Capítulo 29

Jenny Heger vagaba vacilante por la terraza donde Harald fumaba mientras leía el diario de la mañana, le miró con desconfianza antes de que él se diera cuenta de que no estaba solo. Entonces la miró sonriendo, se levantó y dejó el diario, acercándole una silla. Ella sacudió la cabeza y se restregó las manos contra la rústica bata marrón.

—Supongo —dijo con voz muy tenue— que nunca me perdonarás.

—Jenny —dijo con la mayor gentileza—. Nunca he tenido nada contra ti. Solamente me entristecía que pudieras pensar de mí tales cosas. —Sus grandes ojos castaños se posaron en ella durante un rato con profundo amor—. Pero estaba un poco… ofendido. Por eso es que me negué a ir contigo a ver a nuestros abogados para firmar esos contratos. Quería pensar, olvidarme de mi dolor.

Jenny suspiró y le miró tímidamente.

—Yo también he estado pensando —dijo con voz insegura—. Mamá no fue muy justa contigo y se dio cuenta. De modo que yo quiero hacer lo que ella hubiera deseado, y que habría hecho de seguir viviendo. El contrato que redactaste… no es justo. De modo que si quieres, iremos a ver a nuestros abogados y dividiremos la herencia en partes iguales. Entonces podrás… irte. No sé a cuánto asciende la herencia, no lo he calculado nunca, pero debe ser mucho.

—Sí, Jenny. Varios millones de dólares. Y sigue aumentando con las inversiones. —Seguía sonriendo, pero se había puesto en guardia—. Aun cuando se divida va a proporcionarnos muy buenos ingresos a los dos por el resto de nuestras vidas, dejando aún intacta la herencia básica para nuestros herederos.

—Me alegro —dijo Jenny con humildad—. Así podrás irte. Yo me quedaré aquí, en la isla de mi padre, y podré mantenerla así como él quería. Podemos ver a nuestros abogados cuando gustes, Harald.

Harald se sentía eufórico, pero no dejaba traslucir sus sentimientos.

—Jenny —le dijo— quiero hablar contigo. Por favor, siéntate un momento. No te quitaré mucho tiempo.

Jenny se sentía avergonzada por sus viejos prejuicios y sospechas, y no supo negarse. Se sentó en el borde de una silla de mimbre, un poco ruborizada, con la vista puesta sobre el azul del río, y esperó. Soplaba sobre la isla una brisa suave portadora de los perfumes de pino y hierba recién cortada, las flores y el agua. Jenny tenía los ojos de una niña, maravillados, contentos, escudriñadores. El leve viento hacía ondear la masa de sus cabellos negros, que sostenía con una cinta para que le dejaran libre el rostro. Harald no la había visto nunca como la veía entonces, tranquila, libre de tensiones y hostilidad. Alguna vez la había creído simple y sin complejidades, pero ahora sabía que Jenny tenía una personalidad esquiva y secreta.

—Jenny —le dijo— ¿querrás escucharme un momento sin dar un salto y escaparte?

Ella le miró de aquella manera franca que la caracterizaba.

—Ya no me escapo —contestó—. He pasado la vida huyendo, pero ahora se ha terminado.

Harald sabía que era cierto, últimamente había perdido aquel tímido temor por todas las cosas y todas las personas. Ahora la envolvía un aire de orgullosa reticencia. No apartaba los ojos cuando alguien la miraba, ni se ruborizaba, ni huía ante la menor muestra de curiosidad, Jenny se había convertido en una mujer. Había adquirido valor y Harald no dudaba que estaba en condiciones de enfrentarse con cualquier actitud hostil o con quien quisiera ridiculizarla, con resolución o desprecio, según fuera el caso. Aquel aspecto de su naturaleza había sido suprimido desde mucho tiempo atrás. Harald la oía reír en la casa o jugar con los cachorritos en el prado.

—Así me gusta —dijo Harald—. Jamás hubo motivos para que escaparas. Cuando yo era chico solía escaparme también, era un estúpido.

—¿De veras? —preguntó Jenny sonriendo y mirándole interesada.

—Sí, así era. Quería que mi padre me quisiera, tanto a mí como a mis cuadros. Me parecía que él era maravilloso, pero llegué a descubrir que no tenía el buen gusto que tenía mi madre. Le gustaba el arte estereotipado, porque le faltaba imaginación para juzgar cualquier cosa, así que cuando le mostré mis primeras tentativas pareció dolorido y herido. Era un hombre estúpido. Mi hermano Jon nunca lo descubrió, pensaba que papá era la cumbre de todas las cosas, el recurso final, y por ese motivo no quería a nuestra madre porque estaba por encima de papá. A Jon no le gustan mis cuadros porque a papá no le gustaban.

—Eso no parece propio de Jon —dijo Jenny frunciendo el entrecejo.

—No, pero es cierto. Jon tampoco tiene imaginación.

Jenny se miró las manos sin decir nada y Harald se echó a reír amablemente.

—Las únicas personas perceptivas en nuestra familia, Jenny, somos mi madre y yo. Lo único que para Jon tiene interés y hermosura es un cadáver. —Volvió a reír—. Jamás apreció la hermosura de Mavis, por ejemplo, nunca la comprendió.

—No había nada que comprender —dijo Jenny con brusquedad—. Lo supe cuando todavía era muy joven, hace cuatro años. Las dificultades de Jon empezaron porque él creía que ella… tenía… bien, otras cosas que no mostraba. Pero ella no tenía nada que no estuviera a la vista, era tal como se la veía.

Harald quedó confundido, no estaba seguro de que la agudeza de Jenny fuera de su agrado.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó.

—Mavis era muy simple, en realidad —contestó Jenny animada—. Quería lo que quieren los cachorros: comida, juegos, diversiones, dormir, un lugar cómodo donde echarse, que los acaricien, los mimen, y lo que llamamos: «darles todos los gustos». Admiración, sin dar nada a cambio. Además, intentaba conseguir todo lo que creía merecer.

Harald se puso a reflexionar sobre todo lo que Jenny, a la que nunca había juzgado justamente, le estaba diciendo. Sabía que era la pura verdad, sólo le fastidiaba que Jenny no hubiera sido engañada por Mavis.

—Mavis odiaba a cualquier persona que no le permitiera sus caprichos, o que esperara de ella algo que fuera verdadero y humano —continuó diciendo Jenny.

«Verdaderamente cierto», pensó Harald, «¡Pero qué hermosa era!».

