Una niebla gris flotaba sobre las ciudades del valle. No había llovido desde hacía casi tres semanas. El río iba bajo y las corrientes afluentes estaban secas, con sus lechos llenos de guijarros que brillaban al sol. El césped tenía un color marrón en el pueblo, pero en las laderas de las montañas, donde aún brotaban los manantiales y las profundas cascadas, la hierba era verde y las flores ardientes. El aire estaba completamente inmóvil, como si fuera la víspera de una conflagración, pero pese a los constantes anuncios de lluvia y tormenta nada se movía y los árboles prematuramente secos llenaban las zanjas con montones de hojas doradas. Todo el mundo se sentía abrumado por una languidez enfermiza y los niños enfermaban o morían en número sin precedentes.
—Les repetimos hasta el cansancio —decía Robert, agotado, a Jonathan Ferrier— que hiervan el agua y la leche que dan a los niños, que conserven la mantequilla y los alimentos perecederos con hielo y ellos sonríen con suficiencia y nos hablan del «cólera de verano» o de la «enfermedad veraniega», aun cuando sus hijos enferman y mueren, o se deshidratan a fuerza de vómitos y diarrea. Consideramos que la diarrea es la causa principal de las muertes de los menores y hasta de los mayores, pero no podemos conseguir que la gente tome precauciones.
—Así como Lester, Pasteur y Semmelweiss lucharon contra la apatía y la estupidez pública durante toda su vida —dijo Jonathan— yo he luchado para que se sacrifique el ganado tuberculoso. Ahora me llaman «el enemigo de los granjeros pobres», pues intento quitarles sus preciosos animales por «capricho». He tratado de que la Junta de la Salud prohíba la venta de la leche que no esté pasteurizada, que exija la pasteurización universal, y no soy más que un «caprichoso novelero». He sido amonestado por esa congregación de imbéciles, la Sociedad Médica del Estado, que trató de revocar mi licencia hace poco menos de un año. Hay una norma que este mundo idiota quiere mantener vigente: que «nunca se moleste al pueblo». No les provoque nunca preocupación alguna, no atraiga su atención hacia las charlatanerías o los manejos sucios de los políticos, no le pegue una patada en el culo a un héroe popular, no pida que hagan algo por el bien de su comunidad, no exija que practiquen cualquier tipo de higiene, no insinúe que es necesario, por el bien de su país, que echen una mirada atenta sobre Washington. No predique nunca el desastre. No diga nunca la verdad, sólo así podrá vivir una vida tranquila.
—Bueno, ya lo dijo San Pablo: «Nunca des puntapiés contra el aguijón» —replicó Robert secándose la cara, que tenía una palidez poco frecuente a causa del calor y la fatiga—. Los aguijones son siempre la opinión y la voluntad pública.
—Sí… —dijo Jonathan—. Para decirlo en términos modernos, nada se puede hacer frente a la Municipalidad. Bien, he estado peleando contra la Municipalidad durante toda mi vida y ése es precisamente el único placer que me permito aparte de una o dos señoras amigas. Tal vez no se pueda derrotar a la Municipalidad, pero siente que le hierve la sangre y de vez en cuando se le puede asestar un golpe. ¿Cuántos niños han muerto de los que nosotros atendemos?
—Ocho.
—Y lo único que nosotros podemos ofrecer son calmantes y consejos para sus madres. Las salas infantiles de los hospitales están llenas, pero ni siquiera en los hospitales hierven la leche y el agua. Uno de estos días vamos a tener una hermosa epidemia de tifus, a menos que se haga algo para purificar el agua en sus fuentes o que la gente la hierva. Es una cosa extraña. Nosotros los médicos luchamos toda la vida tratando de educar a la gente para que conserve la vida y la gente invariablemente se ríe de nosotros y se mata, con la ayuda de ciertos médicos chambones. Recordará que en 1873 Sir John Erichsen, el eminente clínico y cirujano, dijo: «El cuchillo no podrá seguir encontrando eternamente nuevos campos de conquista, tiene que haber ciertas zonas de la estructura humana que permanezcan para siempre vedadas a sus invasiones, por lo menos en manos del cirujano». Pocas dudas caben de que ya hemos alcanzado casi, aunque no del todo, estos límites finales: el abdomen, el pecho y el cerebro serán por siempre inviolables a la intrusión del cirujano humano y prudente. Sin embargo, los médicos de hace miles de años «invadieron» este terreno y muchos de sus pacientes siguieron con vida. Ahora también «invadimos». Alégrese, a pesar de toda la estupidez ambiente, adelantamos un poco.
