Capítulo 24

Jonathan se dirigió rápidamente hacia su granja más cercana, en las afueras de la ciudad, que funcionaba ahora bajo la dirección del doctor Thomas Harper. En muy escasas ocasiones hablaba con su antiguo amigo, no por resentimiento, odio, ni desprecio, sino porque temía que si se mostraba amable, Tom volvería a sentirse abrumado por su propia culpa, y esto era algo extremadamente embarazoso para Jonathan, hasta el punto que le hacía sentirse irritado. Si un hombre se había portado como un canalla y un ingrato, debía sentir el arrepentimiento y el remordimiento en su corazón, y no porque se lo impusieran sus comunicaciones diarias, comunes, particularmente cuando se viera obligado a hablar con quien había sido víctima de su pasada maldad. Jonathan estaba firmemente convencido de que, si bien el arrepentimiento es teóricamente bueno, también puede tener una repercusión peligrosa para la víctima: que el agresor arrepentido, al ser humano y desear librarse de su doloroso estado mental, busque más razones para odiar a su víctima, lo que puede llevarle a hacerle más peligroso que antes. Jonathan deseaba verse libre tanto de la malignidad como del sentimentalismo.

Esperaba llegar a la granja y conversar con Thelma Harper y sus cuatro agradables hijos. Había conocido a Thelma cuando ésta era enfermera en Sta. Hilda, cuando él era estudiante de medicina principiante y su esposo era ya médico interno. Todavía no tenía categoría y era desairado por las enfermeras y apenas tolerado por los internos, pero Thelma había sido amable y maternal con él, aunque apenas le ganaba de cuatro años. Había sido también una excelente enfermera, y esto era más importante para Jonathan que cualquier otra cosa, en una época en que las enfermeras eran bestias de carga, explotadas y consideradas con desprecio en los hospitales en general.

Cuando Jonathan se acercaba al camino del río, se le aproximó un cochecito que venía dando tumbos y su caballo retrocedió fingiéndose asustado. Por un instante se detuvo cara al sol con Jonathan apoyado en los estribos sin descansar en la silla, el cochecito se detuvo bruscamente y apareció el joven rostro del padre McNulty atisbando en medio de la polvareda que lo rodeaba.

—¡Jon! —exclamó el sacerdote y, demostrando una ignorancia completa sobre la psicología equina, soltó las riendas y bajó de un salto del coche—. ¡Le he estado llamando! ¡Es Dios quien le envía para que aparezca en esa forma!

—¡Por Dios! —dijo Jonathan bajando de su cabalgadura. Luego corrió hacia el cochecito, tomó las riendas y las ató—. ¡Su caballo pudo desbocarse, condenado hombre de ciudad! Por suerte es una yegua mansa y yo no estoy montado en un potro.

Se quedó parado en medio del cálido polvo amarillento mirando al padre McNulty sin mostrar ningún signo de alegría, pero el padre rebosaba evidente gratitud. Tomó a Jonathan del brazo y señaló el camino.

—¿Usted conoce a los McHenrys?

—No, no los conozco, y además, no quiero conocerlos.

—Es el joven gerente de los Aserraderos de Hambledon. Es de Michigan.

—Muy bien. Espero que Prissy Witherby le pague un buen sueldo. Fue la prostituta del pueblo, como usted sabe, reformada por ahora. Tiene las mejores piernas de la comarca y de Nueva York. En cuanto a las demás cualidades, diremos como en el aviso: «Una prueba lo convencerá».

—Jon —dijo el sacerdote sonriendo— no trate de apabullarme. Se trata de la joven señora McHenry, a quien he visitado. Peter me llamó. Temo que la muchacha se esté volviendo loca. No he podido hacer nada por ella. Matilda es la muchacha más adorable que he conocido.

—¿Es que andan mal los ritos del exorcismo? ¿No tienen aplicación en este científico siglo veinte?

