Capítulo 32

—Eres muy amable al pasar por aquí a ver al pobre Martin —dijo Flora Eaton— pero está muy enfermo, como sabes, y necesita descanso, paz y tranquilidad.

—Sí, comprendo, Flora. Pero se trata de un asunto de suma importancia para alguien muy importante para Martin.

Estaban sentados en la imponente y penumbrosa sala de la fea casa cercana al río, y Flora miró a Howard dubitativamente, jugueteando con su falda y mordiéndose los labios.

—Howard, Martin no se ha encontrado bien desde que le visitó el senador Campion. Las visitas parecen perturbarlo muchísimo.

Howard dio un respingo.

—¿El senador estuvo aquí?

—Sí, claro, muy interesado por Martin, pues son muy buenos amigos. Pero fue demasiado para Martin, mucha agitación. Se desmoronó completamente después de que Kenton se marchara y tuve que llamar al médico para que lo viera, el doctor dijo que no había que molestarlo ni afligirlo, ni dejar que volviera a agitarse. Después de todo, no ha pasado todavía un año…

—¡Ya sé, ya sé! Pero creo que a Martin le hará muchísimo bien verme, Flora. De verdad.

—¿Asuntos legales, Howard?

—En cierto modo. Sé que Martin guarda un secreto, y si me lo cuenta será un verdadero alivio para él. Pídele por favor que me conceda unos minutos, Flora.

Todavía dudando, Flora levantó su pequeño y achatado cuerpo de la silla y abandonó la habitación, dejando a Howard con una sensación de excitación y euforia. ¿De modo que Campion ha estado allí y había «agitado» a Martin Eaton? ¿Con qué le habría amenazado, o qué le habría dicho para que Martin le entregara aquel malhadado documento a Louis Hedler? Aquello era muy interesante. A pesar de las ventanas cerradas y las cortinas corridas, hacía mucho calor en la habitación y Howard, cada vez más inquieto y más excitado, se secó las manos y miró hacia la puerta con impaciencia. Podía oír la voz del río susurrando suavemente en el silencio de la mañana, los chirridos de las máquinas cortadoras de césped y el ladrido de un perro. Pensaba en lo tranquilo y pacífico que era el mundo, o que podría serlo sin la presencia de la raza humana.

Flora Eaton regresó, incierta y vacilante.

—He hablado con Martin, Howard. Ha estado escribiendo y escribiendo y está muy agotado. Pero cuando le he dicho que estabas aquí ha accedido a verte por unos minutos. Howard, no te quedes mucho tiempo, ¿quieres? Necesita descansar.

—¿Escribiendo? ¿Está escribiendo un libro? —preguntó Howard poniéndose de pie.

Flora esbozó una sonrisa indefinida e hizo un gesto con las manos.

—No tengo autorización para decirlo, Howard. —No se le había ocurrido la idea hasta ahora, pero la sugerencia la dejó intrigada—. Pero lo que sé es que es bastante voluminoso y no es una carta. ¡Tanto secreto!

Howard Best no había visto a Martin Eaton desde hacía meses, y aun en su estado de preocupación quedó impresionado por el cambio experimentado por quien en un tiempo fuera un hombre poderoso y robusto, de gran presencia. Prevalecía en la habitación el olor ácido del encierro y el hedor, más fuerte aún, de la enfermedad y la muerte. Martin era un agonizante, deshecho, arruinado, de cara cavernosa y color espantoso. Miró vacilante a Howard mientras atravesaba la habitación para acercarse al escritorio, y se quedó sentado sin pronunciar palabra, como un Buda que se va desmoronando en el polvo en algún templo perdido.

Howard se sentía tan lleno de compasión que olvidó sonreír y no esperó que lo invitaran a sentarse. Se sentó junto al escritorio frente a Martin.

—Perdóname, Martin —le dijo—. Sé que estás enfermo. No te molestaría si el asunto no fuera tan importante y tan urgente, y le interesa a…

—Sí, lo sé —le contestó una voz débil y vacía—. Siempre has sido el amigo más íntimo de Jon Ferrier. Hiciste gestiones para el cambio del tribunal, y lo conseguiste, y le proporcionaste además los mejores abogados de Filadelfia.

Howard le observaba y escuchaba atentamente aquella voz, dispuesto a percibir cualquier eco de animosidad, odio, hostilidad o desprecio, pero no hubo nada de eso. El tono era opaco, sin acentos e indiferente.

—De modo que ya sé a qué has venido. Se trata de Jon Ferrier.

—Sí —contestó Howard—. Se encuentra en un peligro terrible, pero es inocente. No sé si lo creerás, pero es cierto.

Martin Eaton bajó la vista hacia el escritorio y Howard se fijó en un montón de papeles llenos de una escritura apretada y prolijamente acomodados. La mano de Martin aún sostenía la pluma.

—Ya no sé qué es verdad o qué es mentira —dijo Martin—. Ni siquiera sé qué es culpa.

—Martin, en el fondo de tu corazón sabes que Jon no mató a Mavis.

—Te equivocas —dijo Martin en voz más alta pero siempre indiferente—. La mató. Yo sabía que era culpable, lo he sabido siempre.

Howard sintió un escalofrío en las manos y las mejillas, y miró fijamente a Martin.

—¿Culpable de matarla… cómo?

Por primera vez Martin sonrió, con una sonrisa cansada, dolorida.

—Ustedes los abogados. He hecho una afirmación sencilla que sería aceptada por cualquiera que no fuera tú. Dije que Jon Ferrier fue culpable de la muerte de Mavis, con eso tendrías que haberte sentido satisfecho. Yo no miento, pero tú preguntas: «¿Cómo?».

Aumentaron las esperanzas de Howard. Martin levantó su mano viva, que seguía sosteniendo la pluma.

—Kenton Campion ha estado aquí y me lo ha contado todo, de modo que no es necesario que tú me narres la detestable historia de la confabulación contra Jon. Presumo que te lo ha dicho Louis Hedler. Pobre Louis. Sé que existen otras ramificaciones de esa confabulación que nada tienen que ver conmigo ni con Mavis, de modo que puedes descansar, Howard.

Volvió a mirar los papeles que estaban sobre su escritorio y lanzó un suspiro largo y ronco.

