Capítulo 35

El lunes, Louis Hedler llamó a Jonathan Ferrier a su casa y le habló con extrema suavidad.

—Jon, ha habido un aplazamiento. Los miembros de la Junta Médica no vendrán antes de una semana, o más.

—¿Por qué no?

—No me lo han dicho, Jon. Espero que pienses en este asunto con mucho cuidado y mucho juicio.

—Louis, eres excesivamente moderado —dijo Jonathan—. Lo tengo perfectamente pensado.

—Eso es lo que me temía —dijo el doctor—. Te has atenido a tu propio criterio, ¿verdad?

—Así es. Si esos hombres no llegan pronto iré yo mismo a Filadelfia a consultarlos.

—Trayendo la montaña a Mahoma. No te lo aconsejo, Jonathan.

—Ayer, en la boda de Phil Harrington, oí el rumor de que Brinkerman ha sido llamado repentinamente fuera del pueblo y puede ser que se establezca en otra parte. Bueno, Louis, supongo que no sabes nada de eso, ¿verdad?

—Lo sé, pero no es conveniente sostener esta conversación por teléfono, Jon. Te enterarás de todo a su debido tiempo.

—Tengo el extraño presentimiento de que los ratoncitos, o tal vez las ratas, están corriendo en la oscuridad, y se supone que yo no tengo que oírlos.

—Me encantan tus analogías, muchacho, pero…

—También me he enterado de que Campion ha sido «llamado» a Washington. Es muy extraño, porque el presidente McKinley, según sé, se va a Buffalo a pronunciar un discurso en la Exposición Panamericana. He verificado la ausencia de Campion con una simple llamada telefónica a su casa. ¿Qué sabes de eso, Louis?

—Sabes bien que no soy el mejor amigo de Campion, Jon. ¿Por qué no vas a alguna parte durante unos días y descansas?

—¿Y por qué no te vas al infierno, Louis?

Jonathan colgó violentamente el auricular, y Louis Hedler sacudió la cabeza. La voz de Jonathan había sido razonablemente normal y controlada, pero Louis no se engañaba con eso. Temía ver llegar el día y la hora en que habría de sentarse frente a este hombre inmoderado para decirle que sus planes de venganza debían ser dejados de lado, principalmente por su propio bien. Louis llamó a Howard Best a su casa y le relató discretamente su conversación con Jon, sin dar su nombre.

—Es una buena noticia que nuestro amigo de la montaña haya tenido la discreción de irse —dijo Howard—. Temía que nuestro otro amigo le visitara por el asunto de la mutilación, o algo peor. ¿Cuándo dará la historia a los diarios nuestro amigo Gran Sonrisa?

—El miércoles.

—Me pregunto qué pensará de eso nuestro querido compañerito.

—La imaginación tambalea —dijo Louis—. Tengo la impresión de que debo visitar a mi cuñada en Scranton antes de la publicación.

—Y Beth tiene parientes en Wilkes-Barre. Siempre insisten en que los visitemos. Nos veremos al volver a Hambledon, Louis.

—Sí. De paso te diré que los miembros de la Junta Médica deben haber escuchado algo muy conciliador, probablemente de boca de Gran Sonrisa, pues fueron muy comprensivos y estuvieron completamente de acuerdo cuando insinué que tal vez no sería necesario que vinieran aquí para nada. Aparentemente no se sorprendieron en lo más mínimo cuando les envié el telegrama, pues el que ellos enviaron en respuesta fue sumamente amable, casi diría que indiferente.

—Ah, bueno, eso es lo mejor. Adiós, Louis, y que tengas unas felices vacaciones.

Jonathan ya no bebía. Sabía que debía conservar la mente bien clara si quería llevar adelante sus planes. Mientras tanto, terminaba de hacer las maletas. Tenía dos probables compradores para dos de sus granjas. No quería pensar demasiado a fondo en nada pues temía llegar a perder la razón. Sólo se ocupaba de las cosas externas. Visitó la casa donde vivían Thelma Harper y sus hijos, y para su propia sorpresa se dejó convencer y permaneció allí dos días. Recorrió los lugares destinados a la siembra de principios de otoño, jugó con los hijos de Thelma, y se sorprendió más todavía cuando descubrió que podía dormir sin beber ni tomar sedantes. Thelma le había narrado la tentativa del senador Campion de convencer a su esposo para que firmara una falsa declaración jurada contra Jonathan, y ante el asombro de la joven viuda su marido se había echado a reír como si se tratara de una broma muy graciosa. Conocía bien a Jonathan. Parecía bastante tranquilo e incluso bromeaba con ella algunas veces, pero al mirar sus ojos se sintió perturbada. Le cocinaba excelentes comidas y aunque Jon se sentaba a la mesa con ella y sus hijos, y les hacía bromas a todos, no comía casi nada. Por la noche le oía pasearse de un lado a otro durante mucho rato antes de ir a la cama.

