Capítulo 39

Los días que siguieron, la casa de los Ferrier se llenó de flores y regalos para Marjorie, de cartas con alegres felicitaciones para Jonathan, que decían además:

Nuestro querido senador, Kenton Campion, ha probado, fuera de toda sombra de duda, que usted era inocente, como la mayoría de nosotros creímos desde el principio. No nos abandone ahora. Le necesitamos. Lo hemos necesitado siempre.

Apenas una semana antes, Jonathan habría leído aquellas cartas con rabia y disgusto. Habría contestado a los autores con desprecio y observaciones picantes. Pero ahora, después de sus primeras reacciones airadas, se reía casi con indulgencia.

—Creen a Campion —decía a algunos de sus amigos—. Campion, que ha sido siempre un mentiroso y charlatán, y nunca me han creído a mí, aunque no miento. Esta situación tiene algo de irónica, pero nunca me han gustado las bromas pesadas, vengan del hombre o de Dios. El humor de esta especie, humano u olímpico, solía descomponerme. Eso quizá se deba a que nunca he apreciado lo grosero ni lo burlesco.

—Bueno, Jon —dijo Louis Hedler—. Todo está bien cuando todo termina bien.

—Nada termina bien —dijo Jon—. Soy pesimista confeso. —Miró a Louis con cinismo y agregó—: Permíteme que te felicite, Louis, por una gran comedia. No me gusta el espectáculo de payasos haciendo de abogados. Para mí la verdad tiene que tener cierta dignidad, ¿o vuelvo a ser ingenuo?

—Depende del punto de vista —contestó Louis Hedler—. A propósito: ¿tengo razón al creer que aceptarás el puesto de jefe de cirugía en Sta. Hilda?

—¿Hablabas en serio?

—Naturalmente, muchacho, aunque tengo mis dudas sobre la forma como tratarás a los otros cirujanos. ¿Con un poco de brutalidad, supongo?

—No si demuestran ser hombres competentes. El paciente es más importante.

Louis suspiró.

—Te sorprendería ver lo competentes que son a veces esos «burros» y cómo se equivocan los científicos. Pero usa tu propio criterio, Jon, aunque espero que no haya incineraciones públicas.

Hambledon perdonó emocionalmente a Jonathan los crímenes que nunca había cometido y así se perdonó a sí mismo. Estaba dispuesto a aceptarle en su seno y fue necesaria toda la diplomacia de Louis Hedler y las admoniciones del padre McNulty para evitar que Jonathan diera a veces contestaciones explosivas.

—Humor, humor, Jon —le decía el sacerdote—. Si a un hombre le falta el sentido de la proporción y el humor interior, es un bárbaro. Tiene que sentir siempre un poco de piedad, aun cuando le hagan daño. Fíjese en el joven Francis Campion, por ejemplo. Tiene muchísimo que perdonar a su padre, pero ahora se ha ido con él a Washington por algunos días. Le han fotografiado juntos en una pose muy amistosa. Francis también ha tenido que hacer ciertas concesiones. Volverá a su seminario y creo que usted debería sentirse orgulloso por la parte que tuvo en eso.

—¡Concesiones! —exclamó Jonathan.

—La vida no es ni de lejos tan simple como usted ha creído siempre, Jon —dijo el sacerdote—. Requiere un gran caudal de valor y fortaleza.

Marjorie había superado el peligro y para aquel entonces el caso de Jonathan había perdido todo interés para el pueblo, pues el presidente McKinley sucumbió a las heridas de Buffalo y el vicepresidente Roosevelt tomó la presidencia.

—Ahora tenemos a Teddy —dijo Jonathan al sacerdote— con todas sus exuberantes ideas y sus filosofías radicales. —Los ojos volvieron a iluminársele con la luz de la batalla—. El futuro se ha cargado de presagios. Creo que tendré que intervenir quiera o no, pues voy a tener hijos.

Harald se había retirado diplomáticamente de la casa de su madre y se había instalado en el Hotel Quaker. No podía soportar ver a Jenny con su hermano y tampoco podía volver a la isla, pues el piso bajo del «castillo» estaba lleno de barro y de agua. Sus abogados convinieron que su ausencia no podía ser considerada como violatoria de las condiciones del testamento de su difunta esposa.

Jenny contó a Jonathan lo del contrato proyectado entre ella y su hermano… Jonathan le insistía para que se casaran inmediatamente, pero Jenny observó firmemente que: «todavía no había pasado un año, y no era decoroso». Entonces Jonathan le había dicho sonriendo:

—Querida niña, eres todavía menor y no tendrás veintiún años hasta diciembre. No puedes firmar ningún contrato que tenga validez. ¿No te lo ha dicho nadie? Pero si te casas pronto conmigo, seré designado tu tutor y puedo firmar contratos en tu nombre.

—Eres tú, Jon, quien necesita tutor, no yo —replicó Jenny.