—Me sorprendes, Jenny —le dijo—. Te portas de manera poco caritativa.

—No —dijo Jenny, volviendo a hablar con su primitiva firmeza—. Sencillamente digo la verdad, que Jon eventualmente descubrió.

—¿Cómo sabes que Jon lo descubrió?

—Lo sé —dijo Jenny apartando la mirada.

—Jon trató a Mavis de manera abominable.

Jenny volvió a dirigir hacia él el azul profundo de sus ojos.

—¿Cómo lo sabes? ¿Te lo dijo ella?

Harald se quedó inmóvil en su silla, pero las manos se apretaron sobre sus brazos.

—Ya sabía —dijo Jenny— que la veías con frecuencia.

—¿Cómo te enteraste, Jenny? —preguntó él, terriblemente alarmado.

—Os veía por las noches a la orilla del río, conversando.

Harald tomó aliento, suavemente y con cuidado. Sus dedos se clavaban en los brazos de su asiento.

—Tenía que tener a alguien en quien poder confiar, y yo le era simpático —dijo mirando fijamente a Jenny.

—Sí, lo supongo —dijo Jenny, y le bastó a Harald una mirada para convencerse que la muchacha no ofrecía peligro para él—. Todo fue muy triste para ella, pero yo me siento más triste por Jon.

Harald sacó su perfumado pañuelo y se lo pasó por la frente.

—Mavis, aun cuando tú no lo creas, sentía un gran interés por el arte.

—Eso es una gran cosa —contestó Jenny con indiferencia. Ya se había olvidado de Mavis—. Pero querías hablar conmigo de algo, ¿verdad?

—Sí.

Harald se sacudió el miedo que sentía, miedo que había invadido la terraza como la sombra de un ala negra y vengadora, pero ahora se había desvanecido. Se inclinó hacia Jenny con las manos entrecruzadas entre las rodillas, mostrando una sonrisa encantadora y atractiva. Después se puso serio.

—Jenny, tú nunca me creías cuando te decía que quería casarme contigo, ¿verdad?

Ella se puso rígida, con el rostro frío y distante.

—¡Jenny, por lo general no se toma como un insulto que un hombre declare su amor a una mujer!

—Me… parece… que no —dijo removiéndose en la silla.

—¿No me crees?

Era como para echarse a reír, pero Jenny reflexionaba y sus pensamientos se remontaban al pasado. Harald sonreía y Jenny se sentía confundida. Sus mejillas pálidas y suaves se tiñeron de un rubor muy suave.

—Te creo —le dijo— pero querría que no volvieras a hablar de eso.

—¿Por qué no? Es muy importante para mí, Jenny, y no tiene nada que ver con el dinero.

—No, no, no tiene nada que ver con el dinero —dijo Jenny recuperando sus colores—. Lamento haber pensado eso alguna vez.

—Bien, Jenny: ¿qué dices ahora?

Se miró los dedos entrelazados y se sintió muy desgraciada.

—Yo… yo no puedo pensar en ti en esa forma.

—¿A causa de tu madre?

—No, se trata de otra cosa.

—Jenny, he notado que ese joven médico, el sustituto de Jon, ha venido a verte varias veces. Le tomas en serio, ¿verdad?

—Es muy amable —dijo Jenny. Se sentía miserable e intranquila.

—Y muy pueril —dijo Harald con indulgencia.

—Te equivocas —dijo Jenny algo acalorada—. Ser amable no significa ser idiota. Me gusta hablar con él, no… oculta nada. Es sincero y me gusta su compañía. Nos gustan las mismas cosas.

—¿Piensas casarte con él?

Jenny no dijo nada. Tenía un aspecto calamitoso.

—No he pensado en casarme con él —contestó al darse cuenta que Harald esperaba sonriente su respuesta.

—Bueno, eso es alentador. Vamos a ver, Jenny, ¿qué es lo que no te gusta de mí?

—Ya te lo he dicho: no puedo pensar en ti en esta forma. —Se levantó con desesperación—. No vuelvas a pedírmelo. Nunca podría casarme contigo, Harald.

Él también se levantó.

—Jenny, ¿podrías por lo menos reflexionar sobre eso como un acto de justicia hacia mí?

Ella miraba a su alrededor como buscando algún lugar donde esconderse.

—No puedo pensar en eso.

—Pero no hay ningún otro, Jenny, te comprendo. Te he amado durante mucho tiempo. Podríamos ser muy felices juntos.

—¡Vas a tener que perdonarme! —gritó Jenny.

Antes de que Harald pudiera decir nada ella había huido. La miró mientras bajaba casi volando las escaleras que iban al jardín. Se sintió aliviado, por lo menos no le había rechazado de plano, y había mostrado una enorme confusión y desconcierto. Eso tenía que significar algo. Un hombre que perturba a una mujer hasta el extremo de obligarla a escapar, tiene mucho en favor suyo. Además sentía remordimientos por haber pensado mal de él y la compasión es prima hermana del amor.

Cuando Howard Best entró en el despacho del doctor Louis Hedler, en el Hospital Sta. Hilda, encontró no sólo al doctor, sino también al padre McNulty. Se dieron todos la mano y Howard se sentó. Vio que Louis tenía una expresión muy grave y que sus grandes ojos de rana brillaban de consternación.

—Gracias por haber venido, Howard. Sé que es tarde, hora de cenar, pero quería veros aquí, a ti y al padre McNulty, cuando el hospital no está lleno de gente y los corredores atestados, lo que haría que nos viéramos rodeados de curiosos. Se trata de un asunto muy serio y privado. Privado, subrayó, mirándolos a cada uno de ellos lentamente y con firmeza.

—Puede confiar en mi discreción —dijo el clérigo con cierta alarma.

—Sí, ¿y tú, Howard?

—Dame un dólar —dijo Howard sonriendo. El doctor Hedler le miró un instante y luego, sacando su billetera, extrajo un billete de un dólar que depositó delante de Howard.

—Soy abogado —dijo éste—. Acabas de darme un anticipo, de modo que cualquier cosa que me digas o que yo oiga en esta habitación, es completamente privada y confidencial.

Se puso el billete en el bolsillo, acomodó su largo cuerpo en la silla de cuero, y de su amable rostro juvenil desapareció la sonrisa.

—Howard —dijo Louis—. Tú fuiste el defensor de Jon Ferrier, ¿verdad?

