No sólo Pennsylvania era azotada por lo que la gente llamaba «la sequía amarilla». Parte de los estados de Virginia, Maryland y Nueva York también la sufrían. Los diarios la atribuían a la «presión», con lo que no explicaban nada, y ahora decían que la causa subyacente era la «turbulencia en el Caribe» y «huracanes incipientes». Un huracán había azotado ya la costa de Florida y otro, más violento, estaba subiendo por la costa oriental del Atlántico. Había altas mareas cerca de Cabo Hatteras y otras subían casi hasta la altura de Atlantic City. Las comunidades que habitaban las partes bajas de las costas fueron alertadas sobre los posibles daños, y se les pidió que estuvieran siempre a punto para ser evacuadas en cualquier momento. Nadie lo tomó en serio, naturalmente. La promesa de tormentas, con lluvias y el consiguiente descenso de temperatura, era una esperanza.
De repente, la ansiedad de los granjeros y las noticias sobre el huracán que se aproximaba, quedaron completamente olvidados. El presidente William McKinley había sido herido por un presunto asesino en Buffalo, Nueva York, en la Exposición Panamericana. El vicepresidente Theodore Roosevelt se dirigía hacia donde el batido presidente yacía herido y de donde salían boletines llenos de esperanzas y seguridades, dirigidos al país, informando que todo estaba bien.
Hasta el propio Jonathan Ferrier, en su introvertido estado de odio y sed de venganza, confabulaciones y planes, se olvidó de sí mismo por unas horas al leer las noticias. Dios nos salve de Teddy, pensó. Teddy con su progresismo y su fogosidad sobre el «Destino Manifiesto de América». Un buen hombre ese Teddy, pero un tanto simple y demasiado corrompido por la esperanza, los sueños y su creencia de que es posible cambiar la naturaleza del hombre, la única cosa que no ha cambiado en miles de incontables años, la única cosa inmutable.
De repente se desató la tormenta. Jonathan, de pie junto a la ventana, apenas podía divisar los árboles y el césped. Aquéllos se retorcían como si agonizaran, arrojando hacia todos lados sus ramas cargadas de hojas y haciendo toda clase de contorsiones entre las renovadas ráfagas de viento. A veces parecían tambalear, sacudidos hasta el corazón de sus raíces. Jonathan se dirigió a la cocina iluminada, y encontró allí a sus dos servidoras que se abrazaban muertas de miedo.
—Veo que tenemos el huracán que nos habían prometido —dijo.
Su actitud despreocupada y su falta de temor las alentó, hasta que otro tremendo trueno sacudió la vieja y sólida casa, y una rama golpeó la pared como si fuera un titánico látigo.
—Nunca he visto nada tan terrible —dijo la cocinera.
—Ya pasará —replicó Jonathan.
El destello de un relámpago iluminó la cocina con más claridad que cualquier luz artificial. Las dos mujeres le vieron la cara y se encogieron.
Pero no amainó. Con el correr de las horas aumentó la violencia de la tormenta, se hizo más fuerte el viento, caían los árboles, el río tapaba la tierra de sepia y el agua seguía corriendo, pues no daba tiempo a la tierra para absorberla. A medianoche había empeorado, si es que tal cosa era posible. Entre las explosiones de los truenos, el cielo, a través de la lluvia, aparecía de un lóbrego color rojizo. El aire no refrescó. Se hizo aparentemente más caluroso a medianoche, especialmente dentro de la casa cerrada. Jonathan recorría las habitaciones escuchando, tratando de mirar por las ventanas. Se oyó un estruendo en la chimenea y las dos mujeres, en su dormitorio del piso superior, gritaron al oír desprenderse los ladrillos del techo de pizarra. Se percibió el penetrante olor del ozono. Jonathan trepó corriendo las escaleras en dirección del extremo oriental del vestíbulo y vio rodar los ladrillos a la luz de los relámpagos, quedándose por si se producía un incendio. Pero la casa ya había vencido otras tormentas y las paredes de ladrillo se mantenían firmes. Jonathan llamó a las mujeres.