Todo lo que Jonathan había aprendido en un período de tres meses, los ensayos de tolerancia, la caridad creciente, las tentativas de comprensión, la nueva compasión y la flexibilidad, se había perdido del todo. No era más que un absceso de odio frío y fulminante. Después de su regreso a Hambledon no fue al consultorio ni se presentó a los hospitales. «Quiero estar solo», dijo a Robert por teléfono. Tengo muchas cosas que hacer y arreglos que terminar. No mencionó unas averiguaciones que había comenzado.

«De modo», pensó Robert, «que se va de veras. Espero que no tenga un arma en su casa. No me ha gustado su tono de voz».

Jonathan recorría a caballo River Road todos los días sin mirar ni una sola vez hacia la isla. Sabía que no se atrevería a hacer lo que pensaba. Buscaba pequeños pinares y se echaba sobre la polvorienta hierba del otoño mirando al cielo sin ver y tratando de no pensar en nada. Hay un momento para todas las cosas, pensaba. Éste no es el momento… todavía.

El calor y la sequía de la tierra continuaban y parecían empeorar. Todos los días renacían las esperanzas y se elevaban plegarias para que lloviera, para que llegara de una vez el fresco del otoño, para que el verano terminara. El nivel del río era cada vez más bajo y en el campo los pozos no daban agua y las lagunas y corrientes se secaban. Por la noche soplaba el viento y se veían relámpagos que terminaban en nada, pues no se oían los truenos ni había chaparrones, tormentas, nada, aunque de vez en cuando las montañas parecían gruñir.

Cada mañana, Jonathan se sometía a la rígida disciplina que se había impuesto a sí mismo. Se levantaba, tomaba un ligero desayuno, cuando lo tomaba, leía los diarios, luego salía a dar un largo paseo a caballo y a veces echaba una siesta sobre la hierba. Luego volvía a su casa, en donde escribía o leía cartas comerciales y se comunicaba con los banqueros o agentes. Esto le llevaba la mayor parte del día. Cenaba solo mirando de vez en cuando el sitio vacío de su madre. Después de la cena iba a leer en el estudio de su padre, y a veces volvía en sí con sobresalto, dándose cuenta de que había pasado el tiempo, mucho tiempo, y que no había vuelto una página. Luego se iba a dormir. Vivía como un condenado que cuenta sus últimos días.

Sus pensamientos eran puramente abstractos y flotaban en la superficie. Evitaba pensar en Jenny Heger. Haría un viaje al extranjero, tal vez de un año o más de duración. Tenía cartas de crédito. A su regreso iría… ¿a dónde? Todavía no lo sabía. Tenía un año por delante y cuando volviera tendría tiempo de pensar cómo iba a pasar el resto de su vida. En aquellos momentos tenía un negro presentimiento de la angustia que tendría que soportar en el futuro. Su vida estaba perdida… desperdiciada. «Un hombre sin esperanzas, sin proyecto, sin un verdadero destino, está realmente muerto» se decía a sí mismo.

Robert Morgan, abatido y temeroso bajó una mañana a tomar el desayuno.

—Tenemos una invitación para cenar con el señor y la señora Kitchener, Robert —le dijo su madre con viva satisfacción.

Él miró a su alrededor. El oscuro y caluroso comedor tenía todas las ventanas cerradas como de costumbre, y no entraba la más tenue brisa ni el más débil rayo de sol. No era que le interesara mucho el sol últimamente, pues jamás el calor y la sequía habían durado tanto tiempo y ahora parecían no tener fin. El cielo estaba cada día más amarillento, como si tuviera ictericia, y una o dos veces por día gruesas nubes negras oscurecían la tierra, pero nunca llovía y pronto volvía a salir el sol, tan ardiente como antes.

—¿Qué has dicho, madre? —preguntó.

En la cara gris y ceñuda de Jane Morgan se dibujó una sonrisa tonta.

—Me gustaría que me escucharas, Robert. Simplemente he dicho que Maude Kitchener parece embobada contigo.

Robert pensó en Jenny Heger y sintió un habitual espasmo de amor, ansiedad y desesperanza. Últimamente no había podido verla. Presentía que ella no le recibiría de muy buena gana en la isla en aquellos días o quizá nunca más.

—No has tocado tu tostada, Robert —dijo Jane—. No sé qué te pasa últimamente. Pareces tan… tan preocupado por algo. Confío en que todo anda bien para ti en este pequeño pueblo.