—Sí, aquí en Hambledon. Fui yo quien se movió para que se cambiara el tribunal, como sabes, cosa que conseguí, considerando la atmósfera que reinaba en este pueblo contra Jon. Luego le hice trasladar a Filadelfia y allí busqué los mejores abogados para Jon. —Su rostro adquirió una expresión tan grave como la de Louis—. ¿Por qué, Louis?

El doctor Hedler fijó la vista sobre una gruesa carpeta que había sobre su escritorio y suspiró. Se frotó los ojos y miró más allá de la ventana, mientras hacía repiquetear los dedos sobre la carpeta.

—Jon no puede ser juzgado por el mismo delito, ¿no es verdad? Sería un doble perjuicio.

—No, no se puede —dijo Howard sintiéndose alarmado—. ¿Qué demonios ocurre, Luis?

—Pero quedaría arruinado —continuó Louis— si se desenterraran nuevas pruebas de que había procedido ineficazmente en el aborto de Mavis —quizá deliberadamente— matándola a ella y al niño. ¿Podría tener como resultado que le retiraran la licencia para ejercer la medicina en todas partes?

—Supongo que sí —dijo Howard, ya tan alarmado como el doctor—. Tú sabes más sobre eso que yo. Vamos, Louis, explícate.

—Empecemos por el principio —dijo Louis pasándose el pañuelo por la cara, encendió un cigarro y Howard advirtió que le temblaban levemente las manos. Abrió la carpeta y la miró seriamente, moviendo la cabeza de vez en cuando—. Kent Campion.

Esta vez fue el sacerdote quien se enderezó en su silla, y tanto él como Howard fijaron la vista en el doctor.

—Jon —dijo Louis— cometió un grave error cuando empezó a oponerse a los ambiciosos políticos de Washington hace dos años. Se incorporó a la Liga Anti-Imperialista fundada por George S. Boutwell, exsenador por Massachussets y exsecretario del Tesoro durante el gobierno de Grant. Recuerdo que Boutwell dijo: «Nuestra guerra para liberar a Cuba no debe ser convertida en guerra para conquistar imperios. Si América busca alguna vez tener un imperio, y la mayoría de las naciones lo hacen, entonces se olvidarán los planes para reformar nuestra vida doméstica, se abolirán los derechos de los Estados para imponer un gobierno centralizado con el fin de desterrar de nuestro territorio la libertad. Y correremos aventuras al otro lado del mar. Entonces morirá el Sueño Americano sobre los campos de batalla de todo el mundo y una nación que fue concebida en la libertad destruirá la libertad de los americanos e impondrá su tiranía sobre las naciones sometidas». Boutwell dijo también, si es que lo interpreto correctamente, citando a Thoreau: «Si viera a un hombre que se acerca a mi casa para hacerme el bien, huiría para salvar la vida». Luego siguió diciendo: «Todo imperio en perspectiva proclama a todos los vientos que quiere conquistar el mundo para traerle paz, seguridad y libertad, y que sacrifica a sus hijos solamente en aras de los propósitos más nobles y humanitarios. ¡Eso es una mentira, una vieja mentira, y sin embargo la humanidad sigue creyéndola!».

Howard vacilaba y se frotaba su larga mandíbula.

—Yo también pertenezco a la Liga Anti-Imperialista —dijo—. Me incorporé cuando ese abogado sinvergüenza, Albert Beveridge, que es ahora senador por Indiana, gritó: «¿Quién se atreve a parar a América ahora, ahora que somos por fin un pueblo lo suficientemente fuerte como para realizar cualquier tarea, lo suficientemente grande como para cualquier gloria que el destino quiera otorgarnos?». También aulló: «Nuestro sueño es el sueño de la expansión americana hasta que en todos los mares y las naciones florezca esa flor de la libertad: ¡La bandera de los Estados Unidos de América!». Y no fue el único, Louis. ¡Hasta los populistas que estaban contra la guerra lo aplaudieron! Sí, así fue como me incorporé a la Liga. No sabía que Jon era también miembro.

—Al parecer —dijo Louis con una sonrisa triste— no sólo se incorporó sino que aportó miles de dólares y escribió panfletos anónimos para ella. Campion lo descubrió y odia a Jonathan desde entonces. Le llama antiamericano, antipatriota, antidestino y cosas por el estilo, incluso traidor. Sin embargo, yo sé que la Liga quiere paz en nuestro país y en el extranjero, que se pongan en práctica las reformas sociales que son necesarias, para poner fin a la guerra entre trabajo y capital, asegurar que nuestra moneda sea sana, abolir los impuestos injustos, promover la causa de los negros americanos y los indios del Oeste, declarar ilegal el trabajo infantil y castigar y echar de sus cargos a todos los políticos corrompidos.

—Ésos son nuestros objetivos —dijo Howard—. Muy decentes y meritorios.

—Sí, pero eso no ayuda a Jon. Se ganó enemigos terribles con el amante del imperio Campion y sus secuaces, aunque él no lo sabe. Creo que también hay algo… personal. Campion se ha quejado de que Jon indujo a su hijo a dejar el seminario y a escapar al extranjero, a algún lugar poco recomendable donde su padre no pueda tenerle a su alcance, consolarle y mantenerle.

El sacerdote lanzó una exclamación de furia.

—¡Eso es completamente falso, doctor! ¡Espero no estar violando un secreto, bueno, aunque así fuera, pero Jonathan salvó la vida al joven Francis Campion! Sé dónde está Francis. Él podría explicar la verdad.

—Entonces —dijo Louis— búsquelo. Tráigalo tan pronto como sea posible.

—Está en Francia —dijo el sacerdote—. Voy a mandarle un telegrama esta misma noche.

—En el mejor de los casos podrá volver dentro de diez días —dijo Louis suspirando—. Mande a buscarlo, padre.

—Haré más que eso —dijo el sacerdote—. Le explicaré por qué es necesario, no sólo que vuelva de inmediato, sino que me envíe un telegrama refutando los… hum… errores de su padre. Llegaría aquí en menos de cuatro días después que yo envíe mi telegrama. —Su rostro joven denotaba una gran turbación.

—¿Qué significa todo esto, Louis? ¿Por qué es necesario todo eso? —preguntó Howard igualmente turbado.

—Trato de poner las bases para lo que debo decirte.

Louis volvió a mirar la carpeta, apoyó los brazos sobre el escritorio y sostuvo la mirada de Howard.

