La señorita Amelia Forster miraba a Howard Best con horror e incredulidad. Estaba sentado frente a ella en la desierta sala de espera, pues era sábado por la tarde, Robert Morgan andaba por los hospitales y no había forma de encontrar a Jonathan. Howard había llamado a la señorita Forster a quien conocía bien, su padre había sido compañero de escuela de ella, y ella era a su vez amiga de la familia y le había preguntado si podía hablar con ella en el consultorio de Jonathan. La señorita Forster, como hija de un predicador y miembro de la Ayuda para Señoras, se había acostumbrado durante toda su vida a acatar órdenes de modo que, aunque tenía proyectado almorzar en el campo con la familia de su hermana, no se le ocurrió siquiera mencionar que tenía un compromiso previo. Además, la voz de Howard había sido adecuadamente grave e insistente y le recordaba la de su padre cuando se enojaba.
Howard estaba a solas con ella en esa calurosa y polvorienta tarde de fines de agosto, y le describió sumariamente la parte de la narración de Louis Hedler que tenía que ver con el consultorio y con ella misma, pidiéndole que tratara el asunto en forma confidencial.
Ella se echó a llorar silenciosamente y su delgada nariz se enrojeció. Se quitó los lentes y se frotó los ojos, pero en seguida dio unas vivas palmadas a su peinado alto, se enderezó en la silla y entrelazó sus delgadas manos sobre el escritorio.
—Howard —dijo con la voz muy tranquila— sabes que eso que se dice del doctor Ferrier es todo mentira.
—Sí, Amelia, lo sé. Pero va a ser muy difícil convencer a otros.
—¡Pero pensar que el doctor Ferrier, que es tan amable y tan bueno, un poco encopetado, pero me gustan los caballeros así, tan anticuado pero tan bueno, pueda ser víctima de tanto odio, maldad, mentiras y crueldad! Pensar que pueda haber una confabulación para retirarle su licencia…
—Y para mandarlo a prisión —dijo Howard.
—¡Qué mundo tan perverso, perverso! —exclamó Amelia atragantándose.
—No he oído nunca muchas expresiones en sentido contrario, pero no es sorprendente, ¿verdad? «Los hijos de la oscuridad son más sabios en su generación que los hijos de la luz». ¿No es eso lo que dice la Biblia?
—«Los perversos florecen como el laurel verde» —acotó la hija del predicador—. «La riqueza de un hombre es su fortaleza. He visto siervos a caballo y príncipes caminando como siervos sobre la tierra. El dinero arregla todas las cosas». Sí, la Biblia dice todo eso y te hace reflexionar.
—Yo pienso continuamente —dijo Howard—. Pero… nosotros… creemos que el gran error nace de las interpretaciones privadas de la Biblia, Amelia. Por favor, no te ofendas ni te agites de ese modo, no vamos a discutir sobre las sectas. Ahora, mira por favor estas cuentas con recibos del 10 y del 21 de noviembre del año pasado, extendidas a nombre de la señorita Louise Wertner y de la señorita Mary Snowden, de este pueblo. Una es de cincuenta dólares y la otra de setenta y cinco. ¿Firmaste tú los recibos hace poco tiempo?
Con los anteojos ahora en su lugar, la señorita Forster examinó las cuentas con atención.
—Sí, es cierto. Recuerdo a las dos jóvenes más bien pequeñas y pálidas —dijo con firmeza.
—¿Las habías visto antes?
—No, pero el doctor tiene una clientela numerosa, como tú sabes. Es imposible recordar a todos los que vienen y van dentro de estas paredes, especialmente si no son pacientes regulares. No recuerdo haber visto a estas jóvenes antes de que vinieran a pagar sus cuentas, y acepté el dinero en efectivo dándoles estos recibos —dijo depositando sobre ellos un dedo índice afilado.
—Ya lo veo —dijo Howard con gesto melancólico—. ¿Es ésta tu letra?
