Jonathan acababa de salir de la sala de operaciones de Sta. Hilda donde había asistido a Robert Morgan en una intervención. En el pasillo encontró al joven Philip Harrington, y el ginecólogo le puso las manos sobre los hombros.
—Felicítame —le dijo.
—Felicidades —contestó Jonathan—. ¿Qué pasa? No, déjamelo adivinar. Te has acostado con Elvira Burrows.
—Vamos, vamos, Jon, conoces bien a Elvira Burrows para decir eso.
—Así pues, ¿has estado perdiendo el tiempo?
—Oh, deja eso ahora. ¡De cualquier modo, estamos comprometidos gracias a ti! Nos casamos el primero de septiembre y tú vas a ser el padrino.
—¿Pensabas que te iba a felicitar? ¿No están más a tono los pésames?
—¡Eh! ¿Acaso no fuiste tú quien lo arregló todo?
—Así fue. Tengo que haber perdido la cabeza para hacerle una cosa como ésta a un soltero simpático, dulce e inocente. Bueno, Elvira tiene un montón de dinero y va a heredar más cuando muera papá, además, está la casa, naturalmente.
Phil Harrington se echó a reír.
—Tienes razón en lo de papá. Pocos días después de que le curaras con coñac, siguió tu inefable consejo, se largó a Nueva York por unos días para buscar algo relacionado con su maldito libro sobre Chaucer. He leído unos capítulos, limpios como una rana. Chaucer era un viejo libidinoso y, sin embargo, todas las citas que hace papá aparecen inmaculadas. Le pregunté al respecto y me dijo que primero quería «atraer la curiosidad de las mentes jóvenes para que después hicieran sus propias averiguaciones sobre Chaucer». Le dije que las mentes jóvenes están invariablemente inclinadas hacia la lujuria y que la pureza las mata de aburrimiento. En una fiesta de Nueva York conoció a una viuda muy erudita, llena de plata y con lo que él llama «una mente sobresaliente». Papá actúa con rapidez, pues antes de regresar a Hambledon la dama ya le había dado su fotografía. Un lindo cuerpo rollizo con una bonita cara redonda. Andará por los cuarenta y cinco. Elvira y yo no necesitamos que nos digan nada para saber que el romance va viento en popa y nos alegramos por él. Elvira quería aplazar nuestra boda hasta que papá se casara. «Me parece más adecuado», dijo, «después de todo, todavía no hace un año que ha muerto mamá». Pero yo le dije que me parecía mucho más apropiado que fuéramos a la cama tan pronto como fuera posible y estuvo de acuerdo.
—¿Se lo planteaste en forma tan cruel?
—Amigo, después de pasar unas cuantas noches oscuras juntos, durante la ausencia de papá, Elvira abrió una de las habitaciones para huéspedes en la que había una cama doble y la está poniendo en condiciones. No te precipites en sacar conclusiones. No nos comimos la jalea y no vamos a hacerlo hasta que estemos casados, puedes estar seguro de que Elvira se informará de los antecedentes del cura para asegurarse de que el nudo está bien atado.
—Una muchacha de carácter —comentó Jonathan. Phil Harrington miró a lo lejos con una sonrisa distraída y soñadora.
—Oh, yo no diría eso. No diría eso por nada del mundo.
Jonathan pensó que hablaba como un burro.
—Creo que no estaré aquí el primero de septiembre —dijo.
—¡Maldita sea! ¡Faltan sólo tres semanas! ¿Qué problema tienes?
—Prácticamente todos mis clientes han pasado a manos de Bob Morgan, de modo que, ¿por qué habría de quedarme? Está bien, me quedaré para la boda y para darle el primer beso a la novia.
Ahora era Phil Harrington quien se sentía incómodo.
—Jon —dijo— siempre me has dicho que no tengo mucha imaginación y que la imaginación sería fatal para un cirujano como yo. Puede ser que me haya estado inventando cosas, después de todo, una característica nueva. Quisiera hablarte en privado. Vamos a la sala de descanso.
La sala de médicos estaba vacía, pues era la hora del almuerzo. Los dos jóvenes se sentaron cerca de la ventana, Phil se había acercado con paso cansado y al volverse su expresión era inquieta y poco amable.
—No me digas —dijo Jonathan— que tienes una amiguita que has complicado y de la que no puedes deshacerte.
—No estaría de más que por una vez hablaras en serio —dijo Phil—. Esto te interesa a ti, no a mí.
Desde su arresto, en ocasiones Jonathan había empezado a sentir una especie de repentina dificultad para evaluar, algo que no había experimentado nunca en su accidentada vida. Encendió un cigarrillo y observó a Phil Harrington.
—Bueno, habla.
—Desearía poder hablarte de hechos y conversaciones, «él dijo o ellos dijeron», fechas y demás, pero no puedo Jon. Comencé a sospechar que había algo en el aire cuando vi que los otros tipos se callaban cada vez que yo me acercaba, porque saben que soy amigo tuyo, y una o dos veces he oído mencionar tu nombre, es fastidioso, pasan el tiempo mirando de reojo, sonriendo y preguntando cómo te encuentras, como si no te vieran en los hospitales lo mismo que yo.
—Hum…
—Eso es mucho más evidente en el Friend’s —dijo Phil—. Te juro que querría tener algo concreto que decirte, pero pienso que te acecha algún peligro, Jon.
Jon recordó la maligna carta que le había entregado aquel mensajero.
—Yo no me preocuparía, Phil —dijo—. Después de todo, no importa qué digan o qué prueba crean que tienen: no puedo ser juzgado dos veces por un mismo delito: ¡Double jeopardy[1]! De cualquier modo estaré lejos de aquí dentro de pocas semanas, y será para siempre. Eso debería dejarlos satisfechos.