—Jon ha sido siempre hombre de lucha, polémico, desde la adolescencia. Todos lo sabemos, y lo que es peor, ha sido siempre sincero —dijo echando sobre sus interlocutores una mirada triste—. Ha habido momentos en que le habría destruido con gusto. A veces le he acusado de cualquier cosa. No tiene tacto, no tiene diplomacia. Sin embargo, casi siempre tiene razón, y eso es imperdonable, ¿verdad? Tú recordarás lo de la pequeña Martha, Howard.

—Sí, que Dios me perdone, lo recuerdo.

—¿Le ves con frecuencia, Howard?

—No, supongo que me habrá perdonado. Al menos eso me dijo. Pero no olvida. Es un hombre implacable y no olvida una ofensa. Nosotros, Beth y yo, insistimos en que nos visitara y siempre se negó bruscamente. Nos hizo saber que no quería tener nada más que ver con Hambledon. Sí, sé que está amargado. Mis padres invitan a la señora Ferrier y ella acepta nuestras invitaciones, pero cuando ella invita a alguien a cenar, Jon siempre tiene una excusa para no estar presente. No quiere perdonar a Hambledon, y no se lo reprocho. Pero ¿qué hay de esa nueva «prueba» que has mencionado, Louis? ¿Qué tiene que ver con Jon?

—Para ser breve, Howard, Campion ha declarado una venganza contra Jon, muy suave y justiciero, por supuesto, y por el bien del pueblo. La conspiración se viene tramando desde hace ya tiempo. El senador y algunas personas, te sorprenderás, no sólo quieren echar a Jon del pueblo sino también despojarlo de su licencia para ejercer en cualquier otra parte y someterlo a un nuevo proceso penal.

—¡Pero no pueden hacer una cosa así! —gritó Howard—. ¡No puede ser juzgado otra vez por los supuestos asesinatos!

—No, tal vez no, pero puede ser juzgado por practicar abortos.

Louis abrió un cajón y sacó un delgado trozo de tela manchada, que depositó sobre el escritorio. Luego lo desenvolvió silenciosamente y los otros dos hombres vieron un largo instrumento curvo.

—Una legra —dijo Louis— para raspaje del útero. Se usa con fines legales e ilegales. Es un instrumento que salva la vida después de un aborto espontáneo, pero también lo usan los que practican abortos. Míralo, Howard.

Howard levantó el instrumento horrorizado y entonces vio el nombre grabado en el mango de plata.

—¡JONATHAN FERRIER!

El sacerdote lo miró también y tuvo un estremecimiento.

—Sí. He hablado con Martin Eaton, el tío de Mavis, a petición del senador. Fui a casa de Martin y me dio esta legra. Dijo que se la había traído Mavis después que Jon la hizo abortar. Le contó que Jon había insistido en realizar el aborto la noche antes de salir para Pittsburg, no quería niños y ella tenía el corazón destrozado…

Howard le miró fieramente y se peinó con los dedos pecosos sus rizos castaños. Le saltaban los ojos.

—¡Caramba, es una mentira infernal! ¡Jamás he oído nada igual! ¡Creo que el viejo Eaton está mintiendo! Oyó el testimonio profesional de los médicos de este hospital, Louis, y el testimonio de doctores de Pittsburg. Jonathan estaba allí desde dos, tres días antes de que… —dijo dando un puñetazo sobre la mesa—. ¡En nombre de Cristo, Louis! ¿Cómo has podido creer siquiera por un momento sus mentiras? ¡Tus propios cirujanos, tus propios médicos, en este maldito hospital, dijeron que había abortado por lo menos cuarenta y ocho horas después de que Jonathan saliera de Hambledon!

Louis sacudió la cabeza lenta y dolorosamente.

—Lo sé, lo sé, Howard. Cálmate, haz el favor. Pero ¿por qué miente el viejo Martin? Tengo su declaración solemne en esta carpeta, también es médico, estaba en este hospital con Mavis y admitió, antes de que ella muriera, que Jonathan había estado en Pittsburg varios días. Le oí personalmente mientras tratábamos de salvarle la vida, estaba desesperado y cuando ella murió repetía una y otra vez: «¡Es culpable, culpable como el mismo infierno!». Bueno, podemos atribuirlo a su estado de desesperación. La muchacha debió mentir… él estaba solo con ella cuando murió. Ésa es la única explicación.

El padre McNulty habló con voz apagada y alterada.

—Nada en el mundo, ni si me lo confesara él mismo, podría convencerme de que Jon tuvo algo que ver con aquel crimen, aquel espantoso crimen.

—Nada en el mundo, padre, me convencería tampoco a mí —dijo Louis—. Conozco a Jon. Lo he odiado más que lo que lo he querido. Quise eliminarlo del personal y hacerle otras trapacerías cuando me insultaba abiertamente y me llamaba «Doctor Chambón». —Sonrió con tristeza—. Pero sé que es un hombre bueno, aun cuando a veces hubiera querido degollarlo. —Vaciló—. La comisión… también fue a ver al doctor Humphrey Bedloe, del Friend’s. Ustedes conocen al viejo pomposo Humphrey. Debo aclarar que la comisión estaba compuesta por el senador Campion, el señor Witherby, el doctor Schaeffer, a quien Jon había llamado carnicero y asesino con fundados motivos, y unos cuantos prominentes ciudadanos más, quienes, para decirlo suavemente, se han enfrentado con Jon en algunos de sus estados de ánimo menos benevolentes, dentro y fuera de los hospitales.

—Bueno, se fueron a ver al viejo Humphrey, le mostraron la legra y él quedó horrorizado. Confesó que había eliminado a Jon de la nómina del personal y de la Junta, aún antes de que fuera juzgado, confesó también que había obrado con precipitación y que nunca había creído realmente en la culpabilidad de Jon. Luego le mostraron la legra y casi le dio un ataque, entonces confesó que conocía a alguien que le había dicho que había visto a Jon en el pueblo el día del aborto.

Los grandes ojos de rana pasaban de una cara a otra.

—Sobre la base de esa frágil conjetura, cosa que tú nunca supiste, Howard, arrestaron a Jon en Hambledon. Humphrey se negó a dar el nombre del hombre, pero cuando le visitó la comisión con su prueba, contó la historia, había sido Tom Harper.

Howard lo miró con incredulidad.

—¿Tom Harper, que se está muriendo de cáncer y a quien Jon ayuda tan magníficamente?