Se dirigió hacia su caballo y el clérigo volvió a tomarlo del brazo.

—Jon, he rezado para encontrarlo, le he estado llamando. Éste es un caso terrible y le necesito…

—No soy psiquiatra —dijo Jonathan—. No tengo experiencia en enfermedades mentales. Mándela a Filadelfia. Conozco al hombre apropiado.

—Usted hizo maravillas con el joven Campion.

—¿Qué? ¿Matilda trató de suicidarse? Y bien, ¿por qué se ha entrometido usted otra vez?

—Por favor, Jon. No, no trató de suicidarse, pero está lo suficientemente enloquecida como para pensarlo. Temo que esté perdiendo la razón y Peter está desesperado. Tienen una hijita deliciosa, Elinor. Es una tragedia.

—Le he dicho que no soy psiquiatra, por amor de Dios y, además, tampoco creo mucho en ellos. Voy a mi granja y si usted tiene la amabilidad de soltarme la manga, le estaré muy agradecido.

—Usted es el único que puede ayudarla —dijo el sacerdote.

Jonathan lo miró con incredulidad.

—¡También usted debe haber perdido la razón!

—Siempre he sentido afecto por usted, Jon, es usted muy compasivo.

Jonathan soltó una carcajada, sacudió la cabeza y se acercó a su caballo.

—Los clérigos tienen intuiciones —dijo el padre McNulty—. Por eso lo conozco a usted.

Jonathan puso el pie en el estribo y se volvió disgustado.

—He oído hablar de esas intuiciones, invariablemente fallan. El viejo padre McGuire, a quien usted reemplazó, estaba lleno de las más condenadas intuiciones sobre mi padre y ni siquiera una de ellas llegó a ser nunca realidad. Tenemos que hablar sobre eso muy pronto. Además, si usted necesita un médico, ahí está mi sustituto Robert Morgan, que rebosa tanto amor y amabilidad que a veces me dan ganas de vomitar. Llámelo para que atienda a Matilda el lunes. En estos momentos anda por ahí cabalgando con MI DAMA. Espero que no estén dedicándose al pasatiempo más agradable de todos, el único que interesa.

—He rezado para encontrarle —dijo el cura con una voz tan llena de apremiante humildad que Jonathan se detuvo— y ha aparecido. Es la respuesta de Dios a mi plegaria. Usted no puede menospreciar esas cosas, Jon.

—Dios y yo nos fuimos cada uno por su lado cuando cumplí diecisiete años —dijo Jonathan— y uno de estos días también voy a hablar con usted sobre eso, le convertiré en un agnóstico.

Montó su caballo. El padre McNulty cogió una de las riendas y el caballo retrocedió, casi echándosele encima, Jonathan tuvo que volver a utilizar el látigo, al tiempo que lanzaba un juramento.

—¡Cristo! —exclamó—. ¡No conoce usted absolutamente nada sobre caballos! Es usted una amenaza pública. No debería guiar ese cochecito ni por un minuto.

—Conozco a la gente —dijo el clérigo con tímida resolución—. Le conozco a usted.

—No.

—Sí.

Jonathan lo miró con divertido asombro.

—Es usted un demonio persistente, ¿eh? ¿Qué dificultad tienen con su propio médico?

—Hace apenas dos meses que están aquí. Vinieron por la salud de Matilda. Por favor, Jon, no puedo esperar hasta el lunes por lo de Matilda y, además, dudo de que el joven doctor Morgan pueda ayudar a esa pobre muchacha. Sólo tiene que hablar con ella unos pocos minutos. Por favor.

—Están en buena situación, supongo.

—Moderadamente. ¿Qué…?

—¿Y sirvientes?

—Un cuidador, una criada y un jardinero. ¿Qué…?

