Robert Morgan y Jenny Heger estaban sólo a medio kilómetro detrás de Jonathan. Robert se había encontrado con la muchacha en el pequeño muelle, a pesar de que le habría gustado ir a buscarla a la isla. Sin embargo, cuando llegó en su elegante coche nuevo ella ya le esperaba, sonriendo tímidamente y en silencio. Robert no entendía de vestidos femeninos, pero inmediatamente se dio cuenta de que el que llevaba la muchacha era nuevo. Se sentía sumamente complacido de que ella se hubiera molestado por él y se hubiera interesado tanto por su aspecto.
La hermosa cara de Jenny estaba quemada por el sol, lo que se consideraba un defecto enorme en una dama, pero no llevaba sombrilla, como era costumbre en una dama. El vivo color de sus mejillas y de sus labios la hacía aparecer más vivaz que lo habitual. Estaba «cubierta de rocío», como llamaba su madre a la transpiración, eufemismos que hacían reír a Robert, y tenía el labio superior desordenadamente perlado, así como la frente. Olía a jabón de lavanda. Cuando se dirigió al coche de Robert, sin hablar todavía, lo hizo como un hombre joven y elegante, seguro y libre, sin hacer los gestos que hacen otras muchachas. Apuntaló los pies firmemente aunque sin dureza y trepó al coche antes de que él pudiera ayudarla. Robert pensó que deseaba evitar su contacto, pero inmediatamente se dio cuenta de que actuaba con toda espontaneidad. Subió detrás de ella, tomó las riendas, sonrió mirando la profundidad y el brillo de sus ojos azules y volvió a advertir el candor total de su rostro y el hoyuelo en la blanca barbilla.
—He traído una buena merienda —dijo Robert—. Me lo han preparado en el hotel. Mi madre y yo todavía no nos hemos establecido en nuestra casa nueva, de modo que seguimos viviendo en el hotel. Esperamos mudarnos el lunes. Bueno, es una buena comida me parece: pollo frío con ensalada, pan con mantequilla, tarta de frutas, queso y una buena botella de vino blanco, con vasos. Espero que le guste.
—Sí —dijo Jenny.
Había aceptado con naturalidad el hecho de la comida, sin saber que son las damas quienes, por lo general, preparan las comidas para las meriendas. Había hablado por primera vez, pero por lo menos sonreía a Robert levemente, tímida y astuta, escudriñándole con la actitud franca de una chica honesta. Sin embargo Robert pensó con inquietud por qué habría aceptado ella aquella invitación suya. No encajaba con el carácter de Jenny Heger, la joven y atemorizada reclusa acerca de la cual se contaban historias tan espantosas en el pueblo. Siguieron paseando por el camino del río.
—Me alegra tanto que usted haya aceptado salir conmigo, señorita Jenny.
Permaneció silenciosa, miraba al río como si estuviera completamente sola. Robert la cubrió con la delgada manta del coche para protegerla del polvo y ella ni siquiera se dio cuenta.
—El otro día encontré un lugar admirable cuando visitaba pacientes —siguió hablando Robert—. Muy hermoso, muy apartado y muy fresco, aun con esta temperatura. Además hay una buena vista del río.
—Está muy bien —dijo Jenny con su fuerte voz clara, y luego lo miró con su hermosa aunque incierta sonrisa—. Fue usted muy bueno al invitarme, doctor.
Robert vaciló y le sonrió con los ojos. Su bigote rojo dorado brillaba al sol.
—Fue un placer, señorita Jenny, pero espero que no sea exclusivamente mío.
Robert advirtió de inmediato que la muchacha no estaba acostumbrada a recibir gentilezas, pues reflexionó sobre su insinuación con divertida seriedad.
—A mí también me gusta —dijo—. Las únicas meriendas campestres a que he asistido han sido las de tía Marjorie, la señora Ferrier, ya sabe.
—Una señora encantadora —dijo Robert.
—Sí —asintió Jenny.
La conversación terminó súbitamente, para desengaño de Robert, pero para él era suficiente que Jenny estuviera a su lado, sintiendo en algunos momentos que su codo le rozaba la manga al rodar el coche por partes desniveladas del camino. Exhalaba frescura, juventud e inocencia. En aquel momento Robert se dio cuenta que había amado a aquella muchacha desde un principio, y se sintió profundamente conmovido. La peligrosa y repentina intensidad de sus emociones le impulsaban a buscar la calma. Querría haber sabido qué le gustaba a la misteriosa muchacha y qué la divertía, había oído decir que tenía una buena instrucción y que cuando contaba quince años su madre había contratado a un instructor que durante dos años había completado su educación. También se contaban cosas por el estilo en Hambledon. No obstante, Jenny no había visto nada del mundo. El único punto de referencia entre él, Robert Morgan y Jenny Heger era Jonathan Ferrier, pero por nada del mundo deseaba hablar de Jonathan.
Fue Jenny la que volvió a hablar, Robert vio que era ridículo y hasta doloroso que empezara ella, de modo que no le sorprendió que tartamudeara.
—¿Le gusta Hambledon, doctor?
—Sí, muchísimo. Podría haberme quedado en Filadelfia. Me ofrecieron también cargos importantes en Nueva York, Boston y otras ciudades, pero quería ir a un pueblo pequeño. No sé por qué, señorita Jenny, pero ahora me parece que lo sé.
