Capítulo 34

A la mañana siguiente, muy temprano, el doctor Louis Hedler y Howard Best se dirigieron a la residencia del senador Kenton Campion. El aire era más fresco a medida que ascendían por la montaña, y allí por lo menos había verdor y sombra, pero el cielo mantenía un raro color azafrán, aunque todavía no habían dado las nueve de la mañana. Vieron en su camino las hermosas casas que se levantaban en medio del suave césped, oyeron el silbido de las mangueras, las voces apagadas de los jardineros, los alegres ladridos de los perros y las cristalinas voces de los niños, pero el camino estaba blanco de polvo y en alguna que otra pared se reflejaba la luz cegadora.

—Parecía completamente desinteresado cuando le llamé anoche, antes de reunirnos con Jon Ferrier —dijo el doctor Hedler—. Le dije que era importante, que tenía que verle esta mañana y no en mi despacho, y no pudo mostrarse más indiferente ni menos curioso.

—Probablemente cree que vienes a interceder por Jon —dijo Howard—. Las amenazas que te hizo no fueron muy sutiles, ¿verdad?

—No. Kent es un hombre indigno y perverso. No importa. Estoy completamente de acuerdo contigo, Howard, en que debemos manejar el asunto de esta manera, sin publicidad, ni diarios, ni Junta Médica del Estado, ni testigos. Puedes decir lo que gustes sobre Campion, y yo estaré de acuerdo contigo de todo corazón, pero tenemos que admitir que también se sabe cuidar y sabe cuándo puede atacar y cuando debe retroceder. No queremos que Jon tenga que enfrentarse con toda esa gente, ya lo hemos convenido. Estaba casi enloquecido anoche y sólo Dios sabe qué piensa hoy y qué planes estará haciendo. Así es que por su bien debemos prescindir de él y terminar las cosas con calma. Cuando Campion huela la carroña que hemos preparado para Brinkerman retrocederá tan rápido que va a desaparecer en un abrir y cerrar de ojos. Kent no quiere saber nada de escándalos.

—¡Y no tendrá que pagar por esta apestosa confabulación contra Jon! Bonita idea.

—Así es. Pero algunas veces, para ayudar a un inocente como Jon, se tiene que dejar escapar al sinvergüenza. Tengo la esperanza de que Jon sepa apreciar esto algún día, aunque dudo que ahora esté lo suficientemente tranquilo como para estar de acuerdo. A su modo, nuestro Jon puede ser muy vengativo. No nos agradecerá el trabajo que estamos haciendo esta mañana… por ahora. Más tarde, puede ser que sí.

El pueblo quedó atrás invadido por oleadas de calor y el agua del río parecía de latón. El doctor Hedler se sentía incómodo dentro de su traje marrón y como era corpulento, empezó a sufrir. Se echó atrás el sombrero de paja, dejando al descubierto gran parte de su cráneo redondo, y echó una bocanada de humo.

—¿Crees que podrás anular esa orden de captura contra Jon, Howard?

—Todavía no está firmada. Algo me dice, como te insinué anoche, que a Campion le va a faltar tiempo para llamar al sheriff y pedirle que la anule, asegurándole que todo anda sobre ruedas. ¡Ah, te puedo asegurar que ahora va a cubrir sus gordas nalgas con maravillosa habilidad!

—Me fastidia que un bribón como él se zafe de este embrollo sin una sola herida —dijo Louis suspirando—. Y me fastidia mucho más pensar que volverá a Washington a hacer sus habituales bribonadas, sereno, presuntuoso, amado y admirado. Puede ser que dentro de muy poco tiempo hable con el gobernador para enseñarle unos cuantos documentos. Tal vez la legislatura no vuelva a confirmar a Campion, o quizá le hagan volver. Pero eso va a echarnos encima a los diarios. Los cronistas tienen una curiosidad enorme y pueden arrastrar a Jon. Tengo que pensarlo.

—Tenemos que hablar muy tiernamente de Jon —dijo Howard—. Si fuera más razonable podríamos discutir las cosas con él y trazar nuestros planes. Creo, o mejor dicho, estoy seguro, que lo que supo de su hermano, ese maldito charlatán, lo sacó de su precario equilibrio. Las otras cosas… bueno, eventualmente podría haberlas visto con bastante tranquilidad, en su verdadera proporción.