—Ellos saben que te vas, Jon, pero esto ha brotado hace muy poco. —Se detuvo y miró ceñudo sus grandes manos—. Es peor que hace unos meses, si eso es posible. Hay una especie de euforia entre los tipos que nunca te han querido. Tú les conoces. Son los que casi se volvieron locos cuando te absolvieron.
—Lo sé.
La sensación de angustia se hizo más evidente. Sintió una rabia profunda, amarga y se le formaron unos pliegues alrededor de la boca.
—No pueden hacerme nada —dijo—. Financieramente, no dependo de mi profesión, soy rico, tengo inversiones seguras y propiedades, de modo que no pueden dañarme el bolsillo. Tampoco pueden perjudicar mi reputación, pues aquí ya la he perdido y, después de todo, la reputación puede irse al diablo. No pueden quitarme los pacientes porque he vendido el consultorio. Así que, ¿qué pueden hacerme?
—No me gusta hacer conjeturas —dijo Phil.
—Bueno, ¿cuáles son esas conjeturas?
—Jon, créeme, no sé nada, no es más que una sensación. Puede ser que se me haya desarrollado la imaginación desde que conozco a Elvira. Es una muchacha muy complicada y me da libros para leer, libros que nunca había tenido tiempo de hojear y ni siquiera sabía que existían. Edgar Allan Poe es uno de sus favoritos y ahora también lo es mío, y no es posible leer a Poe sin que vuele la imaginación o sin que la adquiera quien no la tenga.
—Apuesto a que te has divertido con El pozo y el péndulo.
—Me hizo sudar, te lo juro.
Phil se levantó y metió las manos en los bolsillos de sus arrugados pantalones, se paseó pesadamente de un lado a otro durante unos instantes, mientras Jonathan pensaba que sería una de las pocas personas de Hambledon de quien lamentaría alejarse. Entonces Phil se detuvo ante Jonathan y miró hacia abajo con gesto adusto.
—Huelo peligro —dijo—. Es esa clase de olfato interior que funciona cuando estoy frente a un paciente y aún antes de tomar el bisturí. Es un presentimiento de que algo va a salir mal pese a que todo indica que ésa será una operación fácil y sin incidentes. La semana pasada intervine a una mujer cuyos exámenes no revelaban nada más que un quiste de ovario. El útero estaba limpio y sano. Pero cuando tomé el bisturí y miré la cara inconsciente, una cara simpática y saludable, rellena, supe sin tener motivo aparente, que algo iba mal, y, por Dios, estaba en lo cierto. La pobre muchacha tenía un carcinoma y se había extendido… hacia arriba.
—Entonces tú crees que a mi alrededor hay algo canceroso.
—No te rías, Jon, pero es exactamente lo que pienso. Y no hay ni una palabra o insinuación que sirva para probarlo.
Phil se sentó, estiró sus largas piernas, proyectó el labio inferior hacia afuera y miró sus botines, que brillaban como el sol desde el día en que conoció a Elvira. Un rayo de luz iluminó su espesa cabellera rubia dándole la apariencia de un escolar en dificultades, pues tenía el rostro grande y redondo, lleno de salud juvenil y vitalidad.
—Bueno, ocurrió algo hace exactamente un par de días. Pasaba ante la puerta del viejo Louis y oí que hablaba con alguien, a gritos. A nosotros siempre nos gusta escuchar cuando chilla. Oí mencionar tu nombre, pero no entendí nada más que eso, aparte de que él dijo: «no lo creo». Si no me sintiera inquieto desde hace tiempo, no habría seguido pensando en el asunto, pero volví al vestíbulo y esperé. Al cabo de un rato salieron de la oficina de Louis un viejo de expresión dulce y pelo blanco, y ese abogado del senador Campion. Louis se quedó parado en la puerta, mirándoles, y después la cerró de golpe casi a sus narices.
—Muy bien por Louis —dijo Jonathan con voz ausente—. ¿Eso fue todo?
—Ahora que lo pienso, recuerdo que Louis usó la palabra «Beamish». Es una palabra acuñada por Lewis Carroll en Alicia en el País de las Maravillas, ¿verdad?
Jonathan se irguió en su silla.
—Beamish —repitió—. ¿No se refería a… a una mujer? ¿Una paciente, quizás atendida por mí?
—No lo sé, Jon —dijo Phil sacudiendo la cabeza—. No lo sé. Lo único que sé es que Louis parecía estar al borde de un ataque y Campion, rosado como de costumbre, gesticulaba. En cuanto al viejo…
—Tú no conoces a Jonas Witherby, ¿verdad?
—¿Witherby? —repitió Phil pensativo—. Ah, sí, una vez, hace un par de años. He visto su fotografía en los diarios cuando ha patrocinado alguna cosa o cuando ha colocado la primera piedra de algo. Sí, ¡por Dios, era Witherby! —Se detuvo—. Pero no sigamos, Jon, puede ser que eso no signifique nada. Quizá son imaginaciones mías. He estado sobre ascuas por tu causa estas últimas semanas.
—Puede que sea así —dijo Jonathan encogiéndose de hombros—. No te preocupes. No voy a enfrentarme con el viejo Louis para preguntarle cosas y meterte en dificultades. Puede no haber sido nada en definitiva.
—Seguro —dijo Phil—. Ah, la última cosa que dijo Campion antes de que le cerraran la puerta en las narices, fue: «Primero le traeremos los testigos, aunque se procedió con justicia».
—Bueno… «no molestes a las dificultades hasta que las dificultades te molesten a ti», como dice el viejo refrán.
