Robert experimentaba una tremenda confusión. Miró con enojo a Jonathan, pero éste sonreía a la muchacha, y Robert nunca había visto en su vida una sonrisa más desagradable que aquélla.
—Caramba, Jenny, ¿no me esperabas como de costumbre? —le dijo con voz aduladora—. Jenny, querida, éste es el doctor Robert Morgan, que va a hacerse cargo de mi consultorio. Bob, le presento a Jenny Heger, mi sobrina, la señorita Jenny Heger.
La muchacha les miró en silencio, con los brazos en jarras. No hizo caso de la presentación, y se limitó a mirar con desprecio a Robert. Después se volvió y les abandonó, trepando rápidamente como un ciervo, con sus largas faldas flotando detrás de ella como una vela hinchada por el viento. Desapareció, y Robert se caló el sombrero. Estaba más enojado que nunca.
—No creo que seamos bienvenidos —opinó.
—Oh, Jenny nunca recibe bien a nadie. No se preocupe usted. Probablemente salió corriendo a informar a la cocinera que tiene compañía para el almuerzo.
—¿Almuerzo? No tengo deseos de quedarme.
—¡Pero tiene usted que conocer a Harald, el genio de los pinceles! —Jonathan parecía ingenuamente sorprendido.
Sin embargo, Robert desconfiaba cada vez más de él.
—A Harald le encantan los invitados, y a mí me quiere especialmente. Venga conmigo. Tiene usted tendencia a echar raíces dondequiera que pone los pies. Deje de pensar en Jenny, la rústica labradora. Esa idiota de su madre la malcrió. Si Jenny se riera alguna vez, como cualquier mujer normal, crujiría el mundo o sobrevendría el Apocalipsis. Mire por donde camina. Este sendero es muy empinado y está siempre mojado, y lleno de raíces. Casi me mato una noche aquí, cuando me hicieron la dramática señal luminosa en el techo.
Robert se detuvo en el sendero para secarse la cara. Se sentía inseguro y confuso, mientras Jonathan seguía ascendiendo sin dejar de hablar.
—Myrtle me había prometido que construiría un pabellón para el hospital con seriedad en la mirada y voz temblorosa. No lo hizo nunca, por supuesto, y la verdad es que tuve grandes dificultades para lograr que contribuyera con cien dólares al año a la ayuda de los hospitales. Su «querido». Pete le decía siempre que fuera ahorrativa, y Myrtle era más avara que una navaja, pese a su idiotez en todo lo demás. Me ponía la mano sobre el brazo y me miraba sentimental, suspirando y prometiendo misteriosamente una fortuna. Muy lisonjera, sí, pero nunca decía nada en serio. Debería haberla conocido mejor. —Jonathan miró hacia atrás y vio a Robert detenido en el sendero—. ¿Qué le pasa? ¿Ya está flojo, a su edad?
—No. —Robert se sentía más confuso que nunca—. Es que los hospitales… ¿significan tanto para usted, doctor?
La sombra era muy densa cuando Jonathan llegó al final del sendero. Estaba silencioso, pero el joven podía sentir la amarga penetración de su mirada.
—Antes sí, pero ahora no.
Siguió trepando rápidamente, seguido por Robert.
—¿Por qué me habla con tanta formalidad? ¿No le dije que me llamara por mi nombre? —dijo Jonathan.
No miraba hacia atrás. Parecía atrapado en un aura sombría que era toda suya. Su alta y esbelta figura se deslizaba sobre el sendero, como una sombra. Había un recodo y desapareció momentáneamente. Robert siguió trepando sumido en pensamientos inquietos y contradictorios. Sintió un frío entre los omóplatos que le hizo estremecerse.
Llegó súbitamente a la luz del sol, clara y brillante.
No se percibía ya el olor fuerte del musgo mojado y el limo de la tierra. Sin saber por qué experimentaba un profundo agradecimiento. Todo volvía a ser hermoso, lleno de una sencilla amabilidad y frescura, despojado de todo lo perverso, aquí, bajo la luz del sol. Sí, el hombre era bueno, sin complicaciones. ¡El hombre era hijo de Dios! De pie sobre el verde césped se sentía lleno de calor y bienestar. Por un momento no vio a Jonathan Ferrier que le esperaba a poca distancia.