—He escrito la historia completa, por miedo de que la entierren conmigo y pueda volver a hacerse el mal. Me alegra que hayas venido. No sabía a quién confiársela, pero como tú eres amigo de Jon, sé que puedo confiar en ti. Sólo me faltan unas pocas líneas más y estará terminada. Entonces podrás leerla tú mismo y ahorrarnos a ambos copiosas explicaciones y palabras. Me siento tan cansado estos días, tan… acosado.

Howard sintió que aquél era el momento más importante. Permaneció en silencio mientras la pluma recorría dolorosamente su camino sobre el papel. Vio cómo la mojaba en la tinta, escribía y volvía a sumergirla otra vez. La mano muerta yacía inmóvil sobre el papel. En aquella habitación estaban abiertas las persianas y entraba un viento caliente que agitaba las páginas escritas, sacudía el polvo, levantaba las hojas de los libros abiertos. El rostro agonizante de Martin Eaton tenía una expresión concentrada, el sudor se acumulaba sobre su reseca frente y sus mejillas flojas.

Hay mucho que decir en favor de un hombre que muere con dignidad, pensó Howard Best, un hombre que no pide compasión, ni sentimentalismo ni una falsa negación de la verdad. Howard no tenía la menor duda de que el documento escrito que estaba a punto de leer corregiría un mal, salvaría a un hombre de la injusticia y de la ignominia más completa.

Martin dejó la pluma y echó una mirada sobre los párrafos finales que acababa de escribir.

—He redactado esto en forma de declaración jurada, y había pensado en ti para que actuaras como notario o testigo —le dijo. Esta vez miró a Howard alzando la vista con visible esfuerzo, y la poca vida que quedaba en ellos brilló por última vez con indomable determinación.

—No me ha resultado fácil hacer esto. Sé que va a destruir a otros, pero llega un momento en que un hombre tiene que hacer lo que debe, sin más alternativa. Hizo un gesto indicando los papeles, Howard se acercó al escritorio y los tomó. Martin se recostó en su silla y cerró los ojos.

Le letra era asombrosamente clara y cuidada como si hubiera sido escrita para no dejar la menor sombra de duda sobre el significado de una sola palabra. Era una letra pequeña y clara aunque a veces temblorosa, pero no faltaba un punto, una coma y ninguna mayúscula.

Yo, Martin Joseph Eaton, de River Road, Hambledon, en la comunidad de Pennsylvania, hago esta declaración fechada el día 29 de agosto de 1901, de acuerdo con mi propio deseo y voluntad y con mi propia letra, que puede ser verificada, a fin de que Jonathan Ferrier, habitante de este pueblo, no sea en el futuro objeto de calumnia, odio, desgracia, escándalo y difamación, como lo ha sido desde el día 5 de noviembre de 1900. Ha estado en mis manos, y en manos de alguien más que nombraré oportunamente, el poder de reparar este daño, pero me he abstenido de hacerlo por razones que ahora expondré.

Los muertos están más allá de nuestros débiles odios y de nuestro desprecio, y eso tenía que saberlo desde hace ya mucho tiempo. Proteger el nombre de los muertos no sólo es fútil y sentimental, cuando han sido causa de desgracias y desesperación, sino que además ellos tal vez no lo hubieran querido y no lo desean. Si Dios es un Dios de Amor, es también un Dios de Justicia y hasta de Ira. Por ello no me atrevo a morir hasta que no haya escrito todo lo que tengo que escribir en este día.

Mi sobrina, Mavis Alicia Eaton, no era mi sobrina. Era hija mía y de la esposa de mi hermano, Hilda, señora de Jerome Eaton.

En mi juventud, y siendo apenas hombre, amé a Marjorie Farmington, señora ahora de Adrian Ferrier de este pueblo. Pero ella se casó con Adrian Ferrier y yo creí que nunca más iba a interesarme por otra mujer. Entonces mi hermano, dos años menor que yo, conoció a una señorita de respetable familia y gran fortuna en Pittsburgh, donde él ejercía como profesor de historia. Su nombre era Hilda Gorham, y se parecía a Marjorie Ferrier de manera realmente extraordinaria. Yo no la conocí hasta que se casó con mi hermano, pues me encontraba en Heidelberg haciendo un año de estudios complementarios. Cuando volví y vi a Hilda por primera vez, fue como si toda mi vida se renovara. Hilda me confió más tarde que ella me había amado desde aquel mismo instante. Sin embargo, no tenía motivos para divorciarse de mi hermano y lo quería, y los dos resolvimos no hacerle ningún daño, pues era hombre de singular inocencia, amabilidad y confianza.

No tengo ninguna excusa que ofrecer por mi amor por Hilda y nuestros actos posteriores. El amor, según he oído decir, tiene sus propias razones para existir y lleva consigo, al mismo tiempo, sus propios terrores y sufrimientos. Cuando nació Mavis fue Jerome quien la tuvo orgullosamente en sus brazos y la mostró como hija suya, y no yo. Era un hombre espiritual que jamás albergaba sospechas, como debió haber hecho en aquellas circunstancias, sobre las que no voy a extenderme.

Howard se sintió sumamente conmovido y lleno de simpatía. Levantó la vista de las páginas, pero Martin estaba recostado en su silla como dormido, con el rostro tranquilo y resignado.

Mi hermano, Hilda y Mavis se quedaron en Pittsburgh, y yo les veía solamente en ocasiones. Por lo tanto, pude mantener mi ecuanimidad y compostura, y apoyar a Hilda en su silencio. También veía a la niña con poca frecuencia, pero la amaba con apasionada adoración que debe reservarse sólo para la Deidad. Hubiera dado mi vida alegremente por ella. Cuando sus padres murieron repentinamente, comprendí que tenía que traerla a mi casa. Entretanto, me había casado con mi querida Flora, que será la única persona que sufrirá cuando este documento se haga público, como debe ser. Necesitaba su cariño y su devoción, pues he sido siempre un hombre solitario. Creo que nuestro matrimonio ha sido feliz y no he dado a Flora motivos para desconfiar de mí.

Ella también quería a Mavis, que era la niña más hermosa que he visto jamás, y estuvo de acuerdo y muy contenta en que la adoptáramos como propia, pues Flora no podía concebir hijos. Trataba a Mavis con el afecto y los cuidados de una madre, en todo sentido.