—Claro que sí, y las cuentas fueron dactilografiadas en esta «Oliver» y con mi estilo. Nadie las ha falsificado, Howard —dijo mostrando una débil sonrisa—. Examen médico completo.
—¿De modo que estas cuentas fueron enviadas en noviembre pasado, como lo dicen las fechas, después que Jon examinara a las muchachas?
La señorita Forster frunció el entrecejo.
—No es así, Howard. Las muchachas no trajeron las cuentas consigo.
Howard dio un salto y contuvo el aliento.
—¿Qué quieres decir, Amelia?
—Vinieron con unas horas de diferencia y las dos dijeron que habían olvidado traer las cuentas, pero que el importe era de tanto y tanto y las cuentas eran de esas fechas. Entonces yo acepté el dinero, como es natural, dactilografié nuevas cuentas, extendí los recibos y…
—¿Hace tres semanas? —gritó Howard levantándose de un salto con una expresión enloquecida.
La señorita Forster lo miró un poco asustada.
—Sí, así es —tartamudeó—. Eso he dicho, Howard. ¿Hice mal aceptando el dinero cuando no traían las cuentas? No tiene sentido creer que la gente va a venir a esta oficina diciendo que debe dinero al doctor, y traerlo además, si no lo deben, y yo sencillamente no debo…
—¡Espera! —gritó Howard eufórico y sin aliento, sentándose y mirando a la señorita Forster con una sonrisa beatífica—. Deja que lo entienda claramente. Tú, hasta donde puedes recordar, nunca habías visto a estas dos jóvenes, pero vinieron hace poco tiempo, te dijeron que debían a Jon, dijeron la cantidad, y afirmaron que habían olvidado traer las cuentas. ¿Pero las fechas eran de noviembre pasado?
—Exacto —dijo la señorita Forster.
—¿Y hace tres semanas, tú hiciste las nuevas cuentas? —preguntó Howard.
—Exacto.
—¿Y les firmaste recibos en aquel momento y aceptaste el dinero?
—Claro.
—¿Entonces no mandaste cuentas por esas sumas el mes de noviembre pasado?
—No si la memoria no me falla, pero hace mucho tiempo, casi nueve meses. Cuando acepté el dinero fui a buscar las fichas de las muchachas para anotar los pagos, para no mandar de nuevo las cuentas.
—¡Amelia querida! ¡Déjame ver esas carpetas!
—Pero no había ninguna, Howard —dijo ella haciendo una mueca.
—¿Que no había? —dijo incrédulo, pero sonriente.
—No. Me sorprendió un poco. Se lo dije al doctor poco después, pero no pareció sentirse molesto. Sabrás que con frecuencia destruye fichas que han dejado de estar activas. Yo, para mí, opino que es incorrecto, pero también hay que pensar que sería necesario tener un depósito, considerando la clientela que tiene, y si se pagan las cuentas y los pacientes no vuelven a aparecer al cabo de seis meses o un año, destruye las carpetas, y…
—¿Hace eso con frecuencia?
—Habitualmente, dice que no es necesario conservar viejos antecedentes inservibles, ya que no hay impuesto de renta.
A Howard seguía faltándole el aliento. Se recostó en su silla y miró amorosamente a la señorita Forster.
—¿Así que no es extraño que no tuviera fichas de estas dos jóvenes?
—No, aunque nunca las tira a menos que las cuentas estén saldadas o haya resuelto no cobrar al paciente, pues es tan caritativo, como sabes, Howard, tan sentimental, tan compasivo para con los pobres…
—Sí, sí, lo comprendo. Amelia, si te llaman a declarar, ¿podrías jurar que estas cuentas, aunque están fechadas en noviembre último, fueron realmente hechas hace tres semanas, porque los pacientes dijeron que habían perdido las originales, aunque recordaban los importes?
—¿Jurar, Howard? —la señorita Forster estaba despavorida.
—¿Sabes lo que es una declaración jurada?