»Ya tenemos la anestesia raquídea gracias a James Leonard Corning, de Nueva York, desde 1885, y nos preocupamos, aunque a tientas, por las leyes mendelianas. Un día de éstos, tal vez muy pronto, podremos efectuar transfusiones sin peligros. Sí, estamos adelantando. Ahora tenemos Departamentos Estatales de Salud y podemos esperar que se ponga fin de alguna forma a la mortalidad fruto de la ignorancia, pero podemos estar seguros de que surgirán como hongos nuevas estupideces, al mismo tiempo que se eliminen las antiguas. LA RAZA HUMANA NO APRENDE NUNCA.
—Veo que no es usted utópico.
—Claro que no, ningún hombre cuerdo lo ha sido ni podrá serlo jamás. Eso presupone un cambio en la naturaleza humana, que no ha variado en lo más mínimo en todo el curso de la historia escrita. Además, sería terriblemente aburrido. ¡Imagínese un mundo en el que todos sean felices! De la felicidad jamás ha surgido un gran cuadro, un gran libro, una gran idea, una gran estatua, una gran sinfonía. La felicidad no ha inventado nunca nada, no es más que un constipado mental. Pero la infelicidad, el «descontento divino», libera energía humana y creatividad, aunque también libera a la bestia humana. Si bien revela el rostro de Dios, muestra también al Demonio a todo color. Prefiero la actividad a la «felicidad». ¿Recuerda lo que dijo Emerson?: «Toda reforma es solamente una máscara, a cuya sombra se cobija una reforma más terrible, que no se atreve aún a dar la cara». Es cierto. Pero yo sigo inclinándome por la reforma, buena o mala.
—Iconoclasta —dijo Robert suspirando, y llamó al próximo paciente.
—Bueno, pero siguiendo el pensamiento de Emerson, uno de estos días los viejos ídolos se van a derrumbar y puede ser que en su lugar tengamos a unos cuantos temibles Molochs.
La isla sobre el río tranquilo era más fresca que la tierra firme. La tenue brisa apenas movía las hojas de los árboles y penetraba por la ventana.
Jenny estaba en la biblioteca leyendo, con las persianas casi cerradas. La gran habitación en penumbra daba una sensación de frescura, pero el tapizado de cuero se le pegaba al cuerpo y tenía la cara húmeda. Llevaba una falda fina color marrón y una blusa abierta a la altura de la garganta. Se había hecho un peinado alto para no sentir tanto el calor. Harald no entraba nunca en aquella habitación, que era para ella una especie de santuario, igual que algunas pequeñas cavernas ocultas en la isla donde a menudo se ocultaba y cuya existencia no conocía Harald, que tampoco sentía mucha curiosidad por las cosas de la isla.
La puerta se abrió y, para consternación y enojo de Jenny, entró Harald, con gesto reservado, aunque sonrió amablemente cuando sus ojos se encontraron con los de Jenny. Llevaba una hoja de papel en la mano, cuando Jenny se levantó para irse, la detuvo.
—Por favor, concédeme un instante, Jenny, esto es muy importante para ti. Para ti. Son borradores de papeles de carácter legal.
—Consulta a mis abogados —dijo Jenny cerrando su libreta de notas y disponiéndose a salir.
—Ya lo he hecho, y estos papeles son el resultado. Por amor de Dios, Jenny, esto es sumamente importante para ti.
—Nada que puedas decirme… —dijo Jenny, pero no se retiró. Continuaba mirándole sobriamente mientras él avanzaba.
—No se trata de lo que yo diga, Jenny, es lo que digan tus abogados y los míos. —Se sentó cerca de una mesa.
Los ojos castaños de Harald escudriñaban gravemente a Jenny y ella se sintió impresionada a pesar de sí misma. Se acomodó rígidamente en el borde de su silla y enlazó las manos sobre las rodillas. Miraba fijamente un punto de la amplia frente de Harald, con repugnancia y odio.
Harald tomó los papeles y se puso a estudiarlos sin dirigir para nada la mirada a Jenny.
—Jenny, tú sabes que no quiero esta isla. Detesto la parte del testamento de tu madre que establece que debo permanecer por lo menos siete meses consecutivos aquí o perderé los atractivos ingresos provenientes de su opulenta herencia, que debo mantener en depósito para ti y que será tuya cuando yo muera. Mis ingresos llegan a los treinta mil dólares por año, algunas veces a mucho más, depende de los dividendos que den las inversiones realizadas. No es una suma que se abandona sin más.