Para mí, por lo menos, Mavis era la perfección, no sólo por su aspecto, sino por su carácter y su gracia. Cuando la tenía sobre mis rodillas y la acariciaba, apenas podía soportar mi alegría y mi amor. Cuando fue creciendo y fue primero adolescente y luego mujer, mi orgullo por ella se fue fortaleciendo cada día más, y la cuidé con más atención. Todos los que han visto y conocido a Mavis pueden dar fe de su hermosura, sus atractivos, su risa feliz, su alegría y su fascinación. Éstas no son simples bobadas de un padre, sino la verdad pura.

Howard volvió a mirar a Martin Eaton pero no se había movido. Howard pensó cómo iba a sacudir al pueblo ese documento, no era un pensamiento agradable y Howard dudó antes de seguir leyendo.

Siempre he querido a la gente joven, especialmente a aquéllos que son hermosos y encantadores como Mavis, y los que tienen dedicación, inteligencia y honor, como Jonathan Ferrier. Él no sólo es el hijo de mi amada Marjorie, sino que tiene también su carácter y su espíritu justiciero, aunque carece de su buen humor y su tolerancia. Desde su más temprana infancia fue un tanto implacable y orgulloso empedernido, además de un fanático por lo que él llamaba «justicia». Éstas son características admirables, pero como todas las características admirables, no tienen que llegar a excesos. Con frecuencia le decía, cuando era muy joven, que no debía esperar encontrar el honor, la verdad y la justicia absolutas en este mundo, pero descubrí que él no me creía, y sé que se enfurecía cuando se veía forzado a ver la realidad del mal, la malignidad y la crueldad en nuestro medio. Hay mucho de intolerante en Jonathan, y esto ha sido un gran peso para él, que ha provocado muchos odios en contra suya. Pero tengo que confesar que ha sido intolerante con la mendicidad, la doblez, las mentiras, la hipocresía, la injusticia, la dureza de corazón y el sentimentalismo. Le decía con frecuencia que era muy meritorio luchar contra todos esos males, pero que debía atenuar sus manifestaciones cuando se le aparecían, pues la maldición que pesa sobre la raza humana consiste en tener que fingir que no se condena, cuando la condenación es, si éste fuera un mundo bueno, necesaria. «La verdad aplastada contra el suelo volverá a levantarse», es un bello aforismo pero no tiene validez, y si no se levanta entonces será un milagro que las generaciones se queden ante ella con la boca abierta.

«Amén», pensó Howard con profunda tristeza.

Supe desde el principio que Jonathan sería un médico excelente. Por eso le introduje en la profesión más noble que pueda ejercer un hombre, con excepción del sacerdocio. Se quedaba muy intrigado, aun siendo niño, cuando le decía que una vez todos los médicos habían sido sacerdotes, y todos los sacerdotes médicos. Esa idea le fascinaba y vio de inmediato que existían las relaciones más íntimas entre esas profesiones, pues el hombre no puede tratar el cuerpo con éxito a menos que tenga en cuenta el alma, ni puede tratar los vicios espirituales de un hombre a menos que también tenga en cuenta el cuerpo en que esos vicios se ponen de manifiesto.

Fui su mentor. Su padre no aprobaba con mucho entusiasmo la elección de su hijo, pero sólo voy a referirme a Adrian para decir que me extraña mucho que Marjorie Farmington se haya casado con él. Marjorie, sin embargo, creía que Jonathan iba a ser un espléndido médico. Tuvimos muchas discusiones tranquilas sobre ese tema, pero Marjorie también opinaba que Jonathan debía poner límites hasta cierto punto a su orgullo, su intolerancia, su inflexibilidad, si quería vivir entre la gente con cierta comodidad. Mucho me temo que ninguno de los dos hayamos tenido mucho éxito con Jonathan en ese sentido.

Eso es exponer el caso con mucha suavidad, pensó Howard, y por primera vez desde que había empezado la triste historia sonrió levemente.

Quise a Jonathan Ferrier como a un hijo. Cuando me dijo, teniendo Mavis sólo quince años, que quería casarse con ella al llegar el momento oportuno, me sentí lleno de felicidad. Los dos seres que más quería en este mundo serían hijos míos por su casamiento. El día de la boda ha quedado en mi memoria como un cuadro hermoso, perfecto, sin el menor defecto. Voy a llevar conmigo el recuerdo de este día hasta la eternidad, si es que hay una eternidad para nosotros.

No quiero que los que lean esto piensen que fui totalmente insensible a los errores de Mavis, como si fuera estúpido o ciego. Sabía que era egoísta, petulante a veces y exigente, pero sentía placer en satisfacer sus deseos mucho más allá de sus necesidades. Sabía que Jonathan la trataría del mismo modo, o por lo menos lo creía. Más que dársela en matrimonio, la puse en sus manos como en las de un padre más joven que habría de protegerla, guardarla y amarla cuando yo hubiera muerto. Fue un error insensato, que no me explico ni tengo excusas por haberlo cometido, aunque sé que fue ridículo. Un marido exige más de su esposa que un padre, y tiene una vista más penetrante para sus faltas y un ojo más duro para sus virtudes. Pero esto no lo supe hasta el día de su muerte.

Todo pareció andar bien en aquel matrimonio tan auspicioso durante casi un año, pero después Jon empezó a parecer distraído, nervioso y abstraído en forma desacostumbrada. Pero era nuevo en su profesión y yo creí que la dificultad radicaba ahí. En cuanto a Mavis, era la misma de siempre. Gozaba ampliamente de la vida, deslumbrada por el simple acto de vivir, llena de risas y de sonrisas luminosas. Si bien a veces pensaba que parecía todavía un poco frívola para ser una joven matrona, recordaba en seguida su juventud y su falta de experiencia. Me dijo cuán profundamente amaba a Jonathan y, en ese entonces, yo no tuve posibilidad alguna de saber que no era verdad… Mavis… Mavis…

Estas últimas palabras volvieron a conmover a Howard en grado casi insoportable. Estaban escritas de tal manera que parecía como si salieran de lo más profundo del ser de Martin Eaton. Aumentó el calor en la polvorienta habitación, el aire se hizo más enceguecedor y la luz más brillante. Martin Eaton no había movido un dedo. Se había retirado a un lugar en donde no alcanzan los dolores, la desesperación o los deseos.

Me siento cansado. Debo ser más breve, pues puede ocurrir que me muera antes de que esto quede terminado.