—Todo anda bien. Sólo ha sido la chimenea pequeña. Otro relámpago le permitió ver que por lo menos tres viejos árboles gigantes habían caído sobre el césped y la tierra había quedado cubierta de hojas y ramas. El calor era apabullante. Jonathan abrió una ventana con precaución. Aspiró con gusto, aunque el agua le bañaba la cara, lo que le recordó vívidamente otra tormenta anterior, cuando era niño. Había durado dos días, se habían inundado las granjas y miles de animales habían muerto en los campos. Las cosechas habían quedado barridas y el tifus azotó al pueblo de Hambledon. Dos diminutas islas que estaban en medio del río quedaron sumergidas y desintegradas. La más grande de todas, llamada Heart’s Ease, había quedado casi inundada y cuatro familias que la habitaban habían desaparecido. El agua no volvió a su nivel normal hasta después de varios días y detrás dejó un residuo de barro pegajoso y escombros que no permitieron que siguiera siendo el lugar especial de recreos y meriendas, hasta pasados dos años.
Jonathan, parado en la ventana y olvidado de la tormenta, pensaba en la isla y en Jenny, sola allí con uno o dos de los sirvientes. Era la primera vez que se permitía pensar seriamente en Jenny desde el día en que la había dejado en la gruta. Ella había seguido invadiendo sus sueños, pero Jonathan sabía que si quería arreglar sus cosas en Hambledon, no tenía que permitir que su mente se distrajera con Jenny.
Veía la isla como la había visto siendo niño después de la tormenta y, por primera vez después de que dejara a Jenny, la parte brutalizada y racional de su mente predominó. Sabía que en aquellos momentos, a medianoche y en medio de la tormenta no podría ver la isla desde la casa, pero se dirigió al corredor del lado Este y miró por la ventana, forzando la vista en dirección al río. Esperó que un relámpago iluminara el agua, pero lo único que iluminó fue la lluvia, mostrándola como una espantosa y plateada catarata semejante a un muro con vida. Entre trueno y trueno no había la menor pausa.
Se quedó en la tranquila habitación, iluminada sólo por los relámpagos. Parecía estar completamente aislada del desastre exterior, con la calma que le daban sus hermosos muebles, los espejos de cristal biselado y las paredes pálidas cubiertas. Se percibía una tenue fragancia de especias, rosas y lavanda, y la lámpara iluminaba las verdes cortinas de brocado y hacía brillar cada pieza de cristal y plata. No volveré a ver esta habitación, pero creo que siempre la recordaré, pensó Jonathan mirando a su alrededor. Por primera vez le invadió una abismal soledad, una impresión de desolación.
No sabía qué hacer. Trabajar en medio de aquellos ensordecedores ruidos, en aquella casa amenazada, aquella casa terriblemente solitaria, era imposible. Leer, pensar, resultaba igualmente imposible. Se echó a andar por toda la casa muy lentamente, mirando los objetos, los cuadros, los rincones, los corredores, las escaleras, como si fuera un fantasma que volviera a visitar una casa que todavía seguía amando. La melancólica ilusión fue completa pues una niebla azulada lo había invadido todo como una emanación sobrenatural. Se dirigió al estudio de su padre y solamente allí la quietud de la casa le pareció espuria, lo mismo que le había parecido espurio el retiro en vida de Adrian. Examinó la habitación, no ceñudamente sino con tristeza. Pensó por un momento que podía ver a su padre en aquella silla favorita, ansiosamente sereno, resueltamente contemplativo, deliberadamente en reposo. Por primera vez, Jonathan no sonrió con indulgente aunque burlón afecto ante la aparición. Cerró suavemente la puerta al salir del estudio y sintió la más profunda compasión por el hombre inocente y afectado que nunca había estudiado nada allí y que jamás había sentido ninguna emoción en profundidad, salvo la del miedo.
Una región cuerda de su cerebro se había aclarado y creyó que ahora podía pensar con cierta moderación y sensatez. Se dirigió a su colmada habitación, repleta de maletas y cajas. Se sentó en una gran silla rinconera y escuchó la tormenta, que parecía disminuir. «Voy a pensar», se dijo a sí mismo, pero agotado por el alboroto, el odio, la rabia y el dolor de los últimos días, se quedó instantáneamente dormido.