—Si no fuera por las sonrisitas que he notado y por las preguntas que me hacen sobre ti tus enemigos, no estaría tan nervioso, Jon, pero puede ser que haya armado un lío por nada. Tú sabes cómo van las cosas entre el personal y otros médicos en los hospitales. Oyen el más leve rumor, en la mayoría de los casos sin consistencia alguna, y en seguida lo desparraman por todas partes. Nunca he visto peores chismosos que los médicos, tal vez lo hagan para aliviar las tensiones.
—Pero ¿no es peor en el Friend’s? —preguntó Jonathan pensando en Humphrey Bedloe.
—Sí, más denso. Pero es sólo una… una sensación. ¿Quieres que me ponga a investigar?
Pensar que el desmañado Phil Harrington pudiera ser sutil e indirecto hizo sonreír a Jonathan.
—No te preocupes, Phil, presta atención. Aunque no se me ocurre qué pueden hacerme ahora.
—Lo haré, Jon, lo haré, no te preocupes. A propósito, ese interno que se especializa en neurología, Moe Abrams, el judío inteligente, ¿le recuerdas? Caminaba bajo tu sombra hasta que decidió dejar la obstetricia y dedicarse a la neurología. Está con Newcome y piensa volver a la Facultad de Medicina para hacer estudios más avanzados. ¿No colaboró contigo cuando lo de Hortense Nolan?
—Sí, así fue. Hubiera sido un gran ginecólogo, pero me dijo que le «dolía ver sufrir a las madres jóvenes» y no pude hacerle cambiar de idea. Debe ser eso que los freudianos llaman «complejo de madre» o algo por el estilo. ¿Qué le ocurre?
—Bien, casi me había olvidado. Nunca presto mucha atención a los cuentos. Quería saber si debía decirte algo, pero estaba asustado. Después de todo, al pobre le cuesta sangre salir adelante financieramente y le aterroriza pensar que puedan perjudicarlo, cosa que no puede reprochársele. Me dijo que sería mejor que te lo dijera yo sin mencionar su nombre, pero ¿cómo podría hacerlo?
—Sería la última persona en el mundo que metería en líos a Moe —dijo Jonathan—. Ni siquiera le diré que hemos hablado de esto. ¿Qué te dijo?
—Bueno, tú ya conoces a Newcome. Parece un viejo estadista inglés, flaco, larguirucho y severo, que lleva monóculo y finge acento desde que pasó dos años en Oxford, pero es un buen neurólogo. Hace cinco años se dedica a esta especialidad y citó a Moe para que presenciara un caso del que acababa de hacerse cargo, una muchachita. También llamó a otro ayudante que está en su último año de internado, Walt Germaine. Es agudo como el vinagre. La habían traído los padres, de nombre McHenry…
—¡McHenry!
—¿Los conoces? Maldita sea. Lo siento, Jon.
—¡Sigue! —dijo Jon con tono desagradable.
—Moe dijo que Newcome examinó a la chica y leyó los informes de dos médicos de enfermedades nerviosas de Pittsburgh sobre la paciente. Bonita chica, me dijo Moe, muy tranquila y seria. Había también un informe del doctor Barryman, tú le conoces, un hombre muy cuerdo, de aquí. El doctor Barryman había dicho que la chica estaba anémica y necesitaba más sol, aire fresco y hasta un poco de playa. Los padres habían llevado a la niña a Pittsburgh para hacerle una revisión más completa. Moe leyó los informes: «Leve anemia como si se aproximara a la pubertad. Nada patológico en ninguna parte. Niña inusualmente reservada, pero de carácter equilibrado, amante de sus padres y apreciada en la escuela. No hay dolencias de carácter nervioso ni señales de aberraciones mentales, tampoco alucinaciones. Inteligencia considerablemente superior a lo normal. Un poco reprimida, pero es el resultado de una buena crianza. No hay rasgos perturbadores». Así lo creyeron también los muchachos de Pittsburgh, y la madre lloraba y besaba a la niña. Fue el padre quien perdió la cabeza y exigió ver al viejo Louis. Echó mano a los informes y obligó a Newcome a acompañarlo a la oficina de Louis. Según me dijo Moe, estaba terriblemente enloquecido y gritaba de forma incoherente que te haría no sé qué. Salieron corriendo con dirección a la oficina de Louis, y eso fue todo.
Los ojos fríos de Jonathan reflejaban una tremenda furia. En breves palabras relató a Phil su encuentro con los McHenry.
—Yo no soy psiquiatra, ya se lo dije a McHenry desde el principio. Ese cura idiota me llevó a su casa. Les dije que podía estar equivocado y sugerí a McHenry que fuera a Filadelfia con la chica, que consultara a psiquiatras competentes y pensara en la posibilidad de internarla en un sanatorio.
—¿Realmente creías que la chica tenía dementia praecox, como afirma McHenry que dijiste?
—Sí, lo creía, pero también creía que podía equivocarme. Ésa no es mi especialidad. Pero ¿por qué acudió a los neurólogos? ¿Por qué no siguió mi consejo y no la llevó a un psiquiatra? Bien, yo podía haberme equivocado. ¿Quién de nosotros no ha cometido equivocaciones en la práctica? La chica no es paciente mía. Me llamaron para que examinara a su madre, que se estaba volviendo loca a causa de las… peculiaridades de su hija. Debía haberme limitado a sugerir a McHenry que se tomara unas vacaciones con su mujer, los dos solos, y dejar las cosas así. ¡Pero eso no era propio de Jon Ferrier, el curador de almas! ¡No, claro que no, Dios me maldiga! Bueno, Louis sabe que no soy psiquiatra, de modo que no puede acusarme por eso. ¿Qué dijo Louis?
—Moe no fue invitado a participar en la consulta, pero oyó los desatinos de McHenry en el vestíbulo. Decía que te iba a hacer un juicio por daños, por angustia mental y sufrimiento. También dijo algo de demandar a Sta. Hilda porque tú formas parte del personal y eres miembro de la Junta.