—No es tan pequeño, madre. Sí, todo me va bien. Me he hecho cargo de todos los pacientes de Jon. —Miró su taza, donde el café ya se estaba enfriando, pero no la levanto—. Desearía que no se fuera.

—Está obligado a irse —dijo Jane Morgan con ácida satisfacción, y Robert levantó la vista rápidamente.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Robert, lo dice todo el pueblo, no es que yo ande chismorreando por ahí. Pero ahora conozco perfectamente bien a la señora Beatrice Offerton, una señora muy agradable y bien parecida, muy democrática, pero que sin embargo aprecia mucho nuestra condición social en Filadelfia. Conoce Filadelfia y hemos descubierto que tenemos amigos comunes. Te sorprenderá, Robert, que la señora Offerton tenga una opinión tan baja de ese detestable hombre.

Robert se dio cuenta por fin de que escucharía algo interesante si no apuraba a su madre, de modo que quedó a la expectativa.

Jane levantó la cabeza con aire jovial.

—Así es, Robert —dijo—. Recuerda que nunca me ha gustado, nunca he tenido confianza en él y siempre he creído que era culpable de aquel crimen. La señora Offerton está de acuerdo conmigo en todo. Hace apenas una semana me dijo, o más bien diría que me insinuó, que se están juntando nuevas evidencias que prueban que fue él quien verdaderamente asesinó a su esposa.

Robert mostró una sonrisa que a su madre le pareció extremadamente rara.

—¿No estás de acuerdo, Robert?

—Claro que no. ¿No va siempre a Washington con su hermano?

—No.

—Él está allí ahora.

Robert tomó el diario que estaba al lado de su plato, doblado, esperando. Jane había preparado siempre de aquel modo el diario de la mañana para su padre y jamás se le había ocurrido ni se le ocurría ahora, leerlo antes de que el «caballero» de la casa lo hubiera hojeado. Jane estaba fastidiada con Robert por haber tomado sus noticias tan a la ligera y haberse despreocupado inmediatamente del asunto. Últimamente su aspecto no era bueno: había perdido peso, parecía preocupado. Con frecuencia oía que pedía el número de Ferrier, pero aparentemente «ese hombre» nunca contestaba a sus llamadas, y Robert desesperanzado, dejaba un mensaje a la criada. ¿Se habían peleado Robert y él? Tenía esa esperanza. No quería que a su hijo le quedara ninguna mancha por su «asociación» con ese hombre. Escudriñaba a Robert mientras él desplegaba el diario con indiferencia, pensando que sus colores no eran tan intensos como debieran ser y que se reflejaba la melancolía en su rostro. Ah, bueno: la responsabilidad pesaba mucho sobre el joven. Pronto se adaptaría. Además, había aquella adorable muchacha, Maude Kitchener, que le estaba ajustando decididamente las clavijas. Jane se sobresaltó, Robert había soltado repentinamente una exclamación fuerte y alegre y hacía gestos jubilosos mirando el diario.

—¡Por favor, me has asustado! —dijo Jane pero Robert reía con todas sus ganas y le tendía el diario por encima de los platos.

—¡Lee, madre! —dijo—. Fíjate en esa nota de la primera página, fechada ayer en Washington.

Jane abrió su estuche de vidrio, se puso los anteojos, miró con suspicacia a su hijo y luego se fijó en la nota que él había señalado. Decía:

Senador declara al Dr. Jonathan Ferrier de Hambledon, Pennsylvania, limpio de toda sospecha del asesinato de su mujer en noviembre pasado.

—¡Oh! —dijo Jane incrédula. Miró la parte superior del diario como si sospechara un engaño y echó una ojeada a las columnas que seguían el encabezamiento. Sus labios, secos y rígidos, estaban fruncidos como si estuviera a punto de llorar.

El senador por la Comunidad de Pennsylvania, Kenton Campion ha convocado hoy una conferencia de prensa en Washington para limpiar el nombre de uno de sus paisanos, el doctor Jonathan Ferrier, a quien arrestaron en diciembre del año pasado por el supuesto asesinato de su esposa, Mavis Eaton Ferrier, después de una operación criminal. Se recordará que el caso atrajo el interés y la publicidad de toda la nación debido a la prominente situación del doctor Ferrier y de su esposa, y la extraordinaria brutalidad del crimen.