Cuando despertó era ya de mañana, una mañana iluminada por un sol tranquilo y acuoso. Buscó su reloj y recordó que estaba todavía en la relojería. Miró el reloj de mesa que estaba en la mesita de noche y vio que eran ya las nueve y media. Había dormido siete horas. Estaba acalambrado, dolorido y sentía una nerviosa picazón. Se levantó, se dirigió a la ventana y observó los destrozos, las ramas muertas, la gruesa alfombra de hojas, los árboles partidos. Los jardines de su madre habían quedado devastados, las flores aplastadas en la tierra revuelta.
Más allá de los jardines, del césped y de los edificios más alejados vio el río de color azul cobalto, frío e impetuoso. Fue cosa de su imaginación, naturalmente, pero le pareció que la isla, cuyo extremo occidental podía ver desde allí, se había hundido en el agua, que había crecido mucho en las últimas horas. Se dijo a sí mismo que sólo había llegado a su nivel normal. Pensaba si el «castillo» y sus árboles no habrían sido dañados.
Y luego, sin poderlo prever, le pareció increíble que debiera irse de allí sin Jenny. Apoyó las manos sobre el antepecho de la ventana y dejó que le inundara aquel sentimiento de incredulidad. Sabía que era necesario controlarse. Sabía que no había lugar para Jenny en su vida futura, pues era una vida oscura, fría, sin esperanzas, y tendría que sufrirla hasta su fin, o hasta… PENSÓ EN MATARSE. El impulso fue tan urgente e inmediato que por unos instantes le fue difícil respirar. Creyó que era la única solución que le quedaba. Una vida sin Jenny y sin su trabajo, no era vida. Era sólo un montón de piedras caídas y no podría vivir de aquel modo. Miró hacia la isla y dijo en voz alta: «Jenny, Jenny». Pero se conocía a sí mismo, amaba demasiado a Jenny como para traerla consigo a las ruinas. Jamás volvería a practicar la medicina, ni siquiera levantaría una mano para aliviar a un enfermo. Había terminado con el engaño de que cualquier hombre era digno de ser salvado, incluso él mismo.
Volvió a su habitación y miró los bolsos, las maletas. Una ola de cansancio le invadió, una sensación de la más espantosa soledad. Apartó a Jenny de su imaginación. Se desvistió, se bañó, se afeitó y volvió a vestirse en medio de una niebla de irrealidad que acogió con agrado, pues le impedía seguir pensando. Pero persistía la desazón producida por el sentimiento de fracaso. Bajó a desayunar y encontró a Mary trémula y asustada porque había temido que la tormenta de la noche anterior fuera «el fin del mundo». Jonathan le sonrió amablemente y ella notó que estaba deshecho y muy pálido.
—Mucho me temo, Mary —le dijo— que el mundo no tenga tanta suerte.
Mary volvió a la cocina y dijo a la cocinera: «El doctor parece tan extraño». La cocinera contestó, como contestaba siempre aquellos días: «Tiene problemas».
No había correspondencia. Los trenes iban retrasados y el diario sólo traía dos páginas llenas de noticias de la tormenta e informes de que había causado terribles estragos en varios estados. Se informaba que el presidente McKinley mejoraba de sus heridas, aunque varios funcionarios del Gabinete habían ido a Buffalo a instancias del vicepresidente Roosevelt.
«¿Qué podría hacer hoy?», pensó Jonathan. Salió y se sorprendió al advertir que en una hora el aire se había vuelto otra vez sofocante. No había el menor movimiento. Se sentía asombrosamente cansado y perezoso. Se le acercó el jardinero quejándose de la ruina en que se había transformado su esforzada obra y de Marjorie.