Jonathan le miraba con curiosidad, y por un momento se sintió triste. Pobre diablo. Pobre muchacho confiado. Todo le parecía dulzura y luz, ¿no? Nada era complejo, ni complicado, ni perturbador, ni cruel, ni traidor, ni infame. No, nada era así para Robert Sylvester Morgan, que apenas había salido de la matriz. «Pobre diablo», volvió a pensar Jonathan Ferrier, «tengo que ayudarle. Tiene que conocer la realidad antes de que sea demasiado viejo para aceptarla con ecuanimidad, y seguir luego adelante…».
—¡Eh, Robert! —gritó.
Robert se dirigió lentamente hacia donde estaba Jonathan, encantado, volviendo la cabeza a ambos lados en busca de nuevas maravillas. No sentía envidia, pensaba que todo era maravilloso. Se reunió con Jonathan, y en silencio se aproximaron al castillo. El camino estaba pavimentado con losas de mármol blanco, tres escalones, también de mármol, conducían hasta las puertas de bronce, y a cada lado se acurrucaban leones de piedra de tamaño natural.
—¿Qué le parece a usted todo esto? —preguntó Jonathan.
—Hermoso —dijo Robert.
Jonathan se rindió.
—El sueño de un hombre vulgar —dijo—. Por lo menos, el sueño de un sueño.
Robert no escuchó su irritada observación.
Las puertas de bronce se abrieron antes de que llegaran frente a ellas y un hombre joven y alto, ataviado con una chaqueta carmesí de terciopelo, bajó ágilmente los escalones para saludarlos. Robert le vio a la clara luz del mediodía con su cabeza alargada, indiferente, sonriente. Tenía una hermosura vivaz, poco corriente en una persona tan despreciada y joven, su cabello era rojo brillante y sus facciones bien delineadas y sinceras. Se les acercó ansioso, como si fueran invitados merecedores de la mejor bienvenida, tendiéndoles las manos. Robert advirtió entonces sus grandes ojos, de color avellana brillante, que revelaban su buen carácter, y su alegre y atractiva sonrisa que dejaba al descubierto sus deslumbrantes dientes. Su aspecto era el de una persona franca y juvenil, muy agradable.
—¡Jon! —exclamó—. Jenny acaba de decirme. Y… —dijo volviéndose hacia Robert con aquel aire de profunda sinceridad y mal disimulada expectación. Su voz era igual a la de Jonathan, aunque menos grave.
—Mi sustituto —dijo Jonathan—. Robert Morgan. El joven Bob.
—¡Muy bien! He oído hablar del doctor Morgan. ¿Qué le parece nuestro pueblo?
—Me gusta. Me gusta muchísimo —dijo Robert con un fervor que provocó una sonrisa torcida en Jonathan.
Estrechó las manos de Harald Ferrier. Aquel hermano no era ni un extraño, ni raro, ni secreto. Era tan transparente y tan cálido como la luz del sol. Le hacía sentirse a uno como si fuera un viejo amigo a punto de recibir un fuerte abrazo. Le daba la sensación de haber sido ya aceptado, de estar seguro y cómodo, y más bien recibido de lo que es normal.
—Me alegro —dijo Harald—. Me alegro mucho. Excelente, como diría Teddy Roosevelt. Bueno, entren, entren. Se quedan los dos a almorzar, ¿verdad?
A pesar de que su voz se parecía a la de Jonathan, le faltaba su resonancia, su profundidad, aquel tono que denotaba firmeza de ánimo. Robert, arrullado por tanta buena voluntad, por tan tremenda amabilidad, vaciló.
—Bueno, yo… —murmuró mirando a Jonathan.
—Vinimos a almorzar —dijo Jonathan—. ¿Acaso no lo hago generalmente?
—Excepto cuando vienes a cenar —dijo Harald con una sonrisa, mientras guiñaba un ojo, sin motivo, a Robert, como si le hiciera cómplice de una deliciosa conspiración contra su hermano—. Nos aburrimos un poco aquí, sin visitas. Soy un tipo gregario, me gusta tener compañía. Los amigos tienen que hacer un enorme esfuerzo para atravesar ese río a remo.