—¿Piensas abandonarla? —preguntó Jenny aturdida—. ¿Quieres decir que… dejarás la isla… para siempre?
—Eso está enteramente en tus manos, Jenny.
No podía creerlo. Las líneas tensas de su rostro juvenil se distendieron con una sensación de asombro y trémula esperanza. Al notarlo, Harald se sintió invadido por un dolor y una tristeza muy profundos. Miró atentamente los papeles que tenía en la mano.
—Sabrás, Jenny —dijo con una voz muy afable— que me estoy dando a conocer como artista famoso. Eso no te interesa, ya lo sé, pero me fue muy bien en Filadelfia. Tengo pedidos muy importantes y puedo vender todo lo que produzca, pero no quiero quedarme aquí, pues este lugar me sofoca. Sé que eso te ofende, pero es así. Cuando vivía tu madre no permanecíamos aquí períodos muy largos. Viajábamos, éramos libres, teníamos momentos muy felices…
Jenny profirió un sonido ronco, y Harald levantó la vista, advirtiendo en el rostro de la muchacha una densa amargura y un súbito avivamiento de su emoción.
—Sí, así fue, Jenny. Tu madre y yo fuimos muy felices juntos, aunque tú no quieras creerlo. Fue un acuerdo satisfactorio para los dos. Un acuerdo mutuo. Yo quería mucho a tu madre. ¿Qué dices? —preguntó al repetir ella el ruido ahogado.
—No importa, Harald. No me interesan tus «momentos felices» con mi madre. Sigue con el importante negocio. Has dicho que quieres irte.
—Sí. —La tristeza que le invadía era como una antigua dolencia para él y el ansia que sentía por tener a Jenny para sí era el apetito más voraz que había sentido jamás—. Ahora bien: si me voy, pierdo todos los ingresos que tengo por herencia, estoy dispuesto a hacerlo con una condición. He confeccionado un contrato, un contrato contigo. Es cierto que aún eres menor de edad, pero los juristas actuarán en tu nombre si das tu consentimiento. —Harald sabía bien que no era cierto—. Cuando me vaya para siempre entrarás inmediatamente en posesión de los millones que dejó en depósito tu madre. Voy a resumir. Si tú, cuando tengas en tu poder ese dinero, me das solamente trescientos mil dólares, voy a renunciar a mis derechos a los ingresos vitalicios de la herencia, una suma global de trescientos mil dólares y yo te dejaré tanto el dinero como la isla. ¿Me entiendes?
—Sí. —Estaba más asombrada que nunca. Comenzó a temblar de esperanza y sintió una creciente alegría.
—¿Quieres leer estos dos contratos, el tuyo y el mío, ahora mismo?
—Sí, por favor.
Extendió la mano y él se acercó más para dárselos. Las manos de Jenny temblaban, pero los leyó con voz clara y firme:
Yo, Jenny Louise Heger, convengo por este documento en entregar a Harald Farmington Ferrier, la suma de trescientos mil dólares de la herencia de mi difunta madre, Myrtle Schiller Heger Ferrier, que quedará en mi posesión cuando el mencionado Harald Farmington Ferrier renuncie a todos sus derechos, a los ingresos que obtiene de la herencia y abandone su residencia en la isla llamada Heart’s Ease para no volver jamás. Me dejará en posesión plena de la residencia y la herencia, sin poder reclamar nada y bajo juramento escrito de que ha hecho renuncia de todos sus derechos a dicha residencia y herencia para siempre, por propia voluntad y deseo.
Jenny recorrió rápidamente el papel sospechando algún engaño. Luego leyó el contrato de Harald:
Contra entrega de la suma de trescientos mil dólares ($300 000) de la herencia de mi difunta esposa, Myrtle Schiller Heger Ferrier, renuncio por este documento a todos mis derechos sobre la referida herencia y a la residencia llamada Heart’s Ease, y abandonaré dicha herencia y la residencia para siempre…
Jenny lanzó un suspiro largo e inteligible. Miró a Harald con una expresión casi sonriente.
—Mañana —dijo él— tendremos que ir a ver a los abogados y firmar estos contratos ante testigos. ¿Estás dispuesta?
—¡Sí, sí! —exclamó ella fervorosamente.