Con el transcurso de los años de casados, noté que Jonathan se absorbía cada vez más en su trabajo y menos en su mujer, pero a mi juicio, aquello era algo que ocurría con bastante frecuencia entre los médicos, que no son los maridos más deseables del mundo. Si son hombres que verdaderamente se consagran a su profesión, y sólo los hombres dedicados deberían practicar el sagrado arte de la medicina, no pueden dedicarse íntegramente a sus mujeres y a sus hijos. Gran parte de su persona pertenece a sus pacientes y no debe defraudarlos nunca. Solía decir algunas veces a Jonathan que no debía perseguir con tanto ardor ni siquiera la medicina, sino que debía dedicar algunos pensamientos a Mavis. Invariablemente estaba de acuerdo conmigo, pero ahora recuerdo que se le oscurecía el rostro y cambiaba rápidamente de tema.

Dos años antes de su muerte, Mavis vino a quejarse de que Jonathan no deseaba que tuvieran hijos. Eso ocurrió en una ocasión en que delicadamente le sugerí que un hijo, o dos o tres, coronarían su felicidad conyugal. Me afligió mucho su contestación: Jonathan no deseaba tener una familia. Una o dos veces insinué a Jonathan la misma cosa, pero él me cortaba con una sonrisa, una de sus ásperas bromas o se encogía de hombros, cambiando de tema.

Ahora sé la verdad, la supe de los labios agonizantes de Mavis: era ella quien no quería niños. Quería seguir siendo la única, la adorada de cuantos la conocieran. Ni quería tener rivales, ni poseía tampoco instinto maternal.

Durante los últimos tres años de su matrimonio Mavis y Jonathan vivieron separados, sin que hubiera entre ellos ningún contacto conyugal.

Howard no pudo contener una exclamación de asombro, pero Martin no hizo el menor movimiento, se hundió un poco más en su silla y pareció disminuir de tamaño.

Todo eso lo descubrí más tarde. Mientras tanto, y debo confesarlo, estaba sintiendo ya el peso de los años y el cansancio de la profesión, y no podía olvidar a Hilda, la madre de mi hija. Recurrí cada vez en mayor escala al whisky para encontrar tranquilidad y consuelo, esto lo saben todos en Hambledon. Puedo invocarlo como excusa por no haber advertido las primeras señales del desastre en el matrimonio de Mavis. Unos dos años antes de su trágica muerte, Mavis pareció haberse vuelto más petulante, más absorbida por sus propios deseos, más impaciente, y en numerosas ocasiones se burlaba de Jonathan delante de terceros y de mí mismo. Ni siquiera ahora sé el motivo de aquellas burlas, pero Jonathan nunca la reprendió. Se quedaba silencioso y en un hombre apresurado e imperioso como él, esto era algo verdaderamente notable.

Después, más de un año antes de su muerte, Mavis me dijo que Jonathan había amenazado con matarla en varias ocasiones, y que una vez, enfurecido, le apretó la garganta. Mientras me lo contaba, me demostró que sentía verdadero terror por él, y yo sabía bien cuándo mentía, y cuándo decía la verdad. Realmente le temía. Le dije que hablaría con él, pues me sentía enfurecido y apabullado, pero me imploró que guardara silencio.

Las pomposas y anticuadas frases no chocaban a Howard. Sentía una intensa alarma y gran consternación, y tuvo miedo. Buscó su pipa y la encendió, lanzó unas bocanadas de humo y volvió a repasar aquellas palabras condenatorias. Luego se apresuró a seguir leyendo.

Traté de interrogar a fondo a Mavis. Conocía el carácter áspero de Jonathan y su absoluto desprecio por lo que pudiera ocurrir cuando estaba enfurecido, pero Mavis era evasiva. No estaba segura, me dijo, de que fuera eso lo que disgustaba a Jonathan, pero creía que se debía a que fuera mucho más joven que él y mucho menos seria, y que él esperaba demasiado de ella. Me sentí aliviado, y que Dios me ayude. Estuve de acuerdo con ella en que aquélla era probablemente la causa de su enojo y que con el tiempo mejoraría la situación. Ella me dijo que probablemente tenía razón y que no volvería a hablar del asunto. Sin embargo, noté que cuando miraba a Jonathan lo hacía con enfado, con aire de desafío, malignidad o aprensión.

Jonathan había hecho desgraciada a mi Mavis, había hecho aflorar en ella aquellos rasgos menos agradables que los otros, había logrado que le temiera y le odiara. Era una liviana avecilla de oro y él un halcón, oscuro y sombrío. Ahora veo, como no lo vi hasta el día de la muerte de Mavis, que el matrimonio había sido desastroso no sólo para Mavis sino también para Jonathan, y que inevitablemente les conducía a la tragedia, pero Jonathan era mayor y más sabio, y era un hombre. Por lo tanto le considero culpable de la muerte de Mavis. A él solo.

Howard leyó aquella frase muchas veces y sintió crecer su consternación.

Sí, le considero culpable, aunque no cometió el acto de que se le acusa. No era su hijo el que esperaba Mavis, sino el de su hermano, Harald Ferrier.

¡Oh, Dios mío!, pensó Howard con repugnancia e incredulidad. Dejó los papeles sobre el escritorio y se acercó a la ventana desde donde pudo ver los hermosos jardines y la brillante superficie azul del río. Sintió un fiero impulso de destruir aquellos papeles, y sólo el recuerdo de que debían permanecer intactos en beneficio de Jonathan, impidió que lo hiciera. Volvió a su silla y encendió de nuevo la pipa, que se había apagado. El raspado del fósforo en la suela de su zapato sonó como un balazo en la silenciosa habitación, y le sobresaltó. Pero Martin parecía estar dormido.

El 30 de octubre de 1900 Jonathan fue llamado desde Pittsburgh para una consulta, pues con los años había adquirido una amplia y excelente reputación. Permaneció allí hasta la tarde del 5 de noviembre, y de esto no hay la menor duda, pues ha sido testimoniado bajo juramento por los hombres más eminentes.