El abogado del doctor Ferrier en Hambledon, Howard Best, pidió cambio de jurisdicción por la supuesta hostilidad e indignación de ese pueblo contra el doctor Ferrier. El señor Best dijo que no creía posible que el doctor Ferrier tuviera un juicio imparcial en vista de esas circunstancias. El proceso fue trasladado a Filadelfia y el doctor Ferrier fue posteriormente absuelto. Los señores Cranbury y Oldsman, de la firma legal Cranbury, Smythe, Jordan y Oldsman, fueron los defensores del doctor Ferrier durante un juicio largo, dramático y sorprendente. El caso sigue siendo un misterio hasta el día de hoy, pues ninguna otra persona ha sido acusada del crimen ni arrestada.

Periodistas de todas las ciudades importantes de la nación estuvieron presentes durante el proceso, que duró unas cuatro semanas de constantes y repetidos testimonios, tanto por la defensa como por la acusación. Nunca salió a la luz el motivo del supuesto crimen, de modo que el jurado dictó un veredicto de inocencia después de prolongadas votaciones. En cierto momento el juez Henry Morrissey llegó a creer que el jurado no llegaría a una votación unánime, que se vería obligado a despedirlo y llamar a nuevo juicio. El fiscal fue el abogado Nathan Campbell de Filadelfia, quien expresó elocuentemente su disconformidad cuando se leyó el veredicto.

El doctor Ferrier regresó a Hambledon y volvió a ejercer su profesión. Posteriormente decidió vender su consultorio y dejar el pueblo. Esto fue debido, según rumores, al hecho de que el pueblo no aceptaba del todo el veredicto del jurado de Filadelfia y había algunas reacciones populares contra el doctor Ferrier.

Con este motivo el senador Campion ha declarado hoy que había resuelto efectuar una investigación a fondo para limpiar el nombre del doctor Ferrier. El senador Campion es un viejo amigo del doctor Ferrier y de su familia. Sin embargo, ha declarado el senador Campion al reportero, esto no ha influido en mi resolución de que se hiciera justicia y que el nombre de un hombre honorable, un famoso y digno ciudadano de mi pueblo natal, Hambledon, fuera rehabilitado sin mancha y respetado nuevamente. Por lo tanto, hace algunos meses inicié calladamente una investigación por mi cuenta en beneficio del doctor Ferrier, sin temer a la verdad y decidido sólo a sacar todos los hechos a la luz pública.

La investigación fue de carácter privado y llevada a cabo por los más estimables ciudadanos e investigadores, verdaderos expertos en su oficio. No se ha reparado en gastos, no se ha dejado ninguna piedra en su sitio, no se ha desdeñado ninguna posible pista. Las afirmaciones más locas han sido estudiadas para probar su falsedad o su veracidad. No se ha dejado de lado a nadie que hubiera tenido la más leve vinculación con el caso. Los investigadores se olvidaron de dormir y finalmente admitieron que no había una sola pieza de prueba que pudiera servir para inculpar al doctor Ferrier.

Entre los que fueron consultados asiduamente figura el doctor Martin Eaton, tío y padre adoptivo de la difunta señora de Jonathan Ferrier, quien había estado presente durante las largas semanas que duró el proceso. La salud del doctor Eaton fue muy precaria desde la muerte de su sobrina y hemos tenido a la vista pruebas evidentes de que vivió, durante las dos semanas finales de su vida, en un estado de confusión y aflicción. Se dice que cuando fue leído el veredicto de «Inocente», él gritó «¡No, no!», y después cayó en la sala del tribunal, víctima de un severo ataque.

El estado físico del doctor Eaton le impidió dar a conocer lo que pensaba, según explicó a uno de mis investigadores hace apenas tres semanas. Luego le consulté yo también, rogándole que me dijera la verdad. El doctor Eaton declaró que nunca había creído que el doctor Ferrier fuera culpable y que había aceptado plenamente las argumentaciones de la defensa de que el doctor Ferrier estaba en Pittsburgh durante los momentos cruciales. No había dudado de los testimonios dados bajo juramento por prominentes médicos que habían estado en compañía del doctor Ferrier durante varios días y habían presenciado dos operaciones que éste había hecho a dos prestigiosos ciudadanos de Pittsburgh. El motivo de aquel ambiguo grito de «¡No, no!», al darse el veredicto, fue que en su estado mental de desolación y confusión había creído que el jurado daba un veredicto de culpabilidad y, por lo tanto, se desmoronó. A partir de aquel momento se convirtió en un inválido recluido en su casa que no recibía a casi nadie y que, por lo tanto, ignoraba que el nombre del doctor Ferrier estaba aún manchado por las sospechas de los habitantes de Hambledon. Cuando yo y mis investigadores pusimos esta situación en su conocimiento, declaró enfáticamente que en ningún momento había creído al doctor Ferrier culpable del horrendo crimen.