Harald extendió la mano y Jenny le entregó los papeles. Luego se quedó silencioso, mirándola. El rostro de la muchacha era suave, joven y en aquel momento tenía una expresión dulce, parecía poseída por un sueño extático. La miró durante largo rato. ¿En qué podría estar pensando aquella tranquila y enigmática muchacha, tan joven, ingenua y espiritual, para que su rostro brillara tanto y sus labios pálidos estuvieran tan rosados?
—Espero que entiendas que éste es un gran sacrificio para mí, Jenny —dijo por fin.
Ella se sobresaltó y le miró por un instante sin reconocerlo.
—¿Sacrificio?
—Sí. Ese dinero representa para mí apenas diez años de renta de la herencia de tu madre. Tendré solamente cuarenta y tres años —si es que sigo gastando treinta mil dólares al año como lo he estado haciendo— cuando el dinero haya desaparecido. ¿Aprecias ese sacrificio, Jenny? Gozo de muy buena salud y podría vivir hasta los setenta años en esta isla, y la renta seguiría llegándome constantemente, con probables aumentos. Cientos de miles de dólares como mínimo. Sí, estoy dispuesto a dejarlos para complacerte.
—A mí… me ha parecido que decías que este lugar te sofoca.
Harald sonrió y sus ojos castaños la miraron con amabilidad.
—Así es, pero aun así tengo cinco meses libres para ir a donde quiera y seguir recibiendo el dinero y la seguridad. ¡Un hombre puede aguantar muchas cosas por treinta mil dólares por año durante toda su vida!
Jenny se sentía confundida y le miró ceñuda, tratando de comprender.
—Me has hecho muy dolorosa mi estancia aquí, Jenny.
—¿Dolorosa? —preguntó ella sonrojándose desmesuradamente.
—Sí. Pero, aun así, se puede soportar mucho dolor por treinta mil dólares por año hasta el fin de la vida. ¿Qué son diez años de ingresos y la libertad comparados con eso?
—Y entonces… ¿entonces por qué lo haces?
Harald puso los papeles sobre la mesa y los miró. Su perfil era sombrío, con una expresión que ella no le había visto nunca antes. Por primera vez no sintió desagrado por su hermosura ni repugnancia por su cabellera rizada, pero la idea de no volver a verle más, de no volver a escuchar su voz o sus pasos, la hacía temblar de ansiedad.
Harald comenzó a hablar lentamente mirando los papeles, como si leyera lo que decía.
—Jenny, ya te he dicho que has hecho que me resultara doloroso cada momento vivido aquí. Has sido ruda y desagradable conmigo, incluso diría salvaje, desde que murió tu madre. Antes eras amistosa y casi te reías conmigo. Quizá te hayas sentido amargada por su testamento y, en cierta forma, no te lo reprocho. Yo me habría sentido igual en idénticas circunstancias. Es una afrenta para una hija única, pero tu madre te quiso muchísimo, Jenny. Nunca he podido comprender ese testamento. Quise que Myrtle lo cambiara…
—¡Lo sé! —Ahora su rostro se tornó oscuro y furioso—. ¡Sé que escuchaste que ella me decía, en el vestíbulo, que sabía que había cometido una injusticia conmigo y que iba a cambiar su testamento! ¡Y eso pasó sólo dos días antes de que muriera!
Harald no demostró sorpresa, pues su madre le había revelado aquello unos meses antes.
—Sí, es completamente cierto, Jenny, y yo me sentí contento.
—¡Contento! —Jenny se puso en pie de un salto, inclinándose hacia él con violenta furia y hablando con los dientes apretados—. ¡Estabas tan contento que tú y tu hermano os pusisteis de acuerdo para matar a mi madre antes de que cambiara el testamento! ¡Los oí a los dos! ¡Y él lo hizo! ¡Lo hizo, ese asesino!
Harald se puso intensamente blanco. Se levantó muy lentamente y se le enfrentó. Trató de hablar, se humedeció los labios y probó de nuevo. Su propia voz le sonó extraña.
—¿Estás loca, Jenny? ¿Has perdido la razón? —Sus ojos se dilataron y quedaron fijos como ámbar.
Ella hizo una mueca que le deformó el rostro.