—A la señora Ferrier no le gustará esto —dijo el anciano mirando con gesto de reproche a Jonathan—. Esto anda mal, doctor, muy mal. Montones de ventanas se han hecho añicos y he oído decir que han desaparecido veinte personas en el pueblo. Las noticias que llegan de las granjas son malas, muy malas. El agua del río sigue subiendo. Habrá inundación. Las granjas ya están inundadas, dicen, y el ganado se ha ahogado. —Miró al cielo azul con nubarrones—. Dicen que todo ha terminado, pero no. Se lo puedo asegurar. He vivido mucho, y conozco el tiempo.
Jonathan caminaba a su lado sobre la tierra empapada, con las manos en los bolsillos.
—Jim —le preguntó— ¿qué piensa sobre la vida, de todos modos?
Jim se volvió lentamente y le examinó. Su rostro bronceado y arrugado tenía una expresión solemne.
—Bueno, doctor, me parece que no hay más remedio que aguantarla, ¿no?
—Pero ¿por qué? —preguntó Jon intrigado.
—¿Por qué no? —replicó Jim encogiéndose de hombros—. ¿Qué otra cosa podemos hacer?
«¿Qué otra cosa podemos hacer? ¿Era una respuesta estúpida o muy sabia?».
—Déjeme ayudarle a limpiar —dijo Jon—. Esto es un desorden y una ruina, pero me parece que podemos arreglarlo. Incluso podemos plantar árboles nuevos donde cayeron los viejos. Plantaremos de nuevo los jardines y levantaremos las ramas muertas.
El viejo, que se había inclinado para examinar un precioso arbusto abatido, se enderezó dolorosamente y miró sonriendo a Jonathan.
—Bueno, eso es, exactamente lo que quería decir, doctor.
Robert Morgan, camino del consultorio, se detuvo en los escalones y se quedó pestañeando, sin poder creerlo. A lo lejos vio a Jonathan Ferrier en mangas de camisa, llenando una carretilla con escombros, manejando un rastrillo y juntando las ramas muertas, junto al viejo jardinero. Luego se puso a manejar vigorosamente una pesada horquilla para cargar los escombros más pesados. Hizo una pausa para encender un cigarrillo y mirar al cielo.
—Bueno, bueno —murmuró Robert, y penetró sonriendo en el consultorio.
Al mediodía se oscureció otra vez el cielo. El calor era aplastante. Ráfagas de fuerte viento empezaban a revolver las ramitas y las hojas amontonadas en las zanjas. A las dos de la tarde el cielo, muy oscuro, parecía hervir. Viboreaban los relámpagos y el trueno roncaba sordamente en las montañas. A las tres explotó la tormenta.
Cuando empezaba a precipitarse la lluvia en aquella semioscuridad, llegó Marjorie Ferrier en un coche de la estación. Se apresuró a entrar en la casa con el cochero tras ella, cargado con el equipaje.
Después de un almuerzo muy liviano, Jonathan se sentía tan cansado y entorpecido que había ido a su cuarto, se había echado de través sobre la cama medio embobado, de modo que no oyó llegar a su madre. Tampoco oyó el cañoneo preliminar del trueno. Durmió pesadamente hasta las cinco y cuando despertó se halló rodeado de una especie de crepúsculo, unos rugidos infernales en el aire y una presión en la atmósfera que parecía vapor. Alguien había cerrado la ventana y juntado las persianas. Le sudaba la cara y todo el cuerpo, tenía la boca seca y se sentía débil y entumecido. Por un instante no supo dónde se encontraba, qué hora era ni cómo había ido a parar hasta allí.
Se sentó, aturdido y pestañeando, y se secó la cara mirando a su alrededor y escuchando. Luego, al cabo de un largo rato, se levantó, se bañó con agua fría y se sentó a fumar y a pensar. Le había ocurrido algo pero no podía decir qué era. Sólo sabía que le había invadido una sensación de descanso, un estado en el que no sentía ni pensaba nada.
La habitación oscurecía paulatinamente mientras aumentaba la fuerza de la tormenta, pero Jon no encendió sus lámparas hasta al cabo de una hora. Trató de leer, pero la tormenta distraía su débil atención, de modo que se limitó a seguir escuchando. Bruscamente paró la lluvia, pero los truenos, los relámpagos y el viento se intensificaron. Alguien llamó a la puerta y la abrió.
