—Tengo miedo de dejarte solo, Jon —dijo Marjorie Ferrier—. No sé qué ocurre, pero lo cierto es que algo anda mal. ¿Se trata de Jenny?
—¿La dulce Jenny…? No.
—No te creo. Has sido una persona distinta, hasta terrible diría, desde el día en que me dijiste que ibas a ver a Jenny y arreglar…
—Mamá, no quiero hablar de eso, por favor. Soy un hombre maduro, ¿no lo has pensado nunca?
Marjorie le miró con profunda preocupación. Estaba sentado al otro lado de la mesa del desayuno y hacía tres días que no comía casi nada, pero había vuelto a beber con una determinación más firme que nunca. Pasaba el tiempo en sus granjas, había puesto en venta dos de ellas, había dejado de ir a los hospitales más de una vez, y no había visto a Robert Morgan más de dos veces en breves visitas al consultorio. Por las noches le oía caminar incesantemente por su habitación. Los muebles de su dormitorio estaban llenos de ropas y otras cosas y en el vestíbulo superior había un enorme baúl que ella había usado en su luna de miel. Las papeleras aparecían todas las mañanas repletas de cartas hechas pedazos, viejas carpetas y libretas. Por todas partes había valijas y bolsas a medio llenar.
Se iría muy pronto y ya no se hablaba de Jenny. Hacía poco que Marjorie le había escrito diciéndole que se iba a Filadelfia por una semana o poco más, y que como Harald también se marchaba, sería más seguro que Jenny ocupara la casa de los Ferrier en Hambledon. Jenny no había contestado hasta el momento. ¿Peleas de enamorados? Era absurdo pensar eso de personas como Jonathan, que tenía casi treinta y seis años, o de Jenny, cuya natural reserva le impedía hacer una cosa semejante. Entonces tenía que haber ocurrido algo grave y Marjorie se inquietaba cuando pensaba en el asunto. ¿Se verían frustradas otra vez sus esperanzas? ¿Es que esa casa tendría que verse siempre desolada? Ya se la imaginaba cerrada, tapiada, perdida en la nieve y el viento, con las ventanas cerradas, silenciosa, abandonada. Y peor todavía: la veía habitada por extraños.
Aquel pensamiento le resultaba intolerable, pero más intolerable aún era el cambio, tanto físico como en la personalidad, que se había operado en su hijo. En poco tiempo había adelgazado. Estaba aún más flaco que cuando salió de la prisión, más taciturno, de carácter más violento y más sardónico cuando se veía obligado a hablar. Parecía muy enfermo. En sus peores años con Mavis no había parecido nunca tan tenso y enloquecido, ni había aparecido en su mirada, como ahora, esos destellos de violencia incipiente. Esa violencia estaba siempre latente, aun en momentos en que contestaba las preguntas más triviales o las hacía él mismo. Parecía como si hubiera algo que quisiera sujetar, pero no podía hacerlo con suficiente firmeza. Había momentos en que Marjorie tartamudeaba cuando le hablaba, por miedo a que se soltara aquella violencia contenida.
Marjorie le había demostrado su preocupación el día que se iba a Filadelfia y él había vuelto a tratarla burlonamente. No le dijo una sola palabra sobre la bebida, a la que había vuelto a dedicarse con más empecinamiento que cuando estaba casado y durante el proceso. Bebía sombríamente y no conseguía el alivio que buscaba, parecía más bien que aumentaba la violencia latente en su interior. Ella ni se atrevía a protestar, tenía demasiado miedo.
Marjorie se había ido aquella tarde después de una inútil intentona de conversar con él. Bajó las escaleras calzándose lentamente sus guantes blancos de cabritilla y ataviada con su elegante traje de viaje y el amplio sombrero con velo. En la puerta la esperaba el coche de la estación. Jonathan se paseaba inquieto por el vestíbulo, caluroso a pesar de lo espacioso que era.
—Querido Jon —le dijo—. En vista de que estás haciendo las maletas, he dejado unas cosas en tu habitación para que te las lleves. Es algo muy querido para mí, y quiero que lo conserves.
—No te pongas sentimental, querida.
Se inclinó y le dio un beso en la mejilla, que tenía delicadamente perfumada con papier poudre francés, el único cosmético que debía usar una dama. A Jonathan le recordaba los días de su infancia, cuando ella estaba sentada en el jardín y él la miraba con cariño pero sin acercarse, pues era muy orgulloso, o cuando se sentaba en la salita de estar, con Harald sobre sus rodillas. Ella le tendía la mano, pero él no se acercaba, pues le había tenido olvidado y ahora él no la quería, siempre tenía a mano a su amante y tonto padre para correr a su lado, y Jon recurría a él, pero el apretón de sus brazos y la voz amable y sin reproches no podían suplir el ansia que sentía de estar cerca de su madre.
Marjorie le contemplaba con sus hermosos ojos castaños que él había admirado siempre, pero que ahora odiaba porque le recordaban a los de su hermano. Ella le examinaba el rostro, con los labios apretados por la preocupación y la tristeza.
—Espero tener mejores noticias cuando vuelva —le dijo.
—¿Noticias de qué? —preguntó Jonathan con una de sus oscuras y desdeñosas sonrisas.
—Muy bien —dijo Marjorie suspirando— si insistes en no querer comprenderme, Jon. Ahora debo irme. Desearía que vinieras conmigo, pareces tan… cansado. Harald está ya en Filadelfia preparándose para una nueva exposición en Navidad.
—Magnífico para el niño Harald —dijo Jon.
Marjorie vaciló.
—Jon me preocupa que Jenny se quede sola con los sirvientes. Querrás ir a verla algunas veces mientras yo esté fuera, y…
—No, querida.
—¡Oh, por amor de Dios, Jon!
Salió rápidamente del vestíbulo con la cabeza inclinada. Al subir al coche, Jonathan vio a través de la ventana del vestíbulo que tenía los ojos húmedos. Lanzó un juramento en voz alta. Sabía que debía haberla acompañado a la estación, o por lo menos debía ayudarla a subir al coche, pero estaba lleno de odio y la violencia hervía en su interior. Subió a sus habitaciones, en donde hacía más calor que en las habitaciones de abajo, y allí, dejado sobre la cama, vio un retrato de Jenny.
Se acercó lentamente y miró el solitario y ansioso rostro de la joven que su hermano había pintado, y que la mostraba con la mano levantada, los ojos tranquilos y desolados y el cabello descansando sobre los hombros.
—Jenny —dijo, sentándose sobre la cama cerca del cuadro. Volvió a mirarlo, y lo tocó suavemente con la mano—. Jenny, ¿cómo pudiste creer semejante cosa de mí? Lo creíste sin dudarlo, ¿no?, después de conocerme desde que eras una niña. Sin embargo, sin ningún motivo válido, estuviste dispuesta a creer lo peor, a imaginar lo peor por una especie de innata maldad o una insana fantasía. Nadie cree lo peor de otra persona a menos que secretamente la deteste, el amor, y hasta un sencillo afecto, impulsan a cualquier persona, a pesar de toda la prueba en contra, a esperar o a creer lo mejor, o por lo menos a conceder el beneficio de la duda.
No se le ocurrió pensar ni por un momento mientras miraba el retrato, que podría aplicarse a sí mismo aquel argumento. No recordaba las mentiras que había creído sobre Jenny, las inexpresables calumnias. No recordaba que se había mantenido en silencio en medio de las risas lujuriosas provocadas por bromas sucias contra ella. Ni una sola vez la había defendido, ni le había concedido el «beneficio de la duda».
Miró el retrato, primero con tristeza y desesperación, pero luego volvió a hervir en su interior la violencia. Lo tomó y lo rompió contra la rodilla, rasgando la tela donde estaba el rostro, luego lo arrojó contra la pared, haciendo añicos el marco. Podía oír su propia respiración rápida y ruidosa, como la de un animal satisfecho.
—Quisiera poder hacerte lo mismo en tu propio cuerpo, Jenny —dijo.
Sacó la botella de whisky de la cómoda y bebió unos largos tragos. Jadeaba roncamente, bañado en sudor. El corazón latía descompasadamente y la humedad resbalaba de la frente sobre los ojos. Hizo un brindis mirando el cuadro destrozado: «Mi dulce Jenny». Volvía a aflorar en él la violencia, esa violencia que había incubado durante muchos años, desde su infancia. La había sentido junto a Mavis, la había sentido muchas veces con su hermano y con mucha más frecuencia frente a sus colegas. Pero nunca había sido tan fuerte como en aquel momento.
