Robert entró en el dormitorio de Marjorie Ferrier, donde era solícitamente atendida por dos vivaces enfermeras jóvenes de Sta. Hilda. Los ojos de Marjorie, aunque estaba apoyada muy erguida sobre las almohadas apiladas a su espalda, sólo miraban hacia la puerta. Cuando entró Robert le interrogaron muy alertas, aunque no podía hablar. Él le sonrió y las muchachas le miraron amorosamente.
—El bote de rescate —dijo él tomándola de la débil muñeca que casi no tenía pulso— fue a buscarlos a la isla, según acabo de oír. Van a desembarcar por este lado. Se lo he dicho, no tenía por qué preocuparse señora Ferrier.
Sus labios blancos formaron una palabra: «¿Ambos?».
—Tres, y los dos sirvientes —dijo él asintiendo con la cabeza—. Los que los rescataron han hecho la señal de cinco personas, de modo que presumo que eso es todo.
Los ojos de Marjorie se llenaron de lágrimas y Robert le acarició la muñeca mirándola a los ojos.
Le había llamado la criada que había encontrado a Marjorie inconsciente, tendida en el suelo del dormitorio de Jonathan. La muchacha había oído el tormentoso altercado, luego la puerta principal que se estrellaba y después el silencio sólo quebrado por el rugir del trueno. Había ido discretamente a investigar y luego informó histéricamente a la cocinera, quien de inmediato llamó a Robert a su casa, pues aquel día no había ido al consultorio y no había podido visitar más que un solo hospital. Robert vio que Marjorie estaba demasiado enferma para trasladarla, que su debilitado corazón había sufrido un ataque casi mortal y que probablemente moriría muy pronto. Fue Robert quien mandó a buscar al padre McNulty y a las enfermeras. El sacerdote estaba ahora en la salita de estar, oyendo ansiosamente la tormenta y esperando noticias de la gente de la isla.
Fue Robert quien se enteró por Marjorie que Jonathan había salido enloquecido de su casa, amenazando con matar a su hermano, comprendió que si no encontraba alivio muy pronto su muerte no tardaría en producirse. Había hecho todo cuanto estaba en sus manos. Por medio de la policía de los muelles, había puesto sobre aviso a los hombres que se ocuparon, durante las veinticuatro horas que duró la tormenta, de rescatar a la gente que vivía en las zonas bajas del río y en las dos islas de la parte alta. Los policías, aunque estaban sobrecargados de trabajo y no habían podido pegar un ojo, prometieron llamar a Robert cuando la embarcación hiciera señales de haber salvado a los que estaban en Heart’s Ease, además de proporcionarles medios de transporte para que llegaran a la casa de los Ferrier o a cualquier otra parte.
—Pronto estarán aquí —dijo Robert con los ojos enrojecidos de cansancio. Se había ocupado de los heridos desde la medianoche anterior y ya faltaba poco para la otra.
Marjorie estaba demasiado agotada para poder hablar y sólo pudo dar las gracias a Robert con la mirada. Dejó caer los párpados y su cabeza rodó sobre la almohada. Robert le tomaba el pulso presionando levemente la muñeca con los dedos y contaba con gesto ceñudo. Si se moría antes de que llegaran sus hijos, sería culpa de Jonathan, que se lo tendría bien merecido. Bueno… el condenado idiota también tenía sus agravios, y todos ellos eran graves y merecían reparación, solamente un botarate podría negar la verdad. Pero haber sacudido a su madre de aquella forma, diciéndole lo que se proponía hacer, era imperdonable. Por un momento Robert alimentó la esperanza de que Harald Ferrier hubiera sido capaz de defenderse eficazmente de su hermano, tan eficazmente que pudiera hasta haberlo herido. «La violencia tiene que ser contrarrestada con la violencia», pensó Robert, «y la fuerza con la fuerza. Las fantasías alejadas de la realidad están fuera de lugar en ciertas circunstancias».
