Capítulo 30

Hoy, pensaba Jonathan Ferrier, voy a echarle mano a Jenny aunque tenga que asaltar Hambledon y la isla a mano armada. Últimamente no podía dormir bien, en parte a causa del calor que no cedía y en parte porque al acercarse el momento de su partida de Hambledon sentía una fuerte depresión. Sabía que no podía quedarse en el pueblo en las circunstancias actuales, que empeoraban día a día, pero se había apoderado de él una pesada tristeza que no podía eliminar filosofando ni echándose a reír como acostumbraba. Además, estaba la esquiva Jenny, la forma en que le evitaba le irritaba al principio y ahora se había convertido en fuente de enojo impaciente. Había oído rumores de que Robert Morgan la visitaba cada vez con más frecuencia, a pesar de la clara advertencia de Jonathan, y que hasta la habían visto en reuniones públicas acompañada con él. A Jonathan se le hacía cada vez más difícil hacer observaciones amables y despectivas al ingenuo Robert, que no hablaba más de Jenny Heger. Iba a la isla por lo menos tres veces por semana, generalmente entre las cinco y las seis de la tarde, y Jenny nunca «estaba en casa» según versión de Harald y de los sirvientes, o bien se escabullía y no había forma de encontrarla. Jonathan había pensado escribirle en términos claros, pero tenía miedo de que Harald pudiera reconocer su letra y eso era intolerable. Peor aún, Jenny podía negarse a contestarle. «¿Desdeñosa?», pensaba Jonathan. «No, es cualquier cosa menos eso».

Aquella mañana, apenas salió el sol, decidió visitarla o encontrarla al mediodía en la isla, antes de que tuviera tiempo de esconderse o hacer cualquiera de las cosas que hacía cuando él aparecía.

De pie junto a la ventana del dormitorio, miraba hacia el este, deseando que lloviera, pero solamente se veía un brillante color escarlata, que se filtraba a través de las frondas oscuras de un gran sauce, y un día áspero de un aroma polvoriento de tierra reseca. Las montañas parecían levantarse y jadear en busca de humedad y frescura, su color verde se había vuelto marrón y quemado. Hasta el río reducía su cauce día a día, y al mediodía el cielo parecía una brasa. Por la noche todo parecía sollozar débilmente.

Jonathan lanzó un juramento al tratar de ponerse la ropa que ya estaba húmeda apenas rozó su cuerpo. Haría temprano sus visitas del hospital, sin tener en cuenta el horario de Robert. Llamó por teléfono a su casa.

—Con este calor no quiero estar fuera más que lo indispensable, Bob —dijo con brusquedad— de modo que voy a ir al hospital tan lejos del mediodía como sea posible. ¿Estará usted allí?

Robert bostezó y miró al reloj que tenía al lado de la cama.

—¡Por amor de Dios, son sólo las siete menos cuarto! Usted no empieza por lo general hasta las nueve. Muy bien, me reuniré con usted en el hospital. ¿Empieza por el Sta. Hilda?

—¿No lo hago siempre? —preguntó Jonathan y colgó el auricular.

Sentía una enorme irritación contra todo y contra todos, y temía que lo invadiera la pesada depresión. Ocurrió así mientras bajaba al comedor, donde ya le esperaba el desayuno. Pero Marjorie aún no había bajado y Jonathan se sentó, contemplando con gesto sombrío las ciruelas calientes que estaban en una fuente, frente a él. Hizo sonar la campanilla y entró una pequeña criada.

—¿No tenemos tajadas de sandía fresca, Mary, un melón, o tal vez una naranja helada?

—¿Para el desayuno, doctor? —preguntó la muchacha, asombrada—. Siempre hay ciruelas para el desayuno o higos cocidos.

—Voy a empezar con algo nuevo a partir de hoy —dijo Jonathan—. Tráeme alguna fruta fresca, si es que hay.

—Le hará daño, doctor —dijo la muchacha, y Jonathan no pudo evitar sonreírle.

—Se trata de mi estómago, Mary, y si me empacho a mi edad, será culpa mía únicamente, ¿no te parece?

Pocos instantes después apareció la cocinera incrédula.

—Doctor, ¿dice la verdad Mary? ¿Quiere usted fruta fresca… y fría… para el desayuno? ¡Jamás he oído nada semejante!

—Acabas de oírlo ahora, querida.

—Eso va contra la naturaleza, doctor.

Jonathan la observó con gesto amable.

—Emily, he estado en contra de la naturaleza la mayor parte de mi vida, pero ahora me estoy metiendo realmente en la pelea.

Mary, con gesto de duda y un poco asustada, le trajo un pequeño melón frío que él lo atacó con gusto y con desusado apetito. Mary le miraba a hurtadillas desde la puerta, esperando verlo atacado de convulsiones en cualquier momento. Luego le trajo huevos hervidos, tocino, café y mermelada. Cuando todas esas cosas estuvieron sobre la mesa, bajó Marjorie.

—¿No te has adelantado, Jon? —le preguntó. Parecía más descolorida y delgada que lo habitual.

—He decidido empezar temprano y terminar antes de que el calor sea demasiado fuerte —dijo ayudándole a sentarse.

—¿Has comido esa fruta fresca? —preguntó mirando incrédula los restos de melón.

—Sí, y estaba muy buena. ¿Por qué dejar la fruta fresca para después de las comidas, especialmente la cena? Si esta noche no me he caído muerto, habré hecho trizas otra de las falacias de los burros diplomados, que dicen que la fruta fresca con el estómago vacío puede causar flujo, disentería, cólicos, colitis y otras enfermedades variadas. Nunca lo he creído. Cómete un pedazo.

—Parece apetitosa —admitió Marjorie, y cuando llegó Mary pidió para ella, volviendo a producir consternación en la cocina—. ¡Qué calor! —dijo llevándose el pañuelo a la frente—. No recuerdo época tan calurosa como ésta. Cuando suba la temperatura será bastante violento.

Marjorie dijo a su hijo que pensaba ir a Filadelfia a visitar viejos amigos y algunos parientes lejanos.

—Tal vez vaya también a Atlantic City para ver el mar y tomar un poco de fresco. Nunca he podido acostumbrarme del todo a vivir en un lugar como éste, limitado por tierra.

—Cuando me vaya, que será muy pronto, ¿por qué no vuelves a tu hogar de Filadelfia? Después de viajar una temporada me estableceré allí.

A Marjorie le temblaron los labios y sonrió.

—Sería muy hermoso, querido, déjame pensarlo. Después de todo, he vivido mucho tiempo aquí, casi una vida entera, treinta y seis años. Sin embargo nunca lo he considerado mi hogar, aunque me gusta esta casa que fue de tu padre. Es realmente difícil mudarse y cambiar de costumbres para una mujer de mi edad.

—Cincuenta y cinco o cincuenta y seis años no es una edad avanzada —dijo Jonathan, y al mirar a su madre advirtió su palidez y su aspecto triste—. Cuando vayas a Filadelfia, ¿por qué no te quedas allí unos días y vas a ver al doctor Hearndon?

—Tal vez lo haré —dijo Marjorie, que ya había decidido visitar al cardiólogo. Su cuerpo aparecía delgado dentro de la liviana blusa de batista y el alto cuello de encaje que le llegaba hasta el mentón.

—¿Por qué las mujeres no llevan vestidos sensatos en verano? —preguntó Jonathan con algo de inquietud. No le gustaba el color de su madre y su aire de languidez—. Esa falda tan dura, parece de hierro.

—Tu cuello duro es aún peor —contestó Marjorie.

—Bueno, espero que no me eches de menos cuando esté en Filadelfia. Ah, a propósito, Harald viene conmigo. Desearía de veras que Jenny viniera con nosotros. Está tan sola en esa isla, aunque he oído decir que ha hecho nuevos amigos. —Al decir esto, Marjorie miró a su hijo con gesto completamente inexpresivo.

—Si te refieres a Bob Morgan —contestó Jonathan— es completamente inofensivo.

—Ha ido a cenar varias veces en casa de los Kitchener —dijo Marjorie—. Pobrecita Maude. Está embobada con Robert, y él es exactamente el hombre para ella. Pero los hombres son tan idiotas y probablemente no se dará cuenta.

