Harald Ferrier estaba leyendo en su estudio, pues ninguna otra habitación de la casa le atraía ni podía soportarlas, especialmente la que había compartido con su finada esposa. Escuchaba, inquieto, el estruendo de la tormenta. Al revés de Jonathan, no recordaba que la isla había estado una vez a punto de inundarse, pues por aquel entonces era demasiado joven, pero se preguntaba a cuánta más altura se elevarían las aguas y si los diques las mantendrían alejadas de las tierras más altas. Durante el pequeño período de calma de la tarde había salido a inspeccionar los daños, y la violencia del viento estuvo a punto de arrojarlo de cabeza al suelo varias veces. Los destrozos eran cuantiosos. Algunos de los árboles más hermosos habían sido arrojados al suelo y yacían despedazados, los jardines estaban totalmente destruidos. No se había roto ninguna de las ventanas del castillo, porque todas ellas estaban divididas por una columna, eran estrechas y estaban bien afirmadas. Pero todos los caminos habían desaparecido y en su lugar se deslizaban las corrientes de agua que llegaban a medio metro de profundidad alrededor de los muros del castillo, donde la tierra no podía absorberla.
Había habido tormentas en el valle y el estado, pero no podía recordar ninguna tan terrible como aquélla. Se felicitó a sí mismo por haber regresado el día anterior, antes de que empezara, pues de otro manera habría tenido que quedarse en Hambledon, posiblemente en la casa de su padre. La idea le provocó una mueca, jamás le había gustado aquella casa y nunca se sentía bienvenido en ella, solamente la había soportado. Era como un extraño al que se tolera porque es indefenso, no molesta a nadie ni se entromete con nadie, porque sabía sonreír cuando se sentía más desgraciado, solitario y olvidado. Aun cuando visitaba a su madre de vez en cuando, siempre se sentía un invitado. No creía que ella le hubiera querido nunca, pese a sus modales amables y su afabilidad. A ella nunca le había interesado otra persona que no fuera su hermano, pensó, y su padre tampoco se había interesado por nadie más que por su hijo mayor. Era una casa hermosa, pero Harald jamás la había visto así y nunca había pensado en ella como un hogar.
Como no era vengativo, ni inflexible, ni amargado, no había tenido resentimientos durante todos aquellos años; hacía su propia vida. Era de temperamento tranquilo, adaptable y tolerante. Le hubiera hecho feliz sentirse amado y no menospreciado, pero, puesto que aquella felicidad, había sido negada, había aceptado las cosas como eran. Todo lo que deseaba ahora era tener a Jenny, paz y sus cuadros, viajes, tranquilidad, rosas, buenos vinos y buenas cenas. El mundo era un lugar brutal. Por eso se había retirado, sonriente y elegantemente, sin interrogarlo nunca, sin discutirlo, sin combatirlo, como lo había hecho Jonathan desde su más temprana infancia. Harald aceptaba lo que el mundo le permitía aceptar, sin enfadarse, pues la vida era como era y sólo un tonto se pondría a patear el aguijón. Si aspiraba a alguna cosa y el mundo de los hombres se lo negaba, buscaría alguna otra cosa que pudiera conseguir sin lucha. Le habían gustado las mujeres y, entre ellas, Mavis, pero nunca las había buscado ni tampoco las había seducido. Veían su mano extendida y la tomaban riendo, y él reía con ellas. Había deseado solamente las mujeres más bonitas, pues detestaba los defectos y la mediocridad. Sus amoríos habían sido alegres, aunque no muy apasionados. Se decía a sí mismo que era, felizmente, incapaz de fuertes apegos ni emociones.