De repente se encontró echado boca abajo, con la cabeza entre las manos y el cuerpo sacudido por una incontrolable alegría.
—Todos estos condenados años estúpidos, desperdiciados —dijo con la cara hundida en la almohada—. ¡Todos esos libros, las horas, las semanas, los meses, los años! Toda una ridícula procesión brincando y bailando. ¡Oh, iba a hacer un montón de cosas, y quería hacerlas, contra el dolor y la enfermedad! Dedicaría mi vida. ¡Igual que un sacerdote, levantaría mis manos santas sobre la carne febril, la calmaría y la curaría! Qué…
Llenó la habitación de gritos obscenos hasta que los sirvientes, que descansaban del calor del mediodía en sus habitaciones, se miraron entre sí asustados al oír los gritos que atravesaban la madera y las paredes y pudieron captar algunas de las expresiones más violentas.
—Tápate los oídos, querida —le dijo la cocinera a la joven criada— no es bueno que una muchacha joven oiga palabras como ésas, y si el doctor no estuviera casi fuera de sí, ¿y quién podría reprochárselo?, ni él mismo se creería capaz de gritar de ese modo.
—Está borracho otra vez —dijo Mary enjugándose el sudor con la sábana—. Siempre está borracho.
—Tiene problemas —dijo la cocinera con expresión sombría—. Peores que los de la mayor parte de la gente. Todo se ha destrozado dentro de él, de repente, después de casi un año.
Jon oyó unos golpes fuertes e imperiosos, y que alguien le gritaba.
—¡Jon, Jon! ¡Sé que está aquí! ¡Despierte! ¡Contésteme!
—¡Váyase al infierno! —gruñó.
Se le metió en los ojos un rayo de luz y sintió un pinchazo insoportable que lo hizo pestañear. Tenía la cabeza como un tambor y parecía como si alguien se la golpeara con barras de hierro. Se la sujetó con las manos por miedo a que le estallara, y tuvo una sensación seca y ardiente en la boca y en todo el cuerpo.
—¡Jon! ¡Déjeme entrar, es importante! ¡Déjeme entrar! —Se oyó un juramento y otra vez la misma voz—. ¡Maldito sea, ha atrancado la puerta! —la puerta rechinó—. ¡Jon!
Jonathan empezó a ver más claro, y lo que vio le dejó estupefacto. Estaba en su oficina iluminada, no en su casa ni en su cama. No podía recordar cómo había llegado hasta allí. Algo extraño había pasado allí, pues los libros no estaban en su biblioteca médica, sino que yacían tirados, rotos y desparramados por el suelo. Los archivos estaban abiertos y vacíos, los papeles desparramados. La silla para los pacientes estaba volcada sobre un lado. Los diplomas enmarcados habían sido arrancados de la pared y estrellados contra el suelo. El grabado que le regalara su padre, un dibujo sentimental y conmovedor titulado El Doctor, no sólo había sido arrancado de la pared y deshecho el vidrio, sino que alguien lo había hecho tiras. Las suaves cortinas verdes que Marjorie había comprado habían sido arrancadas de las ventanas y estaban amontonadas a la luz de la lámpara del escritorio.
—Por el nombre de Cristo… —murmuró.
Miraba aquella loca destrucción, aquel odio expresado en ruinas, violencia y vandalismo. Sintió que le invadía una repentina turbulencia, pues sabía quién lo había hecho en un ataque de furia. Había sido él mismo. No recordaba haber ido allí, tampoco recordaba las horas que había permanecido inconsciente. Lo asaltó el terror al pensar que había estado loco en alguna oscuridad que no podía recordar y habría podido ser peor.
—¡Jon! —volvió a gritar la voz, y la puerta rechinó más fuerte.
Haciendo un esfuerzo se levantó de la silla y tambaleó sin poder aguantarse. Tropezó contra una pared y faltó poco para que cayera al suelo. Sacudió la cabeza para recuperarse y comenzó a caminar lentamente hacia la puerta, en medio de los trozos de vidrio, los libros desparramados, los marcos de los cuadros y diplomas, los muebles volcados y el papel desgarrado. Llegó a la puerta y de nuevo quedó estupefacto al ver que la había atrancado.
Tuvo que emplear todas sus fuerzas para retirar la tranca. Al abrir la puerta vio a Robert Morgan, que lo miró y le habló en voz baja.
—Por amor de Dios…
—¿Qué quiere? —preguntó Jon cerrando el paso.
Robert miró sobre el hombro de Jon, quedó horrorizado y con la boca entreabierta. Se volvió lentamente y miró a Jonathan.
—¿Usted ha hecho esto?
La pregunta era tonta, lo sabía, pues ya había notado el olor del alcohol. La cara gris y sudorosa de Jonathan, el pelo negro desordenado y la camisa empapada eran pruebas evidentes de lo que había ocurrido en la habitación. Vio que una de las manos de Jonathan sangraba un poco y que la herida estaba cubierta por una costra marrón arrugada.
—Dios mío —dijo Robert.
—Bonito, ¿verdad? Y ahora, ¿qué quiere?
A Robert se le hacía imposible mirarle en aquel estado, de modo que clavó la vista en sus zapatos.
—A usted. El doctor Hedler quiere verle en su oficina, en Sta. Hilda. Es muy importante y tiene que verle de inmediato. Me ha pedido que viniera a buscarle. No ha querido usar el teléfono, por todas esas curiosas de la Central. Es sumamente importante, Jon. Está esperándole.
—Dígale a Louis que se vaya al diablo. Todos ustedes pueden irse al diablo. ¿Qué puede importarme todo? Adiós, Bob. No me volverá a ver.
Robert levantó rápidamente la vista y se le oscurecieron los ojos.
—Oh, sí. Le veré si no viene conmigo ahora. Tengo mi coche afuera. Le volveré a ver, Jon, y muy pronto… preso.
—¿Qué? —Jonathan se pasó las manos por la cara mojada y se miró la que se había lastimado—. ¿De qué está hablando? Váyase a casita, Bob, como un chico bueno.
—Peor todavía, en la prisión —dijo Robert—. ¿No me oye? La prisión, y por mucho, muchísimo tiempo. A menos que nos ayude para que podamos ayudarle a usted. En la oficina del sheriff hay un mandato ordenando su arresto, y lo firmarán después del Día del Trabajo. Lo están demorando a petición de Louis.
—Ha perdido usted la razón —dijo Jonathan con espanto.
—¡No, usted es quien la ha perdido, loco idiota! ¡Mire lo que ha hecho!
—Qué tiene que ver eso con… ¿De qué diablos está hablando? —gritó Jonathan—. ¡Sheriff, mandato! ¿Se ha vuelto loco?
—No, usted —repitió Robert, completamente pálido—. Sus amigos le están esperando. Hay algo que usted tiene que saber en seguida. No se lo voy a decir, así que deje de mirarme. Tiene que escucharlo con sus propios oídos. ¿No puede arreglarse rápidamente? —agregó Robert con desesperación y, tomándolo del brazo, le sacudió—. ¡Límpiese en el lavabo! ¡Ahora mismo! ¡Tiene que venir conmigo!
Jonathan frunció el entrecejo y se frotó la cabeza, que parecía a punto de estallar. Tragó saliva y se examinó las manos. ¿De qué habla aquel loco? De prisión. Miró a Robert que había entrado en el lavabo y estaba llenando la bandeja.
—Le lavaré yo, si usted está tan débil que no puede hacerlo por sí mismo —dijo Robert saliendo del cuarto con una toalla mojada, que arrojó a la cara de Jonathan—. Tendría que darle vergüenza —dijo con una voz repentinamente juvenil y quebrada—. ¡Vergüenza!
Aquel tono de voz hizo reaccionar finalmente a Jonathan.