Esperó que ella le pidiera una aclaración, pero no lo hizo.
—Nueva York, Boston, París, Londres, Viena, San Petersburgo… yo… a menudo pienso en esos lugares. Me gustaría visitarlos.
—Tal vez lo haga algún día.
Pensó con qué alegría llevaría a Jenny a aquellos lugares lejanos, las cosas que le enseñaría. Los explorarían juntos por primera vez.
—Sí —dijo Jenny sin ninguna convicción. Esperó unos instantes y luego, con dolorosa dificultad dijo—: De modo que usted va a quedarse aquí.
—Sí. (Maldito monosílabo).
—Y Jon… el doctor Ferrier…, ¿se va de veras?
—Sí. (Estaba cayendo en un juego sin salida).
—¿Pronto?
—Sí. (Por fin decía algo).
—¿A dónde? —preguntó Jenny.
A Robert lo sorprendió que ella se interesara por un hombre a quien repudiaba en forma tan evidente. Sin embargo, podía ser que estuviera deseando perderle de vista.
—No lo sé —dijo Robert. (¿Por qué no hablaban de él mismo, o, mejor aún, de su común futuro?)—. No creo, sin embargo, que vuelva a Hambledon, nunca más. Tengo la impresión de que su madre se irá con él pues dudo que vuelva a casarse. El pueblo le ha tratado muy mal, como usted sabe. —Sentía curiosidad por comprobar la reacción de la muchacha respecto al proceso por asesinato, pero ella no dijo nada. Entonces Robert continuó hablando—: Es inadmisible que haya alguien que crea que Jonathan Ferrier mató a su esposa y… hum… a su hijo.
Jenny le miró con gravedad y sacudió la cabeza.
—Jon no lo hizo, doctor, no… pudo, estaba fuera cuando ocurrió. Naturalmente, una vez leí que cualquiera es capaz de hacer cualquier cosa, pero Jon no lo hizo, no lo hizo.
Robert quedó sorprendido ante aquella mezcla de sofisticación e ingenuidad.
—Me alegra oírle decir eso, señorita Jenny, pero usted y yo formamos una minoría en este pueblo, ¿no es así?
—Sí —dijo ella—. Nunca creí que Jon fuera tan cobarde.
—¿Cobarde?
—Sí, que huyera, debería quedarse y luchar.
—También yo pienso así, pero ¿cómo se puede luchar contra telarañas, y más si son venenosas?
—Yo lo hago.
Tenía el rostro excepcionalmente pálido y Robert pudo advertir cómo se le formaba una súbita blancura alrededor de la boca.
—Supongo que sí —dijo Robert con amargura.
Ella saltó impulsada por su propia sorpresa y luego, para mayor asombro de Robert, enrojeció de forma violenta.
—¿Qué quiere decir? —exigió.
—Las historias —contestó Robert.
—¿Sobre Jon? No las creo en absoluto —afirmó con vehemencia.
Robert comprendió claramente que Jenny no sabía nada de las historias que se contaban sobre ella y se sintió tristemente conmovido, lleno de deseos de protegerla. Pero ¿por qué estaba tan ruborizada y tan desafiante?
—¿Habla Jon alguna vez de mí? —preguntó con un temblor en la voz.
—¿Jon? Pues, no. ¿Por qué habría de hacerlo?
—¡Oh! —Los colores desaparecieron y pareció aliviada.
—No le gusta hablar de sus parientes —dijo Robert.
—¡Yo no soy pariente suya! —dijo Jenny—. Su hermano es mi padrastro, pero Jon no es pariente mío. —Miró hacia el agua y agregó—: ¿No es hermosa? El sol sobre las velas, el color de las montañas y el agua… He visto tantos cuadros de lugares lejanos: el Rin, las laderas de Devon, el Sena, la Riviera y el Oriente, pero nada me parece tan hermoso como esto. Quiero pasar toda mi vida en mi isla.
Le miró con aquella conmovedora franqueza, tan suya.
—¿Sabe usted? —continuó—. Todo el mundo cree que papá construyó el castillo para mamá, pero lo construyó para mí. Era un secreto entre nosotros, para que mamá no se sintiera abandonada.
Robert no podía adivinar en qué dirección fluirían sus pensamientos, pero se sintió encantado cuando sonrió abiertamente y le permitió ver sus pequeños y brillantes dientes.
—Mamá y yo no teníamos secretos. Decía que los caballeros no aprecian la inteligencia en las damas y que el deber de éstas era hacerse las tontas para que ellos fueran felices. También decía que un hombre jamás perdona a una mujer que se haya casado con él. —Rió por primera vez con una risa que a él le pareció infantil y acariciadora—. Mamá engañó a papá, a Harald y a casi todos los demás haciéndoles creer que era una mujer cómoda y blanda, pero en realidad era muy aguda.
—Estoy seguro —dijo Robert— que a una mujer estúpida le hubiera resultado imposible tener una hija como usted.
Jenny se ruborizó y se apartó un poco, mirándole con suspicacia. Luego le brillaron los ojos de ansiedad.
—¿Qué quiere decir? —preguntó.
—Vamos, señorita Jenny: ¡qué es usted la mujer más hermosa que he visto en mi vida!
