Capítulo 28

Robert Morgan caminaba tristemente por la casa que él y su madre habían comprado. Era una hermosa casa, de nobles proporciones, pero su madre había destrozado con vetustos muebles y deformantes espejos, la casa limpia, brillante y alegre que daba a los jardines.

—Robert, los pájaros son muy fastidiosos en este pueblo —le dijo después de la segunda noche que pasaban en la casa—. Me despiertan por la mañana y me afectan el sistema nervioso. No he podido dormir más de ocho o nueve horas por noche desde que tuvimos la desgracia de llegar aquí.

Robert miró a su alrededor y quedó más deprimido que nunca. ¿Era posible que jamás hubiera advertido lo basto y grosero que era el gusto de su madre? Había visto la casa de los Ferrier y otras casas en Hambledon, todas ellas alegres y cómodas, incluyendo la de los Kitchener, que aun cuando no tenía la elegancia y encanto de la de los Ferrier, poseía sin embargo distinción por su color, su amplitud, su calidez, su inocente alegría y calor de hogar. ¿Cómo podía pensar en traer a Jenny Heger a aquella casa, a la que ahora se refería como «la casa de mi madre»? Su madre había destruido inteligentemente, e incluso con malicia, todo encanto, toda gracia.

—Madre, no creo que los pájaros sean fastidiosos —le dijo—. Y no eres una inválida. No es normal dormir más de ocho o nueve horas al día.

—¡Robert! ¿Te olvidas de que tengo artritis?

—No tienes ninguna articulación hinchada.

—No has visto mis… miembros, ni mis pies, ni has sentido los dolores que siento yo en los hombros y la espalda. No te entiendo, Robert. He hecho todo lo que he sabido para complacerte, he consentido en quedarme en este pueblo, en esta casa que no me gusta. Había otros hogares más convenientes…

—Casas —corrigió Robert.

Jane elevó la voz imperativamente.

—¡No te entiendo, Robert! Estábamos hablando de los pájaros. ¿No podemos ponerles trampas o por lo menos comprar uno o dos gatos para acabar con ellos? ¡Cómo pudo el Todopoderoso crear criaturas tan ruidosas, para turbar la paz de la humanidad! ¡Es algo que escapa a mi comprensión! Antes casi me gustaban, pero ahora los detesto. Seguramente son inútiles…

—Madre —dijo Robert—. Si desaparecieran todos los pájaros del mundo, el hombre no sobreviviría siete años. Ésa es una realidad científica. Tampoco te gustan estos hermosos árboles y creo que te oí decir que te «extrañaba que Dios los hubiera creado». Si los árboles desaparecieran de la superficie de la tierra se convertiría en un desierto en el que no podríamos vivir. No habría más lluvias, se secaría la hierba y la tierra sería estéril. Solamente la raza humana —dijo en tono más elevado— podría desaparecer por completo sin que ninguna otra especie viviente sintiera jamás su pérdida. ¡A decir verdad, somos criaturas sin valor ninguno!

Jane lo miró fijamente.

—Debo decirte, Robert, que hablas igual que tu querido amigo, el doctor Ferrier. ¡Blasfemo! ¿No creó Dios al hombre para que dominara el mundo y mandara sobre todas las cosas? Entonces, todo lo demás podría desaparecer, y en muchos casos significaría una mejora, y el hombre seguiría triunfalmente vivo.

—No es cierto —dijo Robert—. Estaría muerto. Y a veces, en mis relaciones con mis queridos semejantes, pienso que sería delicioso. Ya que estás citando la Biblia, permíteme recordarte que afirma que Dios hizo las criaturas de la tierra, el mar y el cielo, y las selvas, y los lagos y las corrientes, antes de castigarlos con la presencia del hombre, y primero los bendijo. Si dio al hombre el dominio sobre estas criaturas irresponsables, no fue para que las destruyera, sino para protegerlas, pues son tan hermosas o más que el hombre.

—¡Blasfemia! —gritó Jane horrorizada.

—He comenzado a creer —dijo Robert recorriendo con la mirada la habitación grande y monótona que su madre designaba como «sala» que el hombre es una blasfemia por su simple existencia.

—¡Eso no es cristiano, Robert!

Robert se estaba divirtiendo a sus anchas.