Marjorie parecía haberse quedado dormida y Robert le soltó suavemente la muñeca dando un suspiro. Echó una mirada por el dormitorio con su mobiliario francés, sus paredes pintadas de azul pálido y las cortinas verde oliva, las livianas alfombras orientales color oro, las sillas azules y oro, las mesas lustrosas, los cristales y la platería, la débil fragancia de especias y de rosas. Era una habitación primorosa, la habitación de una gran dama de buen gusto, delicadeza y mundanidad. Robert recordó a su madre, la menos mundana de las personas y la más desprovista de gusto, lo que le provocaba una enorme compasión por ella. No sintió ningún resentimiento contra ella por haber destruido su hermosa casa. Después de todo, era vieja y no tenía nada de la mundanidad de Marjorie Ferrier.
Ya no podrían tardar en llegar. Robert bajó a la salita de estar.
El joven sacerdote estaba tan agotado como él, pues también había trabajado sin dormir, consolando a los heridos y ayudando a buscar a los desaparecidos. Levantó la vista cuando entró Robert, esperanzado aunque con temor.
—Está pasando las suyas, pero eso es todo lo que puedo decir. Desearía que llegaran pronto.
—También yo —dijo el sacerdote suspirando—. ¡Ese Jonathan! Le tengo mucha lástima. Si su madre muere sin que él haya podido verla, nunca se perdonará a sí mismo. Puede ser más duro consigo mismo que el peor de sus enemigos, como ha probado una vez y otra durante este último año. Si su madre muere… se destruirá a sí mismo.
—Casi desearía que lo hiciera —dijo Robert pensando en la mujer que agonizaba arriba.
El sacerdote sonrió con tristeza y la luz de la lámpara destacó el brillo de sus ojos.
—No, usted no lo desea, doctor. Si Jon es un enemigo implacable, también es un amigo humano. Lo ha sido con usted como usted mismo ha confesado. He sabido que sintió afecto por usted desde el principio y por eso le vendió su consultorio por la mitad de lo que otros le ofrecían. Sólo Jon podía hacer una cosa como ésa y, sin embargo, tiene fama de ser tacaño.
Robert levantó las cejas con escepticismo. Su bigote no parecía tan espeso y vistoso como de costumbre. Se sentó.
—Tal vez tenga razón, padre —dijo después de pensarlo unos instantes—. He visto cómo trataba a muchos de sus pacientes. Los niños y los viejos le quieren. Es duro con los embusteros y hace bromas pesadas a otros. Pero los enfermos le respetan y le tienen confianza. Supongo que eso es lo más importante.
—Es sumamente importante, doctor. Jon sabe cómo hay que tratar a los enfermos, y nunca ha aprendido a tratar a los que están bien. Los indefensos le llegan al corazón, pero es implacable con sus iguales. He pensado muchas veces que es el verdadero hombre del Renacimiento, romántico, poético y apasionado, que está fuera de lugar en esta época oscura y utilitaria, características éstas que seguramente habrán de ser más notorias en un futuro cercano. La industria y la tecnología proporcionarán al hombre muchas más comodidades que las que ha tenido en épocas pasadas, pero le oscurecerán el alma. Hemos hablado de eso en Roma hace apenas un año. Bueno ¡Jon va a tener que ponerse de acuerdo con esta era, porque me parece que no va a ser ella la que se ponga de acuerdo con él!
—No puedo imaginarme a Jon transigiendo con nadie, y menos aún consigo mismo —dijo Robert torciendo la cara.
Los dos hombres prestaron oídos a la tormenta.
—Creo que amaina —dijo Robert casi riéndose—. ¿Le he contado, padre, lo que he visto que hacía Jon esta mañana? Ayudaba al jardinero a reparar los daños que habían sufrido el césped y los arbustos, apartaban las ramas de los árboles en amigable compañía. ¡Sin embargo, pocas horas después ha salido dando gritos, dispuesto a matar a su hermano! ¡Qué falta de control de sí mismo!