—¿Acaso crees que me importa ese dinero? ¿Crees que es importante para mí? ¿Crees que estaba enfurecida por el testamento de mi madre? ¡Ese dinero era suyo! ¡Suyo! ¡Podía hacer con él lo que le diera la gana, en cuanto a mí se refería! ¡Para mí no significaba nada, nada en absoluto! Pero su… su vida lo era todo para mí y la asesinasteis para impedir que cambiara su testamento. ¡Tú puedes mentir una y otra vez! ¡Has sido mentiroso toda tu vida! ¡Pero nada podrá alterar nunca la verdad!
Harald miró involuntariamente la puerta cerrada con expresión dolorida y alterada.
—Jenny, baja la voz. ¿Cómo puedes pensar eso de mí y de Jon? —Era él quien temblaba ahora—. De modo que era eso lo que andaba mal desde que murió tu madre. Jenny, Jenny, estás loca. Créeme, estoy convencido de que estás loca.
—¡Loca! —Echó hacia atrás la cabeza con tanta furia que le sobresalieron los músculos del cuello como si fueran blancas sogas. Se echó a reír, con un sonido corto y estremecedor—. ¿Es eso todo lo que puedes decir sobre tu crimen, pues bien sabes que eres culpable? ¡Tú y tu hermano, el doctor!
La cogió por un brazo y la sostuvo, y cuando ella trató de soltarse lo apretó más.
—Escúchame, idiota —le dijo en voz baja—. Escúchame a mí en vez de escuchar tus locas fantasías. Tu madre murió de un ataque al corazón. Desde hacía meses sabía que iba a morir, pero no quería que tú y yo lo supiéramos. Hizo que mi hermano le prometiera no revelarlo. Pero al morir ella él me lo dijo. Era una mujer valerosa. No quiso que estuviéramos tristes antes de tiempo. Una mujer valerosa. Sabía que podía morir en cualquier momento, pero no nos dijo nada. ¡No voy a permitir que tu locura le haga daño! ¡No lo voy a permitir, Jenny!
Ella trató de apartarse de él con más fuerza, enloquecida, y él la soltó, casi se cayó al quedar súbitamente libre y tuvo que agarrarse a una silla para evitar caer de cabeza. Él, de pie, la miraba serio, con cara que para ella era la de un extraño, fría, rigurosa y condenatoria. A pesar de su furia salvaje y del odio que sentía, Jenny se quedó confundida y quieta.
—Voy a hacer que te examine un médico, Jenny, y que te recluyan hasta que quedes curada de tu loca obsesión. Lo digo en serio, Jenny, pero antes de hacerlo quiero que me digas de dónde sacaste esa idea torcida, pues tienes una mente torcida, una mente extraña, peculiar e inhumana.
—¡Muy bien, te lo voy a decir! —gritó, mientras le corrían las lágrimas por la cara y se le atascaba el aliento en la garganta—. Fue la noche en que murió. Tu hermano vino a verla y después los dos bajasteis al vestíbulo hablando, casi susurrando, y yo tuve miedo por mi madre. Sabía que estaba enferma, pero no tanto. Jon la trataba, venía casi todos los días. Pensé que los dos me ocultabais algo y entonces me deslicé por la escalera sin que me vierais, y os escuché murmurando en el vestíbulo.
Se detuvo, tragó saliva y contuvo un sollozo. Toda una vida de pena y sufrimiento le ahogaba el aliento. Se llevó la mano a la garganta, sofocada.
—Sigue —le ordenó Harald con la misma voz implacable de su hermano.
—¡Yo no… escuché suficiente, pero sí lo bastante!: «Le di una inyección, va a dar resultado».
La cara de Harald adquirió la misma expresión de Jon, firme, dura y retraída.
—Sigue —dijo con calma.
—¡Ella necesitaba la digitalina para mantenerse viva! ¡Pero vosotros se la quitasteis y yo no pude encontrarla!, y luego… y luego… dos horas después murió, después de la inyección.
Jenny se cubrió la cara con las manos. Harald esperó, tenía el rostro empapado de sudor. Cuando Jenny dejó caer por fin las manos, pudo ver su abismal dolor y su desesperación, pero no se sintió conmovido.
—¿Pidió tu madre la digitalina, Jenny?
—No, pero yo siempre se la daba por la noche, era lo último que le daba, y no pude encontrarla. Quise preguntarle, pero lo… lo… que tu hermano le dio… le había provocado una somnolencia. Creo que entró en coma… ¡Oh, Dios mío, no lo sé! Pero no volvió a despertar.