Hablaba con profunda sinceridad y Jenny lo observó muy atentamente durante varios minutos. Luego volvió a sonreír.
—¿Lo cree sinceramente? —preguntó, no por coquetería sino por un verdadero deseo de saber—. ¿Así como lo dicen los chicos: «Me pongo la mano sobre el corazón y que se muera?».
Robert levantó la mano enfundada en el guante amarillo e hizo una cruz sobre el corazón, con lo que Jenny se mostró sinceramente satisfecha.
—¿Por qué? —preguntó con perturbadora franqueza.
—¿No se ha mirado nunca en un espejo?
—Sí, naturalmente, soy muy poca cosa.
La miró sin creerla, pero volvió a ver que era completamente sincera.
—¿Quién se lo ha dicho, señorita Jenny?
—Pues… mi padre, y tenía toda la razón. Solían llamarme pájaro bobo en la escuela. Soy tan alta y delgada, tengo las manos y los pies grandes… y no sé llevar vestidos bonitos. No tengo gracia ni encanto. ¡No sé qué hacer conmigo!
Robert condujo el coche bajo la sombra de un gran olmo, sujetó las riendas, se volvió solemnemente hacia la muchacha y ella, instintivamente, se apartó un poco de él. Pero no la tocó.
—Jenny, quiero decirle que he visto muchas muchachas y mujeres hermosas en mi vida, en las grandes ciudades de todo el Este del país, y no hay ninguna que pueda compararse con usted. ¿Se ha preguntado en algún momento por qué deseaba que viniera hoy conmigo? ¿Cree acaso que es por mi corazón cristiano? —Sonrió mirándola a los ojos, que se iban agrandando—. Ha sido egoísmo. Quería estar con una mujer hermosa, con una gran dama, y usted lo es Jenny, una gran dama.
Jenny reflexionaba sobre cada una de las palabras que él pronunciaba, calibraba su sinceridad, su verdadero significado, y no encontró nada de malo. Le miró con leve incredulidad, se ajustó el sombrero, se alisó los guantes, se mordió el labio inferior, pero ni por un instante le quitó los ojos de encima.
—¿Nadie le ha dicho eso antes? —preguntó Robert.
—No. Es decir —dijo vacilante— dos veces, pero no me lo creí… y tampoco lo creo ahora. ¡Ah, sí!, tía Marjorie también me lo dijo, pero es muy amable y por eso no pude creerla. De veras, ¿no me encuentra usted repulsiva?
—¡Jenny!
Deseaba tomar a esta muchacha que todavía le parecía una niña en sus brazos y besarla apasionadamente, pero sabía que la asustaría y que se enfadaría. Estaba muy sensible y lleno de la agudeza del amor.
—¡Jenny, usted es tan repulsiva como una rosa, tan fea como un joven árbol verde, tan espantosa como una mariposa! ¿Es suficiente?
—Tal vez sea así para usted, y gracias —dijo sonriendo reticente.
Robert comprendió que le creía y se sentía eufórico.
—¿Quiénes fueron los dos que le dijeron lo que yo le he dicho con toda sinceridad? —preguntó al cabo de unos instantes.
Los ojos azules de Jenny se apartaron de él, y se posaron sobre la capa de polvo que le cubría las rodillas.
—No interesan. Uno fue Harald y el otro Jon.
—Bueno, Harald tiene que saberlo, es un artista, un pintor. Los pintores son muy sensibles a la belleza. Y Jon… bueno, creo que es un gran conocedor de las mujeres.
Lo dijo con delicadeza, pero comprendió que ella había captado la observación, pues asintió con la cabeza.
—Mavis ha sido la mujer más bonita que he visto en mi vida —dijo—. Era como la princesa de los cuentos de hadas que leí siendo chica: La Bella Durmiente, Cenicienta, Blanca Nieves. Era como todas ellas en una sola. Naturalmente, era mayor que yo, cuatro años. Era… deslumbrante. La gente siempre la miraba como hipnotizada. Yo me hubiera quedado horas contemplándola, pero ella nunca se estaba quieta.
—¿Se refiere usted a eso de juguetear con las manos y la cabeza, así como hacen todas las mujeres ahora… excepto usted, Jenny? ¿Ese jugueteo que está de moda para resultar animadas?
Jenny contuvo la risa. Fue una verdadera risita contenida, que a él le pareció un sonido adorable.
—Parece como si tuvieran parálisis, ¿no? —dijo—. No, Mavis no era así. Pero no era tranquila, todo lo contrario. Se reía siempre, ruidosamente. ¡Era la única cosa fea que tenía, y yo pensaba cómo le arruinaba la apariencia, pero a otros parecía gustarles! —Sacudió la cabeza como si se sintiera maravillada—. Siempre hablaban de la risa de Mavis como de algo maravilloso. Tal vez yo fuera la única que estaba equivocada. No me gusta la gente ruidosa.
—¿Mavis era ruidosa?
—Bueno… sí, sé que es poco benévolo decirlo, pero es la verdad. Era ruidosa y le gustaba abrazar a todo el mundo. Siempre estaba abrazando a la gente y se reía con su risa tan ronca. —La voz de Jenny se elevó, saturada de sincera indignación—. Hacía eso con Jon cuando eran recién casados y yo sentía lástima por él, pues le hacía avergonzar, pero nadie parecía notarlo. Creo que Jon hacía que Mavis se sintiera disgustada.