—Siento pena por Marjorie Ferrier, con dos hijos como ésos —dijo Louis—. Ella no está de acuerdo con nuestra limpia teoría de que mucho de lo que le sucede a uno tiene origen en su propia naturaleza. Marjorie ha sido siempre una gran señora, tolerante, amable, compuesta, llena de fortaleza e inteligente. Nunca se ha cruzado en el camino de nadie.

—Tal vez —dijo Howard— vengan de ahí todas estas malditas dificultades. Empiezo a creer que la tolerancia puede originar más desastres que la intolerancia.

—¿Qué va a hacer ahora? —dijo Louis cuando se iban aproximando a la propiedad de Campion.

—Haga lo que haga —dijo Howard con pesimismo— puedes estar seguro que será lo peor.

La delgada criada que los recibió en la entrada les dijo que les esperaban. Entraron al brillante vestíbulo de mármol y pasaron a la habitación con ventanas florentinas que daba a los jardines y a las cálidas montañas color púrpura y bronce. Se encontraron con el fatigado Francis Campion, sonriente debajo de su negra sotana.

—He llegado un poco más temprano —les dijo estrechándoles tímidamente las manos pero mirándoles los rostros con ansiedad—. ¿Cómo está el doctor Ferrier?

—Tan mal como puede esperarse —dijo Howard.

Francis hizo un gesto dolorido y comenzó a pasearse lentamente por la habitación.

—El padre McNulty me envió un telegrama muy largo —dijo—. Y había una carta suya esperándome aquí. Me cuesta creerlo. ¡Es una historia espantosa y verídica también!

—Completamente verídica —dijo Louis Hedler—. No sé qué habrá podido explicar el padre en un telegrama y una carta, pero han ocurrido muchas cosas desde entonces y cada una de ellas es peor que la anterior. —Se detuvo—. En lo que concierne tan íntimamente a tu padre, tal vez sería mejor que no oyeras nuestra conversación con él, Francis.

—Me quedo —dijo el joven resueltamente—. Yo también tengo algunas cosas que decirle. Si es necesario, las diré delante de ustedes. He sido un cobarde. No quiero hacerle daño, pero tengo que pensar en mi país. Es posible que pueda llegarse a algún acuerdo para que el nombre de mi padre no sea destrozado por los diarios. La elección está enteramente en sus manos.

Howard y Louis se miraron y entonces Howard sonrió y suspiró muy contento.

—Nos das una gran satisfacción, Francis —dijo restregándose las manos.

Oyeron ruido de pasos que se acercaban, tranquilos, indiferentes, y entró el senador Campion, radiante, color nogal, repleto de comida y fresco después de una buena noche de descanso. Era una especie de querubín grande, de edad mediana, rollizo pero imponente, satisfecho de vivir y, según Howard Best, dormía tan abrigado como un cordero. Siempre en pose de político, saludó a sus visitantes con alegre amabilidad, les estrechó cariñosamente las manos, les sonrió y los escudriñó con su aguda vista, alerta, dura.

—Veo que ya han saludado a Francis —dijo apoyando una mano sobre el hombro de su hijo pero Francis se apartó y él no le dirigió ni siquiera una mirada—. Es una sorpresa agradable y completamente inesperada, por otra parte. Francis, como el asunto sobre el que vienen a consultarme es muy privado y hay que tratarlo con suma discreción, ¿querrás dejarnos solos?

—No —dijo Francis—. Creo que también me interesa. Las espesas cejas color nogal se levantaron. El senador giró sobre sus talones y se enfrentó a su hijo.

—¿A ti? ¿Cómo puede interesarte, hijo?

—Sé que se refiere a Jon Ferrier y cualquier cosa que afecte a Jon Ferrier me interesa a mí.

El rostro joven y delicado de Francis se puso firme y la expresión de sus ojos dejó de ser tímida.

—¿Cómo sabes que se refiere a Ferrier? —preguntó el senador, más pálido que antes.