El 3 de noviembre de 1900, Mavis vino a verme, muy enferma y con hemorragia. Me trajo la legra de Jonathan, su marido, y me dijo que le había practicado un aborto el 29 de octubre, pues había vuelto a decirle que ellos no iban a tener hijos en su casa. Evidentemente, estaba casi en agonía y la llevé al hospital. De otro modo habría ocultado ese crimen, esa infamia, en mi propia casa. No voy a describir aquí mi sufrimiento, mi desesperación, mi odio y mi rabia. Solamente diré que Mavis me dijo que le habían hecho un aborto en la propia sala de examen de Jonathan y que había sido él, en la víspera de su partida a Pittsburgh, el 29 de octubre.

Sentado sobre su cama, a su lado, en el Hospital Sta. Hilda, rodeada de todo cuanto necesitaba, le juré que la vengaría, sabía que se estaba muriendo, la infección era total. Peor aún, descubrieron signos de mutilación, de lastimaduras deliberadas como si se las hubiera hecho un loco rabioso que la odiara, eminentes colegas cuya palabra no podía ponerse en tela de juicio me llamaron la atención acerca de que Mavis mostraba a las claras que le habían hecho el aborto no antes del 30 de octubre. Es más, creían que había sido más tarde, el 2 de noviembre. La septicemia, aun cuando era fulminante y se propagaba rápidamente, no estaba tan avanzada como lo hubiera estado si el aborto hubiera tenido lugar el 29 de octubre. Fue así como supe que Mavis me había mentido. Pero en aquellas circunstancias no me atreví a reprochárselo. Estaba gravemente enferma, desangrándose lentamente hasta morir, enloquecida de dolor y de fiebre. El útero había sido perforado en varios lugares, la vagina estaba lacerada. El aborto, según me dijeron, habría sido hecho por un aficionado o un enemigo.

Entonces fue cuando me di cuenta de que Mavis se moría, que era cuestión de menos de una hora. Había permanecido consciente a través de todo su sufrimiento. Saqué de su habitación a los extraños, tomé sus manos ardientes entre las mías y le dije: delante de Dios, Mavis, tienes que decirme la verdad. Te estás muriendo y pronto te enfrentarás con Dios. No debes ir ante Él con una mentira en los labios. La niña estaba terriblemente asustada. Luchó consigo misma y por fin confesó.

Jonathan, me dijo, la rechazaba desde hacía mucho tiempo y no vivían como marido y mujer. La despreciaba, le echaba en cara constantemente las cosas, la llamaba idiota e insensata. Ella sólo había querido ser feliz, vestir bien, ser adorada, recibir caricias, ser tratada como una niña querida a quien no se le niega nada. Mavis era una mujer de veinticuatro años y, sin embargo, hablaba como si no tuviera más de cinco, con la misma simpleza. Había querido volver a su casa muchas veces, me dijo, a los brazos de sus padres adoptivos, pues se sentía sola en la casa de su marido, que no la amaba ni tenía necesidad de ella.

«Mentirosa, mentirosa», pensó Howard. No podía abstenerse de mentir ni siquiera estando aterrorizada y sabiendo que se moría. Tenía que dejar en esta tierra el impoluto y luminoso recuerdo que se había creado en vida. Toda la compasión de Howard fue para el atribulado padre y el maltratado marido de aquella pusilánime mujer que en su lecho de muerte se obstinaba en conservar una mentira y que hubiera muerto entre mentiras, si su padre no la hubiera presionado.

Escuché la voz débil y desfalleciente de Mavis, tan distinta de la exuberante que le era propia, y al principio no pude comprender del todo. Me dijo que había buscado amor y admiración lejos de Jonathan, ya que se había apartado de ella. ¡No recuerdo con claridad! Sé que habló por lo menos de cuatro hombres, pero sus nombres se han borrado de mi memoria. Quedé apabullado, sin poder apenarme, sin poder hablar. Mavis rogaba por sí misma, por su estado de abandono, y lo único que yo podía hacer era tener a mi hija en mis brazos y tratar de escuchar aquella confesión tan terriblemente importante.

Su último amante, el padre de su hijo abortado, había sido Harald Ferrier. Cuando descubrió su estado, Harald resolvió que tenía que abortar. Aun cuando le tenía afecto, no la amaba, y no tenía intención de pedirle que se divorciara de su marido para casarse con él. Además, le dijo, estaba comprometido con otra. Había considerado su relación con Mavis como «locura de verano», para citar sus propias palabras, y no había creído nunca que Mavis fuera más seria que él. Su error podía ser rectificado. No voy a denunciar aquí la moral, la degeneración y la bestialidad de carácter de este hombre, a quien creen amable, admirable y tolerante en su pueblo, pese a todas sus tonterías sin importancia que son bien conocidas. Le dejo librado al juicio de Dios.

Dijo a Mavis que había oído hablar de un abortista, un cirujano competente que gozaba de alta estima en Hambledon y que atendía a infortunadas señoras que se encontraban en los mismos apuros que Mavis. Esta conversación, según me dijo Mavis, tuvo lugar en la casa de Ferrier durante la ausencia de Marjorie Ferrier, y en día de descanso semanal de la servidumbre. Mavis le había llamado para hablar con él. Cuando llegaron a la conclusión de que Mavis abortara, Harald llamó al sinvergüenza, al asesino, en presencia de Mavis. Ella tenía miedo, pero no estaba descorazonada. Confesó que se había sentido profundamente atraída por Harald Ferrier, pero que nunca le había amado. El abortista accedió a hacer la operación, y convino la hora para el día siguiente. Mavis, en su estado agónico, no estaba segura de la fecha, solamente sabía que Jonathan faltaba del pueblo desde hacía dos días. La muerte que se acercaba ya le confundía la mente.

El abortista pidió que Mavis trajera consigo la legra de Jonathan, que según dijo había visto unos años antes en la sala de examen de éste, cuando eran amigos. (Creo que hubo algún desacuerdo posterior que provocó la enemistad entre ellos). Opino que el abortista exigió la legra de Jonathan para que, en caso de que Mavis sufriera alguna consecuencia, no le hicieran responsable a él. Me niego a creer que pidiera el instrumento con el deliberado propósito de dañar a Mavis, incluso de matarla, con el fin de complicar a Jonathan. No, no hay ningún hombre que pueda ser tan vil…

¿No?, pensó Howard, y sintió la peor amargura de su vida. Se le estaban revelando muchas cosas que jamás hubiera soñado, que nunca se le hubiera ocurrido pensar de un semejante.

Tengo que escribir aquí el nombre del asesino. Fue Claude Brinkerman.