Así era, con excepción de Jenny Heger. Como ninguna mujer que le interesara le había rechazado nunca, pensaba que Jenny sería «sensata», le aceptaría en matrimonio y compartirían un futuro alegre y libre de preocupaciones. Ella apenas le dirigía la palabra desde el ridículo encuentro que tuvieron en la gruta, pero no estaba enfadada con él. Parecía estar sufriendo y recordando. ¡Qué profundidad tenía esa muchacha! Con el tiempo la haría reír y perder su timidez y sus modales. Tomarían juntos lo que la vida les ofreciera. Una o dos veces se le ocurrió pensar que Jenny nunca cambiaría y entonces sentía, como si fuera un eco más fuerte que venía desde su infancia amablemente descuidada y dolorosa, un espasmo de dolor verdadero e intolerable. Un hombre de temperamento no muy resuelto como era él, se sentía colmado de decisión cuando se trataba de Jenny.
El estudio estaba iluminado por lámparas de queroseno, como todas las demás habitaciones, y las luces vacilaban cuando algunas ráfagas de aire se colaban a través de las seguras y cerradas ventanas. Harald escuchaba la tormenta y le parecía que empeoraba por momentos. Veía los relámpagos a través de las ventanas y se contraía involuntariamente ante algunos de los truenos más estrepitosos. Trataba de apartar la mente de la tormenta, miraba con satisfacción algunas de sus telas apoyadas contra las paredes y su paleta delante de una tela a punto de ser usada. Iba a hacer otro retrato de Jenny. Lo vendería como pudo haber vendido el otro, muchas veces. Pensando en Jenny, se levantó y caminó lentamente por el estudio. Jenny estaba abajo, en la biblioteca, donde casi siempre se escondía. Se preguntaba si estaría asustada en aquel momento y decidió que no. No había estado asustada ni el día ni la noche anterior. Había tratado de hablar con ella durante las comidas, pero aun cuando le contestaba, tenía la impresión de que apenas notaba su presencia. Sólo una vez le había hablado voluntariamente y fue para preguntarle cuándo la llevaría con sus abogados para firmar su contrato.
—Paciencia, Jenny —le había respondido—. Además, estoy informado de que el abogado que más tiene que ver con esto está fuera de la ciudad.
Repentinamente quiso ver a Jenny. Fue como si brotara en él un deseo que le producía dolor. Tenía la excusa de la tormenta, de modo que bajó ágilmente por las escaleras (todo lo hacía ágilmente) fue hasta la biblioteca y abrió de un empujón la puerta de madera labrada. Allí estaba Jenny, acurrucada debajo de una lámpara, leyendo. Le miró con mirada ausente cuando entró.
—He pensado que tal vez tendrías miedo —dijo con una sonrisa cordial.
—¿De qué?
—Bueno, de la tormenta. Es espantosa, ¿no te parece?
Ella frunció el entrecejo y escuchó. Luego hizo un signo afirmativo. Le miró con sus grandes ojos azules en los que se reflejaba la lámpara, esperando que se fuera. Con impaciencia tiró el cabello negro que le caía sobre la cara. Iba vestida con uno de sus delantales menos elegantes.
—Ha habido muchos destrozos —dijo Harald siempre de pie.
—Ya lo sé, pero puede plantarse otra vez. —Jenny hizo una pausa—. Los canteros de rosas de mi padre han desaparecido.
—Cuanto lo siento, Jenny.
—También yo.
Hubo otra pausa y para asombro de los dos oyeron un golpe dado contra la puerta del vestíbulo. Después un grito. Se miraron, incrédulos. Los sirvientes se habían retirado a sus habitaciones.
—¿Quién puede ser, en nombre de Dios? —dijo Harald. Corrió hacia el vestíbulo con suelo de mármol que reproducía el ruido de los pasos y una vez que hubo llegado a la puerta retiró la tranca. La puerta se abrió violentamente sobre él. Lanzó un grito y Jenny se acercó corriendo.
Si antes habían sido incrédulos, ahora quedaron aturdidos hasta el punto de no poder articular palabra. Una figura abatida, empapada, con las ropas deshechas y salpicada de barro entró tambaleándose, chorreando agua y llenando de charcos el suelo reluciente. Temblaba y jadeaba, tenía las manos ensangrentadas y agarraba un látigo. Sus ojos negros lanzaban miradas de locura y tenía el pelo revuelto como una mata de hierba.