El doctor Eaton declaró también con vehemencia que la vida conyugal del doctor Ferrier y su esposa había sido sumamente feliz, sin una sola nube, y que en el caso no se hallaba involucrada ninguna mujer. El doctor Eaton, lamento decirlo, se sintió tan disgustado al saber que sus paisanos aún creían culpable al doctor Ferrier, que tuvo una recaída y murió el 1 de septiembre. Le sobreviven su esposa, la señora Flora Eaton, y varios primos en Filadelfia, pero ningún hijo.

Estoy encantado, ha dicho el senador Campion usando la palabra al estilo de su íntimo amigo, el vicepresidente Theodore Roosevelt, por la feliz conclusión de este triste asunto y la final y definitiva rehabilitación del doctor Jonathan Ferrier. El verdadero criminal no ha sido descubierto aún, pero eso ya no depende de mí. Solamente espero que el doctor Ferrier olvide y perdone las injustas sospechas de sus conciudadanos, que acepte seguir viviendo en el pueblo y mantenga su posición como miembro del personal de los dos hospitales de Hambledon para que su ilimitado talento nos siga beneficiando a todos los que vivimos allí, como nos benefició antes de su arresto y juicio. Su padre, el finado Adrian Ferrier, fue un ciudadano importante de Hambledon, descendiente de uno de los Padres Fundadores de la gran Comunidad de Pennsylvania, y su madre, una gran señora, era la señorita Marjorie Farmington de los Farmington de Filadelfia.

El senador Campion ha dado muestras de una inmensa alegría y satisfacción por los resultados de su altruista investigación, llevada a cabo a sus expensas, y ha declarado que había procedido así no sólo para limpiar el nombre de un querido y apreciado joven amigo, sino para probar, una vez más, que la Justicia no ha muerto en América sino que surge con toda su gloria cuando se pide su presencia, y que en la República de los Estados Unidos de América ningún hombre puede ser condenado injustamente, al revés de lo que sucede en otras naciones. El senador Campion fue un ardiente defensor de la guerra Hispano-Americana, como se recordará, y quiso unirse con su amigo, el coronel Theodore Roosevelt, como miembro del Cuerpo de Jinetes Implacables. Su edad se lo impidió.

Robert observaba a su madre con una alegría y una malicia muy poco filial mientras leía. Ella miraba la parte superior de la página a cada momento como si temiera ser víctima de una broma pesada. Un color feo le teñía las mejillas y se mordía los labios como si estuviera pensando cosas indignas. Finalmente levantó la vista y chocó con los ojos sonrientes de Robert.

—¡Oh, ese hombre santo, caritativo, noble!

—Te refieres a Jon, supongo.

—¡Robert! Me refiero al senador Campion. ¡Pensar que comete perjurio, gasta tanto dinero, se rebaja como senador de su país, para quedar expuesto a los chismes y conjeturas!

Robert trató de arreglar las cosas, pero fracasó. Pidió café fresco. Parecía rejuvenecido.

—Si yo estuviera en tu lugar, madre, no le sugeriría a la señora Offerton que su hermano, el senador, había «perjurado». Eso es un delito grave, en este caso es difamación.

Jane se asustó.

—¡No quiero decir exactamente eso, Robert! ¡Siempre confundes mis palabras! Oh, querido, supongo que ahora ese espantoso hombre se quedará en Hambledon.

—El impoluto senador ha declarado que Jon no es culpable. ¿Qué mejor prueba quieres? ¿Un mensaje de San Gabriel en persona? No sé por qué llamas «espantoso» a Jon. No tienes motivos para pensar así, nunca los has tenido. El senador mismo dice que no y si quieres seguir en buenas relaciones con su hermana, la señora Offerton, será mejor que declares a los cuatro vientos que estás de acuerdo en todo con su hermano.

De mejor humor que el que había tenido desde hacía algún tiempo, Robert se dirigió al consultorio, donde le saludó la señorita Forster, bañada en lágrimas de júbilo y agitando un ejemplar del diario.

En aquel momento, Jonathan también leía el diario.

A medida que iba leyendo se le nublaban los ojos y sentía una siniestra opresión en el pecho. Notó que le subía la presión arterial. Terminó la lectura, se recostó en la silla y miró sin verlo el aparador que tenía frente a él. Sentía resonantes latidos en el cuello y tenía tenso el cráneo. Un dolor punzante le corrió por el lado izquierdo del pecho y luego por el brazo. Respiró con cuidado y lentamente, hasta que se calmó el espasmo de furia. Ahora sudaba.