—¿Es demasiado severo, tal vez?
—Nunca me lo pareció. —Volvió a mostrarse sorprendida—. En realidad, empezó a parecerme frívolo, superficial, poco profundo desde que Mavis… murió.
El poder que tenía de asombrarlo parecía no tener límites.
—¿Frívolo, Jon? A mí me parece muy amargado y he oído decir que era incluso áspero, pero yo estoy mejor informado. Es el hombre más desgraciado que he conocido en mi vida. Los hombres reservados como Jon siempre son desgraciados en el matrimonio, sólo Dios sabe por qué.
—Sí —dijo Jenny—. Fue un desastre para los dos.
Siguieron adelante y la brisa suave y cálida les barría el rostro. Hay personas que considerarían esto «chismes», pensó Robert Morgan. Pero Jenny era tan inocente ante cualquier acusación de ser chismosa como un niño recién nacido. Decía siempre lo que se le ocurría, sin malicia ni crueldad. Ahora Robert temía por ella, no tenía ningún familiar en el mundo, ninguna protección, ningún muro que defendiera su vulnerabilidad. Su única defensa podría ser el matrimonio, y él estaba más que dispuesto a ofrecerle aquélla defensa.
—Jon está amargado porque sus amigos creen que él mató a Mavis —dijo Jenny—. A mí nadie me lo ha dicho, pero yo lo sé. Por otra parte, es ostentoso, si es que a usted no le gusta decir «superficial». No le gusta, ¿verdad? ¡Oh!, él nunca ha tenido miedo de nada, lo desprecia todo y ya era así antes de que Mavis muriera. Nunca toma a nadie en serio.
Por primera vez Robert cayó en la cuenta, con una sensación de desagrado, que la única conversación de aquel glorioso día había tenido como tema a Jonathan Ferrier. No podía recordar si había sido él quien había iniciado la conversación, pero de todos modos no le gustaba. Prefería charlar con Jenny sobre sí mismo y quería despertar su interés. Hasta el momento, ella no había demostrado sentir el menor interés por él, aunque por lo menos ahora hablaba y no se limitaba a decir «sí». Era una muestra de confianza y el corazón del joven volaba liviano como un pájaro.
Desgraciadamente, vio que por el angosto camino se les aproximaba una berlina en la que viajaban cuatro mujeres jóvenes. Acababan de doblar una curva y el aire estaba lleno del eco de sus alegres risas, sus chillidos y sus ruidosas voces juveniles. El caballo trotaba vivamente, los bordes de la berlina oscilaban y las muchachas agitaban sus sombreros. Robert guió prudentemente su caballo hacia la derecha del camino para permitir que el carruaje pasara con su preciosa carga, pero cuando estuvo a su lado, el conductor lo detuvo y Robert vio la cara rosada y con hoyuelos, el pelo castaño y los ojos brillantes de Maude Kitchener. Su boca era como un capullo de rosa, pero dejó de sonreír cuando vio a la compañera de Robert.
—Hola, doctor Morgan —gritó—. ¿Cómo se encuentra? ¡Ah! ¿Conoce a Betty Gibson, Susie Harris y Emiline Wilson? Chicas, éste es el doctor Morgan, el caballero de quien os he estado hablando…
Se detuvo y se sonrojó violentamente. Las muchachas se fijaron en Robert con animada curiosidad y le dedicaron sonrisas significativas. Era evidente, incluso para el joven, que Maude había explicado a sus amigas cosas muy confidenciales. Éstas, a su vez, admiraban sin recato su magnífica vestimenta y su cara, pero cuando miraban a Jenny aparecían feas muecas en sus jóvenes bocas, cosa que Robert también notó. Se había quitado el sombrero que descansaba sobre sus rodillas.
—¿Han tenido un viaje agradable, señoritas?
—Hemos estado almorzando en casa del tío de Emiline —contestó Maude con una voz queda y mirando a Jenny con animosidad—. ¿Cómo está usted, Jenny?
Jenny había vuelto a ponerse rígida y distante.
—Muy bien, gracias —contestó tartamudeando de nuevo. Las otras muchachas no le dirigieron la palabra. Desviaron la mirada y se pusieron a charlar animadamente con el joven doctor, del que tanto habían oído hablar, particularmente a Maude, quien apenas había dejado de nombrarlo durante todo el almuerzo. No sabían si sentirse apenadas o contentas de que el joven, que según Maude ya estaba: «Atrapado y prácticamente a punto de declararse», hubiera preferido a aquella inexplicable Jenny Heger que a Maude Kitchener, al menos por un día. Pero todo el mundo conocía a aquella buscona y los hombres son hombres, aun cuando se tratara de un joven tan elegante y simpático como aquél.
Robert no era tan obtuso como para no darse cuenta del desprecio inferido a Jenny. Así pues, se puso el sombrero, tiró de las riendas y se despidió de las muchachas, y fue también el primero en echar a andar el coche. La berlina se puso en movimiento detrás de ellos pero con menos vigor, cosa que le hizo sentirse satisfecho. La única chica simpática había sido Maude Kitchener y sintió afecto por ella. ¡Mujeres!
—¡Realmente, esa criatura! —dijo Emiline Wilson—. ¿Qué puede haber visto en ella?
—¡Adivina! —dijo Susie Harris con una risita traviesa.