Se apretó la toalla contra la cara, frotó la sangre que tenía sobre la mano y finalmente esbozó una débil sonrisa. Después entró en el lavabo, cerró la puerta, y Robert lo oyó vomitar. Mientras esperaba, examinó con más detenimiento la habitación, sacudiendo la cabeza, pocos meses atrás no lo hubiera comprendido, pero ahora sabía demasiado. Había sabido siempre que Jonathan Ferrier era violento por naturaleza, pero aquella violencia había permanecido reprimida por largo tiempo. ¿Qué era lo que había provocado su erupción? Robert suspiró, tenía una idea muy clara. Pero si no hubiera sido lo que él pensaba, tendría que haber sido otra cosa. La rebelión encerrada durante casi un año se había vuelto demasiado poderosa para permanecer callada y encerrada. Un tigre puede ser acorralado durante cierto tiempo, pero al final termina por atacar.
Jonathan salió del lavabo, sombrío, pero tranquilo, peinando el pelo húmedo. Se le notaba muy enfermo, pero guardaba la compostura que podía esperarse de un hombre como él.
—¿Dónde está mi chaqueta? —preguntó—. Véala, ahí está. Debo haber dormido sobre ella. ¿Y dónde está mi cuello y mi corbata?
—Aquí —dijo Robert, sacándolos del escritorio—. Supongo que usted no recuerda nada. Bonito asunto, eso de que un hombre de su posición se emborrache hasta volverse loco.
—Tiene que probarlo alguna vez, alumno de escuela dominical —dijo Jonathan—. ¿Qué es lo que ha dicho? ¿El viejo Louis quiere verme en su despacho, a esta hora? A propósito, ¿qué hora es?
—Las nueve. ¿Qué le pasa a su reloj?
El reloj se balanceaba colgado de la cadena. Ambos lo miraron y vieron que estaba destrozado.
—El reloj de mi abuelo —dijo Jonathan soltándolo de la cadena y poniéndolo de nuevo sobre el escritorio—. De repetición. ¿Las nueve? ¿Qué hace Louis en su despacho?
—Ya se lo he dicho. Le espera, y eso es todo lo que voy a decirle. Tenga un poco de paciencia, si puede, vamos.
Vio que Jonathan hurgaba en busca del botón del cuello y acudió en su ayuda. Los ojos de Jonathan, negros y brillantes a pesar de su estado, le sonrieron casi con amabilidad.
—Es usted un buen muchacho, Bob. Estoy empezando a quererlo. ¿Qué tiene Louis en su imaginación? ¿Han hecho otra carnicería en las salas de operaciones? Si es así, no pienso hacer nada para arreglarlo.
—¡Vamos! —dijo Robert con un súbito ataque de impaciencia—. Tiene aspecto de vagabundo, pero no hay forma de arreglarlo.
Como ya eran las nueve y media de la noche, Sta. Hilda estaba en calma, pero en algunos sitios brillaban las luces en la cálida oscuridad. Jonathan y Robert se dirigieron en silencio al despacho de Louis Hedler, encontrándose solamente con una enfermera solitaria y un interno, que los vieron pasar con curiosidad. Robert abrió la puerta.
—Aquí está, por fin —dijo—. Le encontré durmiendo la borrachera y tuve que despertarle.
—Un embuste —dijo Jonathan. Se detuvo y vio no sólo a Louis Hedler en su escritorio, una rana gorda y presumida, sino también al padre McNulty y a Howard Best, sentados en sillones de cuero cerca de la mesa—. ¿Qué significa todo esto? —preguntó con voz pausada.
—Entra, Jon —dijo Louis mirándolo de frente con una expresión muy grave—. Tengo que confesar que estás muy elegante. ¿Te ha sacado Robert de detrás de algún cubo de basura? Robert, muchacho, ¿quieres echar la llave a esa puerta que está detrás de Jon? No quiero que nos interrumpan, al menos por un rato. ¿Es siempre el whisky tu fortaleza y tú fuerza, Jon? ¿Es así como respondes a la vida?
—Enséñame una forma mejor —dijo Jonathan sin dejar de mirar a Robert, que cerraba la puerta y levantando las cejas cuando éste guardaba la llave en el bolsillo.
—Hola, Jon —saludó Howard Best levantándose y tendiéndole la mano.
Se habían encontrado ocasionalmente en los últimos meses, pero Jonathan nunca se había mostrado cordial ni había tratado de entablar conversación con su amigo. Volvió a sentirse enfurecido y mirando fijamente la mano que se le tendía, no la tomó. Howard la dejó caer y le subieron los colores a la cara.
—Muy bien, Jon. Tú nunca cedes, ¿verdad?
—¿Por qué tendría que hacerlo? Ahora díganme qué…
—No, nunca cedes —interrumpió Howard—. Un maldito degenerado belicoso y altanero, eso es lo que eres, Jon, un… bueno, no te lo digo porque se reflejaría sobre tu madre, a quien respeto, que es más de lo que puedo decir de ti. ¿Qué te pasa? —Howard había empezado a gritar—. ¡Tú y tu maldito orgullo colérico, tu sentido de justicia! Confieso que fui rudo contigo, lo confieso, pero, maldita sea, ¿no has sido nunca rudo con nadie? ¡Ja! ¿No has acusado nunca a nadie de algo que fuera falso?
—Sí, lo ha hecho —dijo Robert Morgan, de pie al lado del escritorio de Louis—. Él se cree justo, es cierto, pero ha creído todas las mentiras que se cuentan en el pueblo sobre la señorita Jenny Heger. Incluso me ha contado a mí algunas. ¡Pero eso está muy bien para Jonathan Ferrier! Lo que él cree es la verdad y no importa que se trate de una repugnante mentira. Él es quien juzga en todos los casos y nadie se atreve a contradecirlo.
El rostro del joven estaba tranquilo y resuelto, y miraba al confundido Jonathan directamente a los ojos.
—He hablado con Jenny —continuó Robert mirando hacia otro lado—. Quería casarme con ella. Es la muchacha más adorable que he conocido, estaba… bueno, estaba sencillamente aplastada. Parece ser que había pensado algo desagradable de Jon, pero no me ha querido decir de qué se trataba, lo que sí me ha dicho es que él había creído todas esas malignas historias que se cuentan sobre ella y que nunca había salido en su defensa, portándose de una manera abominable con ella. Si fuera… un poco más hombre, creo que le haría saltar los dientes de un puñetazo, por andar por ahí hablando y pensando esas cosas sobre Jenny, como ha hecho.
El rostro de Jonathan era impenetrable, con los músculos tensos y sobresalientes. Reflexionaba. La descompostura que sintiera cuando estaba en el consultorio, no era nada comparada con la que sentía en aquellos momentos. Pensó en Jenny y se pasó la mano por la frente.
—Creo que necesito sentarme, si no les importa —dijo. Vio una silla vacía y se dirigió hacia ella, caminando con sumo cuidado, mirando el borde del escritorio de Louis y sintiendo el silencio acusador en derredor suyo.
—¿Jenny le ha contado eso? —preguntó.
—Sí, me lo ha contado. Es una muchacha muy reticente, como usted debería saber, y muy inocente y retraída. Una adorable muchacha. —La voz de Robert tembló un poco—. No me habría dicho nada si yo no le hubiera pedido que se casara conmigo por décima vez, vi que se encontraba en un estado de ánimo muy exaltado. No podía contenerse, lloraba, y así fue como me lo ha dicho. Quisiera saber qué le ha hecho usted, Ferrier.
Jonathan reflexionó un poco, y después levantó la vista, sonriendo débilmente.
—Puede hacerme saltar los dientes de un puñetazo si quiere, Bob.
Louis Hedler se echó a reír y lo mismo hizo el sacerdote, que hasta entonces no había dicho una palabra, y Jonathan tendió la mano a Howard Best francamente.
—No merezco que me estreches la mano, Howard —dijo— pero por favor, hazlo.
—Esto casi me mata, realmente casi me mata —dijo Howard aferrando la mano que se le ofrecía—. Y apuesto a que también le es muy difícil mostrar un poco de caridad común.
El padre McNulty tomó entonces la palabra.
—Creo que fue Aristóteles quien dijo en De la poesía que «el héroe de una tragedia debe ser un hombre digno y admirable, pero tiene que tener también alguna grave falla de carácter que es la fuente de su tragedia». Así es usted, Jon.