—Tengo la perfecta cura para esa señora —dijo Jonathan— y no le va a costar nada al marido, pobre diablo. Haga que despida a los sirvientes, que se arremangue la falda y se la sujete con alfileres, que se ponga a fregar, limpiar, cocinar, lavar y planchar, y que atienda el jardín. Entonces le desaparecerán todos esos melindres de golpe, en una sola noche. No hay nada como el trabajo duro para curar una mente enferma.

—No siempre, Jon —dijo el sacerdote—. También está esa pobre muchachita, Elinor. Piense el daño que todo eso le hace, pobre niña, que sólo tiene nueve años. —Sonrió a Jonathan en forma suplicante, pero también con astucia—. Me recuerda a la pequeña Martha Best.

—Eso es mentira y espero que lo reconozca —dijo Jonathan. Suspiró y miró el reloj—. Está bien, considerando que tendré que arrastrarlo detrás de mí si no voy. Haré una visita de cinco minutos a esa delicada y mimosa señora, eso es todo.

Con más habilidad que la que Jon hubiera esperado de él, el sacerdote hizo girar el coche en el angosto camino y arrancó en medio de una nube de polvo amarillo, seguido por Jonathan. El camino era ascendente y en el otro extremo, donde se ponía a nivel, había una vieja casa de campo restaurada, armoniosa y cálida, rodeada de árboles y sol, de césped, con un cerco de estacas y un bonito cantero de flores cerca de la puerta. Las cigarras chirriaban en el calor asfixiante, pero aparte de ellas no se oía ningún otro ruido ni se advertía la presencia de ningún ser humano. El lugar parecía abandonado.

—Ate su caballo a aquel árbol —dijo Jonathan—. Va bien que sea una yegua madura e inteligente, pues a estas alturas ya no tendría quien tirara de su coche. Es paciente con los tontos, según veo.

El sacerdote abrió la puerta ancha y vieja y entraron en un vestíbulo fresco, en penumbra, de piso lustroso y amueblado con una mesa de estilo español, con un espejo encima. El resto de los muebles, de estilo sobrio, expresaba la dignidad y buena crianza de los habitantes de la casa.

Al final del vestíbulo se veía una noble escalinata de madera muy oscura tan lustrosa y desnuda como los suelos. En aquel momento unos presurosos pasos bajaban por ella. Apareció un hombre joven, buen mozo, de aspecto español, de complexión y rasgos ibéricos, pero con la robustez rustica de los irlandeses, vestido solamente con pantalones y camisa blanca sin cuello. Su negra y espesa cabellera estaba completamente desordenada y cuando vio a los dos intrusos trató de arreglarla apresuradamente con las manos. A Jonathan le gustó de inmediato y le estrechó la mano cuando se lo presentaron como Peter McHenry.

—Dios contestó a mi plegaria como ves, Peter —dijo el sacerdote.

Jonathan guiñó el ojo a Peter, pero éste aprobó con la cabeza en señal de aceptación de las palabras del sacerdote.

—¿Dónde está Matilda? —preguntó el padre McNulty.

—La he convencido de que se acueste. Elinor también está descansando. —El joven se volvió a Jonathan—. Vinimos de Detroit a causa de la salud de Matilda en busca de un lugar más tranquilo cerca de la montaña, como usted ve, no es malo del todo en invierno. Ha sido muy amable al venir, doctor. Matilda no se ha sentido muy bien desde que Elinor cumplió dos años, de esto hace ya siete. Teníamos un médico en Detroit, pero estaba completamente desorientado.

—Es probable que a mí me pase lo mismo —dijo Jonathan—. Hay algunos médicos muy buenos en Detroit. ¿Qué le ocurre a su esposa?

El joven estaba tan ansioso y turbado que no invitó a sus visitantes a pasar a una de las habitaciones. Miró a Jonathan.

—Los médicos no pueden descubrirlo y eso es lo que resulta más desalentador. No es un mal físico, dicen, pero sin embargo tiene la presión alta, ¡a su edad! Tiene solamente veintiocho años, ¡por amor de Dios! Es una persona muy equilibrada, bien controlada, tranquila y divertida cuando quiere serlo. No puede dormir y parece estar perturbada la mayor parte del tiempo.