—Se lo hemos dicho nosotros —dijo Howard rápidamente.

—Ah, se lo han dicho. —La mirada del senador se concentró en Howard, amenazante—. Creo que ha sido una imprudencia por su parte, Howard. Ésta es una cuestión legal y usted ha procedido faltando a la ética. Creo que la Asociación del Foro…

—Siempre procedo prescindiendo por completo de la ética para proteger al inocente —dijo Howard—. ¿Y usted, senador?

—Hay una pequeña cuestión relacionada con la inocencia de su cliente, Howard. Es su cliente, ¿no?

—Sí.

—¿Cómo ha sido? ¿Cómo se han enterado de este asunto privado, cuando no se había permitido que trascendiera una palabra sobre él más allá de las puertas cerradas?

—Jon escuchó rumores —dijo Howard—. Nada más que rumores, de modo que vino a verme basándose en esos rumores.

—Rumores… —el senador contempló a Louis por largo rato—. Confío en que provendrían de una fuente incuestionable, ¿no, Howard?

—Incuestionable, digna de confianza. Las noticias corren en un pueblo pequeño como éste, senador. Por ejemplo: charlas de muchachas asustadas, señoras indiscretas que intercambian secretos. Un colega huele un olorcito de escándalo, de peligro, otro colega escucha una conversación privada e informa al interesado. La gente redacta tranquilas declaraciones juradas y los empleados chismean. Todo eso llega hasta los umbrales de Jon. Nada tangible, naturalmente, pero sí suficiente. Entonces él viene a verme para pedirme que proteja sus intereses. ¿Le parece suficiente?

—Creo que miente —contestó el senador sin dejar de mirar a Louis Hedler.

—Bah, eso no tendrá la menor importancia dentro de… digamos, una hora —dijo Howard consultando su reloj—. Entonces usted estará muy agradecido, y no disgustado, de que le hayamos consultado antes de ponernos en movimiento.

—Antes de ponerse en movimiento… —dijo el senador.

—Exactamente. Le tenemos reservado un lugar en nuestros corazones, Kent, de veras que sí. Por lo tanto, en vez de congregar a los diarios, pedir órdenes de captura inmediata y mencionar su intervención en todo ese asunto, venimos a conversar con usted.

—¡No sé de qué diablos están hablando! —gritó el senador mirando a Louis con mirada asesina.

—Bueno, pero yo sí —dijo Howard sonriente—. Por ejemplo, estaba hace poco en Scranton visitando a unos conocidos, que son amigos íntimos de una tal Edna Beamish, y… usted sabe cómo es la gente senador, dijeron que usted, usted mismo, es un amigo muy querido, muy íntimo, de Edna. Sí, de veras, muy íntimo.

El senador seguía palideciendo. Echó una rápida mirada a su hijo, que escuchaba atentamente.

—¿Y qué hay de malo? —preguntó Kenton Campion—. Conocía muy bien a su marido.

—Usted y ella también conocen al doctor Brinkerman, ¿no es cierto? —preguntó Howard mirándole fijamente para poder sorprender cualquier reacción de temor o de culpa. No tenía pruebas de la vinculación entre Edna Beamish y el médico, pero lanzó aquel tiro deliberadamente, con esperanzas de que diera en el blanco.

La cara del senador había adquirido el color y la consistencia del tocino mojado, pero por algo era político.

—Conozco a Claude Brinkerman. ¿Qué pasa?

Howard se encogió de hombros.

—Yo también conozco a Brinkerman y todo lo que se relacione con él. Las noticias corren. Para mantener a su esposa en un tren de vida al que no estaba acostumbrada, se lanzó a practicar abortos. Ahora puedo decir autorizadamente que la señora Beamish tuvo ocasión de visitar a Brinkerman y también puedo afirmar con la misma autoridad, que ustedes dos tienen una amistad muy íntima en Washington. La gente habla, como le he dicho antes. También sé de fuente muy autorizada que la señora Beamish se hizo hace poco un aborto y he aquí toda la historia.

Al senador empezaron a marcársele las arterias de la garganta.

—Ferrier la hizo abortar en su oficina. Tenemos las pruebas y las declaraciones juradas.