—¡Por el amor de Dios! —dijo Harald retrocediendo—. ¡Jon!
Jenny estaba de pie detrás de él y miraba ceñuda, con el pelo echado hacia atrás y boquiabierta de asombro. Las luces altas y vacilantes de las lámparas, que parecían antorchas y decoraban el vestíbulo a lo largo de las paredes, se inclinaban por la fuerza del viento que penetraba por la puerta abierta. Jonathan miró a su hermano sin ver a nadie más, luego cerró la puerta y se recostó sobre ella, respirando ruidosamente. Harald le miró sin creer del todo lo que veía, y luego, cuando observó con más atención la cara de su hermano, se alejó, sus cejas rojizas se unieron sobre los ojos y casi desapareció el color de su rostro.
—¿Qué pasa? —murmuró, y preguntó después con una especie de prisa desesperada—. ¿Le pasa algo a mamá?
Jonathan no contestó, levantó la mano que sostenía el látigo y se frotó la cara con el dorso. Tenía un color espantoso, y el pecho le subía y le bajaba en una respiración convulsiva. Seguía apoyado contra la puerta y se le deslizaban chorros de agua por la ropa. Había empezado a temblar. El trueno detonó contra los muros de piedra del castillo con un rugido sordo.
Jenny estaba de pie, transfigurada, mirando a Jon sin poder creer todavía que era él. También vio su expresión y se atragantó al ver el látigo que sostenía en la mano. Echó una rápida mirada a Harald, que estaba tan paralizado como ella.
Jonathan habló con voz ronca e irreconocible:
—Mientras estabas ausente, he descubierto la verdad. —Tenía el oscuro rostro contraído, torcido, y sus ojos reflejaban la incontenible ira que ardía en su interior—. Sobre Mavis… y tú.
Harald dijo algo con voz muy tenue, pero no se atrevió a apartar la mirada de su hermano.
—Jenny, vete por favor —dijo cuando pudo reponerse.
—No —dijo Jenny acercándose más a Harald y parándose casi a su lado.
Jonathan ni siquiera la vio, se había enderezado y llenó el recinto con una presencia peligrosa, inhumana, parecida a la tormenta que rugía afuera.
—La dejaste morir, sola del todo —dijo Jonathan—. La ayudaste a morir. Conviniste el aborto con Brinkerman. Era tu hijo el que llevaba ella. LA MATASTE.
Jenny lanzó un grito y se cubrió las mejillas con las manos.
—Jon —dijo Harald. Sus ojos se apartaron por un instante de Jonathan y buscaron algún arma en el vestíbulo. Sintió el impulso de echar a correr y cerrar con llave alguna puerta detrás suyo, pero sabía que Jonathan, aun en el estado en que se encontraba, sería más rápido que él y temía que le diera algún golpe por la espalda.
—Explícate —dijo Jonathan.
—No sé de qué estás hablando —dijo Harald, completamente aterrorizado, con la boca llena de saliva, que se veía obligado a tragar rápidamente.
—Estoy hablando de Mavis —dijo Jonathan—. Mi esposa, Mavis. Murió por culpa tuya, mientras era todavía mi esposa. Debió ser una broma para ti, que todos estos meses te has estado burlando de mí, en mi cara y a mi espalda.
—No —dijo Harald sintiendo el terror más grave de su vida. Tenía que luchar para evitar que sus temblequeantes rodillas se doblaran y le dejaran caer al suelo—. Has perdido la razón.
Jonathan se echó a reír echando la cabeza hacia atrás y a la luz vacilante de la lámpara, los dos pudieron ver el brillo de sus dientes.
—La he perdido —dijo— y a ti te lo debo. Dejaste que me acusaran de un crimen, dejaste que me pudriera en la cárcel y permitiste que me juzgaran por un crimen del que tú eras culpable. ¡El día que me absolvieron debió ser el peor de tu maldita existencia!