—Puede no ser cristiano en el sentido que tú le das a esta palabra, madre, pero es la verdad. Las ciudades empiezan a robar sitio al campo en todo el mundo. Si por lo menos fueran hermosas y respetaran la naturaleza, si la protegieran y conservaran sus recursos, eso no importaría demasiado, aunque me asusta pensar que ya no habrá más santuarios tranquilos en el futuro, ni benditos silencios, solamente las voces discordantes de la gente. Pero probablemente yo ya no estaré aquí, y ésa es una de las bendiciones de la muerte. Además —siguió Robert divirtiéndose cada vez más y en venganza por el atentado cometido contra la hermosa casa— creo que la Biblia dice que el hombre es corrompido, lleno de pecado, que mata por matar y es prácticamente irredimible. Ni la serpiente o el tigre, ni el mosquito o la mosca común, son condenados con un lenguaje tan violento. «El hombre es corrompido desde su nacimiento y lleva el mal desde su juventud». No recuerdo que se haya dicho lo mismo del renacuajo, del piojo o de la chinche. Sólo de los hombres.

Jane había comenzado a sonreír de una forma extraña.

—Veo que tu amigo ha cambiado verdaderamente tu actitud cristiana, Robert. ¡Pero, y qué contenta estoy de que sea así, no estará aquí mucho más tiempo!

—Es cierto —dijo Robert.

Entonces comprendió que a pesar de lo ocurrido entre él y Jonathan, iba a extrañarle más de lo que había creído posible extrañar a ningún otro ser humano. Era joven, optimista y casi se había recuperado de la impresión causada por el encuentro de aquel día, y, además, había visto a Jenny otras veces en la isla. Ella había sido tímidamente amable con él y le había recibido con evidentes muestras de satisfacción y confianza. Había empezado a alimentar esperanzas. Ella no le había vuelto a hablar de Jonathan y éste no la había mencionado recientemente.

—Un vagabundo sobre la faz de la tierra, eso es lo que será, Robert.

—Posiblemente sea así durante cierto tiempo. He sabido que ha tenido magníficas ofertas desde Nueva York, Filadelfia y Boston. Un hospital llegó a proponerle como jefe de personal y otro como jefe de la División de Cirugía.

—Nunca conseguirá un puesto así, mi querido Robert.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Robert volviéndose rápidamente hacia ella.

Jane sonrió con profunda satisfacción.

—Yo me reúno con gente, Robert, para inclinarlos en tu favor. Durante las reuniones con las señoras de este miserable pueblucho he oído… insinuaciones…

—¿De qué? —Robert estaba ahora alarmado y turbado.

—No puedo decírtelo —dijo su madre frunciendo la boca—. Además no soy de ésas a quienes les gusta chismorrear, ni permito confidencias.

Robert la escudriñaba en silencio y fruncía el entrecejo. Tenía la sensación de que algo andaba mal respecto a Jonathan durante las últimas semanas, pero había desechado la idea creyéndola fruto de su imaginación. Sus nuevos colegas le trataban con amabilidad, pero notaba que cambiaban de expresión cuando mencionaba a Jonathan y eludían el tema. Había llegado a la conclusión de que puesto que Jonathan se iba, ya no tenía interés para el mundo médico en que se movía dentro de Hambledon, pues era un pueblo centrado en sus cosas y Jonathan ya no formaba parte de aquella sociedad cerrada.

—Es temible caer en las «Manos del Dios Viviente» —citó Jane con placer.

—Lo es, ciertamente —dijo Robert—. Madre, si has oído decir algo respecto a Jonathan, insisto en que me lo digas, pues es mi amigo.

Jane asintió con gesto sombrío.

—No es amigo de nadie. Se ha puesto contra todos, de modo que soy sumamente feliz sabiendo que se irá pronto, o tal vez le obliguen a irse. Eso es lo que he oído decir, Robert. Y las señoras, indignadas, insinúan que no se le permitirá ejercer la medicina en ninguna parte. Ciertamente…

—¡Por el amor de Dios! —gritó Robert de repente—. ¿De qué diablos estás hablando? ¿A qué chismes de señoras idiotas has prestado oídos?

Su madre se levantó con aire de dignidad ofendida, bajó los ojos ante su explosión de violencia y, olvidando sus bastones, se fue como si la precedieran los pregoneros. Robert hervía viéndola alejarse. Conocía a su madre, no le diría nada. La había ofendido gravemente. No le dirigiría la palabra durante días, salvo en casos de extrema gravedad, hasta que él se viera obligado a disculparse y ella encontrara su propio silencio insoportable.