—También histérica, supongo.

—¿Matilda, histérica? —Peter McHenry soltó una risa corta—. ¡Nunca lo ha sido! Nunca, ni siquiera cuando se sentía más deprimida.

—¿Deprimida? ¿Y cuál es su principal molestia?

Peter vaciló.

—No creo que tenga ninguna. Nunca se queja de nada. Siente nostalgia, lo sé, y extraña a su familia, gente maravillosa, mejor que la mía, pero nunca lo menciona. Está acostumbrada a la ciudad, pero le encanta estar en el campo. A veces me mira como distraída, ¿comprende?, vacía, asustada, como si hubiera algo que no puede solucionar y que no sabe exactamente qué es.

«Probablemente esté aburrida», pensó Jonathan. Sentía lástima por Peter McHenry y desagrado por su esposa. Posiblemente fuera demasiado bueno para ella. Un hombre bueno e inteligente, con una esposa mimada y tonta.

—Quisiera ver a la señora McHenry —dijo— aunque debo advertirle que no soy psiquiatra, no tengo paciencia para soportar su abracadabra mágica, sus encantamientos vieneses ni a su gran sacerdote Freud, ciertamente existen… bueno… llamémosle perturbaciones mentales por el momento, pero he descubierto que casi invariablemente tienen una base física. Para decirlo con más claridad: un hombre, considerado hasta cierto momento como perfectamente cuerdo, puede volverse loco si lo enfurecen; y la mayoría de las personas pueden llegar a matar bajo los efectos de una provocación suficiente. Como usted ve, soy pragmático.

Peter le escuchaba muy serio.

—Y ahora —continuó diciendo Jonathan mientras miraba tristemente su reloj— veamos a la señora McHenry, quisiera conversar con ella a solas después que usted me la haya presentado.

Subieron en silencio la escalera y llegaron a un largo vestíbulo en el que daban seis puertas. Peter abrió una de ellas.

—Querida —dijo con el falso entusiasmo de quien quiere encubrir una aguda ansiedad— el padre McNulty ha traído a su amigo, el doctor Ferrier.

Las persianas estaban cerradas para proteger del sol la habitación, que estaba parcialmente a oscuras. Jonathan advirtió una elegante combinación de muebles victorianos y españoles. Una joven delgada, ataviada con un amplio vestido, estaba echada sobre una chaise longue en una postura de total agotamiento. Pero levantó rápidamente la cabeza. Peter subió una de las persianas. La luz del exterior dio en el rostro de la mujer y Jonathan notó que Matilda McHenry se parecía asombrosamente a su madre cuando era joven. Tenía sus mismos ojos castaño claro, sus rasgos delicados, su suave cabellera negra, su boca sensitiva, su aspecto de inocencia pura y su recato para vestir. Tendió la mano a Jonathan y sonrió de la misma forma que lo hacía su madre, encantadora y un tanto reservada.

—No deberían haberle molestado, doctor —dijo sonriendo amorosamente a su esposo y al sacerdote—. Realmente, no me ocurre nada, salvo un gran cansancio, cosa que no sé a qué se debe. Hace años que me pasa lo mismo.

—No traigo mi maletín —dijo Jonathan— de modo que no puedo hacerle un verdadero examen físico —dijo mirando a los dos hombres—. Quisiera quedarme solo con la señora McHenry, por favor.

Cuando se hubieron retirado, acercó una silla y se acomodó cerca de la joven señora, mirándola atentamente. Estaba demasiado pálida. La clara piel morena no tenía color, ni tampoco los labios. ¿Anémica? Se inclinó sobre ella y le levantó los párpados delicadamente para examinar las membranas mucosas. No, no había anemia. Le tomó el pulso, que encontró demasiado rápido y errático, como si hubiera estado corriendo largo tiempo.