—¡Oh, mierda! —exclamó Jonathan—. Deja que este imbécil me demande. Debía haberle aplastado la nariz cuando me insultó en su casa, y de paso debí haber dado también una buena zurra al cura. Moe es un buen muchacho por haberte dicho esto, Phil. Le aprecio mucho y no voy a decir una palabra a nadie.
—Parece que se ha sabido lo que ocurrió entre los McHenry y tú —dijo Phil—. No por Moe, tenía terror hasta de contármelo a mí. Puede ser que haya sido el ayudante de Newcome, o él mismo. Ya sabes que nunca te ha tenido ninguna simpatía.
—No, claro que no. Estaba decidido a escarbar el cráneo a un hombre por un «tumor». El hombre se volvía loco de dolor y de presión en la cabeza. Se moría de miedo al pensar en una operación, cosa que no le reprocho. Entonces su esposa lo trajo a mi consultorio. —Jonathan soltó una risita corta y amarga—. ¿Sabes lo que tenía? ¡Había cumplido cuarenta y ocho años y se negaba a usar gafas para leer! Era todo un galán en el pueblo y lo sigue siendo, pese a ser casado. Quería dar la impresión de ser un muchacho irresistible, y temía que las gafas, aunque sólo fueran para leer, arruinarían su elegante aspecto. Tenía también hipertensión, 188 y 110, y eso no es cosa de broma. Era un dirigente que estaba trabajando al máximo, y quería «retirarse mientras todavía fuera joven».
»Charlé con el hombre, le dije que no necesitaba usar gafas salvo en el seno de su familia y detrás de las puertas bien cerradas de su oficina. Le aconsejé que se tomara las cosas con calma o pronto tendría un ataque, le fallarían las coronarias y, en ese caso, ¿a dónde irían las pobres muchachas? Le di también un sedante suave, le recomendé una dieta sin sal y le dije que perdiera cinco kilos e hiciera más ejercicio, lo que le devolvería su elegancia y volvería a tener las mejillas rosadas. Lo despaché y se fue echándome bendiciones. Nunca me olvida en Navidad ni en ningún otro momento que crea apropiado. Sin embargo, el idiota degenerado no sólo llamó a Newcome para decirle que no se dejaría operar, sino que hizo correr que Newcome se había equivocado. Mencionó mi nombre a los cuatro vientos. Newcome nunca me ha perdonado ese insulto, y en cierto sentido no se lo reprocho. Yo nunca me quejo y jamás doy explicaciones, es una vieja norma de mi madre, y tiene razón. De modo que no voy a rebajarme explicando a Newcome lo que realmente le dije a aquel burro.
—Bueno… los médicos —dijo Phil—. Ya sabes cómo son.
—Lo sé, amigo. Yo mismo he hecho diagnósticos equivocados docenas de veces. Y cuando el paciente consultaba a otro médico que le daba el correcto y el otro médico me lo notificaba, yo me maldecía, pero quedaba agradecido. Newcome es demasiado ególatra. Él nunca comete un error. Bueno, mucho me temo que esta vez haya cometido uno, aunque espero que Dios quiera que no. Y aun cuando yo hubiera hecho un diagnóstico equivocado respecto a Elinor McHenry —dijo golpeando la rodilla de Phil— ¿qué daño se ha causado? Louis sabe bien qué significa equivocarse en los diagnósticos. Él mismo ha tenido fallos de antología, y más de los normales. Sabe que no somos infalibles. Deja que McHenry se dé el gusto de demandarme. ¿Con qué base?
Volvió a los consultorios con ganas de asesinar a alguien. Se dijo a sí mismo que se imaginaba cosas, pero recordaba que durante las dos o tres últimas semanas sus colegas trataban de esquivarle, lo saludaban fríamente y no se paraban a charlar con él en los pasillos. Pensó entonces que acaso fuera debido a que ya no estaría más con ellos. Tenía muy pocos amigos entre los médicos, realmente muy pocos. Pensó que si se quedaba le tratarían como siempre, pero como estaba a punto de irse y ellos se quedaban, ¿qué había de común entre ellos? Ya no participaría más en la chismorrería del hospital, no cooperaría más en las operaciones, no habría más consultas conjuntas, nada que les fuera familiar.
Pensó que todo terminaría ahí, pero Phil Harrington había vuelto a revolverle el estómago. Estaba convencido de que en su caso hubiera sido mejor no saber nada. Estar prevenido era una buena norma para un soldado que guarda una fortaleza, pero resulta inconveniente para quien se retira con su batallón en busca de seguridad. Al diablo con todos ellos, pensó. ¿Qué pueden hacerme ahora?
Entonces recordó la palabra Beamish. Edna Beamish, la rica e histérica viuda joven que había demostrado tanto interés por pagar su cuenta y a la que él había rehusado complacer. Se acordó del médico y del abogado que le visitaron. ¿Qué ocurría? Él no había aceptado dinero alguno por una revisión incompleta. Phil podía equivocarse, había escuchado a través de una puerta cerrada y una gruesa puerta cerrada es siempre peligrosa. Además, el viejo Witherby y Campion eran grandes amigos. Sin duda Campion había llevado consigo a Witherby como compañía.
En cuanto al hecho de que Phil oyera mencionar el nombre de Jonathan, posiblemente se referían a media docena de otros «Jon» y no a Jon como él había creído.
El asunto de los McHenry era otra cosa. Jonathan no podía olvidar los ojos atemorizados de la niña, el aspecto de sutil perturbación que la envolvía, aquella sensación de que allí había algo siniestro y peligroso. Tampoco podía olvidar la aflicción de la madre y la ominosa tensión que pesaba sobre su corazón.