Se levantó y se dirigió al teléfono para llamar a Louis Hedler en Sta. Hilda. Le informaron de que el doctor había sido llamado urgentemente a Scranton el día anterior, pues un pariente suyo estaba enfermo. A Jon se le dibujó una rara sonrisa en el rostro. Llamó entonces a Howard Best a su casa y a su despacho. El señor Best estaba en Wilkes-Barre pasando unas breves vacaciones con su esposa. Jonathan colgó el auricular, y no sintió la menor sorpresa. Entonces sonó el teléfono y Mary corrió apresuradamente a atender la llamada.

—Mary —le dijo Jon— habrá muchas llamadas para mí esta mañana. Di a todo el mundo que no estoy en el pueblo, ¿quieres?

Asombrada, Mary contestó la llamada como le habían ordenado. Jonathan echó una mirada al aparato, pensando que podría llamar al Hambledon Daily News para decirles que el senador Campion había mentido, que su historia era falsa y que él, el doctor Ferrier, se sentiría muy complacido en explicarles la verdad si le mandaban un cronista. Fue a coger el teléfono y se contuvo. Louis Hadler y Howard Best le habían traicionado por alguna razón. ¿A quién protegían? ¿A alguien a quien temían? ¿A Campion? En aquel momento se le ocurrió que le protegían a él. Volvió a tender la mano hacia el teléfono y de nuevo se contuvo. Había prometido a aquellos increíbles sinvergüenzas que no haría nada hasta que se lo autorizaran.

Entró en la sala de su madre, se sentó en uno de los silloncitos tapizados en seda y fumó un cigarrillo tras otro, pensando furiosamente, lleno de odio, frustración, rabia y humillación. ¡Ah, no cabía la menor duda de que aquellos degenerados habían llevado a cabo algo muy hábil e inteligente! Algo destinado a suavizar las cosas, hacer que todo quedara claro, limpio y sereno, evitar el escándalo, impedir que se alterara el orden, y mientras tanto, dejar sin castigo tanto a Campion como a Brinkerman, para proteger finalmente los nombres de Mavis y Martin Eaton. Jon sentía deseos de matar.

—«No me tienen confianza», pensó, y tuvo que reconocer que les sobraban razones para no confiar en él. Fue hasta el comedor y llenó medio vaso de whisky que bebió sin dejar de pensar. No, no iba a permitir que le hicieran fracasar. No le mantendrían tranquilo, no impedirían que se vengara. No podían esconderse eternamente ni podrían estar huyendo de él toda la vida. ¡Cuando les pusiera las manos encima! La explosión que haría volar a Hambledon se oiría de un extremo a otro del país, como ya lo había hecho tambalear aquella ridícula y despreciable historia. Aplastaría a Campion de una vez por todas y destruiría a Brinkerman. Después, cuando el whisky empezó a producir su efecto en el estómago vacío y los vapores se le subieron a la cabeza, se echó a reír. ¡Tenía que estar agradecido a Brinkerman! Había matado a Mavis.

—Debería colgarle una medalla como recompensa al favor que me hizo —dijo en voz alta.

Miró por la ventana y vio a Robert Morgan que cruzaba el sendero de césped y se dirigía hacia su casa. Venía con su rubicundez mojigata de boy scoutt. Se veía que lo sabía todo, que había leído el diario, Jonathan bebió de un trago lo que quedaba de whisky y esperó. Pocos instantes después se le acercó Mary y le preguntó en voz baja:

—¿Está en casa, doctor?

—Sí, Mary —contestó con voz llena de amabilidad—. Siempre estoy en casa para el doctor Morgan. Hazle entrar y después cierra la puerta.

La muchacha miró el vaso que Jon tenía en la mano y fue a buscar a Robert. Jonathan, que llenaba de nuevo el vaso, vio que el joven parecía a la vez eufórico y aprensivo.

—Entre, Bob —le dijo—. ¿Me acompaña?

—¿A las nueve de la mañana? No, gracias. —Robert se quedó callado mirando primero el vaso y luego cómo Jonathan tomaba un largo trago—. Veo que ya ha leído el diario de la mañana.

—Sí. Adorable historieta, ¿no le parece? ¿Es obra de Hedler?

—No sé más de lo que usted sabe —contestó Robert—. Lo que usted leyó aquella noche en la oficina de Louis. Yo había oído algunos rumores mucho antes y finalmente fui a contárselos a Louis. Entonces me di cuenta que él era un amigo. Me tomó confianza. Mi madre conoce a la señora Offerton y me fue contando cositas de aquí y de allá, hasta que terminé por pensar que Louis tenía que conocerlas. Pero él ya sabía más.