Robert salió dando un portazo a la luz del sol caluroso de la mañana, y fue como si surgiera de una sombría tumba. Estaba turbado y ansioso. Pensó si debía decirle algo a Jonathan. Recordó que últimamente le había parecido muy despreocupado, agradable y amistoso, y que su lengua era menos mordiente. Jonathan, que conocía Hambledon más que Robert, con toda seguridad ya estaría advertido si algún peligro le amenazaba. Resolvió no confiar a nadie el maligno chisme de su madre. ¿Qué había hecho ella, realmente, más que repetir lo dicho por mujeres despreciables?

Su interés por Jonathan disipó la última hostilidad y distanciamiento que sintiera aquel día a la orilla del río y volvió a experimentar por él los mismos sentimientos fraternales y respetuosos. Si alguien había de extrañarlo en Hambledon sería Robert Morgan. «Tal vez», pensó Robert, «cuando se haya establecido en alguna otra parte me mande a buscar. Me gusta muchísimo Hambledon, pero si Jon me pide que vaya con él, lo haré».

El senador Kenton Campion salió de la hermosa casa victoriana de su hermana y echó una mirada hacia la enorme y monstruosamente fea casa del doctor Martin Eaton, pensando, como siempre, que si la suya era ridícula para Hambledon, la del doctor Eaton tendría que ser demolida en interés de la belleza pública, después de su pública condenación. Pensó que no era peor que otras casas sobre el River Road y que tenía unos jardines notoriamente hermosos y una preciosa vista del río, además de grandes extensiones de tierra, pero no dejaba de ser espantosa y era un insulto para la mirada.

Una criada le introdujo en la gran sala y en seguida apareció presurosa Flora Eaton, con un delantal de jardinería, la cara húmeda y el cabello despeinado. Tiró a un lado sus guantes de jardín y entró en la habitación con su vestido flotando alrededor de su figura angulosa.

—¡Querido, Kenton querido! —exclamó—. ¡Qué contenta estoy de verte! ¿Cómo está la querida Beatrice? Perdona mi aspecto, mis arvejas, sabes, con este tiempo no andan bien del todo. ¡Martin se sentirá tan feliz de verte! ¿Té helado, Kenton, o quizás… —y sus pálidos labios dibujaron una mueca traviesa— una gotita de algo?

—Una gotita de algo, querida Flora —dijo el radiante senador, envolviendo las delgadas manos pecosas de la mujer con sus cálidas palmas gruesas—. ¿Dónde está Martin?

Flora estaba sin aliento, como siempre, y hacía muecas en la forma que se había puesto de moda, movía los dedos, sacudía la cabeza, y movía convulsivamente los hombros. Al senador le disgustaba aquella moda que había sido copiada de las hermosas componentes del Sexteto de Florodora, si bien aquella agitada animación no resultaba repelente en una muchacha, aunque sí cansadora. No obstante, una señora de la edad de Flora debería saber comportarse, pensaba para sí. Le ponía nervioso. ¿Qué era lo que le recordaba, tanto ella como otras señoras? Alguna enfermedad. Sí, la de Parkinson.

Flora le informó atragantándose que su marido estaba en su estudio, como de costumbre por la mañana, pero le llamaría y podrían charlar cómodamente. Sus ojos hundidos giraban significativamente, los grandes dientes lanzaban destellos, los codos, manos, caderas, hombros, se movían hacia todos lados y no paraba de levantarse y bajarse sobre los dedos de los pies.

—¡No, no, querida Flora! —gritó el jovial senador—. ¡No pienso sacarte ni por un momento de tu hermoso jardín! Debía de haber llamado primero. Voy directamente al estudio de Martin. Asunto espinoso, querida, asunto espinoso nada apropiado para los oídos de una dama. Conozco el camino. ¡No te molestes, querida, no te molestes!

Le rozó afectuosamente el anguloso hombro y salió con mucha rapidez para un caballero de su circunferencia y volumen. Flora le miró con gesto lánguido. Era tan bueno, tan amable, tan dulce, tan distinguido. Buscó sus guantes y volvió corriendo al jardín, donde estaba preparando té para la tarde.

El senador trepó por las escaleras. Ahí también estaba todo cerrado, en penumbra, y el aire estancado olía a cera, barniz recalentado y polvo aromático. Pasó de un cuarto a otro, todos con las puertas cerradas, hasta que llegó al estudio, a cuya puerta llamó rápidamente.

—¿Martin? Soy Kent Campion. ¿Puedo verte unos minutos?