Jonathan se levantó.

—Estoy seguro de que Maude le atrapará pronto utilizando las viejas tácticas de las mujeres —dijo saliendo de la habitación y de la casa. Salió a la tórrida luz de la mañana y miró los árboles, la hierba quemada y el polvo que se juntaba en las zanjas y en los intersticios entre los adoquines. Se presentaba un día infernal.

Miró más allá del césped, en dirección a su consultorio todavía cerrado y silencioso, y se sintió invadido por la depresión. Había sido para él su hogar más que la casa de su padre, que su madre había hecho tan elegante y encantadora. Allí había colocado su primera placa, y la había mirado con orgullo. Allí había acomodado sus muebles, había construido sus anaqueles y arreglado las salas de examen. Conocía íntimamente cada uno de los rincones, cada una de sus ventanas. El sol atravesaba las ventanas limpias y brillaba sobre las lustrosas puertas de madera. Las oficinas ya no eran suyas, pertenecían a un extraño. Le habían abandonado, le habían expulsado. Por primera vez después de muchos días pensó en Mavis, y se sorprendió desagradablemente al experimentar una oleada del antiguo odio homicida contra su esposa en el fondo del estómago. Pensó que todo aquello habría terminado definitivamente y se apresuró a bajar los escalones del porche, dirigiéndose al establo.

Eligió su berlina, que le protegería contra el ardiente sol, y recorrió con ella las sombreadas calles. Era todavía muy temprano, pero a través de las ventanas se oían los chillidos discordantes y, para él, obscenos, de los nuevos fonógrafos y las nuevas canciones populares. Edison era verdaderamente un genio y un hombre digno de las bendiciones de sus compatriotas, pero Jonathan no comprendía por qué habría inventado el fonógrafo, cuya música popular y vulgaridad detestaba.

Robert Morgan no estaba en Sta. Hilda cuando llegó Jonathan, ya de mal humor. Pero se encontró con Philip Harrington, quien nunca perdía la oportunidad de recordar a su amigo que tendría que ser su padrino en su próxima boda con Elvira Burrows y, de paso, le comunicaba algunas noticias frescas y tontas de su novia que a Jon le divertían mucho.

—¡Esa muchacha! —dijo a Jonathan con orgullo—. ¡Tendrías que ver su ropa interior!

—¿La has examinado antes de la boda? —preguntó Jonathan—. ¿Para qué? ¿Para probar su suavidad?

—No seas bruto —contestó Philip.

—Las arrugas de una sábana pueden perjudicar el culo a cualquier muchacha —dijo Jonathan—. No importa, pero sea como sea es una realidad, y una verdadera maldición durante la luna de miel. ¿Qué pasa?

La cara grande y simpática de Philip había cambiado.

—Se trata del doctor Brinkerman… otra vez.

—¿El viejo Claude? ¿Qué ha hecho ahora?

—Ha ido diciendo a todo el mundo que no soy capaz de distinguir un útero de una bolsa de arpillera. Ya estoy acostumbrado a eso. Tú sabes lo que piensa de los médicos jóvenes. Es una bestia mala y grosera, grande como una casa y maligna como un toro de ojos colorados, y tan arrogante como un ignorante.

—Me gustan tus metáforas —dijo Jonathan—. Serías una gran ayuda para el padre de Elvira. Pero ¿qué ha hecho el viejo últimamente?

—Tenía un caso, una madre joven cuyo primer hijo nació en su casa, como de costumbre, después se complicó. El niño era prematuro, la placenta separada. Su propio médico la mandó al hospital y llamó a Claude, que se hace llamar «el ginecólogo mayor» por aquí. Yo y mis amigos no somos más que carniceros, según dice, o estudiantes de primer año. Bueno: operó a la chica, para salvarle la vida, según dijo, y le sacó el útero. Veintidós años de edad, ¿qué te parece? Y de paso le sacó también los ovarios. La convirtió en una vieja a los veinte años.

—¿Tenía los órganos enfermos?

—No, claro que no, y pudo haber salvado el útero con un poco de habilidad. Pero ya conoces a Brinkerman, el Marqués de Sade se hubiera sentido encantado con él. Odia a las mujeres y sus funciones orgánicas.

—¿Estabas en la sala de operaciones con él?

—Sí, y había otros dos más. Traté de intervenir. Por un momento creí que me iba a castrar con el bisturí. Hubiera sido una desgracia para Elvira, sin contarme a mí mismo, de modo que no dije una palabra más. Tú conoces al viejo Louis, y sabes lo porfiado que es en materia de jerarquía entre los doctores viejos y los nuevos.

—¿Se lo contaste a Louis? —preguntó Jonathan fastidiado.

—Sí, lo hice. Pensé que iba a explotar contra mí, pero algo le ronda la cabeza en estos días, o se está viniendo abajo por algo. Parece amansado, abstraído. Sólo me dijo: «Mantengamos la paz aquí. Claude hizo probablemente lo que a su juicio le pareció mejor».

—Pobre viejo Louis —dijo Jonathan—. La Hermandad Dorada se junta probablemente porque sabe que si se desunieran los colgarían por separado. Me gustaría soltarle el resorte a la trampa. Bueno, lo hecho, hecho está, desgraciadamente. No pienses más en eso.

—Necesito tu ayuda —dijo Philip—. Esta mañana han traído un caso de embarazo anormal y lo atiende Claude. Va a mutilar a la chica, igual que lo hizo con la otra. Le imagino en este mismo momento relamiéndose de gusto. Es un verdadero experto en mutilaciones, este Claude.

—Es porque tiene una esposa joven, la segunda, que podría enseñarle a Prissy Witherby unos cuantos trucos. Todas las demás mujeres son insignificantes comparadas con Ethelyn. He pensado muchas veces que las primeras prácticas de los médicos deberían estar limitadas a los miembros más próximos de su familia y los amigos más íntimos, antes de dedicarse de lleno a la profesión. Eso no sólo les enseñaría a ser discretos y cuidadosos, sino que los ayudaría a liberarse de resentimientos secretos. Unas cuantas esposas asesinadas discretamente, por ejemplo, haría que en adelante un médico amara a todas las otras mujeres, para expiar su culpa.

—Me gustaría que hablaras en serio —dijo Philip, y los dos jóvenes se interrumpieron un instante para saludar a varios médicos que pasaban en aquel momento.

—Soy mortalmente serio, Phil. No puedo ayudarte y tú lo sabes. Brinkerman me odia más que al veneno. Es extraño porque no he tenido motivos para cruzarme en su camino salvo en dos ocasiones, y eso fue hace unos cinco años. Le dije que era un incompetente.

—Entonces debería estarte agradecido o debe ser un poco corto de memoria.

—Eso pasó hace cinco años, y raras veces le veo. No nos hablamos, pero nos cambiamos miradas sumamente elocuentes. Nos encontramos solamente en un lugar o en otro, o solíamos hacerlo cuando yo me mezclaba con la gente, y nos tratábamos muy cortésmente. ¿Cómo podría arreglárselas para meterme en su quirófano?

—Podrías pedírselo a Louis para… para hacer un estudio.

—¿Y tú estarías allí?

—Sí, pero el maldito degenerado me mata de miedo. Te mira como si fuera la diosa de la venganza si te atreves a hacer una observación o a arriesgar una opinión. Es una poderosa chinche vieja, pero a ti no puede intimidarte.

—Eso sería falta de ética. Probablemente me echaría fuera de inmediato.

—Louis tiene todavía la palabra a pesar de su condenada preocupación por algún problema que le abruma. Brinkerman se está ganando muy mala reputación entre nosotros los jóvenes, y nosotros propagamos lo que pasa. Eso es peligroso para Sta. Hilda y Louis lo sabe, o debería saberlo. Jon, es una mujer muy joven, ¡tiene solamente veinte años, por amor de Dios!