—El mismo —dijo Louis a los dos hombres, que lo miraron confundidos y asqueados—. Naturalmente, no es posible que sea cierto. Tengo mis propios medios de información y sé que fueron a ver a Tom. Corre el rumor de que Jon había sido muy duro y cruel con él, lo había apartado de la profesión y luego, con mayor crueldad aún, le había dado un puesto insignificante como supervisor en una de sus granjas. Veo que ustedes dos conocen la historia verdadera. De cualquier forma, Tom admitió apesadumbrado que había mentido a Humphrey, movido por la envidia y el resentimiento que sentía contra Jon. Trataron de persuadirle para que hiciera una falsa declaración jurada, según he oído decir. Me lo dijo Thelma, su esposa. Pero él se negó terminantemente y amenazó con ir a contárselo todo a Jon. —Suspiró profundamente—. Por desgracia, Tom ha muerto esta mañana, a las seis, de una hemorragia interna masiva, causada por su enfermedad. De modo que tenemos solamente la palabra de Thelma de que Tom había confesado a la comisión que había mentido a Humphrey. Queda en pie el rumor de la crueldad de Jon para con ese desgraciado. Si Thelma trata de ayudar a Jon, saldrá a la luz, para su perjuicio, que les había dado un contrato más que generoso, sorprendentemente caritativo, asignándoles los ingresos de la granja en forma vitalicia, y que Jon se ha hecho cargo de los gastos de la educación de sus hijos en el futuro. La comisión ya considera eso como un soborno para ahogar la verdad.

—Dios mío —gruñó Howard—. ¿Qué clase de gente vive en este mundo?

Louis estaba sumamente perturbado.

—No seas demasiado duro con la humanidad —dijo sin poder evitarlo—. Howard, nosotros… tú… somos parte de ella. Recuerda el día en que Jon te dijo lo de tu pequeña Martha. Tú mismo le llamaste «asesino». Eso se divulgó oportunamente por todo el pueblo.

El sacerdote miró a Howard con compasión.

—Me lo merecía —dijo Howard—. Realmente me lo merecía. Creía que era la verdad, o tal vez no. Tal vez estaba gritando por la amenaza que se cernía sobre Martha y no realmente contra Jon.

—Todos tratamos de disculparnos, incluyéndome a mí también —dijo Louis Hedler—. Supongo que esta reacción le resulta muy familiar, ¿no es así, padre?

—Mucho —dijo el clérigo—. Hasta en el confesionario la gente trata de defenderse, y muchas veces en el lecho de muerte.

De repente dio la sensación de haber envejecido mucho y de estar más cansado que de costumbre. Louis sacó una hoja de papel de la carpeta y la estudió.

—Sí —dijo entrelazando las manos sobre la hoja—. No sé si conoces a Peter McHenry, Howard. El padre McNulty, sí. El padre McNulty secuestró prácticamente a Jon en River Road un día, para llevarlo a ver a Matilda McHenry.

Howard se irguió en su silla.

—Conozco a los McHenry —dijo. Sus pálidos ojos relampaguearon furiosamente por anticipado.

—Bien. Entonces quizás sabrás que la señora McHenry andaba mal de salud desde hacía años. Jon la examinó, luego exigió examinar a la hija, una chiquita de nueve años llamada Elinor, pues estaba convencido, según dijo, de que la enfermedad de la señora McHenry tenía un origen psíquico y no físico. Peter se opuso a que Jon examinara a su hija o a que le hablara, pero creo que Jon insistió… —dijo mirando al sacerdote.

—No insistió exactamente —dijo éste—. Tienen que perdonarme. Es doloroso recordar los sucesos de aquel día. Fue todo tan desagradable para Jon, y yo fui culpable de haberlo inducido a ver a los McHenry. Es cierto que Peter se opuso, al principio. Luego, si no me falla la memoria, consintió de mala gana.

—Sí —afirmó Louis—. Dijo a McHenry que su hija era una psicópata y que era la causa inconsciente de la enfermedad de su mujer, aunque nadie, ni siquiera la joven madre, lo sospechara. El señor McHenry —y Louis echó sobre Howard una mirada penetrante— estaba tan enfurecido como tú, Howard, cuando Jon te dijo lo de Martha. La verdad es dura de aceptar, ¿no es así? De todas formas —continuó cuando Howard enrojeció— llevaron la chica a los neurólogos de Filadelfia y todos los médicos que la examinaron dijeron que era completamente normal. Entonces el señor McHenry vino a verme, gritando que Jonathan era un buscador de líos, un incompetente y un mentiroso cruel, y exigió su expulsión de la nómina del personal y de la Junta, vino acompañado del senador Campion y del señor Witherby. Dijo que su hija no había sido paciente de Jon, que nadie le había llamado para que la viera y que había insistido en examinarla y dar su opinión de aficionado, lo que había causado a los padres una devastadora preocupación y angustia mental, que había actuado sin ninguna ética. Ésta es su declaración jurada —continuó, levantando el papel que tenía sobre el escritorio— firmada hace tres semanas.

—Creo que Peter va a pedir que se le devuelva esa declaración, doctor Hedler —dijo el sacerdote.

—¿Sí?

—Verá —dijo el sacerdote con lágrimas en los ojos—. La pequeña Elinor fue protagonista de un episodio que ni al mismo Peter se le pudo ocultar. Un día, uno de los muchachos del jardinero le estaba haciendo bromas. Ella se apoderó de una guadaña y… bueno… trató de matarle. Cuando Peter, que andaba cerca, trató de quitársela, la niña se volvió contra él gritando que no era su padre, y que él y Matilda la habían robado a sus verdaderos padres. Estaba completamente… enloquecida, fuera de sí. Le golpeó con la guadaña y cuando trató de quitársela corrió hacia la casa, gritando que iba a matar a su falsa madre. Peter corrió detrás de ella y pudieron alcanzarla en la puerta. Peter dijo que parecía un demonio. Después se desmayó y al despertar, algunas horas más tarde, afirmó que no recordaba nada de lo ocurrido. Pero Peter dice que había algo en sus ojos, una expresión astuta y vigilante, que le asustó más que su violencia. Unos días después, llevó a la niña al psiquiatra de Filadelfia que Jon le había recomendado. —El sacerdote clavó la vista en sus zapatos—. Dementia praecox, como había diagnosticado Jon, del tipo paranoico. La chica está recluida ahora en un sanatorio privado.

—Espantoso —dijo Louis—. Que padres tan infortunados. —Su voz tenía un tono de alivio, y escribió algo rápidamente sobre el papel—. Tal vez usted pueda convencer al señor McHenry que confiese que estaba equivocado cuando firmó su declaración jurada, y que diga toda la verdad.