Oyó un crujido, un murmullo áspero y luego una especie de susurro que se acercaba. Se abrió la puerta y una figura alta apareció en el dintel, mirándolo seriamente. La cara que una vez fuera rellena, en un año se había hundido. Su cabeza calva ya no brillaba, la piel era amarillenta y apergaminada. Los ojos que una vez fueran azules y amables se habían oscurecido y estaban entrecerrados. Sólo quedaban la nariz grande y los labios gruesos, que no eran más que ruinas. Martin se apoyaba de forma lamentable en dos bastones y su costado izquierdo estaba casi completamente paralizado.

El senador miró a su alrededor. La compasión no era una de sus virtudes, pero en aquel momento sintió lástima. Recordaba alegres días festivos en aquella biblioteca y las risas y bromas varoniles, cuando ardía un gran fuego en el hogar de mármol y la nieve del invierno se acumulaba en las largas ventanas. Ahora sólo quedaban los recuerdos y sobre aquel escritorio, antes repleto de libros y carpetas médicas, sólo había una botella, un vaso y un cántaro de agua.

El senador, aún radiante, se sentó cerca del escritorio y pensó, pero sólo por un instante, que estaba aquí para tratar un negocio sucio y que hubiera deseado que no fuera necesario. Sin embargo, lo era de veras. Además, en cierta forma, hacía un favor a Martin. No había duda alguna de que el abatido doctor había estado pensando durante un año en vengarse y estaba ahora así porque no había podido lograrlo. Su querido amigo, el senador Kent Campion, venía a ponerle la venganza en las manos, y al pensar en eso volvió a sentirse alegre.

—Sí, sí, Martin, voy a tomar un trago. Gracias. Observó cómo el inválido tomaba otro vaso, lo observaba para ver si quedaban restos y luego lo llenaba con whisky y agua.

—Gracias —repitió el senador inclinándose hacia delante para tomar el vaso—. ¿Cómo estás, querido y viejo amigo?

—Esperando la muerte —dijo Martin lentamente. El senador se echó a reír alegremente.

—¡Oh, por favor, qué morboso estás! Naturalmente, bromeas. Todavía eres un hombre joven, Martin. Tienes el mundo por delante. Eres dos años menor que yo. ¿Por qué no te sientas afuera, en tu jardín, en ese maravilloso jardín tuyo? Es tan agradable en esa época, con esas maravillosas brisas frescas del río.

El doctor se había sentado dolorosamente y con sumo cuidado. Puso a un lado sus bastones, apoyó la mano derecha sobre la izquierda, que estaba paralizada y que parecía una garra. Miró al senador con unos ojos tan hundidos y casi cerrados que parecía que no tenían vida ni color.

—No me importa nada —dijo.

Levantó la botella y cuando el senador quiso ayudarle le rechazó con un gesto de agotamiento. Llenó su vaso, agregó un dedo de agua, se lo llevó a los labios y bebió como un hombre que estuviera muriendo de sed. El senador le miraba, maravillado de que pudiera beber tanto y no por primera vez aquel día.

—Ahora, Martin —le dijo con su habitual ampulosidad— tenemos que reaccionar, realmente tenemos que hacerlo, por el bien de nuestros… ah… amigos… nuestra… hum… comunidad… por nuestros… hum… seres queridos. Nos lo debemos a nosotros mismos, a los demás. No somos personas sin importancia. Somos respetados, admirados, necesitados. Nosotros…

—Cállate, Kenton —le interrumpió con voz cansada y la mano derecha volvió a inclinar la botella sobre el vaso—. ¿Qué quieres? Siempre quieres alguna cosa.

—¿Te parece amable eso? —dijo Kent Campion, que sonreía cordialmente. Bebió de su propio vaso tratando de no fijarse en la capa de impresiones digitales que lo cubría—. Hemos pasado muchas horas felices en esta habitación, mi querido Martin, muchas horas. Te extrañamos, extrañamos aquellas horas felices. Vamos a volver a vivirlas, te lo prometo, cuando todo esto haya sido olvidado y… hum… consumado.

Un hombro delgado y ancho se movió debajo de la bata y sus ojos moribundos se fijaron atentamente en el político. Trataba de perforar la semioscuridad y el senador, perceptivo como todos los políticos, era consciente de aquella concentración sobre su persona, de la súbita observación vigilante. Acercó su silla al escritorio.

—Estoy aquí para traerte la satisfacción con que has estado soñando durante meses, Martin, durante meses. Sucederá un milagro que llenará de paz a tu corazón y te devolverá la salud.

—Sigue —dijo la desfalleciente voz, esta vez un poco más viva.

—Jonathan Ferrier —dijo el senador.