«¡No!», pensó Howard, y dijo en voz alta: «¡Oh, no!». Su propia esposa, Beth, esperaba su tercer hijo. De ese modo casi se había consolado de la muerte de su hijita Martha. En el parto de su primer hijo la había atendido Jonathan, pero como estaba a punto de irse de Hambledon, había elegido a Brinkerman, quien tenía una elevada reputación por su destreza y habilidad en obstetricia. Si gran cantidad de pacientes suyos morían, se consideraba como una desgracia y no culpa del médico, además, las mujeres siempre tenían misteriosas «dificultades internas» debidas, según se decía, al uso de corsés apretados y de las pesadas faldas largas.

Howard permaneció atontado durante unos instantes antes de poder proseguir la lectura.

Mavis sabía dónde Jonathan guardaba las llaves de su consultorio, las que no se había llevado en su viaje a Pittsburgh. Pudo así procurarse la legra que le había sido descrita por el mismo Jonathan mucho antes. Volvió a cerrar el anaquel y puso las llaves en su sitio.

¿Cómo puedo continuar esta espantosa narración, recordando todo lo que sucedió con tanta claridad y tormento? Mavis murió. ¡Ésa es quizá la única cosa que a mí realmente me importa!

Todo el hospital conocía la historia de Mavis, según la cual Jonathan había realizado el aborto. Lo había gritado muchísimas veces en presencia de médicos, enfermeras y de mí mismo. Había muchos que sabían que no podía ser cierto, pero Jonathan tiene muchos enemigos. Éstos no sólo estaban demasiado ansiosos por creer tan espantosa mentira, aun cuando se les había dicho que no era posible tal cosa, sino que se ocuparon de divulgarla por todo el pueblo. La noche antes había enviado un telegrama a Jonathan para que regresara, diciéndole que Mavis estaba gravemente enferma y temía que muriera. Llegó tres horas después de su muerte en el primer tren.

¿Por qué no he contado antes de ahora la verdadera historia de Mavis? ¿Por qué dejé que lo juzgaran por el asesinato de su esposa y de su hijo no nacido, aunque él sabía que el hijo no era suyo y que él no había dañado a mi hija? ¿Por qué grité: «¡No, no!», cuando el jurado dio su veredicto de inocencia?

Quien lea esto tenga compasión de un padre que adoraba a su hija más allá de todo raciocinio e incluso de manera blasfema. Creía que Mavis había dicho la verdad cuando me contó que Jonathan la había rechazado, la había hecho desesperadamente infortunada y casi la había echado de su casa. Todavía sigo creyendo que la amenazó con matarla. Había hecho desgraciada a mi hija y eso era imperdonable. En su infortunio, ella buscó el amor ilícitamente, y si bien hizo mal, puede ser perdonada y comprendida, era tan alegre, tan afectuosa. El amor formaba parte de su existencia, no podía vivir sin él y sin la admiración que el amor traía consigo. Solamente quería bailar, cantar y vivir, y esto se lo negaron tanto su marido como el hombre que la asesinó.

Había que proteger su nombre por encima de todas las cosas. Juré mantener limpio y sin mácula el hermoso nombre que ella se había procurado no sólo en Hambledon, sino en muchos otros lugares. Su buen nombre era para mí, precioso. Ningún escándalo maligno podía salpicarlo. Ninguna palabra burlona debía ensuciarlo. Tal como había vivido debía seguir siendo en la muerte, amada, admirada, recordada por su belleza y su juventud, su risa y su alegría. Si yo hubiera dicho la verdad, hubiera condenado para siempre su nombre a la infamia. ¿Qué padre podría querer semejante cosa para su hija?

¿Habría hablado en caso de que Jonathan hubiera sido condenado por un crimen que no había cometido? Digo delante de Dios que no lo sé. Pienso que lo hubiera hecho, lo mismo que ahora escribo todo esto, pues está el recuerdo de Marjorie Ferrier, la madre de Jonathan, y frecuentemente la confundo en mi mente con Hilda, pues las amé a las dos. No hubiera permitido que el hijo de Marjorie Ferrier muriera. Por lo menos así lo pienso ahora.

Debo repetirlo: si Jonathan hubiera amado a mi hija como yo la amé, si hubiera sido un segundo padre para ella, proporcionándole afecto como lo hice yo, ella no se habría desviado, no habría muerto. Por lo tanto le considero culpable de su muerte.

Hay dos cosas de las que tengo que hablar ahora. Una es que se haga una verificación en el caso de que cualquier persona pretenda impugnar la confesión que hace de su culpa y su amor, un moribundo. He escrito que no había nadie en la casa de los Ferrier el día en que se convino hacer el aborto, salvo Harald Ferrier y mi hija. Pero… había otra persona: Marjorie Ferrier. Había tratado de salir aquella tarde y Mavis pensó que estaba sola en la casa. Pero Marjorie, que padece de una seria afección al corazón, decidió quedarse a descansar. También creyó que estaba sola en la casa, pero habiendo oído voces, bajó y escuchó la conversación entre su hijo Harald y Mavis, y los arreglos que hacían.

Marjorie me lo ha dicho. Dijo que tuvo miedo de desmayarse en el vestíbulo, pero volvió a subir las escaleras y luego se desmayó en la cama. Después llamaron a un médico para que la atendiera. Ella no supo qué hacer. Hablar con Mavis hubiera significado precipitar una nueva tragedia, pues Mavis estaba atolondrada. No se atrevía a pensar lo que hubiera podido suceder si revelaba a su esposo lo ocurrido: una desgracia. La expulsión de la casa de Jonathan. Marjorie sabía que Mavis y Jonathan ya no eran marido y mujer en todo el sentido de la palabra. ¿Qué pasaría si Jonathan se enteraba de que su hermano era el padre de aquella criatura? De modo que Marjorie, aunque la idea de un aborto le resultaba intolerable, resolvió callar, dejar que los «culpables», como llamaba a mi hija y a su amante, encontraran sus propias soluciones. «Por el bien de todos», me dijo Marjorie después de la muerte de Mavis. «Yo he mantenido silencio. Harald es también hijo mío, y aunque no perdono sino que condeno sus actos, debo pensar en lo que podría ocurrirle si Jonathan llegara a saberlo». «Pero…» me dijo mucho después, «si Jonathan hubiera sido condenado a muerte por un crimen que no cometió, entonces habría venido a verte para decirte que tenías que decir la verdad».