Cuando llegó, la vieja solterona le entregó un telegrama. A Jonathan no le gustaban los telegramas y al abrirlo se confirmó su presentimiento:
DEBO INFORMARTE CON PESAR QUE MI QUERIDO MARIDO JEFFREY HOLLIDAY MURIÓ ANOCHE EN EL SANATORIO DE LOUISIANA STOP NÓDULOS INSOSPECHADOS LE HABÍAN INVADIDO LA GARGANTA Y AUNQUE SE TOMARON MEDIDAS DESESPERADAS SE ASFIXIO DE REPENTE STOP LE HABÍA IDO BIEN MUCHO MEJOR QUE LO QUE ESPERÁBAMOS GRACIAS A TI JON STOP SI NO HUBIERA OCURRIDO ESTE ACCIDENTE HABRÍAMOS SIDO TAN FELICES COMO SIEMPRE STOP PERO HEMOS PASADO ESTAS SEMANAS JUNTOS Y LAS RECORDARÉ DURANTE EL RESTO DE MI VIDA STOP JEFF TIENE QUE SER ENTERRADO AQUÍ COMO SABES STOP REZA POR ÉL Y POR MÍ TAMBIÉN STOP ELIZABETH.
Jonathan se quedó de piedra con el telegrama en la mano y pensó en su amigo y en la valiente mujer que lo amaba y que se había casado con él. Sintió una profunda tristeza; apenas hacía dos días que había recibido una carta de Jeffrey, una carta desbordante de alegría y esperanza, de seguridad de que pronto se curaría.
Jonathan se acordó de la histérica madre, Elsie Holliday, y sintió lástima por ella. Había perdido todo lo que tenía. Ni siquiera había tenido el consuelo de ver a su hijo por última vez en el ataúd. No podía llegar a tiempo al entierro en los oscuros pantanos de Louisiana.
La solterona se aclaró la garganta.
—Hay una dama con el rostro cubierto esperándole en su despacho, doctor. Le he dicho que no abrimos hasta las seis, pero ha insistido. ¡De veras! Dice que es amiga suya y que se trata de un asunto personal.
Jonathan entró en la oficina, una mujer joven y frágil le esperaba. Vestía traje azul oscuro, blusa blanca escotada y sombrero oscuro de paja cubierto con espeso velo negro para ocultar el rostro, pero él la reconoció de inmediato.
—¡Vamos, Prissy! —exclamó—. Quítate esa carpa de la cara, es más fácil reconocerte con ella que si te la quitas.
Prissy se echó el velo hacia atrás y entonces Jon se dio cuenta de por qué lo llevaba, tenía la cara muy blanca y había dejado de pintarse desde su boda con Jonas Witherby, además, tenía los ojos enrojecidos, no por falta de sueño, sino por el llanto. Jonathan se sentó a su lado y le tomó una mano enguantada y temblorosa.
—¡No me digas que ese viejo degenerado ha tomado por casualidad otra dosis de arsénico y ha reventado! Sería una noticia verdaderamente extraordinaria.
Ella trató de sonreír, pero tenía la boca pálida y seca.
—No, Jon querido, desgraciadamente no se trata de eso. No puedo quedarme más de unos minutos. ¡Oh, desearía que se muriera! ¿Cómo puedo haber sido tan idiota para casarme con él? ¡Todo por dinero, como si yo no tuviera ya suficiente! Eso se llama codicia, ¿no, Jon?
—Es el antiguo deseo que experimentan las mujeres de ser respetables, aunque sólo Dios sabe por qué lo sienten cuando viven cómodamente. Bueno, vayamos al grano, Prissy. No estás enferma, ¿verdad?
—No —contestó ella hurgando en su bolso, de donde sacó un pañuelo con el que se cubrió la boca, le miró con expresión dolorida—. Se trata de ti, Jon.
Jonathan frunció las cejas y volvió a sentir aquella sensación desagradable en el estómago.
—¿Qué sucede ahora?
—¿Recuerdas el día que hablaste con Jonas, cuando yo le tenía miedo? Bueno, después de irte él se encerró en su dormitorio. No sé por qué se me ocurrió escuchar lo que decía por teléfono, no lo había hecho nunca. Llamó al senador Campion y le dijo que tenía que hablar, que tenían que tener una pequeña conversación. Después le dijo: «Pero tenemos que estar muy, muy seguros, Kent, y arreglar las cosas de tal manera que Ferrier quede liquidado de una vez por todas». Eso dijo, Jon: «Liquidado de una vez por todas, no sólo en el Estado, sino en todo el resto del país».
Prissy sollozó y luego sacó una cajita de oro en la que guardaba sus aromáticos cigarrillos turcos. Jon le encendió uno. A pesar de la rabia y la consternación que sentía, recordaba el perfume de esos cigarrillos que había notado en la casita de Prissy, en la agradable y graciosa sala donde recibía a sus amigos de verdad.
—¡Oh, Jon! ¿Qué le has hecho a ese viejo hijo de perra para que trate de hacerte daño? Le has hecho bromas y te has divertido a costa suya en su propia cara, pero siempre se reía y parecía hacerle gracia.
—No lo creo, Prissy, y yo no lo hacía con esa intención. Le hice comprender que había alguien en este pueblo que sabía todo lo que había detrás de sus piadosas mentiras, sus dulces palabras, su tolerancia cristiana, sus suaves palmadas y su tierna voz.
Se levantó y caminó lentamente hacia su escritorio, se quedó de pie, inexpresivo, y rascó con la uña el polvillo que lo cubría. Prissy le miraba con aguda y amante ansiedad.