—No sé cómo me meto en estas cosas —dijo Jonathan. Se acordó del doctor Brinkerman con asco. Sabía más cosas sobre el viejo médico que las que conocía Harrington. Sí, era un sádico, odiaba con saña a las mujeres, y estaba embobado con su alegre y joven esposa. Para él, hombre de cincuenta y dos o cincuenta y tres años, todas las mujeres jóvenes y bonitas eran secretamente unas prostitutas, aunque él era famoso por lo mucho que le gustaban. Tenía una forma especial de pellizcar o apretar dolorosamente a las estudiantes de enfermería, riéndose luego abiertamente y asegurándoles que sentía gran afecto por ellas. Le temían y le evitaban, escapaban ante sus rugidos, su voz de trueno o su gigantesco físico. Temían encontrarse con él en los pasillos o lugares aislados. Tenía lo que las muchachas llamaban una «boca sucia y dedos diestramente atormentadores». En su sala de examen podía infligir a una mujer joven una tortura más grande que cualquier inquisidor. Sin embargo, por alguna razón desconocida, tenía reputación de buen médico y cirujano, cosa que dejaba boquiabiertos a los médicos más jóvenes. Jonathan estaba convencido de que era debido a que era muy rico e influyente, además de un desvergonzado ególatra.

Jonathan encontró a Louis Hedler en su oficina. Quedó de una pieza al ver la expresión dura y preocupada de Louis, y sus modales cansados. También se sorprendió cuando Louis, en lugar de mirarle con la aprensión con que habitualmente lo hacía, le sonrió casi paternalmente.

—Jon, hijo mío —le dijo.

—¿Qué te pasa, Louis? ¿Te sientes mal?

—Bien, no. Siéntate, Jon. Estoy simplemente… preocupado… por un miembro del personal. —Los ojos abultados estudiaron a Jon con una expresión muy especial—. Un magnífico hombre, más bien joven. Me temo que está metido en una pequeña dificultad… por su culpa, en cierto modo. Es áspero, impetuoso, un poco indiscreto a veces, pero resulta que yo lo aprecio. —Louis esbozó una sonrisa—. Personalmente me ofende con frecuencia, pero tengo que confesar que es un buen médico. Si me hubieran dicho, hace uno o dos años, o seis meses atrás, que ahora estaría preocupado por él, me habría reído con todas mis ganas.

—Estás madurando, Louis. ¿Quién te hace madurar?

Louis le contempló un instante y luego sonrió enigmáticamente.

—No creo que le conozcas, Jon. No, me parece que no le conoces —dijo frotándose los labios—. Tú nunca entras aquí sin traerme pendencias, alarmas o preocupaciones. ¿De qué se trata ahora?

—De todo —dijo y explicó a Louis lo ocurrido con el doctor Brinkerman y Philip Harrington, sin poder entender por qué el rostro de Louis se ensombrecía cada vez más mientras hablaba—. Así que —dijo finalmente—, si no tienes inconveniente, me gustaría estar presente en el quirófano.

—Es imposible, sabes cómo te odia Claude.

—Sólo tuvimos una diferencia de opinión y de eso hace mucho tiempo. ¿No tenemos todos diferencias de opiniones entre nosotros? No pretendo que Claude me aprecie, pero con toda seguridad se ha olvidado del choque que tuvimos.

«Al contrario», pensó Louis, «¡muy al contrario!».

—¿Jon…? —preguntó con cierta malicia—. ¿No fuisteis unos cuantos de ustedes, los brillantes jóvenes, que insististeis en que el cirujano operador tuviera la facultad de negarse a que estuviera presente cualquier persona que él no deseaba? Sí, así es. Antes, cualquier médico que estuviera interesado, y hasta sus amigos, podían entrar en la sala de operaciones y observar todo cuanto quisieran. Pero vosotros los jóvenes no queréis, todo por la asepsia y nada de atmósfera teatral. —Louis dedicó una sonrisa al rostro tenso que tenía frente a él y a los ojos oscuros que le miraban divertidos.

—Louis, pero tenemos razón. ¿Quién es la joven señora y quién el médico de la familia que la ha mandado aquí?

—Hum… —dijo Louis volviendo a sacudir la cabeza—. La señora de Jasón Hornby, y el médico que la atiende es Summers Bayne, amigo tuyo.

—Espléndido —dijo Jonathan, y sin pedir permiso cogió el teléfono que estaba sobre el escritorio y llamó al doctor Bayne, hablando luego con él en tono simpático—. Quisiera estar presente, Summers, cuando Claude Brinkerman opere hoy a tu paciente, la señora de Jasón Hornby, a las dos. ¡Ah!, ¿es a las diez? Mejor todavía: estoy ahora en Sta. Hilda, verás el doctor Phil Harrington no puede estar presente, y me ha pedido que le sustituya. Hay una pequeña dificultad, Summers, el viejo Claude no me aprecia. Tendrás que decir que estoy ahí a petición tuya, si pusiera reparos. A propósito, ¿quién eligió a Brinkerman? —Jonathan escuchó y frunció el entrecejo—. Estoy completamente de acuerdo contigo, no permitiría ni que le cortara las uñas a mi perro. No te preocupes, Summers, estaré allí. Tú estarás también y no le permitirás hacer ningún dobladillo fantasioso o bailar un vals alrededor de la vena cava. Ama de todo corazón la vena cava, y el motivo por qué todavía no le han echado de aquí sólo te lo podrá explicar el viejo Louis. —Guiñó un ojo al doctor Hedler y volvió a colocar el auricular en su lugar—. La joven señora eligió a Brinkerman ella misma e insistió, así que, ¿qué podía hacer el pobre Summers? Se ha tranquilizado cuando le he dicho que quería estar presente.

—Eres un sinvergüenza impertinente, Jon.

—Oh, ya lo sé. Y ya que hablamos de eso, ¿por qué no echas a Brinkerman?

—Jon, es un cirujano experto, aunque un poco… radical… a veces. Es tan rígido como tú en cuanto a la asepsia. Si su juicio ocasionalmente fracasa, ¿quién de nosotros puede afirmar que no se ha equivocado nunca? Si el lego común comprendiera a qué manos débiles y vulnerables se somete voluntariamente, y a qué juicio falible, no tendríamos más hospitales ni más salas de operaciones.

—Y mucha gente seguiría viviendo en vez de pudrirse pacíficamente en algún bonito cementerio. Eso es confidencial, por supuesto.

—No guardas esas cosas confidenciales muy a menudo, Jon. —Louis estaba muy turbado—. Desearía poder disuadirte. Tengo mis propias razones para sugerirte que no estés presente. Ya tienes bastantes enemigos, Jon, y Brinkerman es un individuo que no olvida a sus enemigos, que no se detiene hasta que los ve degollados.

—No puede odiarme más de lo que ya me odia.

Louis le miraba en silencio, y habló con una voz muy extraña.

—Tienes toda la razón.

Jonathan salió para informar a Phil que iba a sustituirle, porque él tenía que atender un caso urgente.

—La señora Hornby es una joven rica —le dijo Phil— pues de no ser así Brinkerman ni siquiera la miraría. ¿No es una suerte que muchísima gente no esté en condiciones de pagar una operación? La pobreza ha hecho mucho más que la riqueza para salvar vidas, y si eso no es una herejía, ¿qué es?

—Es cierto —dijo Jonathan, y continuó su ronda.

A las nueve y media se preparaba en la habitación adyacente al quirófano. Silbaba cuando Claude Brinkerman irrumpió con la violencia de un minotauro que ataca.

—¿Qué demonios es eso de que usted va a ser mi ayudante en el caso Hornby?

—¿No se ha enterado? —preguntó Jonathan con mucha suavidad—. Phil ha tenido que atender un caso urgente. Me ha pedido que le hiciera este favor, y…

El duro y llameante rostro parecía irradiar odio y furia irreprimibles, y los pequeños ojos emitían un brillo asesino. Jonathan, que estaba al tanto de la aversión y desconfianza que ambos se tenían, se sorprendió ante un ataque tan vehemente y arrollador, pues la causa de sus desacuerdos había sido insignificante. Pero Brinkerman parecía no poder dominarse. Parado frente a él, respiraba furia, cerraba y abría los puños mientras se le levantaba el pecho. Si Jonathan hubiera sido su más mortal enemigo no podría haber mostrado una irracionalidad tan grande, una violencia más implacable.