Robert lanzó un suspiro y se preguntó cómo habría reaccionado Jonathan ante una situación igual: amar a una mujer que no le quisiera y que le rechazara por otro. Probablemente haría una carnicería con el hombre y se llevaría a la mujer por la fuerza. «Yo no me cruzaría en su camino», pensó Robert. Se acordó de Jenny y se encogió molesto en su silla. Si se casaba con Jonathan, su vida sería muy agitada, pero difícilmente tendría descanso, ni paz y tranquilidad. Pero Jenny era una muchacha de carácter. Aprendería a gritar más que Jon y le controlaría. Robert tenía serias dudas y su ansiedad por Jenny le hizo sentirse débil y desolado.
—Vine a Hambledon sólo unos pocos meses antes de que muriera la esposa de Jon —dijo el padre McNulty—. Nunca conocí personalmente a la joven señora Ferrier, pero la vi por el pueblo en su coche. Era lo que los hombres mayores y los poetas llaman «un sueño de mujer rubia». Pensé que era muy apropiada, por lo menos en apariencia, para Jon: alegre, efervescente y hermosa. Nunca se sabe si alguien hubiera parecido menos amenazada por la tragedia, ésa hubiera sido la joven señora Ferrier.
—Se casará con Jenny —dijo Robert con voz apagada. El sacerdote hizo un gesto de asentimiento.
—Así me lo informó su madre hace apenas unas pocas semanas, antes de que él mismo lo supiera. —Miró fijamente a Robert—. Que gente más agradable son los Kitchener, ¿verdad?, y una muchacha adorable, la señorita Kitchener.
—Sí —dijo Robert con indiferencia.
La noche anterior tenía que ir con su madre a cenar a casa de los Kitchener, pero se interpuso la tormenta. De repente vio los hermosos ojos de Maude, sus rizos castaños y escuchó su voz dulce y tímida. Era muy distinta de Jenny. Jenny era una tormenta en azul, negro y blanco pese a su aparente timidez y recato. Jenny era fuerte, pero Maude no lo era en absoluto, y de repente el tierno corazón de Robert se sintió atraído por ella. Los fuertes pueden ser duros y atemorizantes.
El sacerdote se aclaró la garganta.
—Acaban de contarme en Sta. Hilda —dijo— que el viejo Witherby murió anoche en su cama.
—También a mí —dijo Robert sonriendo—. Probablemente Jon envíe a la viuda sus plácemes junto con una canasta de las flores más caras.
—Sí. Sería propio de él. Jonas debía ser un viejo temible, según he oído decir y he podido comprobar por mí mismo, además de lo que trató de hacer a Jon.
—Era un corrompido —dijo Robert— con toda la apariencia de un santo.
—Mientras que Jon parece una versión romántica del Demonio. ¿Ha oído abrir una puerta?
Robert y el sacerdote se levantaron y se dirigieron al vestíbulo gris, que un candelabro iluminaba débilmente. Tres personas estaban ya allí, empapadas y goteando: Jenny, Jonathan y Harald Ferrier. Los tres estaban agotados y aturdidos en apariencia. A Harald le corría por la cara la sangre que manaba de una herida muy larga que tenía en la mejilla. Miraron sin decir palabra al sacerdote y a Robert. Jenny se quitó el chal de la cabeza y lo agitó sin energía. Los hombres se sacudieron el agua de las manos y las cabezas descubiertas.
—¿Qué hay? —preguntó Jonathan mirándolos uno por uno.
—La señora Ferrier —dijo Robert y, sin poder evitarlo y con la brusquedad característica de Jonathan, agregó—, se está muriendo. Ha tenido un fuerte ataque al corazón.
Miró a Jonathan, a quien los ojos se le iban achicando. Harald soltó una interjección y Jenny dio un grito.
—Algo —continuó diciendo Robert, mirando a Jonathan fijamente a la cara— le ha producido una impresión muy fuerte. Una de sus sirvientes la ha encontrado en el suelo del cuarto de arriba y me ha llamado hará unas tres horas o más, pero temo que no llegue viva a la mañana. Sería un milagro.
Jenny volvió a dar un grito apagado y se lanzó escaleras arriba, pero Jonathan la tomó por la muñeca y la sujetó.