—No seas libertina, Susie —dijo Betty Gibson dándole una palmadita en el hombro.
—Si él tuviera el menor interés por ella —dijo Emiline con un tono significativo— le diría todo lo que sé, sí que lo haría. Es una desgracia. Probablemente el doctor cree que es respetable. Pobre hombre.
—Hace poco que está aquí —dijo Maude, y añadió—: ¡Pero claro que Jenny es respetable! No debéis ser tan perversas. Sabéis tan bien como yo que lo que la gente dice de Jenny es todo mentira. Hemos ido a la escuela con ella. Si… el doctor Morgan la quiere, no hay de qué asombrarse, es muy hermosa.
Las muchachas gritaron: «¡No!», a coro, y Maude se sintió complacida.
—La gente de este pueblo es muy estúpida —dijo Emiline—. No creo que nadie haya invitado al doctor Morgan a cenar, excepto los Ferriers. ¿Le habéis invitado?
Todas menos Maude contestaron negativamente. Sabía que sus padres habían invitado a Robert en numerosas ocasiones, pero él tenía trabajo en el hospital, atendía llamadas domiciliarias, o tenía otras ocupaciones. Había prometido a los Kitchener que cenaría con ellos el lunes siguiente y había expresado su gratitud a la señora Kitchener.
—Ha estado muy ocupado —dijo entonces Maude— pero va a cenar en mi casa el lunes.
Las muchachas demostraron a Maude su alegre envidia y volvieron a reír. Pero Maude recordaba la forma como Robert miraba a Jenny antes de separarse de ellas y tenía deseos de echarse a llorar.
Robert encontró el sitio prometido pocos minutos más tarde. Hizo subir su coche por un caminito lateral muy ondulante que de repente se empinaba. Allá arriba, había unas ondulaciones llenas de hierba con un gigantesco roble en el centro, aquí y allí crecían descuidados arbustos y detrás de éstos se extendía una pradera solitaria. Frente a ellos el río brillaba con destellos azules y las montañas se elevaban sobre él como una barrera verde. Robert tendió la mano a Jenny y esta vez ella la aceptó para bajar. Era el primer contacto, y Robert sintió como si le golpeara un rayo. Se puso muy pálido y pasaron unos instantes antes de que pudiera ayudar a Jenny a posarse sobre el escalón y bajarla luego al suelo donde ella se alisó la falda blanca con las manos enguantadas, mirando a su alrededor, con tímido placer.
—¿Le gusta, Jenny? —preguntó él.
—Oh, es maravilloso —contestó.
Jenny se quitó el sombrero y su cabellera, sujetada apresuradamente con horquillas como de costumbre, comenzó a caer le sobre la cara, renovó sus esfuerzos por mantener el peinado alto, pero todo fue inútil. Se encogió de hombros y dejó que el pelo le cayera sobre los hombros y la espalda.
Después empezó a reír, aunque un tanto contenida, mientras ayudaba a Robert a sujetar el mantel a cuadros sobre la hierba, pues corría la brisa debajo del árbol. Corrió de un lado a otro buscando piedras para fijarlo y regresó, alegre, con las manos llenas. Mostró un activo interés por la comida y dispuso platos y cubiertos, repasando los vasos con una servilleta. Después se sentó, dobló las piernas al estilo árabe, y volvió a reír con gusto.
—Qué divertidas son las meriendas —exclamó—. Mamá y yo solíamos hacer muchas antes de que se… casara con Harald. Yo no era más que una niña. Las hacíamos en la isla, naturalmente. Nos contábamos montones de secretos, los árboles eran enormes y los canteros de rosas increíbles. Los canteros de rosas… —al decir esto cambió de expresión y dejó de reír.
—Son hermosos esos jardines —dijo Robert.
Como anfitrión, llenó el plato de Jenny. Ella miró sin ver la enorme cantidad de comida que Robert le servía. Luego abrió la botella de vino y sirvió el líquido color oro pálido en los vasos.
—¿Qué? —dijo Jenny volviendo sobresaltada a la realidad.
—¿Qué? ¡Ah!, decía que sus canteros de rosas son muy hermosos.
Jenny cogió un muslo de pollo, lo miró con mirada ausente y empezó a comer. Pareció cambiar de ánimo, pues sus mejillas se colorearon nuevamente. La mata de cabello negro le caía sobre las orejas y sus pestañas proyectaban una sombra dentada sobre el color rosa de las mejillas. Robert apenas podía comer, abstraído por el encanto que emanaba de ella, la había amado desde un principio por su belleza y por su inocencia. Ahora la amaba, además, por lo que había logrado entrever y por su sencillez. Levantó el vaso y los ojos azules de Jenny siguieron su movimiento.
—Por usted, Jenny querida —brindó.
Ella levantó de inmediato su vaso y le sonrió.
—Por usted, doctor.
Hubiera deseado que Jenny mostrara un poco de coquetería y lo llamara por su nombre, pero aun no siendo así, estaba contento. Al principio no se le había ocurrido pensar que ella le correspondiera como lo hacía, ni que se sentiría tan infantilmente feliz en la merienda. Miraba al río, que no llegaba a ser tan azul como los ojos de Jenny, percibía el olor de los pinos, aromático y excitante. De la hierba emanaba una cálida fragancia más agradable que cualquier perfume artificial, y Jenny formaba parte de todo aquello. Estaba a solas con él en aquel brillante silencio. No había nadie más.