—¡No quiero que esté conmigo! —gritó Brinkerman—. No quiero ningún ase… —Se detuvo tragando en forma visible y dolorosa, pero la rabia que sentía se hizo aún más grande—. ¡No quiero que esté conmigo! ¿Está claro?

—Me lo ha pedido Summers Bayne —dijo Jonathan—. Tiene ese derecho. ¿O preferiría acaso que Phil Harrington le ayudara dentro de una hora o dos, cuando haya terminado con ese caso urgente? Me parece que éste no es un caso que se atienda en un minuto. —Miró a Brinkerman—. ¿Qué iba a decirme, Claude? —Se sacudió las manos mojadas y cuando miró al otro cirujano, éste vio algo en sus ojos que le asustó. El doctor Brinkerman le devolvió la mirada y un tenue temblor maligno le corrió por sus facciones toscas. Su fina boca se contrajo.

—No importa —dijo. Tenía la frente púrpura, pero comenzó a normalizársele el color. Bajó la voz—. Ferrier, no le aprecio y nunca le he apreciado. No le tengo confianza, no se la he tenido nunca.

—Puedo decirle que esos laudables sentimientos son mutuos, Brinkerman.

—Usted no puede servirme de nada en esta sala, Ferrier.

—Pero puedo ayudar a la paciente, tal vez —dijo Jonathan, y sus miradas volvieron a chocar.

—¿Pone en duda mi capacidad profesional?

—¿Y usted la mía, Brinkerman?

El otro médico volvió a alzar la voz.

—¡No le quiero aquí!

—Summers sí, y Louis también lo sabe.

El doctor Brinkerman quedó súbitamente silencioso, luego sonrió muy levemente.

—El viejo Louis —dijo— tendrá muy pronto motivos para lamentarlo.

Jonathan se encogió de hombros y siguió desinfectándose las manos. Dos jóvenes enfermeras que estaban cerca de la puerta, completamente olvidadas por los dos hombres, se cambiaron significativas sonrisas y luego miraron con simpatía al doctor Brinkerman, a quien detestaban. Jonathan lo vio todo por el espejo que colgaba de la pared y sacudió la cabeza. Aquellas muchachas no se hubieran atrevido a quedarse solas en una habitación con Brinkerman, pero ahora había otro hombre al que querían menos todavía, y ese hombre era Jonathan Ferrier, quien no les había dado el menor motivo para odiarlo, y si algunas veces había hecho bromas un tanto pesadas también les había mostrado respeto por su profesión y habitualmente era amable con ellas. Pero para ellas era un «extraño», aun para una de las jóvenes que era ciudadana norteamericana por naturalización. Vio cómo hacían gestos de simpatía a Brinkerman. Alentado por eso, el doctor Brinkerman pellizcó un seno a una de ellas con rudeza mientras pasaba por su lado dirigiéndose a otra de las piletas. Ella hizo una mueca, le saltaron las lágrimas por el dolor, pero aun así trató de sonreírle.

«La naturaleza humana», pensó Jonathan que lo había visto todo y deseaba de buena gana dar un puñetazo a Brinkerman, «es algo que jamás podré comprender. Pero, como me dijo una vez mamá cuando era niño, yo soy la “minoría impopular”». Sí, es cierto: las minorías por lo general viven en un infierno. Sin embargo, ¿cómo se forman las minorías impopulares? ¿Por juicio y decreto de quién? ¿Quién tiene derecho de decidir quién pertenecerá y quién no a la amante «hermandad del hombre»? ¿Cuáles son las reglas del juego? ¿La integridad personal, el valor, el honor, la inteligencia, la caridad, la bondad, la mansedumbre, la dedicación, la «decencia»? La experiencia me enseña que estas virtudes gozan de muy poco prestigio entre las mayorías, de modo que no pueden constituir la estructura de referencia para emitir juicio.

Advirtió a través del espejo que el doctor Brinkerman le echaba miradas aún más extrañas, miradas que expresaban satisfacción, odio, malignidad, y su instinto del peligro se puso alerta. Pero ¿cuál era ese peligro? ¿Qué daño podría hacerle Brinkerman? Le miró el cuello grueso y rojo, un cuello tan musculoso y tan pesado como el de un toro, y las manos carnosas y enjabonadas. No le cabía la menor duda de que Brinkerman tendría gran placer en matarle y le devolvió el cumplido. Sin embargo, no podía olvidar que cuando se encontraba con Brinkerman en los corredores, cambiaban saludos fríos y nada más. Aquella violencia salvaje le resultaba inexplicable.

—Quiero que sepa, Brinkerman —dijo Jonathan— que no he hecho nada por colocarme en esta situación. Mi presencia ha sido requerida.

—Me doy cuenta de eso, Ferrier. Ya arreglaré cuentas con Summers Bayne a mi modo y cuando me venga bien.

Jonathan reflexionó.

—A mí no me faltan amigos —dijo.

—Va a llevarse una sorpresa —dijo Brinkerman con una risita ronca.

Jonathan frunció el entrecejo. Recordó lo que le había dicho recientemente Philip Harrington y la forma rara en que sus viejos amigos le trataban en los corredores del hospital y en las salas de descanso desde un tiempo a esta parte. Pero esbozó una sonrisa sabiendo que Brinkerman lo observaba atentamente.

—Eso es muy ambiguo —dijo—. Pero tengo suficientes amigos para proteger a Summers, y yo soy famoso por la forma como protejo a mis amigos. —Se dirigió hacia una de las enfermeras, que se adelantó para empolvarle las manos secas y ayudarle a ponerse los guantes—. Además, el hermano de Summers es senador del Estado, amigo del gobernador, ¿no lo sabía? Creo que también el hermano está en la Junta Médica. Si estoy equivocado, corríjame, por favor.

El doctor Brinkerman lo había olvidado. Lanzó a Jonathan otra mirada maligna, pero guardó silencio. La joven enfermera que asistía a Jonathan tenía una elocuente expresión de desaprobación y evitaba su mirada. Jonathan volvió a reflexionar sobre la naturaleza humana, pues sabía que el doctor Bayne era muy popular entre las enfermeras, y la amenaza de Brinkerman debía haber disgustado a la muchacha. Jonathan anotó mentalmente otro punto contra la raza humana.

La paciente ya estaba preparada cuando los dos cirujanos entraron en la sala de operaciones, y el doctor Bayne, ya desinfectado, enmascarado y con la bata puesta los esperaba. Dirigió a Jonathan una mirada inquisitiva, y éste le guiñó un ojo. La paciente estaba anestesiada. Todo estaba a punto. Jonathan se fijó en su bonita cara inconsciente, una carita de niña. Luego miró al doctor Brinkerman, que también estudiaba aquellas facciones suaves e infantiles, con ojos lujuriosos y hambrientos, como los de un torturador, ojos de un sádico.

No se podía negar que era un cirujano competente, hizo la incisión con una precisión, habilidad y suavidad que le ganó la admiración de Jonathan. El conducto era grande y abultado, pero no estaba demasiado inflamado ni tenía roturas. La muchacha tenía suerte. El doctor lo extirpó y luego se dirigió a los curiosos internos, ignorando completamente al doctor Bayne y a Jonathan.

—Ahora examinaré cuidadosamente el útero para ver si tiene deformaciones, y el otro ovario. No he resuelto todavía si tendré que eliminarlo, y posiblemente el útero.

Los hombres cambiaron miradas inquietas.

—Puedo ver por mí mismo —dijo Jonathan— que el útero y ambos ovarios están en condiciones óptimas. No hay necesidad alguna de hacer una exploración más extensa.

El doctor Brinkerman se detuvo, volvió lentamente la cabeza y sus ojos brillaron con un destello maligno.

—¿Soy yo el cirujano o usted, Ferrier? —preguntó.

—Soy su asistente, si usted prefiere llamarme así, pero también estoy comprometido por el juramento de Hipócrates y soy defensor del bienestar público. Por lo tanto, si usted hace algún daño al sistema reproductor de esta muchacha, haré todo lo que esté a mi alcance para impedir que pueda operar a nadie más en el futuro.