—No importa, Jenny —le dijo con voz perentoria y preguntó volviéndose hacia el sacerdote—. ¿Es cierto eso?
—Me temo que sí, Jon —dijo con lástima.
—¡Tú le has hecho eso! —gritó Harald a su hermano, echando fuego por los ojos—. ¡Tú la has matado! La herida del rostro comenzó a sangrar de nuevo y unas gotas le cayeron sobre el mentón. Tenía empapada la espesa cabellera, el rostro contraído y mostraba un gran sufrimiento.
—¡Cállate! —dijo Jonathan volviéndose hacia Harald con expresión tan feroz que éste retrocedió. Luego miró a Robert—. ¡Rápido! ¿Qué le ha hecho?
Robert se lo dijo y Jonathan escuchó atentamente.
—Está bien —dijo—. Ahora la veré yo mismo.
—Me parece —dijo Robert— que quiere ver a sus dos hijos tan pronto como sea posible. Quiere estar segura de que están a salvo. Los dos.
Miró a Jonathan directamente a los ojos.
—Voy a llevarles con ella, pero creo que sería mejor que tuvieran un aspecto menos desastroso. No queremos que tenga otra impresión, parece como si les hubieran sacado del fondo del río.
—Que es donde estaríamos ahora de no ser por ustedes —dijo Harald, que casi había recuperado su característica cortesía—. La policía y los hombres del río nos lo han dicho.
—Dejemos nuestras hermosas expresiones de gratitud para después —dijo Jonathan soltando la muñeca de Jenny tan bruscamente como antes la había aferrado. Subió a saltos la escalera. Harald lo miró con una expresión desagradable.
—Dominante mi hermano ¿eh? —murmuró—. Lleno de todas las delicadezas propias de una conducta civilizada.
Jenny se sentó en el sofá de terciopelo que estaba contra la pared, se cubrió el rostro con las manos y Robert sintió deseos de acercársele y consolarla. Pero Harald la estaba mirando con disimulado gesto de amor.
—Jenny querida —le dijo—. Tengamos alguna esperanza, si podemos. Estás agotada y creo que deberías ir a alguno de los cuartos de huéspedes para descansar.
—Vamos a tomar café y unos refrescos en la salita de estar —dijo Robert—. La señora Ferrier está descansando. No hay ninguna urgencia inmediata. Tal vez usted, señor Ferrier, y la señorita Jenny, quieran cambiarse de ropas y reunirse con nosotros.
—Voy a tener que ponerme uno de sus condenados trajes funerarios —dijo Harald tratando de que su voz sonara despreocupada y mirando todavía a Jenny—. Vimos que el agua subía demasiado y no hemos hecho ni una maleta, ¿no es así, Jenny? Tal vez una de las criadas encuentre algo para ponerte.
La muchacha temblaba. Dejó caer las manos y entonces se pudo ver su rostro blanco sin lágrimas y abrumado por la pena.
—Jon nunca se perdonará a sí mismo —dijo.
—Espero que no —dijo Harald, y dirigiéndose a Robert le dijo—, no me acercaré a él ni para pedirle un poco de ropa. ¿Tendría usted la amabilidad, doctor?
Robert comprendió la situación y miró la herida que Harald tenía en la mejilla.
—Es una herida bastante profunda, señor Ferrier. Busquemos un lugar en donde pueda curarle en seguida. —Y después de un instante de vacilación, agregó—: ¿Se ha caído?
Jenny miró a Harald con la fría castidad de sus ojos azules, pero éste contestó casi alegremente.
—No, claro que no. Es el amable método que ha empleado mi hermano para advertirme que en el futuro debo mantener las manos apartadas de lo que le pertenece. Parece que no le gustó la amabilidad que tuve para con su difunta esposa.
—¡Cómo te atreves a decir eso! —le dijo Jenny con su fuerte y clara voz—. ¡Sabes bien por qué lo ha hecho!
Harald le hizo una pequeña reverencia.