Robert murmuró algo. ¿Qué malos pensamientos había tenido sobre Harald Ferrier pocos minutos antes? No lo podía recordar, pero se sentía avergonzado. ¡Harald irradiaba tanta alegría, tanta simplicidad y buen humor!
Entraron en un vestíbulo cuadrado con paneles de mármol blanco y negro, y cuatro armaduras colocadas a lo largo de las paredes de nogal. Una escalera de madera oscura que partía del vestíbulo conducía a un descansillo con una gran ventana de vidrios manchados. Emanaba del vestíbulo aquel peculiar olor que hacen posible los muchos años, una mohosidad suave y agradable. Robert vio también banderas de diversos colores colgadas, que insinuaban blasones familiares.
—Por amor de Dios, salgamos a la terraza, lejos de todas estas baratijas —exclamó Jonathan.
Harald se echó a reír sin acusar la ofensa.
—Todo son baratijas para Jon —le explicó a Robert— pero el viejo Pete compró este vestíbulo íntegro en Alemania, así que, ¿qué es lo que tiene de falso? Y el castillo está totalmente decorado con muebles auténticos, traídos de toda Europa. Sheraton, Chippendale, Español. Y también hay un montón de Duncan Phyfe. Bien, vayamos a la terraza. —Tomó el brazo de Robert amistosamente—. No haga caso a Jon, trata de agriarle la vida a todo el mundo.
—No a todo el mundo —dijo Jonathan— pero me gustaría agriártela un poco a ti.
—Querido y viejo Jon —dijo Harald sin asomo de resentimiento—. Por esta puerta, por favor, doctor Morgan.
Abrió una gran puerta de roble labrada, y un destello de sol penetró en el vestíbulo. Detrás había una terraza de piedras grises y lisas, y macetas con flores exóticas, todo ello rodeado de pequeños abetos.
Robert se puso la chaqueta, un tanto avergonzado por haberse olvidado de hacerlo antes, y se sentó. Jonathan se sentó a su lado con las piernas cruzadas y aire descuidado, dando el perfil a Robert, como si se hubiera olvidado de él. Harald se mostraba muy amable, y miraba a Robert con mirada cálida y afectuosa, como si le conociera desde hacía muchos años y le consideraba un amigo muy querido.
—¿Tomamos unas copas antes de almorzar? —sugirió.
—Whisky con soda para mí, como siempre —dijo Jonathan, sin apartar su mirada ausente del río.
Robert no se decidía. Su madre no era partidaria de los licores fuertes, y lo único que había conocido, tanto en el secundario como en la Facultad de Medicina y en Johns Hopkins, eran la cerveza, el vino y el jerez. Pensó que, en este ambiente, cualquiera de los tres sería apropiado.
—Jerez —dijo Jonathan, como si le estuviera leyendo el pensamiento.
Robert sintió que se odiaba a sí mismo, por el calor que le subió al rostro.
—No —dijo—. Gracias de todos modos. Creo que me gustaría tomar un poco de whisky también.
—Muy bien —dijo Harald, e hizo sonar una campanilla que tenía sobre la mesa, junto a su codo. Al instante se acercó a la puerta un hombre de cierta edad, ataviado con una chaqueta blanca.
—Tres whiskies con soda, Albert —dijo Harald, con su tono amable—. Por favor.
El anciano le sonrió como un padre.
—Sí, míster Ferrier —dijo—. En seguida.
—¿No te molestaría, Albert, pedirle a la señorita Heger que se reúna con nosotros aquí? Podría también traer jerez para ella.
—Whisky —dijo Jonathan, sin volver la cabeza.
—¡Oh, vamos, Jon! No seas fastidioso. ¡Jenny no bebe whisky! Es una dama.
Jonathan bostezó.
—Jenny, generalmente, bebe whisky también. No hagas teatro para Bob.
Harald no cesó de sonreír, pero sus ojos dejaron traslucir cierto dolor. Robert sintió pena por él. Harald hizo una seña a Albert.
—Cuatro whiskies, entonces —dijo, y vaciló—. Le vas a dar al doctor Morgan una mala impresión de la gente de esta casa, Jon.
—Peor la va a tener en el pueblo —dijo Jon con indiferencia, mirando ahora a Robert—. Mi madre bebe whisky y le gusta. ¿Y por qué no? Eso de pensar que las mujeres son mejores o peores que los hombres es una estupidez.