Harald movió la cabeza lentamente, como ofuscado, y se sentó mirando el suelo en silencio. La muchacha sollozaba, un llanto seco que le sacudía todo el cuerpo. Se apoyaba en el respaldo de una silla y todo el cuerpo se le doblaba de angustia. Por último, los ruidos que hacía despertaron a Harald de su abstracción y la miró, lleno de compasión.
—Jenny, Jenny. Aquella noche, cuando vino Jon la encontró prácticamente en agonía. Pensó en llevarla a un hospital, pero resolvió que estaba demasiado enferma para trasladarla. Todo el día había tenido dolores muy fuertes y no nos había dicho nada, ¿no fue así? Pero yo sabía que estaba mucho más enferma que lo habitual, mandé buscar a Jon y él vino. Dijo que había una cosa muy nueva que iba a probar como último recurso: la adrenalina. Tu madre se moría, Jon estuvo a su lado hasta que se quedó un poco más tranquila, pero ya en su dormitorio me dijo que no viviría, aunque quizás hubiera una leve esperanza. Que regresaría por la mañana. Pero murió durante la noche.
—¡Mientes! ¡Mientes! ¡Tú querías su dinero! ¡Ésa fue la única razón por la que te casaste: su dinero! —Pero Jenny pareció quedar apabullada de repente—. ¡Y… la hiciste matar! ¡Querías que muriera antes de que pudiera cambiar el testamento!
—¡Oh, Jenny, eres una idiota! Jenny, ¿te olvidas de que tu madre fue llevada al hospital a la mañana siguiente? Estabas tan deshecha que no preguntaste por qué, pero yo lo sabía, Jon quiso que se le hiciera una autopsia. Las autopsias son muy importantes para los médicos. Di mi consentimiento. Después me arrepentí, pensando en el cuerpo de Myrtle, ¡pero, por Dios, ahora me alegro! ¡Dios, cómo me alegro! Tu consentimiento no era necesario, es el marido quien decide. El corazón de tu madre fue examinado detenidamente por cinco médicos por lo menos, además de Jon. Se trataba de un caso clásico de lo que ellos llaman infarto de miocardio. Creo que se trata de un gran coágulo de sangre. En cierta forma, la enfermedad que la aquejaba no había tenido nada que ver con la causa de su muerte. Podía ocurrirle a cualquiera, pero en su caso era peor debido a que tenía un corazón débil. Se maravillaban de que hubiera podido sobrevivir antes de que llegara Jon. Además, uno de los médicos escribió sobre el caso en una revista médica, con fotografías.
—Mientes… —susurró Jenny. Fue sólo un susurro, pero una fría expresión de horror comenzó a extendérsele por la cara.
Harald suspiró y se encogió de hombros.
—Jenny, las notas tomadas en el hospital están ahí para que las leas tú misma. Puedes ir a Sta. Hilda mañana, preguntar por el doctor Louis Hedler y pedirle que te muestre los registros. Como hija de Myrtle no se va a negar. Oh… —y rió con una risa muy cercana al desprecio— ¿crees que todos los doctores, incluyendo a Hedler, están complicados con Jon y conmigo? Tal vez creas que todo Hambledon conspiró con Jon para «asesinar a tu madre».
Jenny se derrumbó sobre una silla y le miró con ojos desorientados clavados en un rostro gris. No podía hablar.
—¡Pensar —dijo Harald— que basándote en algo que escuchaste a escondidas has podido pensar que mi hermano, un médico de prestigio, había conspirado conmigo para matar a tu madre! ¿Para qué? ¿Para quedarse con un poco de su dinero? Ella me quería, Jenny, y yo sabía que pensaba cambiar su testamento. Pensaba darme la mitad de su fortuna a mí y la otra mitad a ti, sin ninguna condenable disposición de encerrarme en esta detestable isla durante siete meses de mi vida todos los años. Lo discutimos, Jenny, antes de que te lo mencionara.
Sacudió la cabeza, apoyó los codos sobre las rodillas y se cubrió la cara con las manos.