—Pero gracias a ti, Jenny, se ha detenido cuando estaba a punto de matarme. —Y haciendo un guiño a Robert agregó—: Llámelo un pequeño altercado fraternal, si le parece.
El padre McNulty, que había estado escuchando con bastante preocupación, dijo entonces.
—Señor Ferrier, sé que usted trata de conseguir que la situación no parezca tan grave, pero no puede decirse que la conducta de Jon haya sido… haya sido…
—¿Civilizada? —dijo Harald.
—¡Oh! —exclamó Jenny enrojeciendo súbitamente—. ¡Les das una impresión deliberadamente equivocada, Harald! ¡Tú sabes bien lo reprochable que ha sido tu conducta!
—Somos terribles, nosotros los Ferrier —dijo Harald mirándola sonriente a los ojos—. Me gustaría que tuvieras siempre presente eso, Jenny.
—Puedes estar seguro —dijo Jenny apretando la boca y echando hacia atrás la cabeza. Después se dio vuelta y subió rápidamente por la escalinata, dejando las aguas bien revueltas detrás suyo.
Los tres hombres se quedaron silenciosos hasta que oyeron que Jenny había llegado al vestíbulo del piso alto, entonces Harald dijo como hablando consigo mismo:
—Si no estuviera decidido a irme de este despreciable pueblucho, podría gozar del espectáculo de la inminente boda de mi hermano con Jenny. Jenny no se parece a Mavis en nada. En muchos sentidos se la puede comparar con Jon y no me refiero precisamente a los aspectos más agradables.
—Jonathan puede ser sanguinario —dijo Robert con aprensión—. Además, la señorita Jenny es una muchachita todavía y él es mucho mayor. Pero busquemos el cuarto de baño. Tengo mi maletín en la salita de estar y si quiere esperarme un momento iré a buscarlo.
Harald se quedó con el sacerdote y se enjugó la cara con su pañuelo mojado. El padre McNulty le prestó el suyo.
—Gracias, padre —dijo Harald con su encantadora cortesía—. Lamento que haya visto a los Ferrier en una actuación tan reprochable.
—Les he visto así desde hace tiempo —dijo el sacerdote con una leve sonrisa—. Pero no les he visto en misa ni en el confesionario.
—Oh, no podemos aspirar a la absolución, padre, se lo aseguro. Estamos lejos de poder aspirar a la absolución.
—Sólo Dios lo sabe, no ustedes.
Harald le sonrió, y en aquel momento Robert entró en el vestíbulo pero se quedó parado al pie de la escalinata y Harald se le acercó. Subieron juntos y, lanzando un suspiro, el sacerdote volvió a la salita de estar. La tormenta amainaba definitivamente. Se oían los últimos ecos del trueno en la montaña. La lluvia era sólo un murmullo y el viento sacudía a ráfagas las ventanas y las puertas.
Se encontraron frente a la puerta cerrada de la habitación de Marjorie. Jonathan y Harald cubiertos con batas de seda oscura y Jenny con un vestido de algodón que le había dado Mary. Parecía una niña grande con el pelo cayéndole sobre la espalda, mojada pero radiante, el vestido le venía corto y se le veían los finos tobillos y parte de sus torneadas piernas. No parecía preocuparse por su aspecto desgreñado y sólo miraba a Robert muda y concentrada.
—Les haré pasar a ver a la señora Ferrier —le dijo Robert— y tal vez un poco más tarde pueda entrar usted también.
Jenny se rebeló, pero Jonathan trató de aplacarla.
—Hay que molestarla lo menos posible, Jenny, de modo que ten la amabilidad de ir abajo y espéranos.
Sus miradas se encontraron y chocaron, entonces Jenny se mordió rabiosamente el labio inferior, se echó atrás el pelo y bajó las escaleras pisando con fuerza.
—Una damita de espíritu fuerte, como le he dicho, doctor —murmuró Harald—. Esto se va a poner muy interesante.
La mejilla había sido cuidadosamente limpiada y la herida cubierta con una tira de esparadrapo.