—¿Jon? —preguntó Marjorie.
Estaba de pie en el umbral, muy pálida y tranquila, con el pelo pegado a las mejillas como si hubiera estado durmiendo. Tenía la boca descolorida y sus ojos estaban desacostumbradamente abiertos y brillantes a la luz de la lámpara, como si tuviera fiebre. Se había quitado el traje de viaje y llevaba una bata gris, azul y chinelas.
Jonathan se sentó en su silla y miró silenciosamente a su madre sin moverse, pero se le endurecieron los músculos de la boca y sus manos aferraron los brazos de la silla. Marjorie le miró, vio que sus negras cejas se unían sobre los ojos y que éstos brillaban como fuego negro.
—Jon —repitió humedeciéndose los labios—. Hace rato que he llegado, pero estabas durmiendo y no he querido molestarte.
Entró en la habitación y el brillo febril de sus ojos se intensificó. Respiraba con rapidez como si estuviera muy asustada. Entrelazó con fuerza las manos.
—Lo sé todo, querido —dijo en voz muy baja—. Leí los diarios de Filadelfia anoche. Todo ha terminado, Jon, todo ha terminado.
—Sí —dijo él levantándose—. Todo ha terminado.
Se miraron en un silencio quebrado solamente por los tremendos rugidos del exterior, las lámparas oscilaron y una persiana suelta golpeó la pared.
—Tengo que hablar contigo —dijo Marjorie.
—¿Y qué quieres decirme, mamá? ¿Más mentiras? ¿Más evasiones dulces? Tú y el viejo Martin fuisteis muy vivos en todo ese asunto, ¿no es cierto? Una pequeña conspiración de silencio.
Sobre el rostro de Marjorie se pintó un gesto de profunda alarma y sufrimiento. Se sentó cerca de la puerta como si sus últimas fuerzas la hubieran abandonado.
—Jon —fue todo lo que pudo decir.
Jonathan veía cómo movía los labios pero no oía lo que decía. Se acercó más para poder oírla, pero su aspecto era tan furibundo y tan completamente desconocido para ella que se apartó de él como si fuera un extraño. No podía soportar la visión de su cara y sus ojos.
—¿Has creído esa bazofia que publicaron los diarios? —preguntó Jon.
Marjorie trató de hablar, tosió y se llevó la mano a la garganta.
—Intuí… que había algo más —dijo.
—¡Oh, claro, mamá, hay muchísimo más! Y tú sabes bastante, ¿no es cierto? Baste con que te diga que antes de morir el viejo Martin, hizo una última declaración jurada: finalmente contó la verdad que tú y él conocíais. La verdad, mamá.
Tragó saliva y aun en medio de su terror su expresión era interrogante.
—Y muchas otras cosas que no sabías, si es eso posible. No te hablaré del asunto, tal vez Howard Best se sentirá encantado de ilustrarte.
Su voz, normalmente ronca, tenía un timbre que ella no le había oído nunca y que iba aumentando progresivamente su miedo.
—¿Dónde está el querido Harald ahora? —preguntó echándose sobre ella con tanta rapidez que pensó que iba a golpearla.
—Volvió ayer por la mañana, Jon —dijo rápidamente, con terror abismal.
—Ah, ayer por la mañana —dijo mirándola y sonriendo—. Así que está allí con Jenny. Ha estado solo allí con Jenny durante largo tiempo. Tú sabías lo que él era desde el principio y no te ha importado lo más mínimo. Jenny, sola con él, con un hombre como él, para que tú pudieras seguir protegiéndole.
—¡Oh, Jon! ¡No hará ningún daño a Jenny!
—No más del que hizo a Mavis. ¿Es eso?
—Jon —dijo ella casi con un gruñido—. ¡Si tú lo sabes todo, como dices, tienes que saber qué era Mavis!
—Era mi esposa.
Marjorie se llevó la mano a la mejilla como si realmente la hubiera abofeteado, pero le miró y movió los labios sin emitir ningún sonido.