—Oh, es delicioso —dijo bebiendo ansiosamente el vino—. Por lo general no me gusta, pero éste sí. ¿Es vino francés?
Robert le pasó la botella para que viera la etiqueta y se sintió complacido por la impresión que le produjo.
—¡Uy, es de 1890! —exclamó Jenny—. Tiene once años. ¡Cuánto tiempo!
—Para usted, tal vez. Entonces tenía solamente nueve años, ¿no es así, Jenny? Yo era mucho mayor.
—Usted es muy joven —dijo Jenny, y él no supo si sentirse halagado o no—. Usted cree que el mundo es bueno, ¿verdad? ¿Recuerda lo que dijo Maquiavelo? «El hombre de mérito que conoce el mundo al pasar el tiempo, se siente menos satisfecho por lo bueno, y menos agraviado por lo malo».
Robert reflexionó y luego asintió con un movimiento de cabeza.
—¿No cree usted también que el mundo es bueno?
—No, de veras que no. La gente cree que soy tonta e ignorante, pero se equivoca. Escucho, veo, pienso, leo. Paseo sola. Nunca me siento sola. Miro los pájaros. Nada me sorprende demasiado.
Sin saber por qué Robert pensó en Jonathan Ferrier. El pensamiento pareció salir de la nada y se sobresaltó.
—Solamente un idiota podría creerla tonta e ignorante, Jenny.
Ella volvió a mostrar su sonrisa sutil y divertida.
—En este mundo hay que hablar continuamente. Hay que hacer las cosas con precipitación, ir y venir rápidamente de un sitio para otro, o hacer algo supuestamente importante para que te consideren inteligente y sofisticado. Pero si tú te sientes satisfecho tal como eres y no te gusta la confusión, si estás contento con tus propios pensamientos y con tu trabajo, entonces dicen que estás loco o que no quieres a tus semejantes, incluso que eres anticristiano. —Se echó el cabello hacia atrás—. Olvidan, o no han sabido nunca, lo que Shakespeare dijo: «… y así vamos madurando de hora en hora, y luego, de hora en hora, nos vamos pudriendo». Si dedicaran un pequeño pensamiento a esta frase dejarían sus prisas porque no son más que una nada que no va a ningún lado y tratan patéticamente de ser alguien yendo a alguna parte. Hay poca gente que sea «alguien».
Robert no la habría creído capaz de hacer una frase tan larga, pero al ver su rubor y el vaso vacío se dio cuenta de que el vino había barrido su timidez y que Jenny se había sincerado con él. Volvió a llenarle el vaso y ella le miró con placer.
—En cuanto a mí —continuó— me siento contenta de no ser nadie, de no ir a ninguna parte, eso es lo que tiene de bueno no ser nadie, no sientes que tengas que ir a ninguna parte… y no hay verdaderamente ninguna parte.
Cambió de expresión y miró el vaso de vino poseída de una repentina melancolía.
—Ninguna parte —repetía—. Ninguna parte en absoluto.
—Oh, vamos, Jenny. Usted es joven y tiene toda una vida por delante.
—No —replicó—. Creo que el mundo se me ofreció una vez, cuando tenía dieciséis años. Fue cosa de tres minutos. Tres minutos enteros. Y después volvió a escapárseme. Eso fue todo. Y nunca volverá a ocurrir.
—Cuénteme —pidió Robert, ansioso por conocer algo más de aquella enigmática muchacha.
—No hay nada que contar. Todo fue producto de mi imaginación —dijo ella sacudiendo la cabeza.
Apartó el plato que tenía sobre, sus rodillas y bebió rápidamente el vino. En una mujer más mundana aquél habría sido un gesto teatral para producir efecto, pero en Jenny era una rápida desesperación, sin razón aparente, Robert volvió a acordarse de Jonathan Ferrier.
—Jenny —preguntó—. ¿Por qué no se va por un tiempo para ver un poco de mundo?
—No puedo, doctor. No podría abandonar mi isla. Pero si alguna vez Harald se va para siempre, cosa que no hará, entonces yo podría dejarla por algún tiempo.
Aquello le sonó extraño a Robert y frunció el ceño.
—¿Sabe? —explico Jenny afanosa—. No podría dejarle la isla para él solo. ¿Cree que podría?
—¿Por qué no?
—Pues… porque cuando regresara, ya no sería lo mismo para mí.
Robert estaba desconcertado.
—Un día, cuando se case, dejará la isla y no volverá, salvo para hacer alguna visita corta.
—No. Nunca dejaré la isla y nunca me casaré.
Una tenue sombra cubrió el universo de Robert y ya nada brilló como antes.
—Cambiará de idea, Jenny, cuando encuentre a alguien que la ame.
Con horror y tristeza vio que a Jenny se le llenaban los ojos de lágrimas. La muchacha sacudió la cabeza y dejó su vaso vacío sobre el mantel.
—¿Nadie le ha hablado… bueno… de amor, Jenny?
Ella se limitó a sacudir la cabeza de izquierda a derecha.