Robert abrió la puerta con suavidad y entraron en la tranquila habitación iluminada por una lámpara. Marjorie estaba despierta de nuevo, y al ver a sus hijos le tembló la boca.
—Caín y Abel, señora Ferrier —dijo Robert— pero no puedo decirle cuál es cuál.
Jonathan se dirigió rápidamente hacia la cama y le tomó la muñeca sin mirarla a los ojos ni por un instante. Lo que notó le alarmó y le hizo brotar un poco de transpiración debajo del pelo oscuro. Hizo una seña imperiosa a Robert y éste le acercó el maletín, del que sacó un estetoscopio con manos muy firmes. Se inclinó sobre su madre y le auscultó el corazón, mientras ella levantaba muy lentamente una mano y se la apoyaba en la cabeza, pero mientras tanto miraba a Harald sonriéndole tiernamente, aunque se le fruncieron los labios cuando vio la herida.
—Adrenalina —dijo Jonathan.
Robert preparó la inyección y las enfermeras se juntaron a los pies de la cama. Entonces Jonathan hizo algo que Robert no se hubiera atrevido ni a probar: hundió la aguja en el pecho de su madre. Marjorie emitió un sollozo ahogado, se le cerraron espasmódicamente los ojos y sobre su cara agotada se extendió una sombra gris.
Jonathan se sentó en el borde de la cama. Miró por primera vez la cara de su madre, le tomó la muñeca y por un instante sus ojos se cerraron como si estuviera rezando (Robert lo dudaba). Harald se acercó a la cama por el otro lado, tomó la otra mano de su madre y quedó impresionado por lo fría y húmeda que la tenía. Por primera vez desde que era niño, sintió ganas de llorar. Con su mano caliente sostuvo la de Marjorie con fuerza. Pensó que sería imaginación suya, pero sintió que se la apretaba con una leve fuerza que él sabía que Marjorie no tenía. Se le llenaron los ojos de lágrimas y, arrodillándose lentamente al lado de la cama, apoyó sobre ella la frente.
—Morfina —dijo Jonathan—. Quince miligramos.
Dio la orden con voz fría y desapasionada, sin mirar a nadie más que su madre.
—Le he puesto la misma dosis hace pocas horas —dijo Robert.
Jonathan repitió la orden en el mismo tono y Robert, sonrojándose por la ofensa, obedeció. Marjorie empezaba a respirar rápidamente y Jonathan volvió a auscultarle el corazón. El color del rostro de la enferma se tornaba cadavérico. Tomó la aguja que Robert le alcanzaba sin siquiera mirarlo y la clavó inmediatamente en el brazo inmóvil.
—Bolsas de agua caliente —ordenó a las enfermeras.
—¿Piensa usted…? —empezó a decir Robert.
—Los médicos no piensan, actúan —le contestó Jonathan.
Las enfermeras salieron corriendo en busca de las botellas, mientras Robert hervía. Luego se oyó una frase repetida con monotonía: «Cristo, ten piedad. Señor, ten piedad». La pronunciaba Harald, con la cara hundida sobre la cama, pero vio algo que lo alarmó más: Jonathan miraba a su hermano con gesto amargo y cargado de amenaza, como si le hubieran insultado mortalmente. Sin embargo Harald, angustiado, no cesaba en su plegaria y Jonathan no le dijo nada. Lo único que se oía en la habitación era el murmullo de Harald, la agitada respiración de Marjorie y el viento que soplaba afuera.
Volvieron las enfermeras con las bolsas calientes envueltas en toallas. Jonathan tiró de las sábanas y Robert vio los pies de Marjorie, blancos y fríos como el mármol. Jonathan apoyó contra ellos las bolsas y luego volvió a cubrir el largo y delgado cuerpo de su madre, reanudando su observación. Marjorie empezó a suspirar repetidamente, profundamente, moviendo la cabeza.
—¡Madre! —dijo Jonathan—. Te pondrás bien. ¿Me escuchas, querida? Estamos aquí contigo. No te abandonaré, madre.