—Muy bien, confieso que soy un cerdo, que todo lo que me ha ocurrido es culpa mía, sólo culpa mía. —El rostro de Jonathan se había vuelto sombrío de nuevo y la furia le salía por los ojos—. Fui acusado de dos crímenes que nunca cometí, y eso es culpa mía. Pasé meses encarcelado y fui juzgado, y eso también fue culpa mía. Este pueblo creyó que yo era culpable, me ha expulsado y me ha calumniado… y eso es culpa mía. Nunca he deseado para él más que el bien, y ésa es mi culpa más grave. Por eso, naturalmente, por todo eso junto, nunca podré ser perdonado, son PECADOS IMPERDONABLES.
—Vamos, Jon —dijo Louis Hedler.
El padre McNulty estaba mirando a Jon con una firmeza triste.
—Usted es ese hombre digno y admirable de quien habló Aristóteles, Jon, pero tiene un defecto terrible en su carácter y en su alma. Exige que todo el mundo sea perfecto, no siente compasión por la débil naturaleza humana. La desprecia…
—Ah, ¿de modo que tengo que perdonar, abrazar y ponerme a sollozar por cada perro que ha estado mordiendo mi reputación durante años enteros, no es así? ¿Y darle las gracias por haberme destrozado? Frank, nunca le he creído decididamente inteligente, pero pensaba que tenía un poco de comprensión.
—Gracias. —El rostro del joven sacerdote se había arrebolado y sus ojos dorados brillaron de rabia—. No, nadie espera de usted que se ponga a adular a sus detractores que le han hecho un daño espantoso ni a aquéllos que le acusaron de crímenes que no cometió. Pero usted se ha ganado enemigos…
—Y eso es culpa mía, también, supongo. —La voz áspera de Jonathan se hizo más alta—. No he tenido paciencia para soportar las mentiras, la incompetencia, la hipocresía, las pretensiones y supongo que mi actitud hacia ellas tendría que ser caritativa. ¿Debo sonreír a los mentirosos, a los incompetentes, a los hipócritas, a los pretenciosos, y decirles que son almas benditas?
—No —contestó el sacerdote suspirando—. Ningún hombre decente puede esperar algo así. Pero hay dos formas de corregir el error; una es usar una aplanadora, ése es su método, Jon.
—Decisivo —dijo con una risa breve, en la que nadie lo acompañó.
—Hay que caminar con suavidad en este mundo —dijo Louis Hedler—. No de manera furtiva, sino suavemente. Lo dijo Nietzsche en su Zaratustra: «Camina entre tus enemigos con una espada dormida». Ése no es tu sistema, Jon, no lo ha sido nunca. No has aprendido a ser discreto en ningún momento.
—¿He venido aquí para oír esto? —preguntó Jonathan levantándose—. Entonces me voy a casa, si no tienen inconveniente.
Louis continuó como si Jonathan no hubiera hablado.
—Nadie espera que te pongas de acuerdo con los malvados, Jon, ni tampoco que los aguantes en silencio. Pero no tienes por qué acusar a un hombre, delante de otros, de ser lo que crees que es, o lo que realmente sea. Aunque sólo sea en defensa propia tendrías que tener un poco más de… llamémosle autoprotección, si quieres.
—Gracias por el consejo —dijo Jonathan—. Bob, abra esa puerta, si me hace el favor.
Robert Morgan no le hizo el menor caso, y la expresión de Jonathan se volvió furiosamente irascible.
—¿No fue Cristo quien echó a latigazos a los mercaderes del templo? Si recuerdo correctamente, también habló de algunos de los hombres de Su época en términos poco amables, como: «mentirosos, hipócritas, hijos del Diablo».
—Usted se parece muy poco a Cristo —dijo el sacerdote.
—Pero ¿usted cree que me he ganado semejante cruz, tal como esta conferencia que me están dando? Me parece que he venido aquí con pretextos falsos. He oído un rumor sobre sheriffs y prisiones —y echando una mirada a Robert continuó— para ser franco, he estado borracho todo el día. Su mensajero ha venido a molestarme y eso es algo que voy a recordar.
—Repetiré lo que dijo Zaratustra —dijo Louis—. «Camina entre tus enemigos con una espada dormida». Una espada, Jon, siempre lista para ser usada si es necesario, pero no contra objetivos pequeños que no valen la pena. Usada con caridad, si es posible. Todo eso son los preliminares de lo que tenemos que decirte. Has levantado contra ti enemigos a muerte. Algunos hombres hacen amigos, otros coleccionan enemigos, depende del gusto de cada uno. Tú has tratado desesperadamente de convertirme en enemigo tuyo, Jon. Has trabajado con todas tus ganas, muy diligentemente, con admirable persistencia para conseguirlo.
Jonathan no pudo evitar una sonrisa.
—Tienes razón, Louis. Muy bien: pido disculpas. ¿Es para eso que me has llamado? ¿Para que confiese mis pecados, me absuelvan y me manden amorosamente a seguir recorriendo mi camino?
—No del todo, déjame continuar. Has trabajado con el mismo afán para hacerte otros enemigos, quizá más duros. La mayoría de ellos, lo admito, son hombres aborrecibles. Por esa razón, y por esa sola, debías de haberlos evitado, por tu propio bien, o si no podías evitarlos había otras formas de tratar con ellos, en lugar de usar la aplanadora a que se ha referido el padre. Otros hombres han sido acusados falsamente y absueltos después, y todos han sido felices. Pero tú no, Jon. La gente estaba desilusionada. ¿Por qué? Quizá porque la mayoría de los hombres son perversos y malignos y no pueden soportar a los hombres honestos, y también en parte porque se les hizo frente innecesariamente. No importa. Esta reunión no se ha convocado para discutir la moral o la teología. Te interesa a ti, únicamente.
Miró a Robert, a Howard y al sacerdote.
—Los que estamos aquí somos tus mejores amigos, Jon. No los tienes mejores en el mundo. No hay ninguno al que tú no hayas insultado y menospreciado, ya sea porque estabas de mal talante o con fingida indulgencia. Pero nosotros somos más caritativos que tú. Dejamos de lado tu humor, tu impetuosidad y tus métodos atractivos, y te recordamos como un hombre bueno y dedicado, que sufre los defectos de sus propias virtudes y que anda dando tumbos a través de una cueva de víboras, absolutamente desarmado. Indefenso contra la crueldad, la malicia y la calumnia, no reconociendo siquiera a sus enemigos, ni vigilándolos. Cuentas con nuestra simpatía. Ahora, si quieres acercar más esa silla al escritorio, te voy a dar algo para que lo leas. Va a ser una lectura muy desagradable.
Le dio un montón de papeles.
—Declaraciones juradas de Jonas Witherby, la señora Holliday, Peter McHenry y unos cuantos más como ellos. Pero cuando las hayas leído, encontrarás otras mucho más… interesantes. Tómate el tiempo que quieras, muchacho.
Jonathan miró a Howard Best y frunció el entrecejo.
—¿Declaraciones juradas? Huelo a abogado.
—Calla, Jon —dijo Louis Hedler.
—Raza de demonios.
—Gracias por tu habitual cortesía —dijo Howard Best, pero sonrió.
Las finas manos de cirujano de Jonathan aún temblaban por los excesos cometidos. Miró a su alrededor con gesto de sospecha y empezó a leer. Todos observaban su rostro tenso. Leía con indiferencia. La primera de las declaraciones juradas era la de Jonas Witherby, que decía entre otras cosas: «No sólo me acusó de tratar de suicidarme, sino que pretendió extorsionarme para que le diera dinero para el supuesto pabellón de tuberculosos del hospital de Sta. Hilda…».
—Vaya con el viejo perro —dijo Jonathan encogiéndose de hombros—. Majadero. No trató de suicidarse, trató de que pareciera que Prissy le había envenenado. Qué basura.
Louis Hedler encendió un cigarro, Howard Best su pipa, Robert la suya y el sacerdote se puso a fumar un cigarrillo. Todo era quietud en la oficina grande y hermosa con las nuevas lámparas encendidas, las ventanas abiertas y el aire de la noche agitando las cortinas. El humo subía en espirales hacia el alto cielo raso y Jonathan continuaba leyendo y murmurando en voz baja.