—Sí, claro que lo sé. Nadie ha dudado jamás de mi palabra en este pueblo, de modo que…
—Mi querida y dulce Amelia: si yo redacto una declaración jurada para ti, en mi oficina, ¿la jurarás, está bien, no agites la cabeza, afirmarás que es verídica en cuanto a todos esos hechos que me has narrado?
—Claro que voy a hacerlo, Howard —dijo la señorita Forster resuelta—. Pero no comprendo qué significa todo esto. Sólo me has hablado de algún nefasto complot contra el doctor…
—Estas jóvenes, Amelia —dijo Howard con gesto serio— han firmado ya declaraciones juradas en las que afirman que en estos días del mes de noviembre pasado, Jon les practicó abortos aquí, en sus salas de examen.
La boca delgada y descolorida de la señorita Forster se abrió de golpe y los ojos se le saltaron mirando a Howard. Su rostro seco se invadió por una oleada de sangre y apartó la mirada, pestañeando activamente.
—Creí que me habías entendido, Amelia, cuando te he dicho que ciertas mujeres habían afirmado que Jon les ha practicado… bueno, eso que se considera cirugía ilegal.
—No, no te he entendido —dijo la señorita Forster con voz dura—. Creía que te referías a cirugía que había que realizar en algún hospital, pero que el doctor resolvió practicar aquí sin anestesia. Eso está muy mal, tú lo sabes, y no puede justificarse si es cierto, pero…
—Me refería a eso que llaman operaciones criminales, Amelia.
La señorita Forster se levantó completamente descompuesta.
—Tienes que disculparme, Howard, me siento muy mal. Tengo que acostarme unos minutos.
Howard también se levantó y la tomó del brazo.
—Lo siento, Amelia, comprendo. Pero ahora entiendes qué significa realmente todo esto. Está bien, querida, llora si quieres, pero escucha. ¿Comprendes el peligro de estas acusaciones contra Jon?
—Sí, sí. Pero, seguramente no hay nadie que pueda ser tan malo. Aquellas muchachas eran pobres, pálidas y muy amables, y me hablaron de manera tan simpática, pidiendo disculpas por no haber traído las cuentas. Pensé que tenían muy buenos modales para ser chicas de su condición, lo que era evidente.
A Howard le hizo sonreír aquel lenguaje afectado y abrazó a la señorita Forster muy amablemente.
—¿Cómo es posible que dos cositas tan delicadas puedan ser tan perversas?
—Bueno, he oído decir que los demonios se disfrazan a menudo muy bien.
—No… mi padre… nosotros no creíamos en los demonios, Howard.
—Puedes estar segura de que existen. No importa. Pero si te sirve de consuelo, casi puedo asegurarte que no lo han hecho todo estas muchachas. Creo que sus nombres fueron sugeridos a alguien. No interesa, querida Amelia, tal vez las forzaron o las amenazaron para hacerlas perjuras. Posiblemente no lo sepamos nunca.
Amelia se sonó la nariz, que se le hinchó enormemente, y sacudió en silencio la cabeza. Todavía no había comprendido del todo la magnitud de la confabulación urdida para perjudicar a Jonathan Ferrier, aunque podía entrever débilmente sus líneas generales.
—¿Vendrás el lunes, Amelia, a mi oficina para… firmar… esa declaración jurada?
—Sí. ¿Pero qué excusa doy a dar al doctor? No puedo mentir, Howard, y he prometido no contarle nada de estas cosas…
—Dile que tienes un asunto de negocios con un abogado que no te va a robar más que unos minutos. Después de todo, mi oficina no está a más de diez minutos de aquí.
Ella entrelazó fuertemente las manos, agitada.
—¡Oh, Howard! —dijo—. ¡Qué cosa tan espantosa quieren hacer al doctor! ¡Esta gente tiene que ser castigada, castigada, castigada!
—¿Recuerdas a la señora Edna Beamish, Amelia? —preguntó Howard.
Ella frunció el entrecejo pensando, e hizo un gesto de asentimiento.