—¿Y la cajita de chocolate, y las frutillas con crema de Campion?

—De eso no sé nada —dijo Robert mirándole desafiante—. Pero ¿qué tiene de malo? Lo que hicieron fue lo mejor, Louis y Howard han sido muy ingeniosos. ¿Qué quería usted, ver a Campion hundido en el barro? Confieso que a mí también me habría gustado, pero ¿qué resultado hubiera tenido para usted? Más escándalo, difamación, odio, confusión, dificultades, calamidades. ¿Se ha olvidado de su madre?

—En absoluto, la tengo bien presente. Siempre recordaré a mamá y todo lo que ha hecho por mí. —Los ojos de Jon estaban inyectados en sangre y tenían una luz inquietante—. Recuerdo también a mi hermano. Pero ya me ocuparé de ellos en el momento oportuno. Primero están Campion y Brinkerman.

—Louis excluyó a Brinkerman del personal y se ha ido de Hambledon. ¿No lo sabía?

—Sí, y todos los crímenes sin castigo. Me doy cuenta y me siento arrullado de placer.

—Ha dejado a su esposa y a su casa. Todo lo que tenía. Ya no podrá practicar más la medicina.

—¿Supone usted que con eso me consolaré, después de todo lo que me ha hecho?

—Creo que sí. Es un criminal y un mutilador, pero también es médico. Piense lo que esto significa para él. Louis ha prometido que si llega a enterarse de que practica en alguna parte, va a sacar a la luz toda la historia.

—Louis no tendrá que esperar tanto, Bob. Cuando Louis vuelva y yo quede libre de mi promesa, explicaré la historia a todos los diarios de la nación.

Robert lanzó un suspiro y se sentó pesadamente sobre una de las sillas que rodeaban la lustrosa mesa del comedor.

—¿Con qué propósito? —preguntó.

—¡Maldita sea! ¿No tiene inteligencia, ni agallas, ni hombría, para pensar que yo debería sentirme satisfecho con que tapen la verdad con un poco de crema, y perdonar y olvidar?

—Si se tratara solamente de usted —dijo Robert— me parecería muy justo que denunciara a esos pillastres. Pero hay otras personas. Su madre, incluso su hermano, las chicas que declararon bajo juramento para protegerle, el recuerdo de Martin Eaton. Eso para nombrar a unos pocos, pero, por encima de todo, usted mismo. ¿Qué cree que va a ganar exponiéndose de nuevo a la notoriedad y perjudicando a Louis y Howard Best, sus mejores amigos? ¿Se cree un pequeño Sansón?

—¿Cree usted acaso que me interesa este pueblo o alguna persona viva en él? —dijo Jonathan arrojando su vaso contra una pared.

—No —dijo Robert con toda tranquilidad—. No creo que le interese nada ni nadie, ni siquiera usted mismo.

Observó la copa de cristal que se acercaba a Jonathan rodando sobre la alfombra. Cuando llegó, éste la aplastó con el pie y Robert se sintió asqueado por aquel despliegue de insensata violencia.

—Hay alguien más, también —dijo—. Francis Campion, que viajó miles de millas para ayudarle. He oído decir que le ha llamado una docena de veces, pero que usted no contestaba el teléfono. ¿Sabe que denunció a su propio padre ante Louis y Howard en beneficio suyo y que amenazó, también en beneficio suyo, con denunciar a su padre públicamente?

—Sensato el muchacho —dijo Jonathan—. Tengo que llamarle para agradecérselo y alentarle.

—Y cuando haya denunciado a su padre, ¿cómo cree usted que va a sentirse? —preguntó Robert haciendo un chasquido con la boca.

—Limpio.

—Usted no cree eso, Jon. No es esa clase de muchacho. Piense lo que haría si se tratara de su propio padre. Bueno, si hace lo que evidentemente piensa hacer, aplastará no sólo ese vaso que está allí, sino a todo un pueblo. Y a usted. Eso es lo que Louis trata de impedir. Está dispuesto a dejar que escapen Campion y Brinkerman para protegerle… contra usted mismo. Le conoce muy bien.

—Ya que usted sabe tanto —dijo Jonathan con una fea expresión en el rostro— quizá pueda decirme cómo se las arreglaron para conseguir que Campion volcara ese balde de bazofia en la prensa.