Un relámpago se arrastró de repente sobre cumbres de las altas montañas, lamiéndolas con su lengua de tenedor, y el viento aumentó su fuerza. Se oyó el traqueteo sordo de un tren nocturno y luego su largo y doloroso quejido al atravesar el valle. A aquella hora también había ruidos apagados en el hospital, el rodar de una camilla, pasos que aumentaban súbitamente su rapidez, el repiqueteo de los tacones, el abrir y cerrar de puertas, un grito brusco, un quejido, una voz apaciguadora. El sacerdote y Howard Best los oían, pero los tres médicos estaban acostumbrados a ellos y no les llegaban a la conciencia.
Jonathan se ponía cada vez más pálido a medida que avanzaba en la lectura, y cada uno de los músculos de la cara se le endurecía. Examinó las cuentas de los recibos extendidos a Louise Wertner y Mary Snowden, volvió a leer sus declaraciones juradas y la de Edna Beamish. Levantó la vista, se aclaró la garganta y habló con voz muy tranquila.
—Son todo mentiras. Todo mentiras. Simplemente le hice a esa Beamish un examen preliminar, le dije en qué condición estaba, y después… —se detuvo, mirando cada uno de los rostros que tenía frente a sí—. En cuanto a estas otras dos mujeres, no las recuerdo en absoluto. No sé por qué se les enviaron estas cuentas. Yo… ni las he tocado. Si les hubiera hecho un examen total, lo recordaría. Estas cuentas son exorbitantes, nunca cobro a mujeres de esa clase más de cinco o diez dólares por un examen total.
—Afirman que fueron abortos —dijo Louis Hedler— que se pagan más.
Jonathan fijó toda su atención sobre el otro médico.
—Nunca he realizado un aborto en mi vida. Nunca he utilizado una legra con una mujer a menos que fuera absolutamente necesario limpiar lo que quedara de un aborto espontáneo, o para salvar una vida, o con fines de diagnosticar. ¿Me creen?
Parecía estar completamente agotado, pero los ojos empezaban a echar llamas.
—Te creemos —dijo Louis Hedler—. Si no fuera así no estarías aquí ahora. Pero hay una manifestación, una declaración jurada que me ha hecho Martin Eaton, que murió hace dos días y le han enterrado hoy. La hizo en mi presencia y en presencia de otros.
Le temblaban las manos de tal forma, que el papel producía un susurro. Leyó la primera declaración de Martin Eaton, volvió a leerla, hizo un ruido débil y la leyó por tercera vez. Luego la puso sobre el escritorio y contempló a Louis Hedler con un brillo feroz en los ojos.
—Eaton mintió —dijo—. O puede ser que creyera a Mavis a pesar de toda la evidencia. Estaba idiotizado por ella, que fue siempre una mentirosa y una farsante. Está muerta ahora, pero desearía que hubiera muerto antes de haberla conocido. —Su voz era impresionante porque hablaba con tranquilidad—. Jamás usé una legra con ella, ni mía ni de nadie. Ahora desearía haberla matado yo realmente.
Louis, sin decir palabra, abrió el cajón de su escritorio, sacó un envoltorio de tela y lo depositó delante de Jonathan, señalándolo con la cabeza. Jonathan lo tomó, lo desenvolvió y se quedó con su legra en la mano, mirándola con incredulidad.
—Me la dio Martin —dijo Louis— después de haber firmado esa declaración. Debo admitir que me la dio de muy mala gana.
—Le expliqué a Mavis para qué servían algunos de esos instrumentos —dijo Jonathan sosteniendo la legra en la mano—. Sentía curiosidad por todo, pero rara vez retenía nada. Cuando le expliqué para qué servía hizo una mueca de desagrado y entrecerró los ojos. Después se acurrucó contra mí. Siempre andaba acurrucándose… contra todos. Eso fue unos dos años antes de morir.
Su voz baja se cargó repentinamente de fría violencia y odio, y abrió la boca, sofocado.
—Necesito un trago —dijo.
—Dale de beber a Jon, por favor, Robert —dijo Louis.
Robert se acercó a un estante y sirvió un vaso de agua. Al dárselo a Jonathan, éste le miró aturdido, como si fuera un vaso de veneno, y lo puso sobre el escritorio.
—No me refería a esa bebida —dijo.
—Ya lo sospechaba —dijo Louis.
Jonathan volvió a examinar todos los rostros que estaban con él.
—¿Alguno de vosotros cree que miento? —preguntó.
—No —dijeron todos.
Louis dobló las manos sobre las hojas de papel.
—Kenton Campion anda detrás de todo esto, y he aquí lo que sé, fue él quien insistió en que yo pidiera la presencia de miembros de la Junta Médica del Estado. Estarán aquí el martes. Van a emitir una… orden… para que estés presente para rendir examen. También estará presente el sheriff con una orden de arresto, Jon.
Una sonrisa horrible se dibujó en el rostro de Jonathan.
—Debería haberlo esperado —dijo—. Tengo demasiados enemigos, como tú mismo has dicho, Louis. Campion, el traidor, el vendedor de su patria. Esto le cuadra perfectamente. Bueno, todo vuelve a lo de Mavis, ¿no es así? Ella fue el punto de partida.
Sintieron flotar en la habitación el fantasma de Mavis Eaton como una presencia áspera y triunfante. También la sintió Robert Morgan, que no la había visto nunca y que sólo había escuchado descripciones de ella.
—Desearía haberla matado realmente —repetía Jonathan—. Por lo menos ahora tendría esa satisfacción.
—Mavis no fue el punto de partida —dijo Louis Hedler—. Fuiste tú, el día que naciste. Campion, estas mujeres, todos los que han firmado declaraciones juradas en contra tuya, todos serían inocentes de ese perjurio si nunca te hubieran conocido. Tú fuiste el elemento precipitante, Jon. Ahora espera un momento —dijo levantando la mano—. Trato de aclararte una cosa, no te echo la culpa de nada. Campion es un sinvergüenza y hace años que le conozco. Pero no he conocido a nadie a quien odie tanto como te odia a ti, y para odiar se pinta solo. En cierto sentido, deberías tomarlo como un cumplido —dijo, y por primera vez sonrió.
—De modo que se saldrán con la suya —dijo Jonathan—. Seré juzgado con la base de estas declaraciones juradas y las pruebas de esas putas, y ése será mi fin. Debería haberme ido hace muchos meses. —Le brillaron los dientes entre los labios resecos.
Louis hizo una seña a Howard Best, quien empezó a sacar un montón de papeles de su cartera.
—Oh, no estoy de acuerdo contigo, Jon —dijo Louis tranquilamente—. Mientras tú andabas atareado ganándote más enemigos y poniéndote en contra de más gente, convirtiéndote en un estorbo, tus amigos, que creen en ti, estaban muy ocupados. Muy ocupados, por cierto.
Howard mostraba una amplia sonrisa.
—He dedicado una gran cantidad de mi tiempo a ti y a tu problema, Jon. Louis nos llamó a mí y al padre McNulty hace algún tiempo y nos mostró estas declaraciones. Desde entonces he estado más ocupado que una abeja. Lee esto ahora. Entonces podrás rendirme homenaje y tal vez te perdone por haberme menospreciado estos últimos meses. Tal vez.
Jonathan vio sus caras sonrientes. Todavía se sentía agobiado. Tomó el grueso montón de hojas y comenzó a leer. Louis había ocultado prudentemente la declaración que hiciera Martin Eaton poco antes de morir.
Allí estaba la abyecta petición de disculpas y la nueva declaración de Peter McHenry, que Jonathan leyó apresuradamente y dejó a un lado con amargo desprecio. «Esa pobre niña Elinor» fue todo lo que dijo. Después leyó la afirmación de Amelia Forster y su tenue sonrisa se convirtió en una sonrisa triunfante.
—¡De modo que eso explica lo de las cuentas! ¡Mi buena vieja Amelia! Tengo que darle una gratificación ahora mismo. No, no podemos desprendernos de ella. Dios bendiga a nuestra Amelia. Y las declaraciones de mis otros pacientes: veo que creyeron que iban a «protegerme» de la falsa afirmación de daños hecha por esa perra Beamish. A veces empiezo a tener confianza en la raza humana, es decir, cuando la humanidad sale a la superficie, cosa que rara vez sucede.
Después leyó la declaración jurada de Howard Best sobre su entrevista con William Simpson, jefe de policía de Scranton, y Jonathan lanzó, contento, un juramento, echándose a reír con todas sus ganas.