Un hombre podrá perdonarte si le sorprendes cometiendo un pequeño hurto, e incluso en una gran mentira, o si lo superas en un negocio, o le robas, y aun si huyes con su mujer o le violas una hija. Pero no te perdonará nunca si le desvelas una hipocresía o si lo llamas sinvergüenza cantor de salmos en la cara; después de todo, se ha pasado toda una vida puliendo su imagen pública de santo, poniéndose guirnaldas y una aureola dorada, lavando los pies de esa imagen hasta que queden blancos como la nieve y arreglando cada uno de los pliegues de su toga celestial. Desde su niñez ha venido practicando esa voz de santo con la dedicación propia de un cantante, y cada modulación tiene la música y el tono de plegaria de una nota de órgano. Pero entonces aparece un idiota suicida como yo; golpea esa imagen que se quiebra al caer y empiezan a salir de ella los gusanos negros y malolientes de la iniquidad pura, que quedan a la vista de todos. No, Prissy, un hombre jamás perdona una cosa así.
—Pero, Jon, yo he conocido a mucha gente mala que incluso gozan oyendo que les dices que son malos…
—Pero ninguna de ellas pretende ser el Oído Personal de Dios. El viejo Jonas es un desastre, no es necesario que te lo diga. Ha destrozado a más gente con su dulzura, su suave y amante voz y sus tranquilos modales que un maniático con veneno o con un revólver y hasta sus mismas víctimas te dirán, con voz trémula, que «¡Jonas es un hombre tan bueno, tan santo!». No fue culpa suya aquella catástrofe, no es culpa suya que tengas el corazón enfermo, o estés deshecha, destrozada, desesperada o asustada hasta casi perder la razón por sombras amenazantes… ¡Oh, nada de eso! Todo es por tu propia culpa. Jonas ha hecho todo lo posible por ayudarte. ¿Acaso no está siempre a tu lado susurrando, acariciando, suspirando y aconsejando? Sí, ciertamente.
—¡Quisiera que hubiera alguna forma de asesinarlo impunemente! —dijo Prissy con los dientes apretados y golpeando sus pequeñas rodillas con las manos enguantadas. Sus grandes ojos azules llameaban.
—También yo. Siempre he creído que la ley es tremendamente injusta en materia de homicidios —dijo Jon—. El asesinato es un instinto tan profundamente grabado en el alma humana como el de conservación o el sexual, y es exactamente tan legítimo y tan saludable quizá como éstos. Después de todo, nuestros antepasados de las cavernas lo practicaban con fervor y no creían que tuviera nada de malo y todavía hoy, a pesar de la religión, no se ha borrado de nuestra civilización, y los que lo niegan son unos cobardes que tienen miedo a enfrentarse a la realidad o se avergüenzan de ella.
Jon se acercó de nuevo a Prissy y se sentó.
—Jon, ¿qué crees que trata de hacerte el viejo… sinvergüenza?
—No lo sé, cariño. Quisiera saberlo.
—¿Por qué no vas a verle y se lo preguntas?
—¿Para qué? ¿Para causarte dificultades? No, Prissy. Además, empezaría por mirarme con esa adorable mirada suya, y quedaría confundido, con el corazón destrozado. ¡Sería capaz de romper a llorar! No, Prissy, ni siquiera pienses en dejarlo. No va a vivir para siempre. El propio diablo se impacienta por tener lo suyo, y uno de estos días, espero que pronto, seas una viuda feliz y rica.
Estaba tan afligida por él que Jon le sonrió y volvió a tomarle la mano.
—Querida Prissy, puedo pelear mi propia batalla, y lo que me has dicho no es una novedad para mí, pueden conspirar cuanto quieran, pero no pueden hacerme daño, querida.
—¿De veras, Jon?
—De veras.
Le besó y él le devolvió el beso con gusto, acompañándola hasta la salida con el velo sobre la cara. La señorita Forster dejó de teclear, llena de curiosidad.
—Doctor —le dijo antes de que volviera al despacho—. Deposité dos cheques en su cuenta hace tres semanas. Eran pagos de unos exámenes que hizo a dos señoras en noviembre pasado, antes de… antes de…
—Antes de mi proceso, querida. Sí. ¿Cuándo entró el dinero?
—¡Ah!, me he olvidado. No eran cheques, era dinero en efectivo. ¿Tenía que haberlo depositado en la cuenta del doctor Morgan, ya que él ha comprado su consultorio? —Le miró como si estuviera a punto de llorar, pues era muy devota de Jonathan.
—Bueno… no. Eran cuentas viejas. ¿Cuánto era?
—Uno era de cincuenta dólares y el otro de setenta y cinco —dijo consultando sus libros—. Una tal Louise Wertner, y otra la señorita Mary Snowden, les entregué los recibos correspondientes. Luego quise anotar los pagos en sus fichas, pero no estaban archivadas —agregó frunciendo el ceño con preocupación—. Sé que usted tira las tarjetas y las carpetas viejas, doctor, pero debería guardarlas por lo menos tres años. Nunca se sabe lo que puede suceder.
—¿Qué nunca se sabe qué? Ya no tenemos que pagar más impuestos por ninguna guerra, querida. No hay por qué colmar los archivos. —Recordó que también había tirado los antecedentes de Edna Beamish, y por alguna extraña razón sintió una vaga inquietud.
—Bueno, está bien —dijo la señorita Forster con gesto de desaprobación, pues era muy meticulosa—. ¿Recuerda a esas dos jóvenes, doctor?
—¿Desde el mes de noviembre y con el consultorio repleto hasta el techo todos los días? Además, tenía otras cosas en qué pensar, si es que lo recuerda.
—Sí, pero es que tiene que haberlas visitado muchas veces, para que las cuentas suban tanto.
—Parecen grandes, ¿no? Fueron escritas en papel con mi membrete, ¿verdad?