Esperó alguna señal de emoción al oír el nombre odiado, un temblor del lado no paralizado de la cara, una exclamación, un tenue grito, tal vez un movimiento involuntario. No ocurrió nada. Martin Eaton continuó mirándole durante un largo rato con aquellos ojos sin decir una palabra. Finalmente giró rígidamente la cabeza con su calvicie amarillenta y miró las ventanas cerradas. Parecía haberse olvidado completamente de su visitante.

—Jonathan Ferrier —repitió el senador, pensando que Martin había perdido la razón y se había olvidado de su nombre.

—Ya te he oído —dijo Martin sin dejar de mirar hacia las ventanas y sin hacer el menor movimiento.

El senador tosió.

—El hombre que todos seguimos creyendo que mató a tu sobrina y al hijo que aún no había nacido.

Bueno, ¿qué diablos le pasaba a este tipo?

—¿Todavía lo creéis? —preguntó Martin con voz distante y apagada.

—¡Claro, claro, querido amigo! Nadie cree que sea inocente. Corren rumores de que compró a algunos miembros del jurado.

Martin volvió a cerrar la mano derecha sobre la izquierda y lentamente, muy lentamente, se frotó la carne seca sin mirar ni por un instante al senador. Su boca color ceniza temblaba incontrolablemente, lo que llenaba de satisfacción al senador, pues ahora estaba seguro de que así expresaba su dolor y su inconsolable pena.

—No compró a los jurados. Eran hombres decentes —dijo por fin Martin.

El senador frunció las cejas.

—Ah, bueno, tú sabes lo que son los rumores, Martin. Yo nunca les presto oídos, pero ¿quién puede detener las lenguas? ¿Y… aquellas viejas historias? Pero sabemos que Ferrier fue culpable, y tú también lo sabes. ¿Acaso no te levantaste en la sala del tribunal cuando se leyó el veredicto, y gritaste: No, no?

El caído pecho que fuera una vez macizo y fuerte se levantó ostensiblemente y el senador esbozó una leve sonrisa. Se veía que el viejo odio seguía quemando allí, a pesar de la cara muerta y pasiva, la cabeza apuntando hacia otro lado y los ojos que se ocultaban.

—Sí —dijo Martin—. Lo hice.

—De modo que sabías que era culpable.

—Era culpable —musitó Martin luego de un silencio largo y opresivo.

—Bueno, pues —dijo Campion con reverdecida satisfacción— ahora tengo buenas noticias para ti. ¿Me escuchas, Martin? Sí. He oído decir que Ferrier ha decidido permanecer en Hambledon después de todo, para destruir y dañar a su voluntad, para refregarnos sus crímenes por la cara. Pero hemos decidido que esta pequeña ciudad no puede seguir siendo difamada y avergonzada por su presencia. Hemos… estado trabajando no sólo para que le revoquen la licencia en todo el territorio del Estado, sino para que se la retiren permanentemente y en todas partes. ¿Quién le va a dar abrigo y privilegios cuando la Soberana Comunidad de Pensilvana no le permita ejercer nunca más y le expulse?

Esta vez la arruinada cara se volvió casi con rapidez hacia el senador. Por primera vez apareció en ella un agudo destello debajo del hueco de los ojos, una llama intensa y fija. El senador hizo un amplio gesto.

—Sí, querido y viejo amigo, sí.

—Es un médico —dijo Martin.

Ésta no era exactamente la respuesta que esperaba el senador.

—Bien —dijo haciendo un movimiento con la mano—. Pronto dejará de serlo.

Miró a Martin mientras encendía uno de sus macizos cigarros y luego depositó el fósforo en un cenicero de bronce. Martin vigilaba cada uno de sus movimientos como si se sintiera poderosamente fascinado.

—Con tu ayuda, Martin.

Martin había fijado la mirada en el cigarro y los labios volvieron a temblarle.

—Todo lo que has sufrido por su culpa —dijo el senador— será vengado. La pobre y adorable Mavis será vengada. Te lo prometo, mi querido amigo, te lo prometo.

Pero, para consternación del senador, la cabeza grande y arruinada comenzó a moverse de un lado a otro, en una rotunda negativa.

—Él es médico —volvió a decir Martin.

—¡Sí pero… qué médico! —dijo el senador humedeciéndose los labios—. ¡Y cómo te pagó el afecto paternal que le brindaste, el apoyo, las presentaciones, el orgullo, la bondad! ¡Te pagó todo eso con odio y con el asesinato de esa adorable muchacha que era la alegría y la delicia de tu corazón!