—¡De modo que es la queridita de Campion! Debí habérmelo figurado. Ahora lo comprendo todo. Él me la envió primero a mí para que me implicara en eso y luego se la mandó a otro para que le hiciera el aborto en realidad. Sería un milagro que pudiéramos encontrar a ese asesino. Quizá podría decirme algo sobre Mavis.
—Sigue —dijo Howard satisfecho de volver a ver los colores en la pálida cara de Jonathan—. Sólo has comido la sopa, espera que venga el segundo plato.
Jonathan siguió leyendo. Howard había hecho otra declaración jurada atestiguando las que seguían de Louise Wertner y Mary Snowden. Decía que había «persuadido» a las jóvenes, en nombre de la justicia, a abjurar de sus anteriores declaraciones, hechas bajo coacción, y a redactar otras que fueran verídicas. Howard había olvidado explicar en su declaración que había visitado a las muchachas por separado, les había dicho que era un funcionario del tribunal, cosa que había parecido terrible a las poco avispadas muchachas. Les prometió que no serían juzgadas, o que por lo menos la pena por su participación en el delito de aborto y por buscar a un abortista sería menor si juraban libre y plenamente la verdad.
Ellas no nombraban al abortista por temor a las represalias pero explicaban que habían dado su nombre al señor Howard Best para que se revelara en un tribunal de justicia si fuera necesario.
Dieron su testimonio en distintas fechas del mes de noviembre de 1900, declarando que habían abortado «hijos ilegítimos» y que no estaban casadas, habiendo pagado por la operación cincuenta y setenta y cinco dólares, respectivamente. Creyeron que con eso terminaba todo, aunque posteriormente cada una de ellas había tenido «inconvenientes menores», pero sin importancia. El 15 de julio de 1901 las llamó el abortista a sus respectivas casas, diciéndoles que estaba sometido a investigación por parte de varias personas a quienes no nombró, por realizar operaciones delictuosas, y que si le arrestaban no dejaría de mencionar el hecho de que ellas le buscaron suplicándole que se hiciera parte en un crimen, a lo que él accedió por simpatía. «Yo», les dijo «soy un hombre rico. Puedo pagar una multa. Pero ustedes irán a presidio por varios años y cuando queden libres sólo podrán buscarse la vida en las calles, que es su ambiente».
Sin embargo, según declararon las acusadas y aterrorizadas muchachas, el abortista les prometió emplear su influencia con esas «personas desconocidas», si ellas declaraban bajo juramento que Jonathan Ferrier, médico de River Road, Hambledon, Comunidad de Pennsylvania, había realizado con ellas estos «actos criminales», y les había cobrado crecidos honorarios. Para ello tenían que ir a su despacho durante su ausencia, de lo cual tenían que estar bien seguras, y decir a su secretaria que debían aquellas sumas pero que habían olvidado las facturas. Tenían que pedir a la secretaria que pusiera una fecha anterior, la de los supuestos abortos, y que les firmara el recibo. La secretaria había seguido sus instrucciones «con toda inocencia» y de buena fe, creyendo las historias que le contaron. Vinieron luego las declaraciones juradas. Las muchachas confesaron el perjurio, pidieron clemencia para su conflicto y comprensión por el terror natural que sintieron ante un hombre tan rico y ciertamente poderoso, que podía hacerles mucho daño. También agregaban que cuando entregaron sus declaraciones juradas al doctor Louis Hedler del hospital Sta. Hilda de Hambledon, cada una de ellas recibió cincuenta dólares del abortista como «recompensa» por sus servicios.
El rostro de Jonathan tenía en aquel momento una expresión muy especial, que ninguno de los presentes le había visto antes y que no reconocían. Era un gesto de compasión, no de disgusto y rabia. Era un gesto de lástima y hasta de tristeza. Casi parecía suave.
—Pobres chicas —dijo mirando las declaraciones con la cabeza inclinada.
Los otros quedaron naturalmente confundidos y se miraron entre sí, levantando mucho las cejas.
—¿Qué puede hacerse con estas dos pobres chicas? —preguntó Jonathan—. Cuando el caso llegue al tribunal, como tiene que llegar, ¿irán las muchachas a prisión por la parte que tuvieron? No quiero que pase tal cosa. Me niego.
—¿Quién habla de un tribunal? —dijo Howard conteniendo una risita.
Pero una luz nueva y airada brilló en los ojos de Jonathan.
—¡Yo lo exijo! ¡Quiero una reparación completa! ¡Quiero venganza!
—La tendrás —replicó Louis—. Bueno, aquí está la piéce de résistance.
Mostraba en su mano la declaración que hiciera Martin Eaton ya agonizante, o más bien una copia, pues temía confiar el original al imprevisible Jonathan Ferrier. Louis se puso muy serio.
—Jonathan, es algo espantoso lo que tengo aquí, copia de una declaración jurada muy larga. Es patética, es algo trágico. En cierto modo, te afectará más que cualquier otra cosa en tu vida. Más quizá que tu mismo arresto y juicio anteriores. Quiero que te serenes y que leas esto con mucha calma. Necesito que muestres por este hombre algo de la compasión que has mostrado por Louise Wertner y Mary Snowden, quienes tenían menos motivos que él para hacerte daño. Ellas actuaron bajo la coacción y el miedo. Este hombre no estaba en esas condiciones. Escribió de su puño y letra para reparar un mal. Expuso su alma y la de una persona a la que amaba más que a ninguna otra cosa en la tierra para ayudarte, por nada más. Admite que te hizo daño y explica por qué. Ahora lo ha rectificado.
Jonathan escuchaba con concentrada atención y sus ojos casi desaparecían bajo las cejas contraídas.
—Jon —siguió diciendo Louis, hay algo en esta declaración jurada que te afecta de cerca y debo pedirte por anticipado que te controles y no te precipites en uno de tus ataques de furia salvaje, incontrolada y violenta delante de nosotros. Prométeme que mantendrás la cosa en paz hasta que se haya resuelto todo lo demás. Si no puedes hacerme esta promesa no permitiré que leas esto.
—Lo prometo —dijo Jonathan en un tono de voz tajante y apretando con las manos los brazos de su sillón.
Louis tuvo un gesto de vacilación. Su expresión era grave. Se produjo un momento de tensión en el caluroso despacho. El relámpago iluminó las ventanas y el hospital estaba tan silencioso como si allí imperara la muerte.
—He puesto en peligro mi «posición» —dijo Louis— al mostrarte estas declaraciones juradas, Jon. Lo he hecho por consideración hacia ti, pese a nuestras pasadas… diferencias. Todos nosotros corremos peligro, con excepción, tal vez, del padre McNulty, a quien consulté hace mucho tiempo cuando oí hablar por primera vez de la confabulación tramada contra ti, pues esto es confidencial. No deberíamos mostrarte nada de esto ni a ti, ni a tu abogado, ni a nadie hasta después de la audiencia ante la Junta Médica del Estado. ¿Comprendes ahora la gravedad de la situación y cómo nos hemos puesto en peligro? Si haces o dices algo de lo que has leído y de lo que vas a leer, o mencionas algún nombre, o intentas vengarte privadamente de cualquiera antes del momento oportuno, nos destruirás. ¿Está claro?
—Sí —dijo Jonathan, que sudaba otra vez. Louis miró a los otros.
—He mostrado estas piezas al padre McNulty y a tu amigo Robert Morgan, tu sustituto. Les he consultado y les he pedido su consejo, especialmente a Howard. Dijeron que con toda justicia, aunque es muy peligroso pues conocen tu carácter, debía mostrarte las declaraciones juradas. Quisieron que leyeras lo que has leído y lo que leerás para que tengas tiempo de calmarte, prepararte y pensar con claridad. Si comparecieras ante los miembros de la Junta Médica del Estado y ante tus enemigos en un estado de pasión, como indudablemente sucedería si no supieras todo esto de antemano, serías exonerado de tus supuestos crímenes pero causarías una impresión tan desagradable en los miembros de la Junta que caerías en desgracia por el resto de tu vida. A la Junta Médica del Estado no le gustan los médicos que pierden la cabeza, amenazan y se enfurecen. Tu reputación estaría irreversiblemente perdida. ¿Está bien claro, Jon?
—Louis —dijo Jon visiblemente conmovido—. No haré nada que pueda perjudicar a ninguno de los que estáis aquí. Nadie sabrá, antes del martes ni siquiera después, que me has mostrado estas cosas por anticipado. —De repente hizo una mueca, pues la tensión crecía cada vez más—. Te beso la mano, Louis.