—Oh, Jon —murmuró ella desde la profundidad de su dolor—. Oh, Harald.
Marjorie se soltó la muñeca que Jon le tenía cogida y le tomó la mano, mientras que con la otra acariciaba la cabeza de Harald.
—Perdóname, madre —dijo éste con la voz ahogada.
—Oh, querido mío —le contestó ella.
—Lo siento —dijo Jonathan—. Créeme, querida, lo siento mucho.
Marjorie sonrió con una sonrisa hermosa y apacible y abrió sus ojos claros y tiernos.
—Soy muy feliz —dijo—. Hacía muchos años que no era tan feliz.
En aquel momento su boca no tenía ni el más leve asomo de dolor. Cerró los ojos y quedó dormida.
—Ninguno de ustedes dos merece una madre como ésa —dijo Robert volviéndose y saliendo de la habitación.
Los ojos de los dos hermanos se encontraron, cautelosos y fríos.
—Espero que te quede la cicatriz para el resto de tu vida —dijo Jonathan, mostrando una sonrisa que apenas le levantaba las comisuras de los labios.
—Y espero que Jenny te asesine —le contestó Harald.
Era ya medianoche cuando Jonathan bajó a la salita de estar. Harald, Robert Morgan y Jenny estaban con Marjorie.
—Hay motivos para tener esperanzas —dijo Jonathan al padre McNulty—. El corazón está más fuerte y ella duerme. Dentro de unas horas podré saberlo mejor. Si se reanima, como espero, tendrá que quedarse en cama varios meses.
Se dejó caer sobre una silla y el sacerdote le sirvió una taza de café, que Jonathan bebió. Parecía haber envejecido mucho y estar a punto de derrumbarse.
—Pero será un milagro —dijo como para sí mismo.
—Dios hace milagros frecuentemente —dijo el sacerdote.
Las espesas cejas de Jonathan se contrajeron.
—Tales como salvarlos a todos ustedes —agregó el sacerdote— e impedir un asesinato fratricida.
—Lo que todavía lamento —dijo Jonathan.
—Sírvase una rosquilla —dijo el sacerdote alcanzándole el plato. Jonathan tomó una y se puso a masticarla, sin dejar de fruncir las cejas.
—Usted y su hermano forman una pareja admirable —dijo el padre McNulty, mordiendo una galleta—. No sé a cuál de los dos admirar más. Según me han dicho, su padre era muy amable, y su madre es notable en muchas cosas. Es extraño que hayan tenido semejantes hijos.
—Déjese de homilías, padre, y vuelva a llenarme la taza. La agradable habitación era cálida y brillante. El viento se había convertido en un suave susurro.
—Supongo —dijo el sacerdote— que Hambledon no se verá privado de su talento, después de todo.
—No he pensado en eso.
—Sí que lo ha pensado. ¿Qué va a hacer con el doctor Morgan?
—Cuando llegue el momento lo pensaré.
—¿Puedo felicitarle por su próxima boda?
Jonathan levantó rápidamente la vista.
—¿Jenny?
—¿Quién si no?
—Sobra tiempo para eso.
—Claro que sí. Lo siento por ella.
Jonathan soltó una breve carcajada.
—Puede que tal vez sea dentro de una o dos semanas.
Comieron y bebieron haciendo un breve silencio.
—No tome lo que voy a decirle como una homilía —dijo el sacerdote—. Estoy muy cansado y tengo que irme a casa, de modo que seré breve. Siempre me ha dicho que las opiniones de los demás le dejan completamente indiferente, pero, por el contrario, ha sido exageradamente sensible a ellas. No tuvo fortaleza suficiente para desafiar la opinión local, al menos en su mente. Un hombre de valor no tendría que haberse sentido tan extremadamente perturbado por la hostilidad que encontró aquí, después del juicio. Debería haber comprendido la naturaleza humana y no responder con la violencia con que respondió usted. No hubiera planeado dejar el pueblo. Tendría que haber presentado una cara tranquila frente a un amigo o un enemigo como ése, tratando a ambos racionalmente, seguro de sí mismo y de su inocencia. Y, finalmente, el pueblo hubiera entrado en razón.