Habló en forma clara, firme y con seguridad, plenamente consciente de que había hecho algo que era irrevocable: había insultado y difamado deliberadamente al cirujano actuante en el quirófano, dentro de su propio dominio, ante la presencia de testigos. Pero la muchacha que estaba sobre la mesa, tan inconsciente, tan confiada, tan indefensa, significaba más para él que cualquier consecuencia que pudiera acarrearle su actitud, aun cuando bien sabía que podía ser grave. Sin embargo, sólo las amenazas más violentas podían detener a aquel sádico, y Jonathan las había empleado.

—Por esto —dijo Brinkerman con voz terrible— podrían revocarle la licencia.

Jonathan se echó a reír.

—Quisiera verle tratando de hacerlo. Buscaré testigos contra usted y al diablo con la ética profesional que siempre protege al chambón o al mutilador intencional. ¿Y bien? ¿Sutura a la muchacha o va a dejar que muera desangrada?

Hizo una señal a Bayne y sin dejar de mirar atentamente a Brinkerman se acercó a la bandeja donde estaba el conducto extirpado. Sumergió las manos en agua, bautizando el embrión allí expuesto. Algunos de los internos sonrieron con aire indulgente, pero dos de ellos mostraban una expresión muy seria y el doctor Bayne se bendijo a sí mismo. El doctor Brinkerman soltó una carcajada malvada e hizo una observación indecente a la enfermera que tenía más cerca, pero la muchacha estaba a punto de soltar las lágrimas.

—Después de sus manifestaciones vengativas, Ferrier —dijo el doctor Brinkerman— no tengo otro recurso que acusarle ante la Junta. Además, si esta paciente tiene complicaciones, la culpa recaerá sobre usted, por interferencia y franca intimidación.

Jonathan se acercó a la mesa.

—Voy a protegerme a mí mismo vigilando todos sus movimientos, Brinkerman. Así es que no se le ocurra hacer ninguna barbaridad con la muchacha. Tiene una buena reputación en ese sentido. —Miró al doctor Bayne, cuyos ojos mostraban su preocupación y su temor—. No te preocupes demasiado, Summers —le dijo—. Simplemente vigila con cuidado a la muchacha.

Todos estaban convencidos de que al doctor Brinkerman estaba a punto de darle un ataque. Le temblaban las manos y todo el cuerpo. Jonathan no se atrevía a quitarle la aguja, pues creía que tenía contaminadas las manos aun cuando las había sumergido en el agua presumiblemente esterilizada. No confiaba demasiado en la esterilización que se llevaba a cabo en el quirófano, de modo que se contuvo, pero observaba cada movimiento del doctor Brinkerman. El cirujano mayor era capaz de controlarse en gran medida cuando lo deseaba. Se repuso y desapareció su terrible color. Terminó de suturar sin ningún incidente. Salió de la sala sin pronunciar una palabra, arrancándose los guantes de las manos y dando un portazo al salir.

—Te mataría si pudiera, Jon —dijo el doctor Bayne, al tiempo que los internos y las enfermeras cubrían a la muchacha con las mantas y las sábanas y la retiraban del quirófano—. Ese hombre es muy malo.

—Y es un hombre a quien no se le debería permitir operar a ninguna mujer de menos de cincuenta años —dijo Jonathan.

—Jon, ten cuidado.

—En este oficio es un delito ser demasiado cuidadoso de las delicadas sensibilidades de un colega —dijo Jonathan—. Jamás he protegido a un hombre como Brinkerman y no pienso hacerlo nunca.

Esperaba que le llamaran al despacho de Louis Hedler, pero aunque se quedó en el hospital una hora más no recibió ninguna llamada. Se fue hacia el río, y de ahí pasó a la isla.

Cuando Jonathan se encontraba a mitad de camino sobre el agua tranquila del río, notó que el cielo tenía una tonalidad bronceada, color azafrán, y quemante. Se reflejaba en las pequeñas ondulaciones azules del agua, no con la claridad del sol, aunque éste brillaba produciendo bastante calor, sino algo turbia.

«Maldita sea», se decía para sí, «los sueños que he tenido en favor de este pueblo. He conseguido una máquina de rayos X para uno de los hospitales. He acumulado una provisión de radium. He convencido a médicos famosos para que vinieran a darles conferencias a estos botarates. He estado a punto de hacer construir un pabellón para tuberculosos en Sta. Hilda y un laboratorio para la investigación del cáncer. Eso es lo que yo, el gran samaritano, he querido hacer por Hambledon: un centro médico pequeño, compacto, moderno, que ni en Boston mismo habrían de despreciar. Bien sabe Dios que nosotros, o mejor dicho ellos, lo necesitan. Adiós, sueños, adiós todo, excepto Jenny».

Se había quitado la corbata, el alto cuello blanco y duro y la chaqueta pero aun así sudaba copiosamente cuando llegó a la isla y ató el bote. Notó que el río había vuelto a perder caudal y quedaban más piedras al descubierto. Miró el cielo. Cuando la tormenta se desencadenara sería un infierno y se había olvidado de Claude Brinkerman, todos sus pensamientos, mientras trepaba en dirección del castillo, pertenecían a Jenny Heger. Llevaba la chaqueta sobre el brazo y el sombrero en la mano, pues tenía la piel tan bronceada por naturaleza que no temía el efecto del sol. Comenzó a silbar.

Al llegar a la puerta el viejo Albert, que aquel día tenía una mirada curiosamente esquiva, le informó que el señor Ferrier no estaba en casa.

—No sé dónde está, doctor. ¿Miss Jenny? Creemos que se ha ido a Hambledon, aunque no estamos seguros. ¿Quiere tomar un trago, doctor Ferrier?

El doctor Ferrier declinó el ofrecimiento y se fue enfurruñado. ¿Dónde diablos estaría la muchacha, si es que estaba en la isla? Había toda clase de escondrijos frescos. Entonces Jonathan recordó que solamente había un bote atado en la orilla opuesta, en Hambledon. Eso quería decir que Harald lo había dejado allí antes de ir al pueblo. Tres, contando el que Jonathan había utilizado, estaban ahora en la isla. Esbozó una sonrisa. Cuando Harald llegara al río no encontraría la forma de volver, a menos que hiciera señales y alguien lo viera. Era posible que estuviera fuera todo el día y hasta toda la noche, y para entonces Jon ya habría regresado a tierra firme y le habría dejado un bote.

De modo que Jenny estaba en la isla, escondida como siempre. Jonathan comenzó a explorar. Conocía la isla bastante bien, pues le había intrigado y divertido desde el principio. La recorrió espiando cada caverna oculta, cada emparrado. Se percibía la fresca fragancia del pino, pues se había levantado una leve brisa. Después de buscar en un lado de la isla, Jonathan, que sentía cada vez más calor y se irritaba paulatinamente, comenzó por el otro. Vio las montañas que se proyectaban claramente contra el cielo amarillento, de color ocre o bronceado, con excepción de algunas islas verdes donde el césped crecía entre casas que desde allí parecían diminutas y blancas.

Su silbido se hizo un poco más agudo y esta vez unos cuantos pájaros le contestaron. El agua del río era cegadora y tenía una apariencia aceitosa, salpicada de un azul metálico. Se detuvo para secarse la cara y al apartar la vista del río, vio una caverna prácticamente oculta por matas de madreselva y arbustos. Advirtió un rápido movimiento detrás de los arbustos y luego todo quedó quieto. Había encontrado a Jenny. Si no se hubiera detenido para probar una manzana no habría descubierto aquella gruta, aquel pequeño lugar semejante a una caverna cavada en la ladera de la isla, una cortina formada por una enredadera silvestre caía sobre la entrada como una frágil bandera. Estaba seguro de que Jenny había oído sus pasos y su silbido y, sin embargo, ahí estaría acurrucada en el suelo como un animal perseguido que quiere ocultarse. Jonathan se sintió más fastidiado que nunca.

Se abrió camino entre los arbustos, levantó la cortina de enredadera y vio que Jenny estaba acurrucada en un rincón tal como había supuesto. Rodeada de libros y papeles, con un vestido amarillo de algodón tan liso como un camisón. Le miró en silencio, con los ojos azules muy abiertos en los que se reflejaba un débil rayo de sol. Parecía no haberle reconocido, le observaba, sin enojo, sin aversión ni indignación, sin expresión de ninguna clase.