—Estoy seguro de que podré —dijo el padre McNulty—. Creo que escribió a Jon pidiéndole perdón, pero él no le ha contestado. Ustedes conocen a Jon… —agregó mirando a Howard—. Es orgulloso y no cede. Peter ya habría repudiado esa declaración jurada, doctor, si recordara que la firmó, pero ahora está muy atolondrado tratando de consolar a su esposa.

—Claro, claro —dijo Louis, aunque no parecía estar muy de acuerdo—. Hay una queja similar de Elsie Holliday. Se queja de que Jon no era el médico sino sólo un amigo. Sin embargo, jura que Jon se ocupó del caso por la fuerza, insistiendo en diagnosticar. No estoy autorizado para decirles cuál fue el diagnóstico, pero Jeff murió poco tiempo después en un sanatorio de otro Estado, de la misma enfermedad que Jonathan había diagnosticado correctamente. Lo cierto es, sin embargo, que Jon examinó a Jeffrey sin autorización de sus médicos y bajo protesta de la madre, ella afirma que Jeffrey tampoco le dio permiso. Naturalmente, ésta no es más que una cuestión de detalle, pero desagradable. Si los hechos ocurrieron así las cosas no se presentan muy favorables para Jon. Pero aun en ese caso no veo que puedan llegar a servir de base para que le revoquen la licencia. Sin embargo, conocemos bien al pueblo y también a los enemigos de Jon, que insisten en actuar en su contra. Éste es simplemente un caso más, como el de Harper y la acusación que Harper propagó entre sus compañeros, antes de descubrir que Jon tenía toda la razón. Una cosa se acumula sobre la otra, y sumadas forman un montón impresionante, aunque tomadas individualmente signifiquen muy poco. Podrían ser causa de una amonestación, a lo sumo.

—Y todo eso, junto con lo que Martin Eaton jura y la legra, forman una hermosa historia —dijo Howard, haciendo un gesto de asco.

—Sí, es verdad. La narración de Martin y la prueba de esta legra son muy condenatorias, a pesar de lo que nosotros sabemos. Desearía que Tom Harper estuviera vivo para rechazar ese rumor en el que creen alegremente el senador y Witherby, o por lo menos fingen creer. De paso les diré que el viejo Jonas me dijo, en realidad lo juró, que Jon le había acusado, sin tener pruebas y en examen posterior, de haber tratado de suicidarse. Jon no estaba presente cuando Jonas fue admitido en el hospital, creo que estaba fuera del pueblo. Sin embargo, Jon es el médico de la familia y volvió uno o dos días después para hacerse cargo de Jonas. La verdad es que Jon se precipitó al decir a su paciente que creía que había tratado de suicidarse. Todos conocemos al viejo Jonas y el terror que tiene a la muerte. Quiere vivir para siempre. Yo no conozco la verdadera historia o la razón que tuvo Jon para acusar a Jonas, pero es otra historia lamentable. Pudo tener serias repercusiones, como ustedes saben, pues un médico está obligado a denunciar una tentativa de suicidio y Jon no lo hizo.

—Huele mal —dijo Howard—. El olor llega hasta el cielo.

—Ésa es también mi opinión —dijo Louis—. Pero todo el mundo está convencido de que el viejo Jonas es un santo, y su palabra sería creída en contra de la de Jon, a quien no se considera demasiado santo —dijo Louis con una breve sonrisa—. Tengo aquí la declaración jurada de Jonas: «Como buen cristiano, como pueden atestiguarlo mis amigos, me duele profundamente que el doctor Jonathan Ferrier me acusara de intento de suicidio con una dosis de arsénico. Es una grave calumnia». Etcétera, etcétera.

—¿Sabes? —dijo Howard—. Me parece como si estuviera viviendo una horrible pesadilla.

—La experiencia enseña —dijo el doctor Hedler— que éste es un mundo sumamente malvado. ¿Qué dijo de él Pope? «Donde toda perspectiva satisface y sólo el hombre es vil». Sí, así es el mundo.

Howard estaba pensativo.

—Volviendo a ésa… ésa… legra. Cualquiera puede haberla sustraído del anaquel de Jonathan. Está en su sala de examen —dijo, e hizo una pausa.

—Pero preguntarán, si Mavis visitó a un médico desconocido, ¿por qué se llevó el instrumento? El médico debía tener los suyos.

—Tal vez le pidió que trajera la de Jon.

—Existe esa posibilidad, es cierto, pero va a ser muy difícil que lo crean, ustedes lo saben. La gente preguntará: ¿Acaso el doctor Ferrier acusa en serio a un médico de pedir que le traigan un instrumento que pertenece a otro? ¿No son los médicos más circunspectos, o es que Ferrier trata de demostrar que hay una confabulación organizada contra él, y que el otro médico mató deliberadamente a Mavis para culpar a Jon? Eso es lo que van a decir y nadie lo creerá. Ni siquiera nosotros lo creemos, ¿no es así?

Howard sacudió la cabeza con desaliento.

—No, yo tampoco lo creo. Mavis está muerta y supongo que nunca sabremos qué sucedió realmente.

—El delito saldrá a la luz —dijo el sacerdote.

—Lamento tener que desilusionarlo, padre. A menudo queda oculto para siempre.

—Llegamos ahora a asuntos muy serios —agregó el doctor frunciendo el entrecejo— que no tienen explicación y que son realmente condenatorios si son verídicos. Tengo aquí la declaración jurada de una tal señora Edna Beamish de Scranton, que vivió antes en Kensington Terraces, Hambledon. Alega que en cierta ocasión, tengo aquí la fecha, Jonathan trató de practicarle un aborto en su consultorio. Había ido a verle con ese propósito, según ha jurado, porque es una viuda joven y no quería alumbrar un hijo que no tuviera su padre vivo. Está muy arrepentida, afirma que estaba apabullada por el dolor que le causó la muerte de su esposo y apenas se daba cuenta de lo que hacía. Sin embargo, el dolor que padeció en el consultorio de Jon la hizo gritar tan fuerte que la oyeron no sólo en la sala de espera sino incluso en la calle. Estaba tan aterrorizada y sentía dolores tan fuertes que no le dejó proseguir y se fue. Jura que le había exigido doscientos dólares. Entonces se fue a su casa. Desgraciadamente, hay aquí una declaración jurada de un médico de Scranton en la que dice que el daño que sufrió la señora era tan grande, algo sobre la total dilatación del útero, que en realidad abortó posteriormente, dos días después, estando de visita en casa de unos amigos. El médico, que jura en su propia declaración que existía una anterior tentativa de aborto, es un hombre de posición y reputación muy elevadas. Se vio obligado a operar a la señora, pues padecía hemorragias. Es dudoso que pueda volver a tener hijos si vuelve a casarse, a causa del daño sufrido en el aborto provocado y en la propagación de la inflamación resultante.