Howard sacudió la cabeza suavemente.

—No, usted no tiene semejante prueba, pero nosotros, sí tenemos pruebas de que Edna es su amiguita. Esa clase de amiguitas casi siempre se meten en líos y tienen que recurrir a tipos como Brinkerman. ¿Quiere que prosiga en presencia de su hijo?

Francis había estado escuchando muy atentamente, blanco de horror.

—¿Edna, Edna? —dijo volviéndose hacia su padre—. ¡Ésa fue la Edna que yo vi hace un año en Washington, padre, cuando me presenté inesperadamente! Estaba en tu dormitorio, padre. —La boca de Francis se torció de dolor y asco—. Se fue poco después de mi llegada, bastante despeinada, pero yo sabía todo lo que había que saber de ti, padre, y no me sorprendió. He sabido lo de tus amiguitas desde que tenía dieciséis años. Nunca he sabido el nombre de las otras, pero te oí llamarla a ella por su nombre aquella mañana, cuando le ordenaste que se fuera lo más pronto posible.

Howard dirigió una alegre sonrisa a Louis Hedler, que durante unos minutos lo había pasado bastante mal, Louis le devolvió la sonrisa.

—Asqueroso, perverso, sucio, pequeño espía —dijo el senador sin disimular el odio en la mirada que dirigió a su hijo.

—Sí, lo soy, y me alegro, pues me he enterado de muchísimas cosas sobre ti, padre, suficientes para que desee morirme muchas veces.

—Desearía que te hubieras muerto, lo desearía —dijo el senador volviéndose a los otros—. Creo que debiéramos sentarnos y conversar, caballeros.

—Yo también lo creo —dijo Howard con buen humor—. Después de todo está complicada una señora, Edna Beamish, o la esposa de Ernest Beamish, pues ha sido parte de un delito y además ha perjudicado tranquilamente, al firmar una declaración jurada contra Jon. ¡Ah, las noticias corren, y la gente espía y lee! —Howard le dirigió una sonrisa afable al taciturno senador—. Ahora bien, cuando arresten a la pequeña Edna, conociendo la naturaleza de las mujeres, especialmente de mujeres como nuestra querida Edna, dudo de que sufra en silencio. Pero usted conoce a Edna mejor que yo, ¿no, senador?

El senador volvió a mirar a su hijo y la repulsa que había ocultado durante años bajo una capa de amabilidad paternal se reflejó claramente en su voluminosa cara.

—Vete de aquí —le ordenó.

—No —contestó Francis—. Me quedo. Y si te llevas a estos caballeros a tu habitación y me dejas fuera, me lo contarán todo después. ¿No es así, caballeros?

—Claro que sí —dijo Howard—. Haré todo lo que esté a mi alcance para proteger a mi cliente, Jon Ferrier. Además, se publicará todo en los diarios dentro de poco, en los diarios de toda la nación, después de todo, Francis, tu padre es un hombre muy importante y podrás leerlo por ti mismo.

—Los diarios —dijo el senador, sentándose pesadamente—. ¿Me está amenazando, Best?

—Pues sí —dijo Howard—. ¡A los diarios les gustan las historias románticas! ¡La dulce Edna y el senador Kenton Campion, con un abortista! Los americanos tienen todavía una mentalidad muy estrecha, usted ya lo sabe, senador. —Se sentó mirando al senador con un gesto beatífico.

—Terminemos con todas estas mentiras y empecemos con la verdad —dijo el senador—. Louis, usted es responsable de esto. Ha traicionado una confianza que fue depositada en usted por sus propias asociaciones médicas, para no hablar de la entrega de asuntos privados a este abogado de mala muerte.

—Dentro de muy pocos minutos —dijo Howard sin rencor— estará muy contento de que alguien haya depositado su confianza en mí, y muy agradecido además. Tiene razón, empecemos con la verdad, senador. Tengo aquí, en mi portafolios, numerosos documentos. No creo que goce mucho leyéndolos, pero ya verá que son muy interesantes.