—Es todo culpa de Pete —dijo como hablando consigo mismo—. Él te deformó, te apartó de la vida, de la gente, y me imagino por qué lo hizo. Decía que tú eras su princesa. Me lo dijo tu madre. Eras su querida. Nunca te dejaría escapar hacia una vida cuerda y normal, pues verías las cosas claras, verías todo el mundo que perdías. Llegaría el momento en que le dejarías por alguna otra persona, algún otro hombre. ¿Penetras conmigo, Jenny, en esa cloaca que fue la mente de tu padre? No me mires así, Jenny. Podría lamentarlo por ti, después de todas tus acusaciones, pero no quiero hacerlo todavía. Creo que quiero reírme un poco de ti, despreciarte un poco, aunque sé que no tienes tú la culpa, son tus fantasías, las fantasías que tu padre estimuló para que nunca le dejaras. Construyó para ti un mundo de locura para que tuvieras miedo de los demás, para que sospecharas que había dragones en todos los rincones, para que desconfiaras de todo el mundo. Para mantenerte encerrada para él solo. Tengo algunas cartas, que tu madre me escribió cuando yo estaba en Nueva York —agregó dejando caer las manos—. Fue antes de que nos casáramos. Ya estábamos comprometidos y me decía que esperaba que la vida normal que te pudiéramos dar juntos te cambiaría y te haría libre de una vez por todas. Esta noche te daré las cartas, Jenny. No quería que las vieras, pero creo que necesitas el castigo.
Se levantó muy cansado, abatido, y miró a la muchacha, que tenía la cabeza caída sobre el pecho. Deseaba con toda su alma acariciar aquel pelo negro que parecía cristal reluciente. Hubiera querido abrazarla y consolarla tiernamente, sin pasión. Se había convertido súbitamente en una niña deshecha, vencida. «Jenny, Jenny», pensó. «Esto va a pasar, eres joven y te recuperarás. Y quizá pueda haber alguna esperanza para mí, después de la pesadilla que has vivido».
Pero Jenny también pensaba. «Jon, Jon, ¿cómo puedo volver a verte? ¿Cómo puedo atreverme a mirarte? ¡Oh, Jon!, ¿podrás perdonarme alguna vez? Debo de haber perdido la razón, estaba dispuesta a creer cualquier cosa de Harald, pero ¿cómo pude haberla creído de ti?». Aquella noche, cuando por fin pudo subir la escalera, débil y temblorosa, encontró las cartas de su madre sobre la mesa. Las leyó todas, llorando.
Jenny no pudo dormir aquella noche. Y Harald tampoco. Su gesto hacia Jenny con referencia a la herencia de su madre había sido por lo menos parcialmente sincero. Encontraba la isla cada vez más desagradable y los meses que se veía obligado a pasar allí, eran meses que describía a sus amigos de Filadelfia, Nueva York y Boston como su «encarcelamiento». No estaba en consonancia con sus gustos modernos ni sus costumbres y encontraba el ambiente opresivo. Se sentía inquieto cada minuto que vivía allí, pues desde su más tierna infancia había soñado con una existencia más cosmopolita que la que podía proporcionarle el ritmo lento del pueblo. Por más que era afable, agradable y atractivo, tenía pocos o ningún verdadero amigo en Hambledon, pues su naturaleza le impedía apegarse demasiado a los amigos ni a la sociedad. Por otra parte, la gente se siente inclinada a ser muy parcial en materia de política o de costumbres y muy emotiva en otras cosas, y Harald no era de temperamento parcial ni emotivo. Ambas cosas le resultaban aburridas. Le gustaba el camino fácil, agradable, el camino tranquilo de aceptar más que de rechazar, y de no adoptar nunca, en ningún momento, una posición irreductible.
Pero… amaba a Jenny. Al principio la idea le resultó divertida. Después, al provocarle dolor, encontró su condición de enamorado turbadora y excitante a la vez. Quería de veras a la muchacha, pero la quería sin su isla. Al hacerle la oferta de devolverle su herencia, también le devolvía la aborrecida isla. Había creído hasta entonces que su furioso y constante antagonismo desde la muerte de su madre era debido a su enojo por haber sido tratada en forma tan fría en el testamento, pues Harald, pese a su agradable e indiferente enfoque de la vida, valoraba el dinero por encima de todas las cosas y no podía concebir que hubiera gente que fuera desinteresada. Al dar a Jenny la herencia de su madre creía que eliminaba tanto su antagonismo como los motivos de su rechazo. Al igual que su hermano Jonathan, pensaba que las mujeres estaban dispuestas a los romances fáciles y que él las impresionaba siempre. No había razón para creer que Jenny sería una excepción.