Louis se detuvo y miró a los dos apesadumbrados interlocutores.

—Caballeros: eso fue un delito. No hay atenuantes, fue un delito muy serio. La joven señora estaba embarazada de apenas tres meses. Además, tenemos declaraciones juradas de pacientes que estaban aquel día en el consultorio de Jon. Estas declaraciones fueron dadas de muy mala gana, y no sé cómo se las arreglaron Campion y compañía para saber quiénes eran esos pacientes. Pero están aquí, juradas por gente sencilla y honesta, de buena reputación, gente que quiere a Jon y que ha firmado estas declaraciones bajo presión. Dan fe de que oyeron los gritos y las expresiones de angustia de la joven señora, así como su acusación de que Jon le estaba «haciendo daño». Han descrito cómo salió, escapando de las habitaciones interiores toda desgreñada y gritando. La declaración jurada de la señora Beamish fue enviada al senador Campion quien, como senador por su Estado, se puso furioso. Parece que había sido íntimo amigo del señor Ernest Beamish, por quien sentía gran aprecio, de modo que Kenton, como es natural, realizó investigaciones. La declaración de la joven señora, complementada por la de su médico, pueden considerarse legítimas.

—Yo no lo creo —murmuró Howard—. Vuelvo a oler algo. No lo creo.

—Conociendo a Jon tampoco lo creo yo —dijo Louis.

—No lo creo —dijo el sacerdote, temblando.

—Sea como sea —dijo Louis— están las declaraciones juradas del hospital, la del cirujano que la atendió y el hecho de que la señora Beamish estuvo realmente en el consultorio de Jon y que los otros pacientes oyeron sus gritos y la vieron escapar. Además, tenemos declaraciones juradas del albacea de la sucesión del esposo de la señora Beamish y de ese médico de Scranton. Dicen que visitaron a Jon, alegando que llevaban una cuenta que se le debía. Él fingió no recordar a la señora Beamish de inmediato, pero luego confesó que la conocía. Les dijo francamente que tenía un embarazo de tres meses, pero que había escapado «enloquecida» de su consultorio antes de que él hubiera acabado de examinarla y que, por lo tanto, no le debía nada. —Louis sonrió tristemente—. Si lo tomamos al pie de la letra, resulta absurdo. Ningún médico hubiera dejado de enviarle la cuenta, después de todo, la examinó parcialmente. Aun cuando no hubiera sido completo había empleado su tiempo y su buena fe al proceder a hacer un examen que ella misma había solicitado. De modo que aquí las cosas condenan también a Jon.

—Pero él debe tener la ficha de la señora Beamish —dijo Howard Best, el abogado— y ningún médico que practica abortos guarda las fichas de sus pacientes.

—Es cierto. Esperemos que todavía tenga su ficha.

Por supuesto, esa ficha no tendrá gran peso ante un juez y un jurado, pero siempre supondrá algo. Sigamos. Tengo aquí tres declaraciones juradas de otras dos mujeres jóvenes, una tal Louise Wertner, costurera, de Hambledon, y la señorita Mary Snowden, modista, también de Hambledon. Las dos señoritas, si es que podemos llamarlas así, fueron indiscretas y tuvieron experiencias preconyugales, como confiesan en sus declaraciones. Una de las muchachas tiene diecinueve años y la otra veintiuno y son de condición modesta. Dicen que habían oído «rumores» sobre el doctor Ferrier y habían acudido a verlo. Él consintió de buena gana en practicar los abortos, llegando a declarar que aborrecía a los niños y no les reprochaba que desearan deshacerse de sus «cargas».

Los ojos de rana escudriñaron a los dos hombres que estaban sentados frente al escritorio, ambos con expresión fría, un poco contraídos y desalentados.

—Las dos muchachas no se conocen entre sí, pero una de ellas pagó cincuenta dólares por el supuesto aborto y la otra setenta y cinco. Jonathan mandó a su secretaria que les enviara las cuentas a sus casas, una fechada el 1 de noviembre de 1900 y la otra el 21 de noviembre del mismo año. Tengo aquí esas cuentas. Ambas han ido a su consultorio recientemente, la secretaria reconoció las cuentas, aceptó su pago y extendió recibos. ¿Me hacen el favor de mirarlas, caballeros?

Examinaron los documentos condenatorios y los recibos. Howard los depositó tranquilamente sobre el escritorio, entrelazó las manos y los estudió.

—Realmente no creo que hay ninguna prueba de que Jon haya practicado los abortos como ellas afirman, ¿verdad? —preguntó.

—En cierto modo, sí. Las dos tuvieron leves molestias pocos días después y fueron a ver a dos médicos distintos quienes, en declaraciones juradas que tengo aquí, dicen que las muchachas habían estado embarazadas y que recientemente se les había practicado abortos. Los dos médicos gozan de gran reputación, y ninguno de ellos sabe que Jon fue el culpable. Uno de ellos pertenece al personal de este Hospital, el doctor Philip Harrington. He hablado con Phil, y sin decirte nada de la declaración jurada le he preguntado sobre la señorita Wertner, su paciente. Ha admitido de inmediato que era cierto que la muchacha había sido sometida recientemente a un aborto criminal. En ningún momento su estado había sido de gravedad, pero se había quejado de calambres, quedándose un día en el hospital. Ustedes dos conocen bien a Phil Harrington. Como yo ya tenía una declaración jurada del otro médico, le he pedido que él también hiciera una, y ha aceptado. Está a punto de casarse y dice que querría encontrarse personalmente con el «criminal» que había asesinado a aquellos embriones para arreglar el asunto personalmente.

—¿No fue una indiscreción por parte de Jon enviar las cuentas a las muchachas, si es que realmente llevó a cabo las operaciones? —preguntó Howard con voz ronca.

—En el curso ordinario de las cosas, no. Las muchachas no tenían dinero. Sintió lástima por ellas, o incluso practicó los abortos por algún motivo que desconocemos. Puede ser que deseara ocultar una actividad criminal y les enviara las cuentas por «exámenes completos» como especifican claramente las mismas cuentas. Además, hay otra cosa: los honorarios habituales de un examen realizado en pacientes de condición tan modesta son habitualmente de menor cuantía. Los mejores médicos cobran solamente quince dólares, pues tales exámenes llevan varios días, de una hora diaria por lo menos. Es muy frecuente que, aplicando el principio de cobrar menos a los pobres y más a los ricos, un médico cobre solamente unos pocos dólares.