La ardiente llama que brillaba en los ojos de Martin se atenuó, convirtiéndose en lágrimas.

—No —insistió Martin.

El senador se quitó el cigarro de la boca, soltó una densa nube de humo y preguntó con amabilidad:

—¿No, qué?

Los labios temblorosos se pusieron firmes y comenzó de nuevo la lenta negativa.

—No tendrás mi ayuda —dijo Martin.

—Vamos —sonrió Kenton Campion—. Sé que es doloroso para ti, querido amigo. Sé que no deseas que sean exhumadas las viejas penas. Pero tienes que ser valeroso. ¿Te has olvidado de Mavis? Ah, ¿quién sería capaz de olvidar aquella visión de hermosura, alegría y risas? No su devoto… tío, que la adoraba. Se fuerte, Martin, ésta es la última batalla y Mavis será vengada.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó Martin.

—Te traeré los testigos aquí, Martin. Louis Hedler, Humphrey Bedloe, para que des el testimonio que no diste ante el tribunal. Sabemos desde hace tiempo que conocías algo que hubiera servido para condenar a Ferrier, pero que no quisiste decirlo tal vez a causa de tu viejo… interés… en su madre. Viejas amistades. Un corazón tierno había sufrido lo bastante: tu corazón. Sí; sabíamos que deliberadamente no diste testimonio en un asunto crucial y que mantuviste tu silencio. No quiero que lo guardes más, querido amigo. Quiero que digas a tus amigos lo que sabes para descargar por fin tu corazón y para que la justicia caiga por fin sobre ese asesino.

La contestación fue un seco susurro.

Doble perjuicio.

—Sí, lo sé —dijo el senador ya con impaciencia y volviendo a agitar su cigarro—. No puede ser juzgado otra vez por el mismo crimen, pero tu testimonio va a convencer a Hedler, que está demostrando ser un poco rebelde a pesar de lo que ha sufrido por culpa de Ferrier, para que nos permita traer a dos prominentes miembros de Filadelfia de la Junta Médica del Estado. Ya tienen muchas pruebas, ¿pruebas, diremos?, pero la tuya será la más convincente de todas.

—¿Pruebas?

—Oh, no del crimen, sino de otros, suficientes para hacer saltar a Ferrier del país y mandarlo al fin de la Tierra.

Los ojos volvieron a brillar como lenguas de fuego y la voz salió sin entonación.

—¿Qué te ha hecho a ti, Campion?

El senador tuvo un sobresalto y miró fijamente al agobiado médico. La sonrisa desapareció.

—Bastante, Martin, bastante. Me ofendió terriblemente, y también quiero vengarme. Pero no voy a cansarte con mis problemas, ya tienes bastante con los tuyos. ¿Cuándo te traigo a los testigos?

¿Era acaso una sonrisa amarga e irónica lo que apareció en los labios agónicos de Eaton? El senador no sabía qué pensar, pero oyó una única palabra.

—¡No!

El senador estaba enojado, asombrado e incrédulo. Había una firme determinación en esa palabra, una gran fuerza.

—¿No, Martin? ¿Después de todo lo que le hizo a Mavis, lo que te hizo a ti, nada más que por crueldad, perversión y odio?

—Vete por favor, Campion —dijo Martin.

Las cejas del senador se levantaron y quedaron en esa posición. Observó el brillo de su cigarro mientras sonreía reflexivamente. Su boca grande y roja se retorcía como si estuviera pensando en algo delicioso.

—¿No nos ayudarás, Martin?

—No, y no. Eso es todo.

El senador suspiró, se recostó en su silla de cuero y miró hacia el techo.

—En mi profesión —dijo— es sumamente necesario conocer los secretos que la gente lleva en el corazón, sus pensamientos, sus emociones, sus deseos. Mavis era una muchacha adorable, pero tenía sus defectos, sus pequeñas extravagancias. Siempre se escudaba detrás de ti, Martin, sostenida y devotamente cuidada por ti. La querías más que a nada en el mundo. Nunca querías oír nada malo de ella, ni siquiera de la querida Flora, que es una mujer ejemplar. Sí, sí, tengo los oídos siempre atentos y nunca me olvido de nada. Mavis fue para ti un ángel de luz, adorada y honrada, y su nombre debía mantenerse inmaculado. Te hubieras dejado matar por Mavis.

Una respiración ronca llenó la habitación cerrada y polvorienta.

—Sí —dijo Martin Eaton, y la mano viva volvió a aferrar el borde del escritorio—. Es cierto.

—Ninguna palabra mala debía tocar a Mavis, mancharla o disminuirla.