Robert no sabía qué decir. Deseaba que Jonathan no se mostrara tan intolerable, pero Harald ya hablaba de nuevo con entusiasmo.
—¡Hambledon es realmente un pueblo espléndido! Le va a gustar, doctor. No es como Filadelfia, naturalmente, pero en ciertos aspectos es mejor…
—¿Por qué entonces siempre deliberas con abogados para dejarlo? —le preguntó Jonathan.
Harald se puso serio de repente, y se inclinó con ansia hacia su hermano.
—Vamos, Jon, sabes que eso no es cierto. ¿No es acaso Hambledon mi hogar? ¿No he regresado siempre aquí cuando…?
—Cuando el dinero de papá empezaba a evaporarse, o cuando se negaba a darte más.
—¡Oh, déjate de esas cosas, Jon! Ésta es la primera visita aquí del doctor Morgan, y… —dijo Harald con una alegre sonrisa.
—No debemos causarle una mala impresión. Sí, lo sé. ¿Pero acaso crees que nunca oirá hablar de nosotros en el pueblo? Hay centenares de viejos pajarracos de ambos sexos que se sentirán ansiosos por contarle todo cuanto saben de los Ferrier. Lo mejor es que lo sepa de primera mano.
—Nos haces aparecer como despreciables, o algo peor.
—Y eso es lo que somos.
Harald se quedó silencioso, pero siguió sonriendo. Se abrió la puerta y Jenny salió a la terraza. Se había quitado el delantal marrón, pero su vestido azul de algodón tenía manchas de tierra, como si acabara de dejar el jardín. Su expresión era taciturna y remota. No miró a ninguno de los hombres, y no hizo el menor gesto cuando se levantaron para saludarla. Se dirigió corriendo con la torpeza de un potrillo, hacia una silla alejada. Se sentó, volvió la cara y apoyó sus grandes manos blancas sobre su regazo.
Robert miró furtivamente su perfil, y pensó que nunca había visto una muchacha tan extraordinariamente hermosa.
—He pedido un whisky con soda para ti, Jenny —dijo Harald con un tono amable, casi suplicante—. Me alegra que puedas estar con nosotros.
La muchacha no dio el menor indicio de haberle escuchado, su expresión taciturna, no varió.
«¡Caramba, le odia!», pensó Robert. Después se le ocurrió otra idea: «No, era a Jonathan a quien odiaba». Seguramente les había visto en la arboleda. Con aquel aire diáfano una persona de aguda vista podía descubrir cualquier presencia, incluso a más de un kilómetro de distancia. Robert empezó a sentirse incómodo.
En aquel momento regresó Albert con una bandeja de plata, una botella de soda y otra de whisky. Los hombres miraron cómo preparaba las bebidas, como fascinados. Aquella muchacha perturbaba su tranquilidad con su silencio, aunque ni siquiera les miraba. Albert le alcanzó un vaso y ella lo aceptó en silencio, sin volver la cabeza.
—¡Salud! —exclamó Harald inclinando amablemente la cabeza en dirección a Robert—. Que tenga mucha suerte, doctor, y que se quede con nosotros por mucho tiempo.
—Gracias —dijo Robert, y tras una pausa agregó— y llámeme Bob, por favor —y añadió, sonriendo como un niño tímido—, nadie me llamaba así en Filadelfia y he pensado que podría empezar aquí, en Hambledon.
—No se le ocurra a usted alentar a los pacientes para que lo hagan —le dijo Jonathan—. Si insiste en ser amistoso con ellos, que no es lo mejor que puede usted hacer, permítales sólo que le llamen Robert, y eso después de un largo período de prueba.
—No haga caso a Jon —dijo Harald con tono indulgente—. Es muy formal, aunque no vista la levita convencional y pantalones a rayas —y poniéndose serio, agregó— todos le vamos a echar en falta aquí. Pero dadas las circunstancias… pienso que es prudente que se vaya…
Jonathan bebió un largo trago.
—Y a ti también te gustará más.
—¡Vamos, Jon! ¿Por qué habría de gustarme?