—¿Cómo es, doctor, que usted tiene esas dos declaraciones juradas? —preguntó el sacerdote, que parecía sentirse enfermo.

—Es norma, padre, que cuando una mujer va a ver a un médico y éste descubre que ha tenido recientemente un aborto, le informe al respecto. Phil informó a la Junta del Sta. Hilda y el otro médico a la del Friend’s. Se hace así para proteger al médico actuante, quien tiene que tener testigos durante los exámenes. Así lo ordena también la ley, eso es muy necesario para terminar con esos individuos despreciables, los médicos que hacen abortos y que ponen la vida de las jóvenes madres en peligro. Ustedes saben que es frecuente que las madres mueran. Las muchachas tenían mucho miedo de denunciar a Jon a causa de las consecuencias legales, pues son partes en un acto de carácter criminal. Se les dieron seguridades de que si decían el nombre de quién les practicó el aborto serían protegidas y no juzgadas. Aun así, ambas volvieron a sus modestas viviendas para reflexionar sobre la cuestión, ambas hicieron declaraciones juradas y las enviaron, una a este Hospital y la otra al Friend’s.

Howard reflexionó larga y profundamente.

—Sigo sin creerlo —dijo al fin—. Llámele manifestación emotiva si quiere, pero no lo creo. Mi instinto de abogado me dice que es mentira lo que están diciendo sobre Jon.

—Tampoco lo creo yo —dijo Louis, y tanto Howard como el sacerdote le sonrieron con gratitud—. Pero sin embargo, quedan esas cuentas con los recibos y las declaraciones juradas de los médicos. En otras circunstancias, ¿qué dirías, Howard?

El joven vaciló, pero luego admitió:

—Culpable.

—Entonces… —dijo Louis suspirando.

—¿Está enterado Campion de estos abortos?

—Claro que no, conoce solamente el de la señora Beamish. —Louis cerró la carpeta—. Campion y compañía exigen que llame a algunos componentes de la Junta Médica del Estado para reconsiderar los hechos, los hechos que él me ha dado. Ahora bien, Howard: como amigo de Jon y exabogado suyo, ¿qué sugieres que haga?

Howard se pasó las manos por el cabello castaño, se miró las uñas y se rascó un tobillo.

—¿Cuánto tiempo te da Campion para apelar a la Junta Médica del Estado?

—Diez días.

—Entonces tienes que pedir más tiempo. Voy a investigar estos casos graves, Beamish, Wertner y Snowden. Las otras declaraciones juradas son malévolas y no son dignas de ninguna consideración, excepto lo de la legra de Jon. Trataré de ver a Eaton, pero está rabioso contra Jon. Todo el mundo recuerda la escena de Filadelfia, cuando gritó: ¡No, no!, al darse el veredicto de inocencia, y que después tuvo un ataque. También recuerdan que quería a Jon como a un hijo y que estuvo encantado de que Jon se casara con su sobrina Mavis. Ningún hombre se vuelve contra tales «hijos» a menos que haya un motivo, dirán todos. La causa parece obvia. ¿O tal vez no sea tan obvia?

—No te entiendo, Howard.

—Entre los abogados es norma ignorar lo obvio a menos que esté escrito en blanco y negro como declaración jurada o confesión. Aun así, son sospechosas. Por eso lo escudriñamos todo y a menudo tenemos éxito al defender un caso. Lo increíble es más frecuente que la explicación lógica.

—Espero que no te estés aferrando a un clavo ardiente —dijo Louis—. ¿Piensas decírselo a Jon?

Howard reflexionó largo rato y sacudió la cabeza.

—No. Sólo serviría para enfurecerle y hacerle peligroso. Tú conoces a Jon. No; quiero tener algún medio sustancial de refutar estas pruebas antes de hablar con él, ¡y por Dios que voy a conseguirlo! —dijo levantando el mentón con gesto beligerante.

Louis permaneció en silencio durante unos instantes. Luego dijo:

—Sabes que al contarte todo esto pongo en peligro mi situación, Howard, todo es confidencial, como me advirtió Campion. Él es el único lego en la Junta y tiene mucho poder. También ellos están preparando el caso contra Jon. Quiere presentar a Jon y a la Junta Médica del Estado hechos y resoluciones incontrovertibles. Quiere que todo se haga implacablemente, como un corte de cuchillo.

—Típico de él, de ese maldito sinvergüenza radiante —dijo Howard con amargura—. Gente como él no pueden soportar a un hombre honesto que se les oponga. Preferiría enfrentarme a un tigre que a un político que pretenda arrancarme la piel. —Miró al pálido y silencioso sacerdote—. Padre, ¿qué piensa usted de todo esto?

—Pienso que Jon está rodeado de enemigos malignos y vengativos, capaces de todo con tal de destruirle, Howard. Cómo se ganó esos enemigos, es propio de su naturaleza y de las naturalezas de ellos.

—Bueno, pero también tiene amigos, padre, incluyendo a Louis —dijo Howard, sonriendo al doctor Hedler—. ¡Nunca lo hubiera creído de ti!

—¡Tal vez —dijo Louis devolviendo la sonrisa pero no muy divertido— no tendrías razón alguna para pensar eso de mí ni siquiera ahora, Howard, si yo no fuera financieramente independiente! Es extraño y triste, ¿verdad?, que la simple cuestión de la independencia económica pueda hacer que un hombre sea valeroso, mientras que un hombre sin fortuna no puede tener valor.

—El valor es siempre el precio que exige la vida para otorgar la paz —dijo el sacerdote.

—Un sentimiento encomiable, padre, y quizá cierto, pero si un hombre pone su vida en peligro en aras de la paz de su conciencia, a menudo se le presentan razones para lamentar su nobleza. Los héroes son laureados en los libros de cuentos y en la historia, aun cuando en la misma historia llegan frecuentemente a un fin triste y sin ninguna gloria. Después, por supuesto, se les cubre de elogios, pero eso no les sirve de nada cuando ya están en la tumba.

Entonces sólo recuerda Dios —dijo el sacerdote, y Louis se sintió confundido. Pensó que tendría que creer en Dios si Jon se salvaba de los planes que se estaban forjando contra él.