—Mi esposa —siguió diciendo Jon—. Una idiota, irresponsable, disoluta. Sí, todo eso y aún más, pero seguía siendo mi esposa cuando él se apoderó de ella como si fuera una puta cualquiera. Era todavía mi esposa cuando concibió un hijo de él. Era todavía mi esposa cuando murió de un aborto, y él seguiría viviendo en medio de todas esas mentiras de no haber sido por Howard Best.
Marjorie estaba demasiado abatida para hablar. Sentía los dolorosos latidos de su corazón, oía las explosiones de los truenos y veía, casi ciega, los constantes y ardientes relámpagos.
—Mi esposa —siguió Jonathan—. A ti no te importó que él me pisoteara, a mí, su hermano. No significó nada para ninguno de los dos. Os importó menos todavía cuando me arrestaron por un crimen que no había cometido… que no habría cometido nunca. Si me hubieran ahorcado por ese crimen habríais seguido manteniendo bien cerrados vuestros bonitos labios.
—¡Oh, Jon! —gritó Marjorie—. ¡No puedes creer eso! ¡No lo crees! ¡Si hubieras corrido el menor peligro, si te hubieran condenado, los dos hubiéramos hablado!
—Otra mentira —dijo Jon levantando la mano como si verdaderamente quisiera golpearla, pero esta vez ella se irguió y le miró directamente a la cara—. No significó nada para ti, ¿no es cierto, mamá?, que yo pasara aquellos largos meses encarcelado, que tuviera que escuchar en silencio al fiscal que me acusaba de lo más indigno que hay bajo el sol, de haber asesinado a mi esposa y a mi hijo no nacido. No, no significó nada para ti. Dejaste que me ocurriera todo. Y no hablasteis ni siquiera cuando volví, ninguno de los dos. ¡Ni siquiera a mí! Permitisteis que todo el pueblo me censurara, me despreciara, me echara y me llamara ASESINO a la cara. ¿Por qué, mamá?
Marjorie dejó caer la cabeza.
—Creímos que eras bastante fuerte para soportarlo, Jon. Observábamos, esperábamos y rezábamos. Si hubiera habido algún peligro… Olvidas que Harald es también mi hijo, y más débil que tú, pensábamos. Pensamos que…, tratamos de protegerle de ti, Jon. Tratamos de evitar que lo supieras. ¿No lo comprendes? ¿No tratas de comprender? Fue realmente por ti que guardé silencio. —La cabeza le cayó aún más—. Los dos sois hijos míos. Pensé que os salvaba a los dos no hablando.
Jonathan lanzó una brusca carcajada.
—Y nunca pensaste que la verdad saldría a la luz, ¿no es cierto? No habría salido si Kent Campion no hubiera armado una linda confabulación contra mí, él y varios más, entre ellos el hombre que le hizo el aborto a Mavis y la mató. Si la confabulación hubiera salido bien, mamá, ¿habrías hablado?
Le miró sin poder articular palabra, poniéndose cada vez más pálida. Se apretó el pecho con una mano.
—Una confabulación para mandarme a la cárcel, probablemente para toda la vida, por supuestos abortos —dijo Jonathan—. Habría resultado comparativamente fácil, con mi primer proceso todavía fresco en la mente de la gente y la convicción de que yo era culpable de la muerte de Mavis. Mavis ha sido el factor precipitante en todo este maligno lío, pero tú has colaborado muy eficazmente, mamá, muy eficazmente. Te felicito. Mientras yo estaba en la cárcel no hay duda de que te sentías muy satisfecha de ti misma.
Marjorie se puso de pie tambaleante.
—¡Jon, no puedes creer eso! ¡No lo crees! Me niego a creer que te tomas en serio a ti mismo.
—Hay una cosa que quiero saber —dijo Jon—. Dime la verdad esta vez.
Sentía crecer una furia devoradora y la expresión terrible de su rostro era más de lo que Marjorie podía soportar.
—¿Sabías que Harald había seducido a Mavis antes de que les oyeras hacer arreglos para que Mavis abortara?
—Sí —dijo—. Lo sabía, pero no podía decir nada a Harald ni a Mavis. Tenía miedo de que pasara… pasara algo y que tú lo supieras. Siempre he tratado de escudarte, Jon, de impedir que lo supieras. Pensaba que todo terminaría, y terminó, que todo pasaría y que nadie saldría herido.