—Yo no… —comenzó a decir Harald completamente aterrorizado, pero tuvo que volver a tragar. Notó un gusto como de sangre.
—¡No mientas! —gritó Jonathan—. ¡Has mentido durante toda tu indigna, estúpida e inútil vida, mientras bailabas y cantabas, mientras manchabas telas! ¿Sabes por qué estoy aquí ahora? He venido a matarte.
—Jon —gritó Jenny interponiéndose entre los dos hermanos y enfrentándose a Jonathan.
Estiró el brazo empapado, la apartó hacia un lado como si no fuera nada y Jenny fue a dar contra la pared de piedra, pero se recuperó de inmediato y voló a colocarse entre los dos.
—¡Jon! —volvió a gritar—. ¡Estoy aquí, Jon!
—Sí, Jenny, ya te veo —dijo Jon mirándola—. Jenny, ¿sabes que fue él quien contó esas mentiras sobre ti, esas puercas mentiras que te convirtieron en escarnio del pueblo?
—¡No me importa! —volvió a gritar Jenny—. ¡Nada importa, salvo tú y yo, Jon!
—Y a mí nada me importa excepto lo que he venido a hacer aquí —dijo Jonathan.
Advirtió que Harald estaba retrocediendo disimuladamente. Entonces saltó sobre él y le atravesó la cara de un latigazo. Harald se tambaleó hacia atrás y cayó sobre la escalera, levantando los brazos para protegerse. Jenny se cogió del brazo de Jonathan con todas sus jóvenes fuerzas, y no lo soltaba aunque él trataba de deshacerse de ella. El pelo le ondeaba por el esfuerzo, tenía los dientes al descubierto y se le soltó el vestido.
—¡Auxilio, auxilio! —gritaba Harald cubriéndose con los brazos—. ¡Auxilio, auxilio!
Escuchaba la lucha que tenía lugar a su lado, pero no se atrevía a mirar. El eco de sus gritos volvía de las profundidades de la oscura escalinata con un sonido de locura. Trató de deslizarse hacia arriba, de espaldas, pero Jonathan volvió a saltar sobre él, le cogió por la garganta con la mano izquierda y levantó sobre él el látigo que había arrebatado a Jenny.
—¡No me mates! —gritó Harald, levantando la mano y agarrando la muñeca mortífera. Al mismo tiempo luchaba por librarse de la mano que le apretaba la garganta—. ¡Dios mío! ¡No me mates! ¡Esta vez sí que te van a ahorcar!
Jenny se había recuperado de nuevo y pudo sujetar una vez más la mano que sostenía el látigo. Con una fuerza aumentada por el temor se llevó la mano de Jon a la boca y la mordió. Parecía un tigre joven y jadeante y esta vez Jonathan la vio con una especie de enloquecido asombro.
—¡Déjale en paz, déjale en paz! —gritó Jenny.
Tiró de la mano que estrangulaba a Harald, y Jonathan quedó tan asombrado que soltó a su hermano. Harald trepó unos cuantos peldaños. El látigo le había abierto la mejilla izquierda y de la profunda herida salía sangre. Estaba debilitado por el terror. Jamás había visto tanta violencia como en aquellos momentos. Sabía que su hermano no estaba cuerdo y que él moriría con toda seguridad si alguien no lo ayudaba.
Jonathan estaba tratando de arrojar a Jenny a un lado, pero ella se colgaba de él, haciéndole frente y rodeándole el cuello con los brazos. Lucharon sin hacer ruido y Jenny se sentía más fuerte que nunca. Sabía que no debía soltar a Jonathan o lo perdería para siempre. Gruñía sin parar, tratando de hacerse oír.
—Jon, Jon, mi querido, querido mío. No lo hagas, por mi bien. Jon, vuelve, Jon. Jon, mírame.