Jonathan, que se llevaba de nuevo el vaso a la boca, se detuvo y miró a su hermano. Pero no dijo nada. Harald volvió a animarse. Sin embargo Robert, a quien generalmente le pasaban desapercibidas lo que su madre llamaba «corrientes», sintió que algo oscuro y dañino flotaba en aquella terraza y se situaba entre los dos hermanos. La mirada que Jonathan clavaba en Harald era fría, pero Harald no parecía darse cuenta. Bebió alegremente unos sorbos. Robert le imitó. Había bebido whisky una sola vez en toda su vida, cuando, siendo niño, tuvo dolor de vientre y su padre mezcló un mejunje de miel, whisky y agua caliente para curarle. No le había gustado el whisky en aquella ocasión, y tampoco le gustaba ahora. Empezaron a zumbarle los oídos, y aquella sensación le pareció agradable. Estaba todavía vagamente fastidiado por la súbita tensión que se había adueñado del ambiente. En aquel momento advirtió que Jenny le miraba, con el mismo desinterés con que podría haberlo hecho una estatua.
Sus ojos, fijos en los suyos, estaban nublados y distantes, mucho más azules que el río y mucho más tranquilos. Sólo había una cierta luz tímida y vacilante en el hueco de su garganta.
Sin embargo Robert sabía que ella le estudiaba a fondo. De repente sintió la necesidad de que ella le quisiera, que supiera que era inofensivo. Tragó saliva y habló como si tuviera la garganta cerrada.
—¿Le gusta la jardinería, señorita Heger?
Parecía como si ella no le hubiera oído, o no tuviera la intención de contestarle. Después se encogió de hombros, y dijo con voz dura:
—Me ocupo de los rosales de mi padre. Los plantó él mismo, pero no vivió lo bastante para verlos florecer. —No cambió su expresión ni el tono de indiferencia de su voz.
—Qué triste —dijo Jonathan.
La boca de Robert se contrajo. ¿Era posible que se burlara de todo de manera tan perversa, incluso de la pena tan natural que una muchacha pueda sentir por su padre muerto?
Jenny siguió mirando a Robert.
—Es triste. No pudo ni siquiera ver terminada la casa. No vivió aquí ni un solo día.
Hablaba sin revelar la menor emoción, pero la lucecita en el hueco de su garganta pareció intensificarse.
—Jenny era una niña cuando murió su padre. Se querían muchísimo. Después Myrtle, la madre de Jenny, y ella vinieron a vivir aquí. Es un lugar muy bonito —dijo Harald.
—Un lugar muy bonito —repitió Jonathan—. Felicidad, encanto, dulzura. —Dejó su vaso sobre la mesa con un golpe seco—. Y sentimental.
—No seas insultante, Jon —dijo Harald con suavidad—. A Jenny y a mí nos gusta. Fue el sueño del viejo Pete, y es una desgracia que él no haya podido vivir…
—Y una suerte para ti —dijo Jonathan.
Robert sintió de veras haber aceptado la invitación. Experimentaba una fuerte sensación de malestar. Entonces se dio cuenta de que Jenny, por primera vez, miraba a Jon. Había odio en aquella mirada, más feroz e implacable que nunca, pero también había algo más, oculto y violento. ¿Sería desesperación? Robert nunca había brillado por su imaginación. Siempre había aceptado las cosas tal como las veía, sin buscar por debajo de lo que se ofrecía a su vista ningún significado ulterior. Nunca se le había ocurrido observar de aquel modo, pero en aquel instante se sentía fascinado por la expresión de la muchacha. Había palidecido más que antes, como si experimentara un gran dolor. Sus dedos agarraban fuertemente el vaso, y tenía las puntas blancas.
Jonathan seguía observando indolentemente el agua, como si hubiera olvidado que había gente en la terraza. Harald dijo a Robert:
—No haga usted caso de sus malévolas insinuaciones, Robert. Siempre hace lo mismo. No hay en ellas nada personal, se lo aseguro.
—Siempre son personales, Harald —dijo Jonathan—. No digas tonterías. Soy un caballero. Jamás insulto a nadie, si no es intencionalmente.
«Cerdo», pensó Harald sin dejar de sonreír abiertamente. Era todo serenidad e indulgencia.
—¿Cómo está mamá hoy? —preguntó.
—¿Te interesa? Está tan bien como le es posible.