Marjorie no conoce toda la verdad. Vino a verme después de la muerte de Mavis y me dijo que Mavis le había informado que Jonathan la había hecho abortar en su propia sala de examen. Marjorie sabía que era mentira, y no quiso que yo la creyera.

En forma extraña nos convertimos en conspiradores del silencio después de que absolvieran a Jonathan. Pensábamos que era lo mejor: mejor para la familia Ferrier, mejor para el buen nombre de Mavis. Pero Marjorie teme que Jonathan descubra la verdad y pueda matar a su hermano, no sólo por haberle traicionado sino por la angustia que le causó y el silencio que guardó frente al arresto de su hermano. Jonathan es un hombre violento, y esto lo creo con todo mi corazón. Es de los que no perdonan, es implacable. Creo que los temores de Marjorie son fundados.

Esta carta sólo ha sido escrita por una razón: es cierto que algunas veces el mal sale a la superficie, pero no con frecuencia. El senador Kenton Campion ha venido a verme recientemente y me ha dicho que sabía que yo «conocía» la verdad sobre la muerte de Mavis, o sea que Jonathan había asesinado a su mujer y a su hijo. Ha exigido la «verdad». Quiere destruir a Jonathan por distintas razones, y así lo quieren también otros igualmente ruines. Al negarme a hablar me ha dicho que sabía que Mavis era mi hija. Para protegerla he entregado a Louis Hedler la legra que ella me había dado a mí, y le he hecho creer lo que Campion quiere, pues Mavis es todavía para mí la única criatura que me importa en el mundo.

Sin embargo, no puedo permitir que Jonathan continúe condenado. No puedo dejar que se convierta en víctima de una maldad poderosa. No sé qué siento por él ahora, pues he estado muy confundido durante demasiado tiempo. Es posible que todavía le quiera, y recuerdo que él no dijo en ningún momento que el hijo de Mavis no era suyo. ¿Me protegía a mí o a Mavis?

No hay forma de comprender a la humanidad, no. Ni la misma raza humana la comprende, hacemos cosas abominables en nombre del amor. Hacemos cosas desastrosas para protegernos a nosotros mismos y a otros. Permitimos que el mal sea más poderoso cada día y no hacemos ninguna tentativa para detenerlo, tenemos miedo, somos cobardes. No poseemos la masculinidad con que nos dotaron al nacer, la hemos perdido, siempre la perdemos, por medio de la transacción, de la esperanza, mintiéndonos a nosotros mismos, comprometiéndonos con falsos ideales, por temor, por una timidez afeminada, por las exigencias.

Condenamos y mentimos con el silencio, cuando debiéramos hablar. Pero esa cobardía no puede sernos perdonada.

Pido perdón a Marjorie por quebrar mi silencio. Ella sabrá que lo he hecho por su hijo Jonathan, y no por debilidad, o por mi actual miedo a la muerte. ¿Cuáles serán los resultados?, no lo sé, y ya ha dejado de importarme, salvo por Flora, mi esposa, que ha sido mi querida compañera y amiga durante muchos años y que tendrá que soportar la vida cuando yo haya muerto. Ha llegado el momento de exonerar a Jonathan Ferrier y protegerlo de la confabulación que se está armando a su alrededor. Como yo le perdono a él, que me perdone él a mí, y que recuerde, como yo lo hago ahora, los años en que le consideré mi hijo.

Martin Joseph Eaton, M. D.

El severo silencio y la ardiente temperatura de la habitación habían aumentado. Howard apenas podía respirar por la emoción y la opresión física que sentía. Depositó suavemente los papeles sobre el escritorio y los contempló un instante.

—¿Martin? He terminado —dijo tranquilamente.

Los ojos sin luz se abrieron perezosamente y miraron al joven con expresión velada. Luego Martin gruñó, con un gruñido que pareció salirle más bien de las profundidades del cuerpo que de la garganta, y se enderezó en su silla con toda la fuerza de su cuerpo.

—Sí —dijo. Su aspecto, sus modales, impedían a Howard hacer observaciones sobre la dolorosa narración que había leído y pensó con creciente compasión que Jonathan no era el único orgulloso en aquel asunto miserable.

—Quiero protocolizarlo —dijo Martin—. Tengo testigos aquí o tú puedes traer los tuyos, pues tiene que haber testigos.

—Sí —dijo Howard—. Lo dispondré todo para mañana.

Martin sacudió su monolítica cabeza y la sonrisa que mostró en aquel momento sería la última que le recordaría Howard.

—Para vosotros los abogados —dijo— siempre es «mañana». Mañana… pero tiene que ser hoy, ahora. ¿Por qué te fascina tanto el «mañana»? Las demoras de la ley… llama a tu oficina y pide tu sello y tus testigos. De inmediato. —Miró imperativamente a Howard—. Puedo morir esta noche —le dijo— y entonces no servirá de nada.

«¿Por qué no hoy, después de todo?». Howard telefoneó a su oficina y después se sentó con Martin a beber un poco de whisky, sin pronunciar palabra ninguno de los dos. Los papeles estaban entre ambos como algo que tuviera vida propia, palpitantes. Howard hubiera querido decir muchas cosas a aquel padre agonizante. Deseaba decirle que seguía siendo injusto con Jonathan Ferrier al afirmar que había tratado bruscamente a su joven esposa y la había rechazado. Deseaba decirle que mucha gente conocía el verdadero carácter de Mavis, sus asuntos amorosos, y que algunos conocían su dureza de corazón, sus artimañas, su maldad y su egolatría. Pero aquello no supondría la paz para Martin Eaton, sino solamente la desesperación.

Dos empleados, uno de ellos con el sello, llegaron al cabo de quince minutos, sudando por el celo y el calor. Howard no les permitió leer los papeles, hizo simplemente que Martin firmara cada una de las páginas, seguido por las iniciales de los empleados. Los empleados estaban ansiosos por leer, pero Howard era muy diestro. No necesitaba más que su reconocimiento de que habían visto a Martin firmar cada página y luego su firma al final, repitiendo la que ya había puesto. Después pidió a Martin que levantara la mano derecha y jurara que todo lo que había escrito en la declaración era verdad, que la había escrito por su propia voluntad y deseo, y de su puño y letra. Hecho esto, Howard estampó su sello notarial en cada una de las páginas, con sumo cuidado. No era necesario, pero él conocía bien a los enemigos de Jonathan.