Robert hubiera querido decirle: «Te amo, Jenny, mi dulce Jenny», pero sabía que era demasiado prematuro. No solamente la alarmaría, haciéndola huir, sino que la sumiría de nuevo en el silencio. Había otra persona parecida a quien él conocía bien: Jonathan Ferrier. La menor demostración de amistad o de interés personal que le hiciera cualquier persona provocaba en él una fría observación o un aforismo obsceno. Rechazaba los contactos íntimos tanto como Jenny los temía, y también los rechazaría. A Robert no le gustaba nada aquella semejanza.
—¿Qué es lo que más le gusta leer, Jenny? —dijo cambiando de tema.
Jenny ya se había tragado sus lágrimas involuntarias.
—Poesía —contestó—. Me gusta Homero en griego, y especialmente Ovidio en latín.
Robert estaba impresionado. Cualquier otra mujer que hubiera confesado aquello le habría hecho ponerse en guardia, pero en Jenny era completamente natural. Formaba parte de ella.
—Se pierde mucho de la esencia en la traducción —continuó—. ¿No le parece?
—Tengo que confesar que mi latín no pasa del que utilizo en medicina —dijo Robert.
De repente Jenny se echó a reír. Miró a su alrededor con aquella fresca inocencia que él encontraba tan conmovedora y adorable. Jenny se quedó contemplando el agua.
—¿Le gustó la merienda de tía Marjorie el Cuatro de Julio? —preguntó.
—Muchísimo. Es una señora deliciosa.
—El discurso fue ridículo —afirmó Jenny.
—Sí. No le presté demasiada atención, Jon y el padre McNulty lo consideraron «ominoso». Yo creo que todos los políticos son «ominosos».
Jenny había tomado una larga brizna de hierba y la retorcía entre los dedos. Tenía la cabeza inclinada y Robert no podía verle la cara.
—¿No será muy pesado para usted hacerse cargo de todos los pacientes cuando Jon se haya ido? —preguntó—. He oído decir que tiene numerosa clientela.
—Espero hacerlo lo mejor que pueda —dijo sin poder evitar que la voz le saliera dura.
—Sí —confirmó Jenny. Arrolló la brizna de hierba en los dedos y le dio un tirón.
—Va a volver de vez en cuando para ayudarme, si puede.
Jenny levantó la vista con tanta violencia que le desconcertó.
—¿Se lo ha prometido?
—No, no lo ha hecho. Dijo que cuando se fuera de aquí habría terminado con el pueblo para siempre y con toda la gente.
—¿Pero usted tiene el presentimiento de que volverá alguna vez?
—No, yo no, Jenny. ¿Por qué?, si no ha abandonado el pueblo, sino al revés. Por cierto, sin ninguna razón buena ni valedera.
—¿Ha dicho… recientemente… que nunca volvería?
—Esta misma mañana.
Jenny respiró profundamente y Robert lo advirtió.
—Pero aquí tiene casas y granjas.
—He oído decir que anda buscando comprador para todas las granjas, menos una. En realidad la casa pertenece a su madre. No, no volverá. Se irá antes del primero de septiembre, según me dijo hace pocos días.
—Cuatro semanas —dijo Jenny.
—Sí.
Estaba aburrido y extrañamente fastidiado por la conversación. Se dejó caer sobre la hierba con los brazos doblados debajo de la cabeza.
—Además, puede ser que se lleve a alguien con él —dijo sin saber por qué—. Hay una señora que le llama por lo menos una vez por semana y él parece muy contento de escucharla. Sé que no es una paciente, emplea su voz «personal» cuando habla con ella.
Jenny inclinó su cabeza sobre él y el cielo se le borró de golpe.
—¿Una mujer? —preguntó con una profunda sombra sobre la cara—. ¿Una mujer le llama?
—Sí. No sé quién es, Jenny. La llama «querida».
—Oh —dijo Jenny con voz opaca—. Tal vez piensa casarse con ella.
Robert bostezó deliberadamente.
—¿Quién sabe? ¿Por qué no se tumba usted también, Jenny, antes de que marchemos?
Sin la menor vacilación Jenny se tendió a su lado. Robert oía su leve respiración y su perfil, pálido e inexpresivo. Jenny cerró los ojos, su cabeza parecía cómo caída de una estatua. Algo andaba mal en aquel día apacible que había comenzado con tanta alegría, y a él le resultaba imposible saber qué ocurría.
Jenny tenía la mano a la altura de la cadera, con mucho cuidado, Robert acercó la suya y la rozó los dedos. Temía que Jenny apartara la mano, pero no lo hizo, no se movió ni siquiera abrió los ojos. Tenía los dedos fríos y débiles entre los de Robert, pero para él aquello era suficiente por el momento, tener la mano de Jenny en la suya y sentir la dulce satisfacción que le proporcionaba el amor que sentía por ella. Deseaba no tener que volver nunca a casa, pasar toda la eternidad con ella, dejar que el viento soplara sobre ellos, que el árbol verde y oscuro diera sombra a sus cuerpos, que las mariposas revolotearan sobre la hierba y que el débil sonido del brillante río siguiera mezclándose con el aire perfumado.
Se sintió invadido por el sopor, y en su modorra tuvo un ensueño, o más bien una fantasía. Pensaba que estaba despierto y que Jenny no estaba a su lado. Era otoño y las hojas color bronce, caían suavemente a su alrededor, el río rugía y él se sentía invadido por una fría desolación. Sabía que nunca volvería a ver a Jenny, que ella se había ido para siempre.