Jonathan le había cogido una espesa mata de su cabello negro y tiró de él para apartar la cara de su hombro. La blanca garganta de Jenny se estiró a la luz de las lámparas y se arqueó, apartando la cabeza. Cerró los ojos sin dejar de sujetarle los brazos. La parte inferior de su cuerpo estaba apretada contra el cuerpo de Jon. Lloraba amargamente y repetía su nombre. No quería soltarlo y Jonathan sólo podía mirar aquella vulnerable garganta y aquellas lágrimas.
—Jenny —dijo soltándole el pelo. La cabeza de Jenny volvió a caer sobre su hombro. Sollozaba y temblaba apretada contra él.
—Por mi bien —repetía—. Por mi bien.
Jonathan estaba agotado. Se sentía como si fuera a caer y morir a los pies de Jenny. Miró a su tembloroso hermano que sangraba profusamente, acurrucado en la escalinata, hecho una confusión de horror y miedo, aplastado menos por el miedo de morir que por el despliegue de violencia total que había visto y a la que había tenido que hacer frente.
—Está bien, Jenny —decía Jonathan con voz cansada—. No llores así, Jenny. Todo está bien, mi amor, todo está bien.
—Oh, Jon —exclamó ella alzando la cabeza y besándole fuertemente en la boca. Jonathan paladeó el sabor de sus lágrimas y la suavidad de sus labios.
Harald había logrado ponerse de pie apoyándose en la balaustrada. Se restregaba la cara con el pañuelo. Siempre se había asustado al ver sangre y al mirar la suya estuvo a punto de desmayarse. Jonathan levantó la vista y le miró por encima del hombro de Jenny.
—Mereces morir —le dijo—. Mereces morir como el perro que eres.
El derrumbe de Harald era debido menos al temor que a lo que había visto en los ojos de su hermano. Había llevado una vida tan tranquila, fácil, agradable y controlada como le había sido posible. Detestaba a la gente emotiva y turbulenta, sentía desprecio por ellos. Un hombre que no pudiera obligarse a sí mismo a ser moderado y civilizado en todo momento no era para él un hombre, sino una bestia salvaje. Miró a Jonathan y el odio llameó entre los dos hermanos, tan desnudo y mortífero como un cuchillo que se arroja para matar.
—Puede ser que merezca morir, como dices —dijo Harald con voz temblorosa— pero tú no mereces nada mejor. Debes estar loco. —Se enderezó un poco en la escalinata, sin prestar atención a la sangre que perdía—. Escúchame, Jon, y si lo haces será probablemente la primera vez en tu vida que escuches a alguien. Mavis no era tu esposa. Me dijo que la habías rechazado apenas un año después de casados. La apartaste de tu vida y de tu cama. Mavis era Mavis. Tú la conocías tan bien como yo, tal vez mejor. Era estúpida, codiciosa y necia, pero era una mujer. No tenías derecho a casarte con ella.
Harald hizo una pausa para permitir que se extinguiera un trueno, y mientras esperaban no dejaban de mirarse con odio.
—Nunca te importó —dijo Harald. Se había puesto lívido y su hermosura había desaparecido—. Sólo sentías lujuria. Si la hubieras amado, habrías sido paciente y amable. Si no era como tú creías, ¿quién tenía la culpa? Ella no. Nunca trató de engañarte, no tenía inteligencia para eso y si tú no hubieras sido tan estúpido como ella, lo habrías sabido. La culpa fue toda tuya.
—Sigue —dijo Jonathan.
El rostro de Harald se puso torvo por primera vez en su vida.
—Yo no perseguí a Mavis, me persiguió ella a mí. Yo nunca la habría… tocado… si ella hubiera sido tu esposa. Me habló de ti, de cómo habías amenazado con matarla, los nombres que le pusiste, nombres repugnantes. Fue sincera entonces. No había amor verdadero entre vosotros. Nunca pensó en divorciarse para casarse conmigo y yo nunca quise casarme con ella. Yo era una especie de… consuelo… para Mavis. —Volvió a limpiarse la cara y de nuevo se sintió descompuesto al ver la sangre—. Y no fui el único hombre.