Martin lanzó una risita contenida cuando dejó su pluma, y un gesto de asentimiento cuando Howard volvió a llenarle el vaso.

Campion… —dijo en un susurro mirando el vaso, que luego levantó mirando a Howard de frente—. Por la Justicia. —Y rió por última vez en su vida.

—No me hagas preguntas, querida, ni me pidas explicaciones —le dijo Howard a su esposa Beth, cuando llegó a su agradable casa de Rose Hill Road—. No volverás a visitar a Claude Brinkerman, tendremos que encontrar algún otro cuando vayas a tener al bebé.

—Pero, Howard, él es realmente el mejor —contestó Beth sorprendida y mirándole inquisitivamente—. Lo he recomendado a tantas de mis amigas…

—¡No debes volver a hacerlo nunca! —puso tanto énfasis que ella, completamente asombrada, se quedó mirándole.

—¡Caramba, Howard! Pareces… enloquecido, tan pálido, tan preocupado, tan grave. ¿Pasa algo malo, querido?

—Muy malo, Beth, pero tienes que hacer lo que te digo, pues sé cosas que tú ignoras. He pasado tres horas terribles. No puedo decirte nada, haz lo que te digo y nada más.

Ella siguió mirándole haciendo conjeturas.

—Muy bien, Howard, debes tener tus razones —dijo después de un rato—. Quisiera haber tenido antes tu consejo. En noviembre le mandé a mi modista, una chica que tiene habilidad con cintas y plumas, me hizo mi sombrero de Navidad y a las dos nos gustó tanto que le permití que lo exhibiera en su pequeña vidriera por unos pocos días. A ti también te gustó, ¿recuerdas? Color ciervo, de fieltro, con cintas amarillas y plumas anaranjadas, me quedaba muy bien y tú dijiste… ¿Qué te pasa, Howard?

—¡Beth! —gritó Howard con una sacudida—. ¿Cómo se llama tu modista?

—¡Caramba… caramba… estás extraordinario, Howard, y tienes un aspecto muy raro! ¿Por qué te interesa? Es Mary Snowden.

Howard entrelazó fuertemente las manos y apretó los dientes con expresión de triunfo.

—¡Ya me parecía que había oído antes ese nombre, por Dios! ¡Beth! ¿Por qué enviaste esa muchacha a Brinkerman en noviembre pasado?

—¡Por amor de Dios, Howard! ¡Qué preguntas haces! Para ti no significa nada y para mí es fastidioso. Tenía… malestares femeninos.

—¿Qué demonios es eso?

Beth bajó sus hermosos ojos.

—Internos —dijo frunciendo los labios.

—Por amor de Dios, Beth. ¿Qué es eso? La palabra «internos» puede significar un montón de cosas, ya lo sé. Por favor, Beth, olvida que eres una dama por un momento. No sabes lo tremendamente serio que es esto. Seamos francos, ¿estaba embarazada la muchacha?

—Howard, ¿cómo puedes decir una cosa tan espantosa de una pobre chica con talento, buena y trabajadora? ¡Tan simpática… casi… una dama! Bien educada, inteligente. ¡Por supuesto que no estaba embarazada! ¡No está casada!

—¡Querida Beth, te amo! Eres un tesoro, un verdadero tesoro. Querría poder decirte cuánto me has ayudado.

Le dio un beso y ella lo apartó suavemente para poder examinarle la cara.

—Howard, ¿te sientes perfectamente bien?

—Magnífico, como diría Teddy Roosevelt. ¿Has dicho que fue en noviembre pasado cuando enviaste a Mary Snowden a ver a Claude Brinkerman? —Hizo una pausa—. ¿Conoces por alguna remota casualidad, a Louise Wertner, costurera?

—Claro que la conozco —dijo Beth—. Es amiga de Mary. No sabe tanto como ella ni es tan original, de modo que le doy solamente la costura corriente, cambios de forma de vestidos viejos, composturas y cosas así. Viene aquí con frecuencia a trabajar en nuestro cuarto de costura, especialmente en primavera y otoño. Tienes que haberla visto tú mismo una o dos veces, por lo menos, una muchacha menudita y tranquila, siempre con los ojos bajos y humedeciéndose los labios. Ninguna de las muchachas es excesivamente próspera, aunque yo ayudo a Mary, a quien debían apreciar más…

—Beth, ¿has dicho que esas dos muchachas se conocen entre sí? ¿Se conocen bien?

—Creo que sí, Howard, ¿qué tienes que ver con esa clase de muchachas? ¿Por qué tienen tanta importancia para ti?

—Beth, ¿sabes si Louise Wertner ha sufrido alguna vez malestares femeninos también?

—Vamos, Howard, ¡no seas ridículo! ¿Cómo puedo saberlo? Mary me lo dijo en noviembre pasado, sólo cuando le hice notar que parecía un poco enferma.

Beth vaciló. «Howard», pensó para sí, «tiene algo en común con todos los demás maridos: un poco de tacañería». Pero ella había tenido algo cargada su conciencia durante varios meses. Suspiró y dijo:

—Howard, compré cuatro sombreros a Mary y la cuenta no subía tanto como te dije. Hice que Mary la «inflara», como decimos nosotras. Verás, necesitaba cincuenta dólares y yo la ayudé. Espero que no te enfades. Fue a ver a Claude, y éstos fueron sus honorarios por una ligera, una muy ligera… corrección… en su consultorio. Exorbitante para un pobre, pero él tiene prestigio. ¿Estás enfadado?

—¡No podría estar más contento! —dijo Howard entusiasmado. Así que las muchachas no se conocían, ¿eh? Cómprate una docena de sombreros, querida, mañana mismo. O por lo menos, uno.

Aquella noche Martin Eaton murió pacíficamente mientras dormía. No se le hizo autopsia pues se sabía de qué padecía, y su médico opinó que había sufrido otro ataque. Howard Best fue el único que se extrañó un poco, con pena primero y luego con una sensación de alivio. Martin Eaton había dejado este mundo que le había dado tan poco consuelo y le había dejado abandonado en sus últimos años.

Nadie esperaba que Jonathan Ferrier estuviera presente en el funeral ni que acompañara el cortejo. Y no asistió.