—No —dijo Martin, y la respiración se hizo más audible y rápida.

El senador suspiró y sacudió la cabeza.

—Martin, me destroza el corazón lo que voy a decirte. Pero si no quieres ayudarnos debo, en mi tenaz búsqueda de la verdad, traer de nuevo el nombre de Mavis a la consideración pública, a la risa y a las especulaciones del público, a la calumnia. Y tú nombre también.

La gran figura postrada detrás del escritorio se agitó como si una gran mano la hubiera agarrado furiosamente. Los labios muertos se abrieron y cerraron silenciosamente. Los ojos apagados se abrieron mucho y echaron llamas.

«De modo que he logrado conmover al postrado degenerado», pensó satisfecho el senador, y continuó sacudiendo la cabeza y suspirando.

—Ya sabes cómo hablan las mujeres, Martin. Mi esposa fue la amiga más íntima de la mujer de tu hermano, Hilda Eaton. Se confiaban mutuamente, no tenían confianza con ninguna otra persona, y se escribían cartas. Eran como hermanas, más íntimas aún que si lo fueran. Mi esposa quedó abrumada de dolor cuando murió Hilda. Mi Henrietta querida, con ese corazón de oro, alma pura y cariñosa. Yo la consolé, como lo hace cualquier buen esposo. Y entonces fue cuando me lo dijo.

—¿Qué? —La palabra salió como un áspero gruñido.

—Que Mavis —dijo el senador afectando una expresión de delicadeza— ERA HIJA TUYA, no de tu hermano. Que Mavis era el resultado de un… hum… adulterio. No te condeno por ello, mi querido y viejo amigo, pero Hilda se parece a Marjorie Ferrier, ¿no es así?, y tú siempre… bueno… admiraste a Marjorie Ferrier y habías querido casarte con ella. Demos las gracias que tu hermano muriera sin saberlo y que tú y Flora adoptaran a Mavis y la trataran públicamente como una hija. Fue un gesto noble y digno de aprecio, Martin, y te admiro por eso. No, no, ningún otro ser viviente sabe la verdad, excepto tú y yo, y esa verdad quedará sellada en mis labios y nunca saldrá a la luz, a menos que tú me obligues. No acepto negativas, Martin.

Campion miraba al derrumbado Martin con una luz funesta en los ojos, y su amplia sonrisa era maligna. Pareció como si las últimas fuerzas que quedaban a Martin Eaton se hubieran puesto en movimiento violentamente. Entonces habló en voz alta y casi normal.

—No tienes pruebas y, te voy a demandar por difamación —le dijo mirándole fijamente con los ojos llameantes y llenos de odio.

—Hazlo, pero tengo pruebas, Martin. Comprenderás que un político conserva todas las cosas que puedan serle útiles en el futuro. No importa que sean insignificantes, con el tiempo pueden convertirse en una pepita de oro. Por eso persuadí a Henrietta para que lo escribiera de su puño y letra, como una especie de «confesión» que ella había ocultado durante tanto tiempo. Henrietta tenía un alma muy piadosa, pero no se sentía conmovida porque Hilda hubiera estado enamorada de ti y que tú la amaras. Había cierta dureza en el alma de Henrietta. Creía que tú habías «traicionado» a la bonita Hilda y que la habías seducido apartándola de su esposo. ¿Tengo que ser más detallista? Entonces induje a Henrietta a manifestar por escrito su propia indignación por el destino de su amada amiga y porque ésta no se hubiera atrevido a proclamar abiertamente la verdadera paternidad de su hija. Henrietta no le reprochaba nada a Hilda. No culpaba tampoco al traicionado esposo, ni a Flora. Te culpaba solamente a ti —y el senador mostró una risita indulgente— al seductor de una inocente, el destructor de un hogar lleno de amor, el despojador. —El senador seguía sonriendo suavemente—. «No cometerás adulterio». Para mi Henrietta era un delito peor que el homicidio. Ese mandamiento estaba por encima de los demás. ¡Hilda, la amiga de Henrietta, no podía haber cometido adulterio! Pero tú te habías impuesto sobre ella. Es un misterio para mí cómo Henrietta llegó a esa conclusión, pero tú sabes qué castos son los corazones de las mujeres. No pueden creer que una buena esposa traicione a su marido, de ninguna manera, a menos que las «fuercen» a hacerlo.

Acarició con las manos la seda de su bien cortado chaleco y miró al agobiado médico con un aire de tristeza y benignidad.