Jenny miraba fijamente su vaso y dijo:
—¿No ha mejorado? La vi por última vez hace un mes. Me pareció que no tenía buen aspecto.
—Es el corazón —dijo Harald dirigiéndose a Robert con simpatía—. No es muy serio, pero a veces la deja incapacitada. Tuve con Myrtle la misma dificultad. Tenía que tomar con regularidad digitalina.
—Lo siento —murmuró Robert con una sensación de impotencia.
—No está muy bien —dijo Jonathan, respondiendo a Jenny—. Ha tenido que aguantar muchas cosas.
—Olvidemos las cosas morbosas —dijo Harald poniéndose de pie—. ¿No suena la campanilla para el almuerzo, Jenny?
La muchacha se levantó con rapidez, erguida la cabeza, y pasó a su lado en dirección de la casa.
—¿Bob? —preguntó Harald, y Robert siguió a la muchacha, que ya desaparecía detrás de un amplio portal que se abría hacia el vestíbulo.
Harald se sentó alegremente a la cabecera de la mesa y Jenny al otro extremo, que era el que antaño ocupara su madre. Robert se sentó a la derecha de Harald, y Jonathan en el lado opuesto.
—Esta habitación —dijo Jonathan— sería excelente para velar un cadáver.
—Oh, acaba con eso —exclamó Harald—. Lo has dicho un centenar de veces. ¿Crees que a Jenny le gusta oír lo que piensas sobre la casa de su padre?
Jonathan bostezó, mientras miraba el inmenso buffet, oscurecido por los años, y repleto de candeleros de hierro forjado.
—Sigue siendo un velatorio —dijo—. ¿Por qué demonios no regalas este condenado lugar al pueblo para que lo utilicen como museo?
—Es la casa de Jenny. Ella podría oponerse —dijo Harald en un tono de voz alegre.
«¡A él tampoco le gusta este lugar!», pensó Robert, asombrado.
—Jenny —preguntó Jonathan— ¿te opondrías?
La muchacha no contestó.
—Vamos, Jenny —dijo Harald— sé buena y contesta a tu querido tío Jon.
La muchacha siguió tan muda como antes, y Robert volvió a desear encontrarse lejos de allí. Aquella extraña hostilidad no se alejaba de ellos.
—Por favor, contesta a tu querido tío Jon —dijo Jonathan.
La muchacha se levantó de un salto.
—Me llevo una bandeja a mi cuarto —dijo, y antes de que los hombres pudieran levantarse, ya había salido corriendo.
—Mira lo que has hecho. Otra vez —dijo Harald, pero sin animosidad, y sonrió a Robert como si pidiera disculpas—. No sé lo que les pasa a ambos. Jon siempre da disgustos a la pobre Jenny y la fastidia, y la muchacha no lo puede soportar. Deberían controlarse, ¿no le parece? Especialmente estando usted delante como invitado.
—Termina de hacerte el perfecto anfitrión —dijo Jonathan, sin mostrar disgusto alguno por la violenta salida de Jenny.
«Puerco», volvió a pensar Harald. «No puede portarse bien ni un minuto. Ruego a Dios que se marche pronto».
—Veo que tenemos sopa de tortuga hoy, y un hermoso pescado fresco. Espero que le guste. ¿Quiere un poco de vino? —preguntó serenamente a Robert.
La comida estaba muy bien sazonada y servida. Robert gozaba por lo general de un saludable apetito, y hasta aquel momento había tenido hambre. Ya no tenía. Sentía la mayor urgencia por irse de aquel lugar y abandonar la compañía de los dos hermanos que con tanta evidencia se odiaban. Se sentía impresionado. Nunca había visto casos de odio fraternal con anterioridad, no había pensado siquiera que tal cosa pudiera existir. No se detuvo a pensar cuál podía ser la causa. Para él, era suficiente que existiera. Estaba profundamente conmovido. ¡Era algo que iba contra la naturaleza!
—¿No come usted? —dijo Jonathan, y por primera vez advirtió Robert una genuina amabilidad en aquella voz profunda.
Le miró y se sintió de nuevo conmovido y sobresaltado. ¡Parecía como si Jonathan sintiera compasión por él! Repentinamente experimentó un confuso enojo.