Si ella no se hubiera echado contra él como un águila salvaje, todo espolones, pico agudo y furia loca, el siguiente paso después de la aceptación de sus condiciones hubiera sido recordarle amablemente que la amaba. Lo había planeado todo, como una escena teatral. La gratitud y alegría ante la perspectiva de recibir todo el dinero de su madre y la isla por añadidura, la suavizarían, le tomaría en serio y hubiera hecho pensar que el dinero no lo era todo para Harald Ferrier, pero para ella sí. Ninguna mujer puede evitar sentirse halagada y conmovida ante tales muestras de devoción y sacrificio, especialmente cuando desaparece el obstáculo. Dentro de pocos días, pues Jenny era una muchacha reflexiva, empezaría a sentir afecto por él y lamentaría haberlo tratado con tanta maldad e injusticia. El futuro sería entonces inevitable.
Su parte en el libreto había sido perfecta en cuanto a la letra, pero después parecía haber enloquecido. Jenny había reaccionado al principio de la manera esperada, pero luego se había apartado de las frases planeadas por Harald, de las palabras de gratitud, y había iniciado un discurso explosivo, de su propia cosecha. A partir de entonces la comedia había fracasado, los actores decían lo que se les ocurría con un total desprecio hacia el autor: Harald Ferrier. Había montado una comedia-melodrama dentro de una línea agradable, maneras suaves e insinuaciones poéticas, y todo se había transformado en una trágica farsa, en una tragicomedia.
Estaba tendido sobre su cama, más bien la de Myrtle, derritiéndose por el calor que no cedía, miraba las estrellas y la luna cálida sin saber si maldecirlas o echarse a reír. Pobre Jon: no bastaba con que le hubieran acusado de dos asesinatos. Aquella noche habían vuelto a acusarlo de otro, tan absurdo, tan elaborado por la mente de esa pobre muchacha estúpida que sospechaba de todos y de todo que el propio Jon lo hubiera encontrado dolorosamente divertido. Más adelante, cuando Jenny y yo estemos casados, pensó Harald, se lo contaré. Jon no tiene sentido del humor, solamente un ingenio brutal. Aun así, le va a parecer divertido e increíble.
Harald no tenía la intención de entregar a Jenny la herencia de su madre y renunciar a sus derechos sobre la isla si ella seguía negándose a su proposición. Si le rechazaba no firmaría los contratos. Su pequeño discurso sobre la visita a sus respectivos abogados no tenía otro fin que el de impresionarla, apareciendo ante ella como una figura heroica y sacrificada, atractiva, benigna, amante, devota. Mañana sería otro día. Se fingiría sumamente ofendido por sus acusaciones y no se permitiría a sí mismo perdonarla tan pronto, a fin de tomarse tiempo para «pensar el asunto cuidadosamente».
En realidad se había sentido impresionado y considerablemente alarmado ante las locas acusaciones de Jenny, pero no tanto. Conocía mucho más que su hermano la voluble naturaleza humana y sus irracionales tormentas y nada le sorprendía, sobresaltaba ni confundía. Su estado de consternación no tardó en desintegrarse y se sintió más bien divertido. Sentía cada vez más lástima por Jenny, que había albergado durante tanto tiempo aquella horrible sospecha en su mente ingenua. «Jenny, Jenny», pensó con cariño, «si yo hubiera querido librarme de tu madre, lo habría hecho con muchísima más delicadeza. Y, ciertamente, ni en sueños habría confiado en Jon para que me ayudara. ¡Qué poco conoces a nadie!».
Sintió que recuperaba su habitual urbanidad y tranquilidad de espíritu. Finalmente se durmió pensando que tanto si Jenny se casaba con él o no, siempre le quedarían los ingresos de la opulenta herencia de su madre. No se le ocurría siquiera pensar que Jenny pudiera rechazarle. Después de todo, ¿quién más la querría? ¿Quién querría casarse con una muchacha que recibía por todo ingreso cien dólares al mes, con la perspectiva, es cierto, de heredar eventualmente una gran fortuna? Pero aquellas perspectivas eran para un futuro muy lejano y los muchachos jóvenes tienen poca fe en el futuro. Quieren el presente.
Si Jenny se casara con él, sería dueño no sólo de la única mujer con la que siempre quiso casarse con deseo, pasión y amor, sino que tendría por añadidura aquel hermoso dinero. Venderían la maldita isla o la alquilarían. No significaba nada para Harald, que se estaba sumergiendo en un placentero sueño. Soñó que la isla había sido destrozada y aplastada por un huracán, y que él y Jenny, a bordo de un lujoso trasatlántico, la veían alejarse hecha pedazos, y se reían.