—Lo sé —dijo Jon. Ahora rodeaba a Jenny con el brazo.
—Y entonces, ¿qué? —preguntó Harald, haciendo con la mano un gesto lánguido.
—Dejaste que me pudriera en la cárcel. Dejaste que me juzgaran y me difamaran. Has permitido que viviera la vida miserable que he vivido durante casi un año. Y todo lo que tenías que hacer era hablar. —La voz le salía ronca de agotamiento y rabia apasionada.
—Dios mío —dijo Harald—. ¿Crees de veras que hubiera dejado que te ejecutaran? Si lo crees así es que estás loco de veras.
—Entonces, ¿por qué no hablaste desde un principio?
Harald sonrió tristemente.
—Porque imaginaba que el gran Jonathan Ferrier era un hombre más fuerte que yo, un hombre menos débil, un hombre de mayor resistencia. Sabía que podrías soportar lo que te tocara soportar, y que significaría muy poco para ti. Estaba seguro de que no te condenarían y no te condenaron. Así pues, dejé que todo siguiera su curso. Pensaba que sería una tormenta de verano y pronto quedaría olvidado. Tuve la esperanza de que te irías. Odiabas tanto a este pueblo y había mayores campos de acción para ti. De modo que, ¿qué importaba que yo no dijera la verdad a nadie? ¿Quién habría salido perjudicado? ¿Quién habría quedado arruinado?
—Yo —dijo Jonathan.
Esta vez Harald le miró con gran asombro.
—¡Tú! —exclamó—. Todo eso no ha significado gran cosa para ti, o muy poco.
Jonathan se dio cuenta de que Harald creía realmente lo que decía.
—Significaba toda mi vida —dijo—. Nunca he sido un amante fraternal, pero para mí este pueblo lo era todo. Le di todo lo que tenía que dar.
—Entonces no eres el hombre que yo creía —dijo Harald apoyando la cabeza sobre la pared de la escalinata—. Siempre fuiste el favorito de nuestros padres, vivían solamente para ti. Yo no era nada. Por eso llegué a creer que tú eras verdaderamente superior a mí, un hombre más fuerte que yo, un hombre más capaz, más resuelto y poderoso. Pero ellos resultaron tan engañados como yo y por primera vez lo lamento por ellos. ¡Qué tú has dado al pueblo todo lo que tenías para dar! Es lo más falso que te haya oído decir en mi vida. Me alegra que nuestro padre haya muerto, pues incluso él se sentiría avergonzado al escuchar una cosa así.
Miró a Jonathan con más asombro aún.
—¡Bah, tú no tienes coraje! Eres solamente valiente. Incluso un animal puede ser valiente. Durante este último año he sospechado que era así, pero me decía que era sólo imaginación mía. Había momentos en que estabas abatido y desesperado. Creía que era porque te habían herido en tu orgullo, por Dios. ¡Y todo ese tiempo este pueblo te había roto el corazón! —Harald se echó a reír con ligero cansancio—. ¡Un pueblo como Hambledon, que no merece tener ni siquiera un médico de caballos!
Jonathan no dijo una palabra. Miró los ojos temerosos de Jenny y la apretó contra sí. Se sentía cada vez más agotado y completamente deshecho.
—Quería que te fueras —siguió diciendo Harald—. No me creerás, pero pensaba que sería mejor para ti. Deberías haberte ido hace años. Mavis tenía razón en eso. También quería que te fueras porque temía que algún día descubrieras la verdad e hicieras exactamente lo que has querido hacer esta noche. Uno de los dos tenía que irse, pero yo estaba atado a esta maldita isla.
—Pero puedes irte, como dijiste que harías —interrumpió Jenny.
Harald la miró y sonrió.
—Jenny, Jenny —dijo—. Me iré, pero contigo.
Ella le miró agrandando los ojos como lo hacen los chicos.
—Pero yo nunca he dicho semejante cosa. Jon es el único hombre para mí, es el único a quien he querido.
La cara de Harald se oscureció de dolor.