—No sé qué es más desagradable, si tus arranques de furia, tus sarcasmos o tu humor, Jon, si puedes llamar humor a eso. —Pero Louis, también sonriente, sacudió la cabeza.
—Lo mejor que podríamos hacer, por supuesto —dijo Howard— sería amordazarle aquí mismo, atarlo y esconderlo en el lavabo hasta el martes, permitiéndole salir, siempre amordazado y atado, para que haga sus necesidades.
—Muy divertido —dijo Jonathan, que había vuelto a ponerse blanco—. Ahora, ¿puedo leer?
—Con compasión —dijo el padre McNulty—. El hombre era débil y trágicamente tonto.
—Nunca he sentido compasión por tales hombres, Frank —dijo Jonathan haciendo una mueca desagradable—. Con excepción de mi padre. Me curó el sentimentalismo pues era el más sentimental de los hombres. Veo que esos papeles están escritos a máquina. Creí que habías dicho que eran de puño y letra del hombre.
—El original lo es —dijo Louis—. Pero tenemos una razón, que sin duda comprenderás cuando hayas leído el documento, para mantener el original lejos de tus manos desde este momento.
Jonathan frunció el entrecejo, pero Louis se limitó a hacer un gesto indicando los papeles y Jonathan empezó a leer. Al cabo de un instante, cuando vio que se trataba de la última declaración jurada de Martin Eaton, pronunció una desdeñosa maldición en voz alta y se quedó quieto.
Todos miraban a Jonathan. Sentados rígidamente en sus sillas, habían dejado de fumar. Parecía como si observaran a un poderoso león, sin saber qué se proponía, esperando un movimiento de los ojos, un temblor de la melena o de un músculo, para descubrir en qué dirección se proponía saltar. Un pestañeo, la contracción de la boca, el movimiento de las cejas o el color de la cara, les permitían adivinar casi exactamente el párrafo que leía en aquel instante. Aquellos signos revelaban todos sus sentimientos: asombro, odio, repulsión, burla, incredulidad, sombría melancolía, furia y hasta sorpresa.
Advirtieron que había llegado a la narración de la muerte de Mavis cuando cada uno de los músculos de su cuerpo se puso tirante y la boca se le contrajo en un gesto duro. Una interjección sucia les indicó que había llegado al lugar en que se mencionaba el nombre de su hermano. Entonces levantó la vista y les miró sin verlos. Miraba hacia adentro, no hacia afuera, y había una expresión amenazante en sus ojos y en su boca. Estaba demasiado tranquilo. Le observaban inclinados hacia él, atentos a todo. El silencio se había hecho insoportable dentro del despacho, hubieran querido que hablara, que jurara, hasta que se enfureciera. Habría sido más normal que aquella quietud, aquel aire reflexivo, aquella pálida falta de emoción.
Por fin depositó los papeles sobre las rodillas, encendió un cigarrillo y fumó un poco, mirando todavía ciegamente a cada uno de los rostros, luego a las paredes, después al techo y al suelo. Sabían que no se daba cuenta de que estaba fumando, que en su interior pasaba algo horroroso, algo tan explosivo y tan profundo que no podía llegar al oído ni a ningún otro de los sentidos. Sus emociones estaban muy por encima de la expresión humana y eran demasiado turbulentas como para poder traducirse en palabras. Se le contraían las aletas de la nariz como si le faltara oxígeno. Al cabo de unos instantes tomó de nuevo los papeles y reanudó la lectura.
«Le he pedido calma», pensó Louis Hedler, «pero ahora preferiría su furia. Casi hubiera preferido que perdiera la razón, temporalmente, por supuesto».
Terminó de leer. Lenta y cuidadosamente puso los papeles sobre el escritorio de Louis y aplastó el cigarrillo en el cenicero. Observó cómo se desvanecía la última nubecilla de humo como si aquello fuera de la mayor importancia.
—¿Tienen ustedes el original de su puño y letra? —preguntó por fin.
—Lo tengo —contestó Louis.
—¿Dónde está?
—En lugar seguro.
Louis se dio cuenta en seguida que había obrado con gran sensatez al hacer sacar copias por un empleado de confianza y al no poner en las manos de Jonathan la declaración jurada de Martin Eaton.
—Tiene que ser destruido.
Nada podía haber sido más indiferente que la voz de Jonathan.
—Imaginaba que dirías eso —dijo Louis—. Pero no. No voy a pedirte tus razones, las sospecho. Se trata de tu orgullo, ese orgullo que te mantuvo en silencio en la sala del tribunal. Jonathan, tú no eres el primer hombre al que traiciona su esposa, ni serás el último. En cierto modo puede ser que hayas salvado tu vida con tu silencio, pues entonces no había ningún motivo para un supuesto crimen.
—Trataba de proteger a ese viejo tramposo —dijo Jonathan—. A Eaton, a su sueño sobre Mavis. Recordaba cómo nos habíamos querido cuando yo era chico y cómo me ayudó durante los años de mi… ¡Lo supo todo el tiempo! Sabía la verdad. Sin embargo, no dijo ni una palabra, salvo gritar: «¡No, no!», cuando dieron el veredicto.
—Recuerde —dijo el padre McNulty— que él, en su pena y su dolor, creyó que usted era en parte culpable de la muerte de su esposa. Fue una idea loca y retorcida, pero ¿quién no ha sido nunca culpable de una idea así? No usted, Jon. —El sacerdote sonrió con tristeza—. Sé que necesitará mucha comprensión para poder sentir lástima por ese atribulado padre.
Pero Jonathan había vuelto a sumergirse en su profunda meditación y se les había escapado de nuevo. Robert Morgan, todavía joven y sin complicaciones, se sentía aliviado. Jonathan parecía haber podido controlarse cuando era de esperar su locura y su rabia. Pero Howard Best, el sacerdote y el doctor Louis Hedler conocían mucho mejor a Jonathan y, en aquel momento, observando al hombre silencioso, se sentían alarmados, inquietos y turbados.
—Nadie debe ver la declaración de Eaton —dijo Jonathan después de un largo rato.
—Jon —dijo Louis Hedler— no me interesa saber las razones que tienes para pedir eso, pero sé que es lo único que puede destruir la difamación, la hostilidad y el odio que este pueblo siente hacia ti. Tienes que verte libre de la más mínima sospecha de haber dañado, matado, a Mavis. Hay otro asunto —y al decir esto sus ojos de rana brillaron de excitación interior—. Y es que a Brinkerman no sólo hay que revocarle la licencia, sino que también hay que someterle a juicio por el crimen que cometió contra tu esposa y esas otras dos muchachas. Sólo Dios sabe a cuántas otras habrá dejado inválidas, o asesinado, o hecho abortar. Sé que su esposa es para él la niña de sus ojos y que es locamente extravagante. Esto ocurre posiblemente desde hace mucho tiempo. Tiene que ser denunciado y castigado, impidiéndole que cometa otros crímenes. Está también el senador Campion. Todavía no sé qué hacer para denunciarlo por instigar esta confabulación contra ti.
—Su hijo Francis llega mañana —dijo el sacerdote—. Le he mandado buscar para que le ayude. Pero tal como están las cosas puede ser que no necesitemos su ayuda, salvo para atacar al senador.
—Precipitando una crisis —dijo Howard Best con satisfacción, pero sin dejar de observar con inquietud a Jonathan—. El senador Campion te ha brindado una maravillosa oportunidad. No podrías seguir viviendo pensando que en Hambledon y tal vez en todo el estado de Pennsylvania, y probablemente en otras ciudades, te creían culpable del asesinato de tu esposa. Desde el proceso has actuado como un hombre a quien nada le importa. Pero te conozco bien, Jonathan. Sé que no quieres irte de Hambledon, en donde has nacido y vivido.
Jonathan se levantó lentamente y luego, con voz indiferente, les dijo lo que podían hacer con Hambledon y cada uno de sus habitantes. Se extendió sobre el asunto con fácil elocuencia, como si se sintiera divertido. Pero ellos le veían los ojos. Sólo era consciente a medias de lo que decía. La negra turbulencia interior iba juntando fuerzas.
—Has olvidado que hay un clérigo presente, Jon —dijo Louis interrumpiéndole.