El sacerdote hizo una pausa y Jonathan no dijo nada. Entonces siguió hablando.
—Es ridículo exigir que otros nos entiendan y conozcan la verdad sobre nosotros. ¿Cómo es posible tal cosa? Sólo podemos comportarnos lo mejor que podamos, con constante paciencia y con reservas interiores, sabiendo que nosotros tampoco comprendemos a los demás Jon, usted tiene que cultivar esa serenidad y desapego mental que, a la vez que le mantenga en un amable contacto con sus semejantes, le haga menos vulnerable a ellos y a la opinión que tengan de usted. Se ha enredado demasiado con los demás, tanto en el amor como en el odio, y eso es pueril e inmaduro. Un hombre juicioso es moderado en todas las cosas, particularmente en sus relaciones con los que lo rodean. Eso requiere valor pero proporciona tranquilidad espiritual.
Jonathan inclinó la cabeza y el cura se sintió entusiasmado, pues se dio cuenta de que estaba reflexionando.
—No está en mi naturaleza ser tibio —dijo de pronto Jonathan.
—Pero puede practicar la contención externa, el equilibrio y la firmeza.
—Y tener úlceras.
—Y evitarse líos. La raza humana es muy valerosa y fuerte, Jon. Es tímida, cada día se hace más tímida. Es valerosa solamente cuando actúa en grupo. Individualmente el hombre es solitario, desorientado y débil. Se asusta cuando se le exige que tenga valor, pone en peligro la poca seguridad que posee. ¡Y qué inseguro es el hombre, que Dios le ayude! Sospecha que fuera de su pequeña vida hay fuerzas tremendas y terroríficas, de modo que crea un ritual de cantos mágicos para aplacar el terror, exactamente igual que lo hicieron sus antepasados. Sin embargo, como cantan nuestros hermanos luteranos en el más noble de sus himnos: «¡Poderosa fortaleza es nuestro Dios!».
Se levantó y miró gravemente a Jonathan.
—Un hombre que confíe en el hombre, que crea que el hombre lo es todo, que crea que el hombre es capaz de levantarse por su propio esfuerzo y alcanzar la virtud y la perfección por sí mismo, debe ser compadecido. Su ignorancia, su patética vanidad, tiene que hacer llorar a los ángeles. Peor aún, sus semejantes le enseñarán inevitablemente muchas lecciones rudas y dolorosas. De modo que abandonará a sus semejantes o llegará a odiarlos y despreciarlos. Las dos cosas son malas.
—En algún rincón del nido de su homilía, Frank, puede haber un huevo de verdad. Le voy a dedicar un pensamiento —dijo Jonathan.
—Dedíquele muchísimos pensamientos, Jon —replicó el sacerdote.
—Nunca lo he contado —dijo Jonathan—. Cuando tenía diecisiete años ya había decidido ser médico. Martin Eaton fue quien me estimuló. Comenzó a llevarme a los hospitales y me permitía quedarme en su consultorio cuando atendía a los pacientes. Yo estaba, entonces, lleno de Dios, de arrobamientos y todo lo demás, pese a algunas sacudidas que había recibido cuando era más joven. Iba a ser otro San Lucas. Luego, al ir con Martin en sus recorridos… vi el dolor. Un dolor insensible, feo, sanguinario, devastador, sin esperanza. Sin sentido. ¡No me venga ahora con el Pecado Original! VI EL DOLOR. Lo vi especialmente en niños de muy corta edad, en gente vieja y muy buena que no había cometido nunca, seguramente, lo que usted llamaría un pecado mortal. Vi un dolor sin esperanza. Entonces fue cuando perdí, cuando decidí…
—¿Que un Dios que permitía un dolor humano como aquél, o bien no existía o era peor que el más malvado de los hombres?
—Así es, Frank.
—Jon, le voy a dar un pequeño consejo. Estoy seguro que hay una Biblia en esta casa. Búsquela y lea el Libro de Job.