—Jenny, esta noche le has visto tal como es. ¿Crees que si tiene un ataque de furia te perdonará y no te odiará? Tu vida con él sería un infierno, no una vida refinada. Atrévete a contrariarlo, a desafiarlo, a negarlo, y te echará las manos a la garganta, como me las ha echado a mí.
—No importa —dijo Jenny—. No puedo evitarlo.
—No dejaré que te vayas con él, Jenny —dijo Harald—. Ni esta noche ni en ningún otro momento, por tu propio bien. —Nunca había sido valiente, pero aquella vez lo era, por Jenny—. Te conoces —dijo a su hermano— aún mejor que yo. Si sientes algo por Jenny, déjala en paz.
Jonathan había escuchado a disgusto. En los lóbregos recovecos de su conciencia, que iba aquietándose lentamente, nuevos pensamientos se introducían como rayos de luz, los pensamientos que había concebido durante los últimos meses, fijos, claros, despegados de su propia naturaleza, como si otra persona se los hubiera comunicado. Los había escuchado, los había pesado, había reflexionado sobre ellos, le habían sorprendido durante mucho tiempo. Habían sido como voces tranquilas y juiciosas que penetraban su infortunio crónico, le daban esperanzas, lo regocijaban, le hablaban con autoridad, lógica y desapego.
—Has oído lo que ha dicho. ¿Qué tienes que decir, Jenny?
—Eres imposible —dijo la muchacha apoyando la mejilla contra su hombro—. Eres la persona más terrible que he conocido en mi vida. Si me caso contigo, no creo que me perdones nunca.
—Probablemente no, y también, probablemente sí —dijo Jonathan.
Harald volvió el rostro y se sentó pesadamente en la escalinata. Apoyó los brazos sobre las rodillas y dejó caer la cabeza sobre ellos en una actitud de total sometimiento y postración.
—Ahora busca una capa y un chal —le dijo Jonathan a Jenny—. Voy a llevarte a casa de mi madre esta noche. La isla es insegura, está creciendo el río. —Le tocó la mejilla—. Creo que, después de todo, he venido por ti.
—Sí, por supuesto —dijo Jenny dirigiéndose a la escalinata. Se detuvo al llegar donde estaba Harald y vaciló—. Ven con nosotros, Harald —le dijo y, subiendo por la escalinata, desapareció en la oscuridad. Se prepararía para marchar y diría a los sirvientes que se fueran también.
Jonathan habló a su hermano, que seguía con la cabeza inclinada.
—Hemos vivido los dos en una especie de estúpida confusión. Siempre creí que mamá te prefería a ti, y os odiaba a los dos por eso. Siempre supe cómo era papá. Recuerda que te dije que no lo tomaras en serio.
—Lo recuerdo —dijo Harald con voz apagada.
—No creo —dijo Jonathan— que los Ferrier hayan sido hombres decididamente inteligentes.
—Habla sólo por ti, Jon —dijo Harald desde la profundo de sus brazos, en los que tenía apoyada la cara.
Por primera vez Jonathan sonrió con una sonrisa agria. Miró el látigo que aún tenía en la mano y lo arrojó a través del vestíbulo. Fue a estrellarse contra una armadura, a la que hizo bambolearse, y luego cayó al suelo.
—No creo que te hubiera matado —dijo Jonathan a su hermano.
Harald levantó la cabeza y Jonathan le vio desolado y agobiado.
—Oh —dijo Harald—. Estoy seguro de que lo habrías hecho de no ser por Jenny. —Se tocó la mejilla e hizo una mueca a la vista de la sangre—. ¿O preferirías llamar a esto una palmadita amorosa?
Jonathan se sentó en un sillón heráldico y en el vestíbulo no se escuchó otro ruido que los rugidos del viento, el agua y los truenos, mientras esperaba a Jenny. No se miraron ni hablaron una palabra. Cuando el relámpago iluminó la escena, lo único que se vio fueron dos caras vueltas hacia lados distintos.