—Bueno, Howard me dio un indicio. Le amenazaron. ¿De qué otra forma lo hubieran conseguido? Querían dejarle limpio a usted de una vez por todas. Con arruinar a Campion no habrían conseguido nada. La gente seguiría interpretando su historia a su modo, y como no lo aprecian a usted, pensarían finalmente que él era un mártir de su deseo de venganza. Así que para obligarle a decir esa sarta de mentiras supongo que le explicaron lo que es capaz de hacer usted. Es más, debieron decirle con qué ansiedad la gente se tragaría su historia sin discutirla… en su beneficio. Apreciarían a Campion por su generosidad para con su joven amigo y le admirarían más que nunca. Y, a su vez, usted se beneficiaría, pues nadie dudaría de su palabra. Dudan de la suya, Jon.

—De modo que de nuevo quedará limpia la aureola de Campion. ¿Es ése el plan?

—No, exactamente —dijo Robert sonriendo levemente—. El plan es devolverle a usted la suya que, me parece necesario insistir, está bastante deteriorada y corroída.

—Me encanta que se tomen tantas molestias por mí —dijo Jonathan—. Estoy apabullado. Pero ninguno de ustedes ha tenido ninguna consideración por mis sentimientos, por lo que yo quiero, lo que merezco y lo que debería tener.

—Creo —dijo Robert— que todo eso se consideró muy a fondo.

Jonathan lo observó fijamente.

—Eso me suena un poco ambiguo.

—Usted siempre busca a las cosas un significado más sutil que el que tienen —dijo Robert levantándose.

—Cuando vuelvan Louis y Howard daré la información a los diarios.

—A los diarios les encantan las noticias resonantes como ésa, llenas de escándalos, crímenes, abortos, cohecho y perjurio, adulterio, la deshonra de una figura pública. Lo admito, Jon, pero aunque los diarios estén ansiosos de que les explique su historia, querrán tener pruebas de cada palabra. ¿Tiene usted esas pruebas?

Jonathan le miró. Los ojos se le dilataban y se le achicaban.

—¿Pruebas?

—Sí. Declaraciones juradas. La que hizo Martin Eaton ya agonizante, para empezar, la de las muchachas, la de la señora Beamish. Claro, supongo que usted podría pedir una orden judicial para exigir que Louis las entregue, pero ¿qué pasaría si Louis negara haber tenido esas declaraciones juradas en sus manos? Louis es todo un poder en este pueblo y usted lo sabe. Su palabra va a pesar más que la de usted. —Sonrió ante la cara congestionada de Jonathan, aunque seguía sintiendo bastante miedo.

—Han tomado en consideración cada posibilidad para protegerle de los posibles resultados de su carácter dulce y sus inmoderados impulsos.

Jonathan se levantó, fue a buscar otro vaso, lo llenó y lo tragó de un golpe. Su aspecto anunciaba peligro.

—Louis quiere que usted se quede en Hambledon —dijo Robert— donde nació usted y todos sus antepasados. Sabe, aunque usted lo niegue, cuánto quiere usted a este pueblo y lo profundamente enterradas que están sus raíces. Sabe todo lo que usted ha tratado de hacer por Hambledon. Sabe lo que significará para usted irse de aquí. Todo lo que ha hecho ha sido por usted.

—Mi querido Louis —dijo Jonathan.

—Hay alguien más que no he nombrado todavía: Jenny Heger.

—Deje en paz a Jenny —dijo Jonathan apartando el vaso de la boca—. No hay ningún futuro para Jenny y yo. Tengo suficiente presencia de ánimo para saberlo, suficiente claridad mental para comprender lo que sería de Jenny si me casara con ella.

—Bueno, las mujeres son muy raras, Jon. Me fastidia pensar que una muchacha como Jenny pueda casarse con un hombre como usted. En realidad, creo que no podría quedarme en este pueblo si usted se casara con Jenny. —Robert hablaba con toda calma—. Me dolería demasiado, pero sería la elección de Jenny y tiene todo el derecho de hacerla.

—Dejo a Jenny en sus manos, Bob —dijo con una leve sonrisa.

—Un hombre normal no diría tal cosa, pero usted no es normal. Además, Jenny no es una mercadería para negociarla y entregarla a quien la haya pagado. Es un ser humano, una mujer, con su propia mente y sus propios deseos. El otro día me dijo que nunca le olvidaría y que nunca se casaría con nadie más que con usted. Sí, en realidad las mujeres son raras.

Le resultaba insoportable quedarse ahora que había hablado de Jenny, de modo que abrió la puerta y abandonó la casa. Jonathan le miró alejarse a través del césped en dirección al consultorio, con la rubia cabeza inclinada y con los movimientos de quien está demasiado apenado.

Oyó sonar incesantemente el teléfono y a la atareada Mary contestando:

—No, el doctor no está en casa. ¿Tiene algún encargo para él?

Jonathan cogió la botella de whisky y un vaso y subió las escaleras, encerrándose en su cuarto.