—Hola, Jenny —dijo Jonathan. A pesar del fastidio que sentía, su voz era muy amable.

Se sorprendió por la emoción que lo invadió al ver a la muchacha, y el ansia y deseo que sintió en su presencia. Se levantó y la miró sonriendo y al cabo de un instante, ella volvió la cabeza y la temblaron los labios. Jonathan vio su perfil, que le pareció más hermoso que nunca, y sintió deseos de tornarle la cara con las manos y besar aquella boca, aquellas largas pestañas negras y la delgada garganta blanca.

—Jenny… —le dijo.

El negro cabello de Jenny estaba desarreglado y le caía sobre los hombros y la espalda. Temía que diera un salto y saliera corriendo, como lo había hecho aquel Cuatro de Julio, de modo que bloqueó la salida con su cuerpo, pero no del todo. Sin embargo, ella no se movió. Tenía entrelazadas las manos sobre la falda y la cara todavía vuelta hacia otro lado, pero empezó a pestañear como si estuviera a punto de echarse a llorar. Jonathan pudo ver cómo se le agitaba rápidamente el pecho debajo del vestido amarillo.

Muy lentamente, como para no asustarla, dejó caer la cortina de enredadera y la gruta quedó sumida en una tibia penumbra. Jonathan se acercó a Jenny con infinita lentitud, se sentó en la oscura tierra, se abrazó las rodillas y la observó. Ella ni siquiera le miró. La rodilla de Jenny estaba cerca de su mejilla, y deseó con toda su alma apoyarla contra ella. Veía los toscos hilos del vestido, la línea de su largo muslo, la pantorrilla y después el arqueado pie.

—Te he estado buscando semanas enteras, Jenny —dijo—. Pero tú te escapabas. Quería saber si me has perdonado.

Jenny habló como si lo hiciera con el pétreo muro de la gruta.

—Te he perdonado. —Su voz era tan apagada que apenas se la oía.

De repente recordó algo que había olvidado y que sucedió aquella noche. Cuando arrojó a Jenny sobre la cama y ella se debatió salvajemente para librarse de él, advirtió el enorme terror que sentía por algo desconocido que se cernía sobre ella tan brutalmente y con tanta violencia, pero junto con ése, se advertía otro terror: el de su propio deseo de rendirse, el debilitamiento de sus piernas, el repentino aflojamiento de los músculos del muslo. Fue entonces cuando arqueó el cuerpo en un intento final de resistencia y le apartó de un empujón, rompiendo a llorar.

Aquellas últimas semanas Jon había creído poder hacerse amar por Jenny. Estaba confundido y a la vez contento de saber que Jenny le había amado aun cuando luchara contra él. No le aceptaría a la fuerza y, naturalmente, pensó Jonathan con indulgencia, sin el beneficio de la clerecía.

—Bueno —dijo— me alegro de que me hayas perdonado, pero como te dije entonces, Jenny querida, te amo desde hace mucho tiempo. ¿No lo sabías?

—No —contestó ella.

—¿Y no me creíste aquella noche?

—No, no te creí —contestó Jenny apartándose más de él y apoyando la barbilla sobre el hombro.

—¿Me amas ahora?

Se echó hacia atrás un pesado mechón de pelo y él pudo ver su mano bronceada por el sol, una mano larga, elegante, como la de su madre.

—¿No quieres decírmelo, Jenny?

Apretó los labios como una niña tímida pero terca.

—Jenny, me voy para siempre.

Le puso una mano sobre el pie. Jenny se estremeció, pero no lo retiró, cosa que lo alegró enormemente, pero su alegría se desvaneció cuando vio que las lágrimas se deslizaban sobre las pálidas mejillas de Jenny.

—Quiero que vengas conmigo, Jenny —le dijo—. Te amo, te he amado durante años. Quiero que te cases conmigo, y pronto, mañana si fuera posible. Quiero sacarte de Hambledon, quiero llevarte a un lugar donde podamos tener un poco de paz. Quiero hacerte conocer todo el mundo, querida mía.

Jamás había hablado de aquel modo a una mujer, ni había sentido aquella tristeza mezclada de deseo, aquella paz. Sentía el calor del pie de Jenny a través de la media de algodón, debajo de su mano, y lo hubiera besado.

—Por favor, no llores, Jenny. Contéstame.

Ella habló con una voz que era casi un susurro.

—Robert Morgan me pidió ayer que me casara con él —le dijo levantando la mano y limpiándose las lágrimas con el dorso, pero sin mirarlo.

—¿Bob Morgan? —Jonathan estuvo a punto de echarse a reír—. ¡Ese muchacho! Bueno, admiro su gusto, aunque no me gusta su descaro.

Ella se volvió bruscamente con las mejillas arrebatadas y los azules ojos resplandecientes de furia. Siempre había sospechado que Jenny tenía un carácter fuerte, pero ahora lo veía con sus propios ojos.

—¡Tú sí que eres descarado, Jon! —exclamó—. Pero oye una cosa: Robert tiene una ventaja sobre los hermanos Ferrier.

Habló con voz fuerte, directa y clara. Jonathan se sintió encantado. Le apretó el pie y, muy suavemente, levantó uno de sus dedos hasta el tobillo y se lo acarició. Sintió una conmoción con el contacto, pero ella no retiró el pie como esperaba.

—Oh —le dijo— no dudes que cualquier hombre es mejor que nosotros. Somos un mal conjunto, como dirían los ingleses. Harald es un idiota y yo gozo de la peor reputación del pueblo, como probablemente habrás descubierto tú misma. No somos joyas en el mercado matrimonial, en eso estamos de acuerdo. No sé cómo te las arreglarás para aguantarme como esposo y realmente te tengo lástima.

En aquel momento le tenía tomado el tobillo con toda la mano y pensaba hasta dónde podría levantarla. Era un pensamiento delicioso. Entonces notó que ella estaba muy quieta y al levantar la vista advirtió que tenía una expresión trémula y atontada, como si toda su atención estuviera concentrada en el tobillo que él tenía agarrado. Jonathan la miró fijamente, y luego apoyó la mejilla contra su rodilla. Ésta se endureció, se estremeció, pero no se apartó, y la mano de Jonathan se deslizó hacia arriba, por la pantorrilla delgada, cálida, firme y suave.

Las mejillas de la muchacha se tiñeron de un fuerte rubor y le temblaron los párpados que luego fueron cayendo lentamente. Empezó a sollozar en silencio. Muy despacio, Jonathan se apoyó sobre sus rodillas mirando el rostro tembloroso, la tomó entre sus brazos, vaciló un instante y apretó los labios contra el hueco de su garganta. La cabeza de Jenny cayó para atrás, vencidas todas las defensas, y Jonathan sintió el repentino temblor del pulso contra su boca.

—Jenny, Jenny —murmuró.

Sentía el cuerpo joven y suave entre sus brazos, y apoyó la cabeza contra el pecho de Jenny. Ella se estremeció por un segundo y después se quedó quieta, Jon sintió su pasión extática y virginal. Jenny no tenía miedo, aun cuando había empezado a temblar. Le pareció que se agrandaba la penumbra de la gruta, que se llenaba de una excitación casi inaguantable, de placer y de felicidad. El silencio no era interrumpido más que por el canto distante de las cigarras y el débil susurro de los árboles. Todo parecía más grande para los sentidos, la fragancia de la tierra, las hojas y la carne joven.

Jonathan pensó, en la intensidad de su creciente deseo, que había lugares peores que ése para poseer a la mujer amada que se está rindiendo. Volvió a besar la garganta desnuda y su mano hurgó en los pequeños botones de la blusa, que a él le parecieron grandes como platos. Desabrochó uno, dos, tres, y entonces ella le detuvo con mano fuerte.

—No —dijo rompiendo a llorar, no con llanto de temor o de protesta, sino de desesperación.