—¡Ah, sí! Una señora sumamente histérica.
Le contó a Howard lo que él ya sabía, elevando la voz con indignación.
—¡Qué exhibición tan vulgar! ¡Salir a la disparada con el sombrero en la mano y agitando la sombrilla como una loca! ¡Realmente…!
—¿No parecía dolorida o lastimada?
Amelia lo miró con gesto de asombro.
—Claro que no, en absoluto. Le oí gritar que el doctor la estaba lastimando, y el doctor Morgan se dirigió directamente a la sala de examen. Atravesó el vestíbulo, lo vi bien porque estaba tan alarmada que abrí la puerta y escuché sus voces. El doctor se reía como si se tratara de una broma y el doctor Morgan dijo unas malas palabras, eso lo oí. Y apenas había vuelto a mi escritorio, verdaderamente confundida, ella irrumpió en esta habitación gritándonos a todos, a los pacientes y a mí, que el doctor la había lastimado. Y yo me eché a reír, porque él nunca lastima a nadie…
—Eres una joya, Amelia —dijo Howard dándole una palmada en el hombro—. Incluiré eso en la declaración jurada. —Reflexionó de nuevo—. ¿Sabes si Jon conserva todavía los instrumentos que le regaló su padre?
—Sí, en un anaquel con llave.
—¿Nadie tiene la llave más que él?
—Nadie. Ni siquiera el doctor Morgan, que de todos modos no los necesita. Hay otro anaquel, casi completo, en la otra sala de examen, y el doctor Morgan tiene la llave. No hay instrumentos quirúrgicos, sin embargo, sólo los de examen. Nuestros hospitales son modernos, tú lo sabes.
Howard entró en la blanca y desierta sala de examen y estudió los anaqueles de Jonathan, donde vio los costosos instrumentos sobre sus lechos de seda blanca. Vio el lugar donde había estado depositada la legra y la negra capa de polvo sobre la hendidura vacía. ¿Quién se había llevado el instrumento de Jonathan? ¿Quién había tenido acceso a sus llaves? La única respuesta posible era: su esposa. Howard se frotó la barba mirando distraídamente las puertas de vidrio del anaquel. La cuestión era, ¿por qué? Mavis había sido siempre una joven estúpida, no podía saber el nombre de una legra, ni para qué sirve, a menos que se lo hubieran dicho.
La señorita Forster seguía esperando que terminara, pues tenía que cerrar las oficinas.
—Amelia —le dijo Howard—. Había varias personas, tanto hombres como mujeres, en esta oficina el día en que la señora Beamish salió disparada acusando a Jon de haberla «lastimado». Alguien ha buscado a estas personas y ha conseguido que firmaran declaraciones juradas sobre la cuestión. No puedo entender cómo supieron los nombres de los pacientes de Jon que estaban aquí aquel día.
La señorita Forster lo miró y se inclinó hacia adelante.
—Ah, sí Howard, creo que puedo explicártelo, al menos, me parece. Un caballero, que dijo ser oficial de la Policía, y no tengo dudas de que lo era, pues me mostró sus credenciales, dijo que cierta señora afirmaba haber dejado su bolso, que contenía una considerable suma de dinero, en esta oficina. No recuerdo en lo más mínimo a esta determinada señora, pues había muchas aquel día. Me dijeron la fecha exacta, de modo que saqué unas cuantas tarjetas y di al policía los nombres de cuatro o cinco personas. Después recordé que fue precisamente el día que estuvo aquí la señora Beamish. El oficial de Policía dijo que quizás alguna señora se había llevado por error el bolso, o tal vez lo hubiera cogido algún caballero creyendo que era el de su esposa. Recuerdo que me llamó la atención, pues con excepción de la señora Beamish, aquel día no había ningún extraño esperando ver a los doctores, ¡y sé que no había ladrones entre ellos! Se lo dije al oficial, y…
—¿Le reconocerías si volvieras a verlo?
La señorita Forster sacudió la cabeza y se quedó pensando.