—Sí, doctor, las escribí con esta misma máquina «Oliver». La «d» está siempre torcida y echa a perder el aspecto de las cartas, informes y…
—Trate el asunto con el doctor Morgan y apúrelo para que le compre una hermosa «Underwood» nueva. Se la merece, querida, después de trabajar todos estos años con la «Oliver».
Ella le sonrió secamente. Jonathan entró en su despacho y quedó pensativo, olvidándose de la señorita Forster y sus problemas. Repasaba en su memoria lo que le habían dicho tanto Phil Harrington como Prissy. Algo vago, aunque desagradable. No cabía duda de que sus enemigos estaban tramando algo, pero no podía descubrir nada vulnerable en él. Pero se le ocurrió pensar: «¿Quién es invulnerable a la maldad?». Se encogió de hombros. Encontraba un agrio placer al pensar qué estarían tramando sus enemigos, incluyendo a Kenton Campion. Sabían que el pueblo hacía lo posible por expulsarlo, que él ya no podía aguantar más allí. ¿Qué más querían? Le habían devuelto su licencia para ejercer tan pronto como fue absuelto. La Sociedad Médica del Estado no tenía derecho para insistir en su revocación antes de que quedara concluida la causa, y él podría haberles proporcionado momentos bastante desagradables o demandarlos por daños intencionados, pero se había sentido satisfecho con olvidar el asunto, aun cuando los diarios habían publicado a grandes titulares la revocación de su licencia, sin hacer la menor referencia a su ilegalidad.
Ineficacia. ¿Había acaso algún paciente olvidado, hombre o mujer, que estuviera a punto de demandarlo por incompetencia? En casos como ése, era costumbre que un abogado se entrevistara con el médico y le sugiriera un arreglo extrajudicial para «salvar su reputación», ahorrarse dinero, honorarios y costes. Además no recordaba que existiera ningún paciente insatisfecho o que se hubiera quejado.
Jonathan había tenido un encuentro a los diecisiete años. Se había enfrentado a Dios, aquel Dios al que tanto adoraba, y a todas las dudas. Su fe había muerto instantáneamente, no como la de Francis Campion, que la había perdido en una dolorosa serie de etapas. ¿Podía considerarse fe aquel sentimiento que había muerto en una o dos horas? ¿Se había tratado solamente de una ilusión juvenil con la idea de Dios, que es una enfermedad común en la adolescencia? Había leído en algún libro piadoso que en la vida de todo hombre se produce un aterrador encuentro con Dios, encuentro que jamás se puede olvidar, y que a partir de entonces la adoración se hace más profunda, hasta la muerte, o simplemente se adora exteriormente un recuerdo amado y perdido, como pasa con los muertos por quienes ya no se siente más pena.
El padre McGuire le había dicho que su fe no habría muerto tan bruscamente si hubiera sido verdadera, pero el sacerdote estaba equivocado. La muerte irrevocable destruye los amores más vehementes y la fe más intensa. Contrariamente a lo que se piensa, son los tibios los que más perseveran en el amor y la fe, y, si bien ese amor y esa fe son levemente cálidos, por lo menos son viables, que es más de lo que puede decirse del despedazado, del corrompido cadáver del amor y de la fe.
Hacía poco tiempo el mundo había vuelto a tener para él tres dimensiones, se había redondeado, se había llenado de nuevo de vitalidad, color y juventud. Había resucitado con Jenny.
El amor es de una pieza. Es imposible amar, conocer plenamente el amor y luego negar alguna parte de él, se trate del amor a Dios o del amor por algún ser humano. Una mujer a la que un hombre quiere más que a su vida, una mujer amada a la que uno puede confiarle su vida, inevitablemente vuelve a traer al hombre la visión de la grandeza de Dios, y el hombre ve de nuevo que los universos eternos están llenos con Su gloria. Allí reside toda la paz espiritual, toda la invulnerabilidad, todo el poder del espíritu, toda la fortaleza, la Sombra de una gran Roca en una tierra triste.
«Quisiera tenerla ahora mismo», pensó Jonathan y, como una sombra, volvió a ver el jardín del reposo, esta vez sin ninguna grieta.
—Al diablo con los Campion y todos los demás —gritó. Volvió a acordarse de Jeffrey Holliday y extendió un cheque a nombre del padre McNulty, que acompañó con una nota:
Creo que usted conoció a Jeff. Ha muerto. Le envío un cheque de veinticinco dólares como ofrenda, en espera de que le recuerde en sus oraciones. Además, he heredado una casa grande en la calle Fordham, cerca de St. Leo, de una paciente que fue muy querida amiga y maestra mía, Ann Meadows. Se la doy para esa residencia de monjas que está tramando construir para su condenada escuela parroquial, si puede conseguir el préstamo bancario. Con esto no quiero alentarlo para que me siga acosando en busca de más fondos.
El simple hecho de haber escrito aquella impertinente nota a un hombre joven a quien verdaderamente quería y respetaba, contribuyó en forma inesperada a levantarle el ánimo. Ahora sí que tendría que acorralar a Jenny y convencerla de que se casara rápidamente con él para irse juntos de Hambledon para siempre.
Silbando suavemente entró en la sala de examen, limpia, vacía y blanca. Allí, en un rincón, estaba uno de sus resplandecientes anaqueles, lleno de complicados instrumentos de operaciones. Era un regalo que su padre le había hecho al ingresar en la Facultad de Medicina. En cada uno de los delicados instrumentos de acero estaba grabado su nombre con letra elegante. En aquella época cada cirujano tenía sus propios instrumentos, grabados como los de Jonathan, que llevaba consigo. Pero desde entonces los hospitales han venido suministrándolos a sus cirujanos, cosa que ha constituido un progreso en materia de asepsia en los quirófanos. Aquellos instrumentos relucientes por los que su padre había pagado orgullosamente una fortuna, la mayoría de ellos tenían mango de plata y vainas del mismo metal, eran innecesarios ya, incluyendo el gran maletín de marroquinería que servía para llevarlos. Jonathan no los había utilizado más de cuatro veces en su práctica quirúrgica, eran anacrónicos. A menudo había pensado donárselos a algún pobre sacerdote-cirujano, y había llegado el momento de hacerlo. Sería un donativo para las Misiones.