—Creo que le gustaría saber, Kent —dijo Louis, que había recobrado su confianza— que esta mañana se va a entregar una orden de arresto contra Brinkerman. Los hombres como Brinkerman no mantienen la boca cerrada. Hablará cuando le presenten los hechos y se arrojará a los brazos del tribunal pidiendo clemencia. He oído decir que es íntimo amigo suyo, Kent, y no simplemente un conocido. Por eso fue que indujo a dos muchachas jóvenes y asustadas a perjurar y acusar a Jon Ferrier de realizar operaciones criminales en ellas. Pero, léalo usted mismo.

El senador tomó los papeles que le presentaba Howard quien, al igual que Louis, estaba sentado en un silloncito dorado tapizado en seda rosa, pero el senador miraba fijamente al hombre más joven. El fuerte color rosado de los labios se había vuelto púrpura a la sola mención del nombre de Brinkerman, los ojos se le habían cerrado tanto que su color era apenas visible, le temblaron por un instante las mandíbulas y un mechón de su espesa cabellera le cayó sobre la frente sudorosa. Después empezó a leer, asegurándose los lentes sobre la nariz.

Leyó con la suspicaz y escrupulosa atención del político, alerta a las trampas verbales y a las frases entremezcladas astutamente, y de vez en cuando, volvía a leer una parte de una página anterior. Era equilibrado y controlado por naturaleza. Había aprendido a serlo aún más desde que se dedicó a la política. Los tres hombres le observaban, su hijo Francis de pie cerca de una ventana, pero fuera de su color y la transpiración de su cara no mostró ninguna emoción. Al terminar, el senador se quitó cuidadosamente los lentes, los dejó colgar de la cadena que los sujetaban al ojal de su chaleco y colocó los papeles sobre una mesa de bronce que tenía cerca. Cruzó las manos sobre su florido chaleco y miró a Howard Best.

—¿Qué tiene que ver conmigo todo esto?

Howard quedó desconcertado por un instante, pero sonrió.

—¡Todo, senador, todo! ¡Seguramente no ha pasado por alto las observaciones que hace Martin Eaton sobre usted! ¡Eso sólo es… muy incriminatorio! Seguramente ha comprendido que sabemos lo de la pequeña Edna y el aborto que le procuró usted a manos del doctor Brinkerman. Es una bonita historia eso de que usted indujo a Brinkerman a buscar dos de sus pacientes más vulnerables para que juraran en falso contra Jon Ferrier. Además, varios miembros del personal lo oyeron a usted y a Jonas Witherby faltándole al respeto a Louis. ¡Ah, hay tantas cosas que tienen que ver con usted, senador! Y eso no es todo, tenemos mucho más, pero lo reservamos para el último asalto. Seríamos muy tontos, senador, si le dijéramos ahora de qué se trata.

Los ojos del senador volvieron a fijarse reflexivamente en Howard, y éste se dio cuenta de que hacía conjeturas sobre si el abogado le mentía o no. Pero entonces habló Francis.

—Hay también lo que yo sé, lo que oí que mi padre decía a sus colegas en su casa, cuando creía que yo estaba dormido, ausente por algún tiempo o que faltaba de la ciudad. Ya he contado algo de eso a Jon Ferrier. Sería una lectura escandalosa para el público americano, y estoy dispuesto a dársela.

El senador volvió lentamente la cabeza y miró a su hijo. Su rostro no mostraba temor ni siquiera ahora, pero tenía agitadas las aletas de la nariz y una expresión terriblemente maligna le iluminó el rostro como el brillo del filo de un cuchillo.

—Hace pocos meses pregunté a Jon —dijo Francis con triste amargura— si debía contar lo que había oído y lo que sabía. Me dijo que si fueras su padre no lo haría. Le debes eso a Jon, padre. Pero ahora estoy dispuesto a contarlo todo, con nombres y fechas, a cualquier diario: que estás metido en una conspiración internacional que involucra munición y guerras futuras, en busca de ganancias y poder.

Louis Hedler se tragó el aliento y Howard miró al senador con asco, pero el senador sólo miró a su hijo.

—Eres un mentiroso, Francis —dijo al fin con seca precisión.

—La invariable respuesta de un mentiroso ante la verdad —dijo Francis dándose vuelta y volviendo a mirar por la ventana.