—Bah, he oído todas esas palabras antes —dijo el joven padre McNulty, cuya cara rosada había perdido el color y, aunque seguía sonriendo, parecía un poco descompuesto. Robert Morgan se sentía terriblemente embarazado y se había puesto colorado. Howard Best fingió no haber oído nada.
—Pienso —dijo Louis— que siendo ya casi medianoche, deberíamos separarnos.
Miró a Jonathan, que se había acercado a una ventana abierta y miraba hacia afuera, con las manos en los bolsillos.
—Jon —dijo Louis Hedler luchando por ocultar la compasión—. Quiero que pienses en esto, dentro de un mes recordarás esta noche sólo de vez en cuando, y dentro de un año no te quedará el menor recuerdo. Dentro de dos años será como un mal sueño, olvidado casi del todo. Eres joven todavía. Tienes toda la vida por delante, clara, limpia, dispuesta. —Vaciló—. Jon, ¿podrías considerar la idea de ser jefe de cirugía aquí?
—Tengo que considerar muchas cosas —dijo como si no hubiera oído, dándose vuelta. Tenía fija en el rostro una calma superficial y miraba por separado a cada uno de los tres hombres—. Supongo que debo estaros agradecido. Howard, mándame la cuenta.
—Vete al infierno —dijo Howard Best.
—Louis, no encuentro palabras. Todavía no puedo creerlo —dijo Jonathan sonriendo.
Pero Louis, mirándolo fijamente, no sonreía.
—Jon —le dijo— nos has hecho una promesa solemne, y nunca has sido hombre que no guardaras tu palabra, para bien o para mal. No debes hacer nada… brusco… o violento. Hemos puesto en tus manos nuestra propia seguridad, nuestra propia reputación. Lo has prometido.
—Nunca falto a mi palabra —dijo Jonathan. Sintió como si una fiera convulsiva que le hizo estremecer corriera por su interior. Cerró los puños y los ojos por un momento.
—Os dejo a Brinkerman y a Campion para vosotros, al menos para el primer ataque. Me reuniré con vosotros aquí en Sta. Hilda, en la sala de conferencias, a la hora que me indiquéis, el martes por la mañana.
Louis cambió una mirada con Howard y dijo:
—Te haré saber la hora exacta después.
—Creo que ahora tomaremos el trago que has pedido —agregó Louis levantándose y dirigiéndose al estante, del que sacó una botella de coñac y varios vasos—. Creo que todos lo necesitamos.
—No —dijo Jonathan.
—Voy a llevarle a su casa —dijo Robert Morgan.
—Prefiero hacerlo yo, doctor Morgan —dijo el sacerdote—. Quiero hablar con Jonathan, sobre Francis.
Para sorpresa de todos, Jonathan no agregó una palabra. Se había sumergido de nuevo en su sueño interior. Ni siquiera se acordó de estrechar la mano a los hombres que le habían salvado y ellos lo comprendieron. Se dieron la mano entre ellos murmurando en voz baja, como si hubiera un muerto en la habitación. Entonces el sacerdote tocó el brazo de Jonathan y salieron juntos. Los demás les miraron mientras se retiraban, más ansiosos que nunca.
—No me gusta nada —le dijo Howard a Louis Hedler.
—No me gusta, es una expresión muy suave —dijo el doctor—. He visto a Jonathan en estados de ánimo muy peligrosos, pero ninguno como éste.
El clérigo conducía su coche a través de la ciudad oscura y silenciosa. El relámpago seguía retorciéndose sobre las altas montañas. Flotaba en el aire una fragancia seca y acre de hojas secas, polvo y piedras recalentadas.
Jonathan no hablaba. Dejaba que los movimientos del coche le sacudieran como si estuviera inconsciente. El sacerdote conducía despacio, tratando de encontrar palabras. Sabía que Jonathan no se daba cuenta de que estaba en el coche, ni siquiera de que era de noche, y sintió miedo.
—Francis vino de inmediato cuando recibió el telegrama —dijo.
Jonathan no contestó. Buscó cigarrillos, encendió uno, le miró, y a la breve luz del fósforo el sacerdote pudo ver la palidez de su cara. Volvió a envolverles la noche y el sacerdote sintió una fuerte presión sobre el pecho y un renovado temor. Habló lenta y calmosamente.
—Jon, no somos más que hombres falibles y nos equivocamos con mucha frecuencia. Es posible y quizás probable, que hayamos errado al hablarle como hemos hecho esta noche, impulsándole a proceder y a hablar más discretamente en el futuro, y hasta insinuando que gran parte de la tragedia que ha caído sobre usted se debe a su propia naturaleza. ¿Cómo hemos podido ser tan presuntuosos, tan seguros y tan superiores? —Lanzó un suspiro—. Creo que ha sido nuestro interés por usted lo que nos ha hecho hablar de ese modo, pues ninguno de nosotros pretende que usted sacrifique sus principios. Que sea hipócrita, y discreto en la mayoría de las situaciones. Ése es el camino de la cobardía, y tiene toda la razón al rebatirnos. El hombre discreto, con su silencio, con sus sonrisas o su prudencia es la causa directa de muchos de los males del mundo, pues quien no se opone activamente es como si diera un consentimiento tácito.
—La opinión de los demás nunca me ha interesado demasiado y ahora me interesa menos aún —contestó Jonathan con una voz perturbadoramente indiferente.
El sacerdote frunció el entrecejo, reflexionando.
—No obstante —dijo— en casos que no son muy importantes y no involucran que esté relacionado con la moral, es mejor tener tacto.
Jonathan volvió a quedarse silencioso y el sacerdote se dio cuenta de que había vuelto a escapársele. Había hecho lo posible para ganarle, pero ahora no le quedaba más que la oración, sin embargo, hizo una nueva tentativa.
—Jonathan, si muchas personas en este pueblo no le apreciaran y respetaran, esta noche y los días que vendrán, estaría en una situación espantosa. Recuerde a aquéllos que se interesan por usted.
—No se preocupe —contestó Jonathan—. No voy a hacer nada violento… todavía.
—Jon, sé que usted no perdona fácilmente, si es que lo hace alguna vez. Pero cuando piense en los hombres que le han hecho daño, recuerde que eran tan débiles como malos y que muchos de ellos estaban confundidos, inseguros y desconcertados por sus propios deseos, sus propios defectos y quizás por sus tragedias privadas. El doctor Eaton fue un hombre muy trágico. Al final hizo un esfuerzo supremo para rehabilitar su nombre y murió al día siguiente.
—Espero —dijo Jonathan— que no haya tenido una muerte tranquila.
El sacerdote no contestó. Llegaron a la casa oscura y cerrada de los Ferrier y Jonathan saltó del coche. Sin una palabra ni una mirada, caminó hacia la puerta y se perdió en las sombras del profundo porche. El sacerdote continuó su camino.
Jonathan cruzó el césped y se dirigió a su consultorio.
La luz de su despacho privado aún estaba encendida. Entró en la habitación y miró los estragos que había hecho. Era como mirar los resultados de una pesadilla. Ahora estaba metido en otra pesadilla aún peor. Tenía que pensar, reflexionar y decidir qué debía hacer. Se quitó la chaqueta, el sombrero y el cuello y se puso a trabajar, levantando trozos de papeles, vidrios y libros. Le llevó mucho tiempo, pero trabajó con habilidad y sin hacer ruido. Llenó todos los cestos. Después encontró una escoba en uno de los servicios y barrió la alfombra como mejor pudo. Puso los muebles en orden y volvió a colgar las cortinas que había arrancado.
Se dirigió a la casa y subió a su habitación a oscuras.
Encendió la luz de gas que brilló con un tono amarillento. Aquí todo era destrucción también. Encontró el retrato de Jenny y, enderezando la tela, miró el joven y desolado perfil.
—Jenny —le dijo—. Debo haber sido un desastre para ti y ahora sería una verdadera catástrofe. Adiós, mi querida.
No podía dormir. Se puso a guardar las cosas de nuevo y lo dejó. Salió a caminar por las calles y el eco de sus pasos resonaba bajo los árboles, hasta que la luz gris de la mañana apareció por el este y se levantó una brisa cálida. De vuelta a su dormitorio tomó un fuerte sedante y cayó en un sueño mudo y sin pesadillas.