Como eran de tanto precio, Jonathan guardaba la llave del anaquel entre las demás de su llavero, en ese momento, parado frente a ellos, recordaba lo que había dicho William Hazlitt: «No hay un animal más perverso, estúpido, cobarde, digno de compasión, egoísta, despreciable e ingrato que el público. Es el más cobarde de todos, pues tiene miedo de sí mismo». Cierto, era aquel público quien le había condenado, a él, Jonathan Ferrier, aun antes de que le arrestaran. Y no sólo se había mostrado completamente defraudado cuando le absolvieron, sino que ahora, en su resentimiento, le expulsaba del pueblo. Seguía sin saber por qué. La gente que le apreciaba no había cesado de insinuarle que quizá necesitaría emplear un poco de diplomacia, de tacto, dejar siempre alguna salida a los demás, disimular un poco la evidente ineptitud y la estupidez en nombre de la «caridad cristiana». Pero esa «caridad cristiana» habría costado la vida a muchos pacientes indefensos en manos de los burros diplomados o habría encubierto algunos irritantes abusos sociales.
Jonathan Ferrier era el organizador y propulsor de la Asociación de Hambledon para la Abolición del Trabajo Infantil. Había atendido a muchos niños de corta edad heridos o aplastados en los talleres de la localidad. Estaba con ellos cuando se revolcaban, medio muertos, en su propia sangre. No había utilizado un lenguaje amable con los dueños de los establecimientos ni palabras calmantes para suavizar sus sensibilidades, tampoco había ejercido la «caridad cristiana». Les había llamado: «asesinos de inocentes». Había gastado gran parte de su propio dinero para crear otras asociaciones en todo el Estado, había perseguido senadores, representantes y gobernadores, había colocado gigantescos avisos en muchos diarios importantes. Las asociaciones habían crecido desmesuradamente y se predecía que dentro de poco se declararía ilegal el trabajo de los niños. Resulta innecesario decir que Jonathan no era bien visto precisamente por aquéllos a quienes había ofendido tan profundamente en sus bolsillos… y en su moral.
Cuando más joven, había creído sinceramente que una buena causa lleva mucha fuerza consigo, que una idea justa no puede ser suprimida sino que al final sale victoriosa. Ahora no estaba tan seguro, pero todavía le quedaban ideas que se agitaban en su mente y mantenían su lengua ácida, sus modales abiertamente despectivos y su carácter finamente agudo cuando se encontraba entre hipócritas.
Volvió en sí frente a su anaquel de cristal, y entonces notó que había un espacio vacío en un estante. Se había perdido algún instrumento. Probó la puerta, estaba cerrada con llave, pero alguien había cogido un instrumento. Se dirigió a la otra habitación ceñudo, pensando si Robert Morgan podía haberlo hecho, y revisó allí también. Era tonto sospechar de Robert. Tenía un fuerte sentido de la propiedad y, además, no los necesitaba para nada. En la otra sala de examen había un montón de instrumentos para revisiones comunes, pero no para cirugía mayor. Jonathan quedó pensativo. ¿Cuándo había abierto por última vez el anaquel? ¿Hacía un año, tal vez dos? Una vez al año los repasaba cuidadosamente, por el valor que tenían y por los recuerdos. ¿Lo había hecho el año anterior? No lo recordaba.
De pie frente al armario trataba de recordar, con gesto adusto, mirando el espacio vacío. Alguien había tratado de acercar los instrumentos delgados para disimular el espacio vacío, pero el peso había grabado la base de satín que Adrián, su padre, había insistido en colocar en los estantes. Había una depresión larga y angosta. Y bien: ¿qué faltaba? Jonathan repasó mentalmente todos los instrumentos. De repente lo encontró: era una legra.
¿Por qué habrían de llevarse una legra y quién podría haber sido? Era un instrumento agudo y peligroso, que tenía que utilizarse con sumo cuidado, pues podría perforarse la matriz en el momento de hacer un raspado después de un aborto espontáneo o de un parto prematuro. Hacía falta un adiestramiento especial para usar la legra, sólo se empleaba en casos de amenaza de infección o si había peligro de hemorragia.
Jonathan examinó minuciosamente la depresión, en el lugar en que había estado depositada la legra y vio que había una tenue capa de polvo. De modo que hacía mucho tiempo que faltaba el instrumento. Llamó a la señorita Forster.
—¿Ha estado aquí alguna persona sin autorización cuando yo no estaba presente o cuando se hallaba ausente el doctor Morgan?
—¡Oh, no, nunca lo permitiría, doctor! ¡Creo que conozco mis obligaciones! Naturalmente, ha estado aquí esa señora que dijo ser amiga suya…
—No, no, querida. Me refiero a varios meses atrás, por lo menos.
—¡Nunca! —dijo la señorita Forster enfáticamente—. ¿Falta algo, doctor? Después de todo, hay vagabundos…
—… que tenían mi llave, naturalmente, y se llevaron solamente un instrumento. Luego volvieron a cerrar cuidadosamente la puerta y me devolvieron la llave.
La señorita Forster parecía a punto de echarse a llorar.
Jonathan le dio unas palmadas en el hombro, le dijo que probablemente se trataba de un error, y salió en busca de su caballo para dirigirse a su granja.