El senador abrió la boca al cabo de un minuto.

—¿Entonces usted ha entregado todo lo que era confidencial a este trapisondista?

—Kent —respondió Louis—. Usted y yo somos bastante mayores. Soy hombre de fortuna, como usted sabe. Económicamente soy invulnerable y usted no puede perjudicarme. ¿Quejarse de mí a la Junta Médica del Estado? ¿Cree que me preocupa? Comparado con el peligro del que he salvado a Jonathan, mi retiro, voluntario o forzoso, no es nada.

—Creía que le detestaba usted —dijo el senador.

—Detestaba muchas de sus características personales —dijo Louis— y todavía no las acepto. Pero sé que es un hombre justo, pese a la merecida reputación que se ha ganado entre las mujeres del pueblo. Es un hombre bueno, el mejor de los cirujanos, un clínico experto. Ha hecho tanto por Hambledon, anónimamente, que si la gente lo supiera se levantaría para bendecirlo. —Se detuvo—. Del mismo modo que se levantarían contra usted y le pondrían un nombre muy distinto si conocieran los cargos que tenemos contra usted.

Al senador se le torció la boca, pero no con una sonrisa. Era un peleador indiscutible.

—Sé que le odian y que a mí me miran con… diremos, admiración, y que me respetan. Puedo pelear hasta el fin, echar a Ferrier del pueblo y salir triunfador. ¿Acaso lo dudan?

—Olvidas lo que yo sé, padre —dijo Francis desde la ventana.

El senador lanzó una fuerte carcajada.

—¡Tú! Una criatura que en junio trató de ahorcarse. ¡Un badulaque, un estudiante de seminario fracasado, un vago sin un centavo, los diarios no se atreverían a publicar lo que les dijeras!

—Bueno, eso es interesante —dijo Louis Hedler—. No nos deja otra alternativa a mí, a Howard y a Francis, que ir a ver al gobernador con esta prueba que le hemos mostrado y otra más importante aún que usted no ha visto. Enviaré de inmediato un telegrama a la Junta Médica del Estado para que aplacen el viaje de sus miembros, hasta que yo haya visto al gobernador.

—Pienso —dijo Howard— que los diarios se interesarán mucho por lo que yo, Hedler y Francis tenemos para decirles y por las observaciones que sobre eso formule el gobernador. He oído decir que no se siente satisfecho con usted, senador, y que usted tiene enemigos poderosos en Washington. Hay senadores jóvenes y ambiciosos de familias ricas e influyentes, y además con amigos, que están ansiosos por sustituirle. Estoy seguro que la Legislatura Estatal, que fue la que le nombró, les escuchará después de que el gobernador les haya informado de lo que tenemos contra usted, sus mentiras, su cohecho en el perjurio, sus vinculaciones con un abortista notorio y mucho más.

La cara del senador adquirió una expresión de violencia, no por una contorsión de los rasgos, sino más bien por un endurecimiento de las mejillas y la hinchazón de las sienes.

—Hemos venido a verle —dijo Louis— no por su bien ni para salvarle, ni tampoco para rogarle nada ni negociar el asunto. Hemos venido por el bien de Jon Ferrier y su madre, Marjorie; por la memoria de Martin Eaton y hasta por el bien de esas dos pobres muchachas inducidas a ponerse en peligro para satisfacer su odio y su maldad. Incluso diría que por la señora Edna Beamish, que seguramente será juzgada por perjurio por lo menos, y creo que no sólo es una señora de fortuna por derecho propio y capaz de conseguir buenos abogados, sino que es también mujer de agallas. Cuando usted la abandone empezará a pensar en sí misma y se indignará. Hay muchos a quienes queremos salvar, sobre todo a Jonathan Ferrier, que ya ha sufrido demasiado. Esperamos convencerle de que no persiga a sus enemigos, entre ellos a usted, y sólo lo lograremos con su cooperación. Se la pido para evitar un escándalo que va a sacudir a toda la Comunidad.

—Estamos dispuestos incluso a dejarle regresar a Washington en paz —agregó Howard— aunque vaya en contra de nuestro patriotismo. Estamos dispuestos a eso por causa de Jon.