Él se detuvo de inmediato. La sostuvo tan gentilmente como antes, y cuando ella apoyó la cabeza en su hombro la dejó que llorara. ¿Qué otra cosa podía esperarse de aquella muchacha inexperta? Temía haberlo echado todo a perder, haberle confirmado la mala opinión que tenía de él anteriormente.

—Jenny, querida mía, lo siento —le dijo—. Pero te amo más que a mi propia vida, Jenny. No te molestaré otra vez, hasta que estemos casados, ¿eh, Jenny?

—No puedo casarme contigo —gritó ella, mojando con sus lágrimas la camisa de Jonathan—. Quiero, pero no puedo.

—¿Por qué no?

—¡Te he hecho una cosa terrible!

Él no dijo nada, pero sintió ganas de reír y la sostuvo más fuerte.

—¡Por amor de Dios, Jenny! ¿Qué «cosa terrible» puede haberme hecho una niña como tú?

Jenny sacudió la cabeza con desesperación.

—No puedo decírtelo, Jon. Vete, por favor, y olvida que me has visto. Vete muy lejos.

Entonces fueron interrumpidos por una voz llena de burla y desprecio.

—Me duele tener que poner fin a esta conmovedora escena pastoril —dijo Harald Ferrier a la entrada de la gruta—. No hay nada tan adorable como un amor verdadero, ¿no es cierto? ¡Y qué escena! Todos los elementos de la seducción dramática: rendición inmaculada, temblores armoniosos, fuerza viril, caricias… todo. Debería haber sido el autor, hubiera hecho una fortuna.

Jenny pareció saltar en los brazos de Jonathan. Él la soltó y se puso en pie, sintiendo que le invadía la furia y que la sangre le subía a la cara. Vio a su hermano descuidadamente apoyado en la entrada de la gruta, mostrando aquella amplia y amable sonrisa suya. Harald le hizo un guiño.

Fue aquel guiño lascivo, aquella sonrisa indulgente, lo que hizo que Jonathan sintiera un agudo embarazo mezclado con rabia, una especie de vergüenza juvenil.

—¿Qué diablos estás haciendo aquí? —gritó.

Harald levantó sus espesas pestañas y su rostro se iluminó.

—¡Caramba! —dijo como si se sorprendiera—. Creo que vivo aquí, por lo menos creía. ¿No es así?

—¡Nos espiabas! —gritó Jonathan sintiendo que hacía el papel de tonto.

—Oh, lo siento de veras. Creo que debía haber esperado hasta la escena final, pero confieso que soy un poco impaciente. ¿Es que iba a haber una escena final? —Miró a Jenny, acurrucada en el suelo con la cabeza vuelta hacia otro lado—. Me sorprendes, Jenny —dijo en tono de burlona recriminación— una muchacha tan buena como tú. —Volvió a mirar a su hermano con gesto amistoso y haciendo un pestañeo cómico—. Eres todo un perro, Jon, ninguna muchacha está segura contigo, ni siquiera un bocado de virgen como Jenny. En realidad, debería estar enfurecido, después de todo, soy su tutor natural. Por lo menos tenías que haber guardado las normas de la etiqueta y pedirme su mano, y no tratar de tomarla por la fuerza, para decirlo con un eufemismo.

Jonathan le habría matado allí mismo, le odiaba. También se sentía ridículo, un poco despreciable y completamente avergonzado.

—Abotónate la blusa, Jenny querida —dijo Harald con aire paternal—. Es terrible como se abre. Tienes que tener más cuidado cuando te vistes. Y deja caer el borde de tu vestido. Creo que una mujer joven no debe mostrar casi hasta el muslo a la luz del día, pero eso sucede cuando se ponen a juguetear, según he oído decir.

Jonathan apretó los puños. Tenía el rostro congestionado, y al mirar a su hermano a los ojos, vio que éste no bromeaba y que su habitual color castaño se había oscurecido.

Harald mostraba una leve sonrisa y miraba de frente a Jonathan.

—Terminemos con esta comedia, ¿no te parece? Me disgusta sorprender retozones en un momento… indiscreto, digamos. Pero he oído voces y te estaba buscando, Jon. Me han dicho que todavía estabas en la isla, yo descansaba en el castillo, pero todos creían que estaba en Hambledon. Así que he empezado a buscarte. No era mi intención imponeros mi compañía. Si hubieseis estado conversando en forma comedida, como se acostumbra cuando un caballero visita a una dama, o hubieseis estado tomando té, Jenny ¿te has olvidado de las tazas?, yo me habría retirado y habría hecho ruido para llamaros la atención. Pero el ruido que he oído, altercados o besos, me ha alarmado. —Extendió las manos como si estuviera haciendo un ruego—. Entonces, ¿qué otra cosa podía hacer más que apresurarme para salvar el honor de Jenny, que en apariencia corría el más serio peligro? Tenía que rescatarla de eso que las señoras llaman «un destino peor que la muerte». Jenny, deberías sentirte muy agradecida por lo que he hecho.

La pobre muchacha se había abrochado la blusa y soltado el borde de la falda. Estaba sentada, muy erguida y muy quieta. El pelo le cubría parte del rostro.

—Ahora que ya te has divertido —dijo Jonathan conteniéndose con gran esfuerzo para no pegar a su hermano— ¿qué te parece si nos dejas en paz?

—¿Para qué continúes con la seducción de una muchacha inocente e indefensa? —dijo Harald retrocediendo en una perfecta parodia de horror y haciendo un gesto que puso al descubierto sus grandes y hermosos dientes, al tiempo que se golpeaba el pecho dramáticamente—. No seré yo quien lo haga, yo, el protector de mi hijastra.

Jonathan volvió a ver el brillo desagradable en los ojos de su hermano y pensó: «me odia tanto como yo lo odio a él, y si pudiera me mataría con tanto gusto como yo a él. Bueno, es una hermosa situación».

—No tienes necesidad de proteger a Jenny —le dijo—. Vamos a casarnos de inmediato.

—¿Antes o después? —preguntó Harald.

—¡Oh, vete al diablo! —dijo Jonathan mirando a Jenny, que estaba silenciosa y abatida—. Jenny, voy a pedir a mi madre que te invite a quedarte con ella hasta que estemos casados. Vendrás, ¿no es cierto, Jenny?

Harald sacudió la cabeza con gesto triste.

—No, temo que no, Jon. Verdaderamente temo que no.

Jonathan lo ignoró por completo. Por algún perverso motivo sentía ganas de echarse a reír explosivamente, y al mismo tiempo quería consolar a Jenny y provocar su risa.

—¿Mañana, Jenny? —preguntó.

—Ah, no, querido hermano —dijo Harald al ver que Jenny no contestaba—. Jenny tiene sus razones, ¿no es así, querida? Una razón muy poderosa. Jenny es todo honor, o al menos lo era hasta hace media hora. Ya vez, Jon —dijo Harald asumiendo una expresión apenada—. Jenny creía hasta hace muy poco que eras un asesino. Yo la ilustré movido por la caridad que anida mi corazón.

—¿Qué dices? —dijo Jonathan—. ¡Estás mintiendo!

—¡En absoluto! Pregúntale a ella misma. Creía que habías asesinado a su madre, ¡ja, ja! ¡Pensar en todos los asesinatos que quieren cargarte! Barbarroja era un novicio comparado contigo. ¡Qué reputación tienes! Y qué cara tienes también. Has envejecido de repente.

Jonathan le miraba con expresión atemorizante, pero Harald se estaba divirtiendo demasiado para sentirse alarmado. Sin embargo, dio un paso atrás.

—¿Por qué no se lo preguntas a ella?

Jenny estaba sentada muy erguida. Se había tirado el cabello hacia atrás y tenía la cara muy pálida en la verde penumbra de la gruta.

—¿Jenny? —preguntó Jonathan volviéndose hacia ella.

—Es completamente cierto —dijo ella con voz velada—. Fui muy estúpida. Yo… pensé que tú… y Harald… os habíais confabulado para matar a mi madre por su dinero. —Repentinamente se tapó la cara con las manos—. ¿Cómo puedo haber sido tan estúpida, tan ignorante…? Aquella noche, justo antes de que muriera, creí que la inyección que le habías dado… no sabía que se estaba muriendo y que trataste de salvarla.