Despertó con violento sobresalto. Jenny no estaba a su lado. Había juntado todos los platos y el mantel y los había guardado cuidadosamente en el cesto, en aquel momento, de pie frente al río, se recogía el cabello.
Le daba la espalda y Robert pudo admirar las largas y esbeltas líneas, la gracia flexible de su cintura, las hermosas curvas de los hombros y los brazos. Jenny parecía haberle olvidado por completo. No podía adivinar, ni siquiera remotamente, qué estaría pensando. Sabía que estaba absorta en sus propios sueños, igual que él lo había estado. Vio cómo se sujetaba el cabello con las horquillas y luego dejaba caer los brazos al lado del cuerpo con un suspiro. Se volvió hacia él.
—Vaya —dijo Robert— creo que me he quedado dormido.
—Sí.
—Debe de ser tarde.
Jenny miró el reloj que tenía prendido en la camisa.
—Las cinco —dijo.
Tenía una expresión tranquila e indiferente, pero cuando la miró a los ojos volvió a esbozar una tímida sonrisa.
—Es tarde.
—No mucho —dijo Robert—. Jenny, ¿quiere cenar conmigo?
—¡No, no puedo! —respondió ella apresuradamente. No preguntó por qué, se levantó, se puso la chaqueta, la sacudió con las manos y luego se colocó el sombrero. Jenny le miraba y cada vez que sus ojos se encontraban le dedicaba la misma amable sonrisa, como quien sonríe a un niño querido.
—Tengo que agradecerle este hermoso día, doctor.
—Jenny ¿por qué no me llama Robert, o Bob?
—Muy bien, Robert.
Le pareció que nadie había pronunciado nunca su nombre de aquella manera. Sentía una enorme alegría. Se acercaron al coche y vieron que el caballo había terminado toda la comida que le habían dejado. Subieron al vehículo y tomaron la dirección del pueblo. Estaban a mitad de camino cuando Robert notó algo.
—¡Se ha dejado el sombrero! Volvamos en seguida a recogerlo.
—No, no, por favor. No tiene ninguna importancia.
La actitud de Jenny dejó confundido y un tanto disgustado a Robert.
—¿Volverá a salir pronto conmigo, Jenny?
—Sí. Claro que sí.
Se sentía tan eufórico que se habría inclinado a besarla en la mejilla. Pero ella miraba los jardines que bordeaban el camino y parecía absorta en la contemplación. Llegaron al pequeño muelle y vieron que sólo había uno de los botes.
—Harald debe de estar en casa —dijo ella como desilusionada.
Robert la ayudaba a descender del coche cuando oyeron el vivo repiqueteo de los cascos de un caballo y no tardó en aparecer Jonathan Ferrier que venía cabalgando. Se detuvo al lado del coche y mostró una amplia sonrisa.
—¿Cómo ha ido la merienda? —preguntó tocándose el sombrero con el látigo.
—Espléndida —dijo Robert, pero se sintió menos cordial con Jonathan que de costumbre—. Ahora, Jenny, cójase a mi mano. —Jenny le tomó la mano sin decir palabra y Jonathan la observó mientras descendía. Parecía estar profundamente interesado en cada movimiento de la muchacha.
—¿Se ha divertido, Jenny? —preguntó.
Jenny había saltado a tierra y no sabía hacia dónde mirar, pero como si una fuerza superior a ella la obligara, levantó los ojos hacia Jonathan. En aquel instante, Robert advirtió que se ruborizaba. Le saltaron las lágrimas y la boca le temblaba. Se quedó quieta, como herida por un rayo, y ni ella ni Jonathan podían desviar la mirada, Robert lo comprendió todo. Por fin Jenny se dirigió hacia el bote y Robert la siguió. Sentía las piernas tensas como si fueran de piedra. Sí, lo sabía todo. Sabía por qué Jenny había salido con él, para que le hablara de Jonathan Ferrier, a Robert podía preguntarle más abiertamente que a la madre de Jonathan.
—Permítame que la acompañe en el bote, Jenny —dijo con voz alterada.
—No, por favor, me gusta remar —contestó la muchacha sin mirarlo.
Saltó al bote, manteniendo siempre la mirada apartada de él, pero cuando empezaba a remar volvió a mirar a Jonathan, siempre sonrojada y con el mismo temblor en la boca, Robert la siguió con la mirada hasta que sólo fue una oscura figura en el atardecer, sobre las brillantes aguas del río. Se había olvidado de Jonathan, pero al volverse le vio montado en su caballo.
—Yo no tomaría tan en serio a Jenny si fuera usted —dijo tocando suavemente a Robert en el hombro con el látigo, y se fue.
El golpecito no le hizo ninguna gracia a Robert. ¿Había sido burlón o amistoso? Robert siguió mirando a Jonathan hasta que desapareció. «Jenny», pensó. «Jenny, no pienso abandonar. No sé qué es lo que pasa, pero no es hombre para ti ni tú eres mujer para él. Tengo algo más sustancioso y más vida para darte que ese hombre colérico que pronto no tendrá ni siquiera una casa que sea suya. Tengo juventud para darte, y esperanza, paz, diversiones y risas, viajes. Tengo además todo mi amor y ningún recuerdo que me abrume. Con todo eso te protegeré».