—No, me parece que no. Era un hombrecito de rasgos comunes. Howard, ¿crees que era un engaño? ¿Crees que me mintió?
—No creo que fuera un engaño —dijo Howard con gesto adusto—. Pero te mintió. Quería esos nombres para declaraciones juradas contra Jon. Probablemente dijo a los pacientes que la señora Beamish pensaba hacer una reclamación contra Jon y que él estaba tratando de protegerlo, de modo que por favor dijeran esto o lo otro sobre la mujer que salió chillando que Jon la había lastimado. Ellos lo hicieron de muy mala gana, según imagino, no porque pensaran que hacían daño a Jon, sino por la natural aversión que siente todo ciudadano de tratar con la ley en cualquier forma que sea. —Pensó un momento—. ¡Claro, eso fue lo que pasó! Y he perdido todo este tiempo pensando en otra cosa. Las cosas, Amelia, no son siempre tal como las vemos con los ojos.
Una vez en la calle subió a su coche y se puso a reflexionar. Había pensado ir a ver a las jóvenes que habían firmado declaraciones juradas manifestando que Jon les había practicado operaciones criminales, pero descartó la idea, tenían amigos invisibles aunque poderosos, y no cabía la menor duda. Había detrás de ellas grandes figuras que actuaban en la sombra y seguramente les informarían en seguida.
Hay algo que hace que valga la pena vivir en una ciudad pequeña como Hambledon, pensó mientras se retiraba. Casi todo el mundo conocía a la señorita Forster, cuyos antepasados habían fundado la ciudad. Se tenía el mayor respeto tanto por ella como por su familia, y aunque ahora su situación era más bien pobre, la palabra de un Forster no era puesta jamás en duda. Su hermano era predicador en la iglesia de su padre y gozaba de sana reputación en todas partes. La palabra y la declaración jurada de la señorita Forster serían aceptadas por cualquier tribunal de la ley. Hasta el mismo Campion lo sabía. Howard volvió a reflexionar. El senador no había hablado de ninguna clase de relación entre la costurera y la modista, pero su intuición de abogado le aseguró, sin el menor medio de prueba, que debía de haber alguna vinculación. Sin embargo, no se animaba a enfrentarlas directa ni indirectamente, pues correrían aterrorizadas en busca de quien les había solicitado su perjurio.
En el momento oportuno, sin embargo, tendrían que enfrentarse. Howard tenía un plan que cada vez se iba ampliando más.
Howard Best era conocido de la Policía de Scranton. El jefe de Policía era uno de sus mejores amigos, pues se conocían desde la infancia, de modo que Howard fue a ver a William Simpson confidencialmente.
—Se trata de un pequeño asunto —le dijo—. Una reclamación contra una tal señora Edna Beamish, que vivió en Scranton. Lo estoy haciendo como un favor.
Por más amigos que fueran, Howard tenía bastante de abogado como para no incurrir en el error de ser demasiado justo ni sincero.
William Simpson se echó a reír.
—¡Ah, Edna! Una muchacha del otro lado de la vía, como decimos nosotros. Una hermosa perrita. Es la chica más bonita que se levanta las faldas para quien mejor le pague, en el lugar apropiado del pueblo.
Howard se echó a reír alegremente.
—Es de ésas, ¿eh? Y lo ha sido siempre. He oído decir que estuvo casada con un hombre rico de Scranton, un tal Ernest Beamish.
—Sí, es cierto. Un viejo tonto, ese Ernest. Nunca se había casado y cuando vio a Edna resolvió que había encontrado la muchacha de sus sueños. No era barata esta Edna, no era una puta común. Tenía estilo y unos modales dulces, casi una señora. Se casó con él a los dieciocho años y ya andaba en el negocio desde hacía tres o cuatro.