—En cierta forma triunfaste —dijo Jon muy amablemente—. Nadie fue herido, salvo que Mavis murió y yo fui juzgado por asesinato. Mi nombre quedó manchado en todo el país. Harald siguió su camino, todo fue hermoso, vive del dinero de Myrtle y ha tratado de conseguir que Jenny se case con él y… ¡por Dios! ¡Ahora sé que se ha estado riendo de mí todo el tiempo!
—Jon, ¿no quieres tratar de creer que todo esto se hizo para protegerte?
—Y para proteger al sonriente, al risueño Harald.
—¡Sí! ¡A Harald también! Él también es mi hijo.
Jon miró a su alrededor y su vista se fijó en algo.
—Ya no podrás protegerle más. Voy a buscarle y le mataré.
Atravesó la habitación, abrió una de sus maletas y cogió su látigo de cabalgar, que había guardado allí la última vez que lo usara. Marjorie lo vio y lanzó un grito. Cuando él volvió a estar cerca de ella, le agarró del brazo y le miró a la cara, aquella cara espantosa que ahora parecía la de un extraño.
—¡Jon! ¡Has perdido la razón!
—Creo que sí —dijo Jon—. Pero no importa, ¿verdad? Puedes agradecértelo a ti misma, mamá.
Le dio un empujón y ella cayó pesadamente sobre las rodillas, elevando las manos hacia él como si estuviera rogando por su vida.
—¡Jon! ¡Piensa en Jenny!
—Soy el único que ha pensado en Jenny. Ni tú, ni Harald. Solamente yo.
—¡Ah, Jon, creíste todas aquellas mentiras sobre ella, las creíste todas, y ahora te atreves a decir que «pensaste en ella»!
Jon se detuvo y miró los ojos de su madre repentinamente inundados de lágrimas.
—He reflexionado mucho, mamá. ¿Quién inició esas mentiras sobre Jenny? He hecho unas cuantas averiguaciones desde que te fuiste y dos pistas por lo menos me llevaron a Harald. Ah, veo que lo sabías también.
Marjorie se cubrió la cara con las manos y cayó de rodillas.
—¡Y dejaste que siguiera adelante aquel chisme de Jenny y de mí! ¡Mantuviste tu sereno silencio y nunca dijiste una palabra en defensa de nadie!
Dio un paso para alejarse de ella, pero Marjorie se estiró y cogió con las dos manos el látigo que Jon tenía en su poder.
—Jon, tienes toda una vida por delante, un futuro. Tú y Jenny, aquí o en cualquier otra parte. Pero una cosa precipitada… ¡Jon, por el amor de Dios, trata de ser razonable, trata de pensar!
Jonathan volvió a reír y le arrancó el látigo de las manos.
—He pensado mucho, mamá. He pensado miles de cosas.
Ella trató, como recurso extremo, de cogerle los tobillos, las piernas, pero él fue más rápido y la esquivó. Entonces, a la vacilante luz de un relámpago, le vio la cara, oscura y con expresión asesina. Lentamente se dejó caer al suelo y cerró los ojos.
Jonathan bajó corriendo las escaleras en la tormentosa penumbra, abrió la puerta de un golpe y se lanzó afuera, azotado por el viento y casi cegado por los relámpagos, pero no llovía. Corrió por las calles oscuras y desiertas, chapoteando en los profundos charcos y salpicando hacia todas partes. No se veía ninguna luz encendida, la ciudad se aplastaba bajo la explosiva luz de la tormenta y Jonathan, completamente solo, corría como un loco por las calles, tropezando en los cordones de las veredas cubiertos por el agua, en busca del río y el pequeño muelle. No paraba en su carrera, enloquecido, pues no era consciente de nada que no fuera su salvaje sed de venganza.