—Martin, a menos que nos ayudes, que nos digas lo que sabes, el nombre de Mavis quedará desprestigiado para siempre. A ti no te importa nada de ti mismo, pero sí te importa Mavis. Tienes que elegir: o la memoria de Mavis o el castigo de Jonathan Ferrier. —Se enderezó en su silla—. Sabiendo lo que sabes sobre él, ¿cómo puedes negarte a ayudarnos? ¿Cómo puedes negarle a Mavis la justicia que su alma debe anhelar? ¡No puedo creerlo! ¡No puedo entenderlo! —Diciendo esto, dio un golpe sobre el escritorio con su carnoso puño, como si estuviera ciego de rabia.

La cara del médico era el vivo y gris retrato de una extrema agonía. Se le había abierto la boca y se le veían los dientes, brillando tenuemente en la luz opaca. Jadeaba ásperamente y miraba al senador con un gesto ansioso de miedo, odio y desesperación. El senador le devolvía la mirada con expresión de severidad e indignación.

Entonces, muy lentamente, la mano sana abrió un cajón y sacó un pedazo de género blanco, que depositó sobre el escritorio. Los dos hombres lo miraron con interés. Finalmente, el doctor hizo un gesto débil y el senador lo tomó en sus manos. Era un objeto liviano y metálico dentro de su envoltura de tela. El senador desenrolló la tela y se encontró con un curioso instrumento o herramienta en la mano. Se inclinó para examinarlo con más cuidado. ¿Qué era, un cuchillo, un cuchillo corvo, un instrumento médico? Entonces vio un nombre inscripto sobre el mango: Jonathan Ferrier.

—¿Qué es? —preguntó. Notó que el borde estaba mohoso y el instrumento pegajoso, con una viscosidad que databa de mucho tiempo atrás.

—Una legra —dijo Martin Eaton como si se estuviera muriendo.

—¿Legra? ¿Qué es eso?

—Un instrumento de cirugía. Para raspar la matriz de una mujer. —La respiración se hizo más desacompasada y aguda.

—¡Ah! —exclamó el senador.

—La sangre de Mavis… sobre él —dijo Martin Eaton—. Ella me lo trajo, me lo dio… antes de morir.

Se echó atrás en su silla y lanzó un gruñido. Hizo girar la cabeza y fijó los ojos en el techo.

—La sangre es suya. Ella me lo trajo, él… lo había puesto sobre la mesa… y ella lo cogió.

Apuntó ciegamente hacia la envoltura de tela y esta vez el senador se echó para atrás. La tela conservaba ciertas manchas, oxidadas.

—¡Dios mío! —exclamó el senador con voz apagada.

Había querido conseguir pruebas, pero no tan horribles como aquélla. Volvió a envolver rápidamente la legra y dijo con voz que reflejaba auténtica repugnancia:

—¡Y usó esto con esa pobre muchacha indefensa, para matarla a ella ya su hijo!

Antes no lo había creído, pero lo creía ahora, o se obligaba a sí mismo a creerlo. La mano viva del doctor Eaton se extendió hacia el envoltorio, lo tomó y volvió a echarlo dentro del cajón, que cerró rápidamente con llave. Los dos hombres se miraron, el doctor jadeaba como si hubiera luchado durante largo rato contra algo formidable. El senador estaba aturdido.

—Gracias, Martin —dijo por fin Kenton Campion levantándose con aire de satisfacción—. Perdóname por haberte presionado. Era necesario, por el bien de Mavis, de ti mismo y de Hambledon. Tan pronto como puedan venir los testigos te lo haré saber. Querrán consultarte personalmente.

—Fuera de aquí —dijo el doctor Eaton cerrando los ojos.

El senador se retiró sonriendo cortésmente. En el vestíbulo de abajo sólo encontró a la criada, que lo acompañó hasta la puerta.

Hasta mucho tiempo después de la salida del senador, Martin Eaton permaneció sentado en su silla, cerrando y abriendo el puño derecho y mirando al vacío. Su respiración pesada se hizo más normal, pero le quedó la boca parcialmente abierta. Miró su sombrío estudio como si no hubiera estado allí nunca, examinando cosa por cosa. Dijo en voz alta: «Mavis, Mavis», y volvieron a humedecérsele los ojos. Después dijo: «Jon, Jon».

Miró el teléfono, fue a cogerlo, se acordó del senador y retiró la mano, pero continuó mirándolo durante un rato largo, con su mente enferma en un estado de verdadera turbulencia.

—¡Hilda, Marjorie, Marjorie! —gruñó por fin.