—Muy emprendedora —dijo Howard tratando de ocultar el intenso interés que sentía—. Toma un cigarro, valen veinticinco centavos cada uno. Lo que este país necesita…
—Sí, ya lo sé: un buen cigarro de cinco centavos. ¿Qué es eso de la reclamación contra Edna? El viejo Ernest le dejó un buen montón de dinero cuando murió hace dos años, y…
—¿Dos años? —preguntó Howard dando un respingo.
—Así es. —El jefe de Policía contuvo una risita—. Tal vez Edna le tuvo demasiado ocupado. —Ahora su mirada aguda escudriñaba a Howard—. Vamos, dime la verdad. ¿Por qué quieres saber cosas de Edna Beamish?
Howard se sentía disgustado consigo mismo, pero sonrió e hizo un movimiento con la mano.
—Se trata de un asunto insignificante, Bill. Vivió en Hambledon y hay allí una cuestión de un trabajo de costura que ella olvidó abonar.
El jefe de Policía frunció los labios y echó sobre Howard una mirada escéptica.
—Vamos, eso es un cuento. Edna no ha vivido en Hambledon en su vida. Y yo estoy enterado de todos los chismes de este pueblo.
—Caramba, eso es imposible, Bill, tengo el boleto de compra en mi oficina. Treinta y cinco dólares.
William Simpson sacudió la cabeza y por alguna razón rió para sus adentros, mientras Howard lo observaba con ansiedad.
—Howard, alguien te está jugando una broma. Te repito: Edna no ha vivido nunca en Hambledon. Conocía muy bien al viejo Ernest Beamish, solíamos jugar al póquer juntos, jamás vivió en Hambledon. Tenían una bonita casa en el pueblo, de mucho estilo, y daban hermosas fiestas a las que yo concurría. Después de morir Ernest…
—¿Sí?
Pero el jefe siguió fumando y agitándose con su risa secreta.
—¡Esa Edna…! —dijo al cabo de un rato con acento admirativo.
—¿Qué le pasa?
—Por un momento pensé —dijo el jefe— que tu único interés por nuestra flor popular era sólo por la reclamación de una modista, y te diré, Howard: me avergüenzo de ti, de que un abogado prominente como tú fabrique un cuento como éste. Tenía mejor opinión de ti. ¿No puedes confiar en un viejo amigo?
Howard le echó una mirada larga y fija.
—Quiero saber qué vinculación tiene con el senador Campion, uno de los dos desgraciados representantes de nuestra comunidad.
La cara de William Simpson se puso muy seria y depositó cuidadosamente su cigarro en un cenicero.
—¿Por qué no me lo has dicho —preguntó en lugar de tratar de hacerme creer que Edna Beamish había vivido en Hambledon?
—Y así es. Vivía en un lugar llamado Kensington Terraces. No por mucho tiempo, como ella afirmó, pero sí durante unas pocas semanas. De eso hace muy poco tiempo.
—Una de las cosas que aprende si quiere sobrevivir quien tiene un cargo político, es a no hablar de los políticos poderosos, es decir, a no repetir chismes sobre ellos. Pero por el diablo, hay poca gente que lo sepa y yo te lo voy a decir si no pasa de ahí, Howard.
—Podría ser que sí, Bill —dijo Howard con vacilación—. Trataré de mantenerlo tan oculto como sea posible. Buscaré información que sea resultado de la que tú me des, sin revelar la fuente.
—Conozco a los abogados —dijo el jefe echando sobre Howard una mirada fría—. Cuando se trata de un cliente traicionan a sus mejores amigos. Naturalmente a cambio de unos buenos honorarios. No has sido sincero conmigo, entonces, ¿por qué tendría que serlo yo contigo?
—Por ninguna razón, salvo que si no consigo alguna información, y no precisamente sobre nuestra pequeña Edna, un hombre bueno y decente se encontrará injustamente en la prisión. Además, perderá su buena reputación y su profesión.
—¡Vaya! ¿Por qué no me lo has dicho? ¿Se ha metido Edna en algún lío?
—Sí. Tuvo un aborto, una operación criminal, hace poco tiempo.