Descubrió que el pequeño muelle había sido barrido, pero un bote estaba sujeto en la orilla. Se deslizó por la bajada dando un revolcón sobre el barro resbaladizo y estuvo a punto de caer al río. Trepó de nuevo y se metió en el bote jadeante, empapado, sucio. Se le hundieron los pies en el agua y tuvo que volcar el bote para vaciarlo. Encontró los remos, resbaladizos y fríos. En aquel momento empezó a llover otra vez, entre los destellos de los relámpagos y el viento que soplaba furiosamente. Empujó el bote hacia el río, casi se lo arrancó de las manos, pues el agua, que había subido mucho de nivel, rugía y hacía remolinos. Finalmente se las arregló para meterse en la embarcación y sentarse, sin advertir que le sangraban las manos. El bote, lanzado en círculos dentro del río, se deslizó a toda velocidad en la oscuridad de la noche.
Pasó mucho tiempo antes de que pudiera dominarlo. Cuando lo consiguió, sudaba y temblaba bajo la fría lluvia.
El río desplegaba toda su violencia bajo los relámpagos, y luego parecía ocultarse bajo la tormenta, oscuro y tumultuoso, como si estuviera vivo y lleno de furia. Jonathan luchaba contra el río y contra el bote. Mirando por encima del hombro veía el sombrío bulto de la isla iluminado rápida y regularmente, con los árboles agitándose en todas direcciones. Parecía hallarse dentro de un barco que está a punto de naufragar. Buscó con el pie el látigo que había arrojado dentro del bote, apretó los dientes y luchó para llegar a la isla en medio de la embravecida tormenta.
Era un hombre fuerte y todavía joven, pero de no haber sido impulsado por la rabia y por el temor por la suerte de Jenny, habría sido barrido por el río, el bote se habría volcado y habría muerto allí mismo. Pero toda la intensidad de su naturaleza le arrastraron hacia la isla; toda la frustración, la furia, la desesperación y todo el sufrimiento de los meses pasados; toda la vergüenza y los insultos, el rechazo y las burlas; la desesperanza. Le parecía que Mavis estaba a su lado en el bote, riendo con los truenos, su cabellera rubia flotando al viento, su cara alegre iluminada por los relámpagos.
—Fuiste una tonta —le dijo a la imagen— una estúpida, irresponsable, idiota sin alma. ¡Pero no merecías eso! No, no lo merecías. Quise matarte muchas veces, pero no te hubiera matado, Mavis. No, no te hubiera matado ni te hubiera dejado morir sola, con todo aquel dolor. De haberlo sabido, me habría quedado al lado de tu cama, consolándote. Si hubiera llegado antes de que murieras, Mavis, habría estado allí, pues te amé durante muchos años y, en cierta forma, te amé aún después de muerta, Mavis, aun cuando te odiaba.
Por primera vez, en medio del frenesí de sus pensamientos y del salvajismo de sus propósitos, sintió pena por Mavis, muerta en plena juventud, sintió compasión y pesadumbre…
La lluvia le golpeaba la cara. Apretaba los dientes y arqueaba el cuerpo, clavaba los remos en el agua espumosa y el bote se levantaba, caía entre las olas y luchaba contra la rápida corriente. Extraños pensamientos se cruzaban por su mente, como sueños, como los repliegues de una pesadilla. El bote encalló en las piedras y Jonathan llegó a la isla.
Se quedó sentado, acurrucado y empapado, atragantándose y tratando de recuperar el aliento, con las manos ensangrentadas todavía aferradas a los remos. Se detuvo y saltó a la orilla resbaladiza. Arrastró el bote y lo dejó allí, con los remos al lado. Cogió el látigo hurgando en la llameante oscuridad. Luego se volvió y subió por el inundado camino, tanteando cuando lo perdía. Al llegar arriba, con la ropa rasgada por los arbustos y los árboles, tuvo que detenerse para calmar los latidos del corazón. Luego vio que el río cubría la isla en gran parte, y que el contorno sobresalía escasamente sobre las arremolinadas aguas. Se detuvo y miró cómo aparecía y desaparecía en los relámpagos. Pensó que a la mañana siguiente estaría casi cubierta del todo. Siguió adelante cayendo, tambaleándose, luchando, hacia la débil luz que brillaba en la distancia.