—No sabía que tuviera amigos así —dijo el senador con enorme desprecio.

—Es una lástima que no lo haya sabido —dijo Louis Hedler—. De saberlo no se habría sentido tan seguro ni se habría precipitado tanto.

El senador se sentó en silencio haciendo girar los pulgares. Hasta aquel momento nadie se había atrevido a cruzarse en su camino y menos a oponérsele. No dejaba de tragar, como si algo repugnante le subiera por la garganta.

—Ustedes me interesan —dijo por fin—. En el caso improbable de que yo me rinda a estas falsedades, a esta extorsión, ¿cómo piensan manejar la situación? ¿Supongo que Ferrier habrá visto ya esta documentación… fabricada?

—No toda —dijo Louis pensando cuánto tiempo podría seguir fingiendo que tenían cosas más temibles que las que contenían los documentos—. Pero sí bastante. Por eso, anoche tenía miedo de que viniera aquí a asesinarle. Pero después se apaciguó y nos dio su palabra de que no hará nada hasta que se lo autoricemos o hasta que el asunto quede concluido. De otro modo, y Louis sonrió, Jon podría haber cometido un crimen anoche. Usted sabe lo salvaje que puede llegar a ser, y el carácter que tiene.

—¿Y usted cree que puede controlar a semejante loco?

—Creo que puedo —dijo Louis, y deseó que fuera cierto—. No tiene pruebas contra nadie, fuera de las que nosotros tenemos. Es lo bastante sensato como para saber que no puede hacer acusaciones sin pruebas, o por lo menos, hemos logrado hacérselo creer.

—¿Y las pruebas?

—Irán a un lugar muy seguro. Howard y yo conservaremos copias que serán destruidas en caso de que alguien muera, o serán abiertas si… fuera necesario, Jon no tendrá ninguna.

El senador se quedó reflexionando, miraba alternativamente a cada uno de ellos y era imposible adivinar qué pensaba.

—Han olvidado a esas tres mujeres, Edna y las dos muchachas. ¿Sus últimas declaraciones verídicas son materia de conocimiento público?

—No. Las de Louise Wertner y Mary Snowden fueron hechas ante mí —dijo Howard—. Si podemos arreglar este asunto como hombres razonables, si podemos ponernos de acuerdo, entonces usted, senador, no tiene más que informar a la señora Beamish para que retire su denuncia, que es la única presentada públicamente y en manos del sheriff. De haberlo sabido —dijo Howard con una sonrisa afectuosa— habría disuadido a la señora Beamish desde un principio con la información que tengo contra ella.

—Entonces, ¿cuál es la denuncia pública por la que será arrestado Brinkerman?

—La de la señora Beamish. Ella es la responsable, no yo, pero el caso es que ella estaba obedeciendo órdenes, ¿no es así? En cuanto a las declaraciones juradas de las muchachas, les fueron entregadas a Louis los dos juegos, debo subrayarlo, las que hicieron con falsedad, obedeciendo instrucciones, y las segundas, las verídicas, donde confiesan el perjurio.

El senador volvió a reflexionar, mordiéndose los labios y golpeando sobre la mesa con sus lentes.

—Todo lo que tiene que hacer es llamar a su buen amigo el sheriff, que consiguió el puesto con el apoyo que usted le dio, senador, y pedirle que haga pedazos la denuncia de la señora Beamish y la orden de arresto contra Jonathan.

—¿Y Brinkerman? Ustedes han dicho que le arrestarán…

—Le arrestarán —dijo Louis mirándole— a menos que se retire la denuncia de la señora Beamish; a menos que usted pida al sheriff que pase por alto al indiscreto Brinkerman y le diga que será mejor que abandone sus actividades extraprofesionales. En cuanto a mí, voy a pedirle que renuncie a su puesto y le daré a conocer todo lo que pueda de lo que sé. Nunca se sabe lo que puede pasar con un hombre como Brinkerman, pero eso es lo mínimo que puedo hacer. Estoy metido en una situación bastante difícil. Puede ocurrir que Ferrier no sea tan discreto como yo. Además, es mucho más joven y no ha tenido tanta experiencia con la raza humana.