—Bien. ¿Qué decides? ¿Libramos a Harald de Hambledon y le mandamos a recorrer su alegre camino, o le encarcelamos aquí hasta diciembre, cuando seas mayor de edad? No hay otra salida. Se me hace difícil estar contigo bajo el mismo techo, mi amor, y no en tu cama. ¿O tendrás la amabilidad de dejar tu puerta abierta alguna noche?

—Muy bien —dijo Jenny ruborizándose— me casaré contigo el 30 de septiembre. —Se detuvo y titubeó—. ¿Qué pensará la gente?

—Al diablo lo que piensen, Jenny. Tenemos que vivir nuestras propias vidas.

Jenny ayudaba a las enfermeras que atendían a Marjorie.

—Querida —le dijo Marjorie en una ocasión— pronto voy a tener una hija. Siempre te he querido, como a una hija. Solía observarte cuando eras una niña y envidiaba a tu madre. Es mejor que tengas hijas, Jenny. Son más cariñosas con sus madres. No hay hombre que haya comprendido jamás a ninguna mujer, pero las mujeres intuyen lo que pasa en el interior de los hombres. Las madres y las hijas pueden reírse juntas de las cosas irracionales e imprevisibles que pueden hacer los maridos, los hijos y los padres. Pero nunca debemos permitir que nuestras risas sean demasiado visibles. Los hombres son criaturas muy frágiles y sensibles.

—Y sumamente peligrosas —dijo Jenny—. A veces pienso que no debería casarme.

Sus ojos azules tenían una mirada sensata y parecía tan inocente en su sabiduría que hasta Marjorie sentía ganas de llorar.

—Alguien tiene que casarse con ellos —dijo Marjorie—. De otro modo, volverán pronto a las cavernas.

Jenny había sugerido a Jonathan la idea de convertir la isla en museo, como él mismo había propuesto en una ocasión con su forma brutal de hacer bromas.

—Y será mantenido con el dinero de los Heger —agregó Jenny—. Hay tantos tesoros allí. Además, será un buen sustituto para los que no tienen esperanzas de ver un auténtico castillo en Europa. Añadiremos más tesoros y tendremos guardias y guías.

La isla había perdido todo significado para ella, pues ya no era un refugio como había sido en otro tiempo. A menudo pensaba por qué habría sido así.

Jonathan consideró cuánto les costaría.

—Creo que un pabellón grande para tuberculosos en Sta. Hilda y otro pabellón para el estudio del cáncer en el Friend’s serían más prácticos.

—Tengo suficiente dinero para todo —dijo Jenny haciendo un gesto ampuloso.

—¿Después de lo que se lleva Harald?

—Jon, no seas mercenario. Podemos hacerlo todo. ¿Para qué sirve el dinero, sino para usarlo?

—Jenny, cuando me miras con esa inocencia casi me convences.

—La gente necesita medicinas tanto para el alma como para el cuerpo, Jon.

Jonathan la besó ardientemente.

—¿No quieres socorrer mi alma esta noche?

—El 30 de septiembre —contestó ella—. Ni un día antes. Creo que debemos avisar al padre McNulty.

Jonathan tuvo varias charlas con Robert Morgan

—Voy a recuperar mi clientela, Bob. Usted puede ser socio mío, si puede aguantar quedarse en Hambledon.

—No sé —dijo el joven Robert—. Le devolveré su clientela, ya que evidentemente piensa quedarse aquí —agregó con una expresión dolorida.

—Bob, usted es joven —repuso Jonathan— y como le he dicho a menudo: «Los hombres han muerto y se los han comido los gusanos…».

—«… pero no por amor». Sí, es su frase favorita, ¿verdad? Pero me parece que no toma en serio ni una palabra. Llegó a la isla como una tromba para matar a su hermano, según he sabido, pero si Jenny no hubiera estado allí, usted no se habría vuelto loco ni habría llegado prácticamente nadando en medio del huracán.

—Oiga, Bob, vayamos al grano. ¿Quiere ser mi socio? Actúe, por favor.

Robert se sentía completamente incómodo.

—No tengo por qué actuar —dijo— y espero que usted tampoco. Bueno, me quedaré y seré su socio, si usted me acepta. Sólo espero que no terminemos asesinándonos algún día.

Era una fresca noche de septiembre y el padre McNulty estaba en el confesionario de la iglesia de St. Leo. Estaba allí hacía más de dos horas, escuchando con triste compasión las interminables repeticiones del error humano, el pecado, la falibilidad y la arrogancia. Era joven, pero se sentía tan viejo como la muerte y la vida. También se sentía hambriento y acalambrado.

Alguien entró en el confesionario y se arrodilló, el sacerdote esperó. El penitente estaba silencioso. El padre McNulty vio una cabeza grande y oscura que le resultó conocida a través de la reja, luego, con creciente regocijo y asombro, escuchó una voz familiar.

Bendígame, padre, porque he pecado

El sacerdote lanzó un suspiro.

—Ya era hora… —dijo, y se preparó a escuchar. Estaba seguro de que el penitente creía tener una historia notable para contar, pero era tan vieja como el hombre, tan vieja como las mismas estrellas.

FIN