—¡Ja! —dijo el jefe echándose a reír otra vez—. Al senador no le gustará. La pequeña Edna jugando a los ratones mientras el gato no está en su casa… ¡Escabulléndose de Washington para levantar la pata en un pueblo de mala muerte como Hambledon! A papá no le va a gustar, no, no le va a gustar nada.
—No, creo que no —dijo Howard fingiendo reírse, aunque sentía un intenso regocijo.
—Y la pequeña Edna se encontró de repente con una torta en el horno que no pertenecía al senador, ¿verdad?
—Me parece que sí.
—Creía —dijo el jefe volviendo a ponerse serio— que habías dicho que Edna se ha metido en ese asunto de panadería con ese amigo tuyo de Hambledon.
—Digámoslo así, Bill: Edna ha dejado correr algunos rumores de que mi amigo es… responsable.
—¡Me cuesta creer eso de Edna! ¡Sabe muy bien cómo mantener la boca cerrada! —Los ojos del jefe mostraban una expresión dura y de sospecha.
—Oh, no se trata de eso. Quiero decir que acusa a mi amigo de haberle practicado un aborto.
—¿Quieres decir que Edna hace eso descaradamente? ¡El senador va a matarla! Él es de Hambledon. Mantiene su reputación brillante y fragante. ¡Vamos, vamos! ¿A qué viene todo esto?
—Es como te acabo de decir. Ahora, ¿me aconsejarías —dijo Howard con aire de afanosa impericia— decírselo al senador?
—¡No, por Dios! ¡Asesinaría a Edna aunque estuviera seguro de que había estado jugando a papás y a mamás con ella en Washington! Es la última de sus amiguitas y la que más ha durado, y sólo poca gente de Scranton lo sabe, pero también saben que si en algún momento el senador los pillara hablando del asunto, irían a dar de cabeza al pozo. Muchacho poderoso este senador, y jamás se olvida de sus amigos ni de sus enemigos. ¡Óyeme bien, Howard: no quiero tener nada que ver con eso!
—En Washington tienen que saberlo.
—La gente sabe un montón de cosas en Washington, pero no habla sobre ellas.
Howard se levantó fingiendo estar decepcionado y abatido, y suspiró.
—Muy bien, Bill, tendría que haber pensado en tu posición antes de haber venido aquí. No me has dicho nada y tampoco voy a pedirte nada. Comprendo la necesidad que tienes de ser discreto.
Se estrecharon la mano y el jefe quedó muy aliviado. Sólo cuando Howard se hubo retirado, empezó a pensar si éste habría sido apartado de su camino. Al mismo tiempo, Howard reflexionaba sobre cómo se las arreglaría para demostrar lo mejor posible el vínculo que existía entre Edna Beamish y el senador Campion, el hecho del manifiesto embarazo causado por él, y la visita de ella a algún desconocido médico abortista, en Hambledon o en Scranton. También necesitaba saber por qué había aparecido en Hambledon y en el consultorio de Jonathan Ferrier, cuando ya tenía una idea bastante clara de las circunstancias, en qué sentido habían utilizado a Edna Beamish, y la razón. Como abogado pragmático y paradójicamente honesto, siempre había descartado la teoría conspiratoria tanto de la historia como de la conducta humana, pero ahora admitía libremente que ambas no sólo eran posibles sino también probables. En el caso de Jonathan Ferrier eran verdaderas.
Howard pensó muy a fondo en el senador Campion. Sabía que el senador consideraba Hambledon un pueblo bucólico y de mentalidad simple. Vamos a mostrarle lo rudos que podemos ser, pensaba Howard en el viaje de regreso. ¡Qué confabulación tan ruin ha tramado! Sin embargo, su experiencia le enseñaba que con frecuencia los aficionados desplegaban una audacia que bien podían envidiarles los conspiradores experimentados, resultando convincentes por su misma torpeza.
En los presurosos días que siguieron, Howard efectuó otras discretas investigaciones, cuyos resultados le dejaron tan satisfecho como furioso.