pueblo nacen y se desarrollan en las ciudades. Es verdad. Mientras más se aleja uno de la tierra, más peligroso se vuelve.
—Tú eres granjero y tu opinión es parcial —dijo Harald en tono de comprensivo afecto.
Salieron al sol ardiente y Robert sintió un gran alivio. Temía complejidades y hostilidades sofocantes, y no tenía la menor idea de lo que hablaban los dos hermanos. Había venido aquí, desde Filadelfia procedente del Johns Hopkins, creyendo que encontraría en Hambledon la máxima simplicidad, el corazón de la América no comprometida, pero la conversación que había oído entre aquellos dos hermanos le había alarmado. Los pueblos pequeños no eran, como él había creído hasta entonces, simples lugares llenos de corazones buenos y emociones sencillas, donde brillaba sincera una buena voluntad. Había dicho su madre condescendientemente: «Debe de haber ventajas en Hambledon. Aire fresco, lugares frescos, sencillez, naturalidad. Todo natural, sin dobleces. Tú puedes ser una Gran Influencia, querido, llevando los valores urbanos, comedidamente, a los nativos ingenuos». ¡Qué tonta era su madre!
Harald se ofreció para acompañar a sus huéspedes al río, donde estaba el bote, pero Jonathan le detuvo.
—¿Qué dices? ¿Con esos zapatos tuyos de charol? No los ensucies, por favor.
Harald les dijo adiós desde la puerta del castillo, saludó con un movimiento afectuoso de la mano a Robert, y regresó adentro.
—Un amable bribón, ¿eh? —comentó Jonathan mientras descendían por el camino empedrado que corría entre el césped.
—Pienso que es un caballero muy amable —dijo Robert con cierta dureza.
—Lo es, lo es. Así es él —dijo Jonathan—. Sonríe, sonríe, y pórtate como un villano.
Robert no había conocido a nadie que tuviera menos apariencia de villano que Harald, de modo que no contestó a la maliciosa observación. Se encontraron con Jenny, que había vuelto a colocarse su delantal. Estaba ocupada con el cultivo de un cantero de rosas, y su rústico delantal azul le cubría hasta los talones. Jonathan siguió andando, pero Robert se quedó atrás, vacilante. La muchacha ignoró su presencia. Tenía las manos sucias de tierra marrón y las rodillas clavadas en el suelo.
—Las rosas son muy hermosas —comentó Robert tímidamente.
La muchacha volvió apenas la cabeza, sosteniendo una paleta en la mano.
—Gracias —dijo taciturna. Tenía la frente perlada de sudor, y sus labios llenos eran rojos. El cabello suelto le caía como una cascada sobre la espalda.
—He disfrutado mucho con esta visita —prosiguió Robert.
Ahora Jenny le miraba de frente.
—¿Por qué?
—Bien, porque todo es muy encantador.
La muchacha miró su bigote leonado, meditativa.
—¿Lo cree así? —preguntó bruscamente, y volvió a su tarea.
Jonathan silbó impaciente y Robert echó a andar. Había contemplado el hermoso y joven cuerpo de Jenny, sintiendo otra vez un hormigueo.
—Ya voy —gritó.
Después observó que las manos de Jenny habían detenido sus vigorosos movimientos y que la muchacha miraba a Jonathan con aquel aspecto de desesperación, o algo semejante, que Robert ya había advertido antes. De nuevo molesto, Robert siguió andando y se acercó a Jonathan. Llegó a la conclusión de que había algo muy extraño en todo aquello que no le gustaba.
Remaron en silencio para cruzar el río. Robert era consciente de que Jonathan le estudiaba rígidamente. Por fin dijo:
—Sabía que no seríamos bien recibidos. —Se sentía resentido.
—Por supuesto que fuimos bien recibidos. A Harald le gusta tener compañía. Quiere a todo el mundo, él mismo lo dice.
—No hay nada de malo en querer a la gente —dijo Robert tirando vigorosamente de los remos.
—Yo nunca he querido a nadie.
—¿Cómo ha podido entonces llegar a ser médico y cirujano?
Jonathan se echó a reír.
—Todavía soy capaz de sentir compasión, algunas veces… —Se irguió en el oscilante bote—. Bueno, déjeme tomar los remos el último tramo.
Una vez en la orilla Jonathan soltó los caballos, que habían estado atados cerca de una burbujeante cascada en el bosque de abedules.
—¿Por qué no viene a tomar el té con mi madre y conmigo, Bob?
El sol descendía por el oeste, y el calor era intenso. El río aparecía ahora en un brillante color oro puro.
—Gracias, pero no —dijo Robert—. Tengo muchas cosas que hacer. Antes de encontrarnos hoy, recibí un telegrama de mi madre. Llegará aquí cuatro días antes de lo pensado. Tengo… tengo arreglos que hacer, quiere una suite en el hotel.
Las negras cejas de Jonathan se contrajeron sobre sus oscuros ojos, y se encogió de hombros.
—Muy bien, será otro día. Mi madre lo desea, Bob.
«¿Lo cree usted?», pensó Robert. Subió al faetón con Jonathan y arrancaron vigorosamente.
Jenny Heger siguió cultivando las rosas de su padre después que los invitados se fueron, pero ahora corrían por sus mejillas lágrimas que la muchacha, con gesto infantil, limpiaba con el dorso de sus manos, dejando manchas en la piel.
Al rato sintió la presión de unas manos fuertes sobre sus hombros, y después unos dedos se movieron suavemente entre la cálida maraña de sus cabellos negros. No levantó la cabeza.
—Te he dicho que no me toques —dijo—. Uno de estos días vas a hacer que te mate.
—Dulce Jenny —dijo Harald— eres igual que un potro joven sin domar.
—¡Quítame las manos de encima!
Harald se levantó, suspirando.
—Te amo, Jenny. Quiero casarme contigo. ¿Qué tiene eso de ofensivo?
—Te voy a matar de veras —dijo Jenny, sentándose sobre sus talones y mirándole con odio, con un salvaje destello en sus ojos azules—. Te voy a matar, con toda seguridad —repitió—. Le miró con toda la fuerza de su espíritu y de su cuerpo joven.
Instantes después, Harald se fue.