—Y todo este tiempo —agregó Harald con voz afectuosa— la pobre niña ha creído que éramos hermanos asesinos. Por lo menos no pensó tan mal de mí, me creía culpable de un solo asesinato, o instigador de uno. Tú eras el verdadero bruto, con tu agujita mortífera.

—Cristo —dijo Jonathan mirando con disgusto a la muchacha—. Jenny, no puedes haber sido tan idiota, ¿verdad?

El tono de su voz la hizo estremecerse. Se quedó quieta, cubriéndose la cara y sacudiendo dolorosamente la cabeza. No levantó la vista ni siquiera cuando Jonathan cogió su chaqueta y su sombrero y empujó a su hermano para salir. Harald encendió un cigarrillo y se puso a fumar tranquilamente. Jonathan se detuvo a poca distancia de la gruta y miró a Jenny.

—¡Por eso siempre escapabas de mí, Jenny, como un ratón perseguido! —le dijo con áspero desprecio—. Si no hubieras concebido esa loca fantasía en tu mente, Jenny, ¿me habrías dejado compartir tu cama aquella noche?

—¡Ajá! ¡Qué deliciosa visión surge en mi cerebro! ¿Cuándo fue «aquella noche», Jenny? ¿Estuvo nuestro Jon demasiado ardiente, demasiado impulsivo? Le falta delicadeza, ya lo sabes.

Jonathan levantó su mano dura y bronceada y le cruzó la cara de un bofetón. Harald cayó hacia un lado de la gruta. Jonathan se fue y el estrépito que produjo su violenta partida quebró el silencio durante unos instantes.

Jenny lloraba, mientras Harald fumaba y la miraba con gesto amable. Al cabo de un rato sacó el pañuelo y se sonó las narices ruidosamente, como lo hacen los chicos.

—La Naturaleza puede ser muy dramática y heroica —dijo Harald— pero inevitablemente termina con una nota cómica. Lloramos hasta que se nos seca el corazón para tener que sonarnos después las narices o hacer una visita al cuarto de baño. Esto es muy banal, Jenny, no es tan trágico como tú crees. Has visto el peor aspecto de Jon, si tal cosa es posible. Jamás espera explicaciones, nunca. Hace lo que se le viene en gana y nunca escucha la defensa de la otra parte. De eso te has librado, Jenny.

Ella volvió a sonarse la nariz y lo miró con angustia y enojo.

—Lo sé, querida, me echas la culpa. Pero lo he hecho por tu propio bien. Ya ves que no has tratado a Jon tan injustamente, después de todo. Tal vez no te hayas enterado, pero en Hambledon corren historias muy sucias sobre ti y él…

—¿Sobre mí? —preguntó Jenny levantándose de un salto—. ¿Sobre mí?

—Así es, querida. Dicen que eres mi amante, y probablemente la compañerita de juegos de muchos otros caballeros.

—¡Oh, qué puerco mentiroso eres! —gritó Jenny echándose encima de él.

—Jenny, modérate, por favor. —Su tono burlón la hizo detenerse—. Jon las ha creído todas y cada una de ellas. Hace bromas obscenas sobre ti, Jenny, en mi presencia y en presencia de otros. Las ha hecho delante de mi madre también, con algunas ligeras reservas. Si no me crees, pregúntaselo a ella, y también podrías preguntárselo a otras personas de Hambledon.

Jenny le miró pestañeando rápidamente y quedó pensativa, mientras nuevas lágrimas corrían por su cara. Recordaba las sonrisas disimuladas que había tenido que soportar en Hambledon a partir de la muerte de su madre, las evasiones, los desprecios. Siempre había sido lastimosamente tímida y había llegado a creer que su creciente timidez era lo que provocaba los desprecios semiocultos que había podido advertir en el pueblo, y que su sencillez se estaba poniendo en evidencia cada vez más, despertando hostilidad. Su padre le había dicho que no tenía gracia y ella había llegado a considerarse, sin haber llegado más que al principio de su madurez, una rústica que sólo podía merecer indiferencia. Recordó entonces las perversas observaciones que le hiciera Jonathan, y que en aquellos momentos no había comprendido.

El Cuatro de Julio Jonathan la había atacado en la casa de su padre, donde su madre había muerto, cuando estaba sola y no tenía a nadie que la defendiera, Jenny había olvidado lo que le dijo en la biblioteca y mientras luchaba con él en el dormitorio, pues se había sentido demasiado culpable y llena de remordimientos como para poder recordar. Le volvía a la memoria, con horror, el insulto recibido de Jonathan, cuando le dijo que le negaba a él lo que con tanto gusto daba a su hermano. Recordaba que le había dado un bofetón en la cara, igual que él había abofeteado a Harald. ¿Cómo podía haber olvidado todo aquello? ¿Cómo podía haber olvidado el manifiesto desprecio que sentía por ella, sus mofas, sus acusaciones de que era «reservada»?

Con el rostro enrojecido de furia se volvió hacia Harald, que se estaba restregando cuidadosamente la mejilla y tocándose los labios con el pañuelo, para ver si salía sangre.

—¿Esperas que te lo confirme, Jenny? —le preguntó—. Si es así, me alegro. Si Jon sentía algún respeto por ti no hubiera tratado de forzarte como entiendo que lo hizo «aquella noche», ni hubiera tratado de repetirlo hoy en esta gruta, creyendo que estabas sola en la isla, sin mi presencia para protegerte y lejos de la casa. Te ha tratado como a una cualquiera, Jenny, como a una mujerzuela, una perra. ¿Supongo que serás suficientemente inteligente como para darte cuenta de eso? Un caballero no trata de seducir tan crudamente a una niña, especialmente una como tú, a menos que crea que no merece ningún respeto. Sus ofertas de casamiento… ¡Oh, Jenny! Si tú te hubieras… hum… rendido, para decirlo con palabras suaves, se te hubiera reído en la cara después. Créeme, conozco a mi hermano, y sé que tiene muy mala reputación entre las mujeres.

—¿Jon ha podido pensar esas cosas de mí? —murmuró Jenny con patético asombro.

—Jenny, Jenny, ¿no me has escuchado? ¿No es evidente que lo ha hecho y lo sigue haciendo? ¿No te basta con su conducta?

—¡Oh! —gritó Jenny, y se cubrió con las manos el rostro desolado de vergüenza, pena y amarga soledad.

—Sé que esto es duro, querida mía —dijo Harald triunfante— pero es mejor que lo sepas ahora que después, si yo no hubiera llegado a tiempo para salvarte. Piensa lo que hubieras tenido que soportar entonces. Jon es un mal hombre, Jenny. Fue cruel con su esposa, Mavis, y la eliminó de su vida, aunque tú te empeñes en no creerlo. Es implacable con las mujeres, absolutamente implacable. Una mujer tiene para él un sólo objeto. La población femenina de todo este maldito pueblo lo adora, salvo cuando tiene razones para odiarlo. ¿No te parece extraño? Voy a dejar de lado por un momento mi modestia para decirte que, comparado conmigo, no tiene encanto ni apariencia.

—Os odio a los dos —dijo la pobre Jenny—. Os desprecio a los dos.

Se echó hacia atrás la cabellera y se dirigió a la salida de la gruta, pero Harald sonrió y sacudió la cabeza sin apartarse de su sitio.

—No me desprecias a mí, dulce Jenny. Desprecias lo que te he dicho. ¿Te parece justo? Tus pensamientos me han ofendido terriblemente y yo te he perdonado, ¿no fui magnánimo? ¿Quién perdonaría con tanta facilidad una acusación tan terrible, salvo alguien que te ame?

—Por favor —pidió Jenny con la voz quebrada— por favor, déjame salir. No… no puedo soportarlo más. Por favor.

—Por supuesto —dijo Harald con amabilidad, retirándose. Jenny pasó por su lado corriendo y él oyó un agudo sollozo mientras ella se alejaba hacia el castillo.

«Querido Jon», pensó Harald, «una buena acción merece recompensa. Creo que me has cortado la mejilla con un diente. De cualquier modo, pienso que has visto a Jenny por última vez. ¿Te invitaré a la boda? Tengo que reflexionarlo detenidamente».