—No llevo el estetoscopio, de modo que voy a tener que recurrir al viejo método con el oído —repitió.

Ella asintió y entonces Jonathan aplicó el oído y la mejilla contra su pequeño y suave pecho, escuchando cuidadosamente. Los latidos eran los de un corazón sometido a la tensión, a la histeria.

Formuló unas cuantas preguntas rápidas, informándose así de que tenía poco apetito y de que dormía muy poco y con interrupciones. Todo la cansaba.

—Antes nunca me cansaba, hasta que Elinor tuvo dos años, doctor, y después… bueno, empecé a no poder manejar las cosas —dijo tratando de reír—. Parecía como si las cosas se me escaparan de las manos, y los actos que cualquiera realiza mecánicamente yo tengo que hacerlos conscientemente, como si fueran nuevos para mí y no supiera cómo hacerlos. Es muy difícil de explicar. Siempre fui muy competente cuando era muchacha. Jugaba al tenis, al croquet, al golf, nadaba; todo un marimacho, como decía mi padre. Jamás estaba enferma. Y aquí me tiene ahora: soy una carga para Peter y Elinor, me pongo a gritar por nada y lloro sin saber por qué.

Tenía una maravillosa voz baja, suave y clara, pero en aquellos momentos le temblaba cuando trataba de sonreír, como despreciándose a sí misma.

«Está acosada», pensó Jonathan, «pero ¿qué diablos es lo que la acosa?».

—¿Hay algo que la preocupe referente a su esposo? —le preguntó.

—Sólo que me he convertido en una carga para él —contestó con lágrimas en los ojos y bajando la cabeza, avergonzada de sus emociones.

—¿Y su hijita?

Ella levantó rápidamente la cabeza y el rostro se le iluminó.

—¡Oh, Elinor! Es un encanto, aunque tal vez demasiado. Yo puedo comprenderla, porque también soy así. Es muy reservada, más que yo cuando chica, pero ¡tan segura de sí misma, tan madura! Yo me sentía preocupada porque no hubiera niños aquí, pero a Elinor no le importa en absoluto. Asiste a una pequeña escuela privada de Hambledon, la escuela Santa Agatha, ¿la conoce usted, doctor?

—Sí, la conozco bien. —«Mis motivos tengo», pensó. «Di dos mil dólares cuando la fundaron»—. Es una escuela muy buena. Supongo que Elinor encontrará amigos allí.

—Bueno, no, no lo creo. Nunca los menciona. Las cosas que son importantes para otros chicos, no tienen importancia para Elinor. Asiste a una escuela de danza y no le gusta ni le disgusta. Prefiere jugar sola. Es una pequeña anciana, le digo a menudo a Peter.

Jonathan no hablaba, seguía mirándola atentamente.

—Cuando Elinor tenía unos dos años, pensé para mis adentros: tenemos una señorita muy extraña. Empezó a resistirse a los habituales abrazos y besos que las madres prodigan a sus hijos. Llegaba incluso a escaparse de Peter, aunque creo que le prefiere a mí. El trata de jugar con ella y Elinor algunas veces le complace. —Matilda rió débilmente—. ¡Pero lo hace sólo por complacerlo!, y después se va sola.

A Jonathan lo asaltó una idea, una idea sumamente desagradable.

—¿Y los maestros de Elinor?

La madre vaciló.

—Bueno, dicen que Elinor va muy adelantada para su edad. Una excelente alumna. Pero parece haberse atrasado algo el año pasado, demostró mucho menos interés por los libros. Los maestros no han notado el atraso, pues sólo hace dos meses que estamos aquí, pero yo lo he observado, aunque Peter no. Tal vez sea cosa de mi imaginación. —El rostro se le puso tenso, como si estuviera haciendo un esfuerzo desesperado.

—¿Está satisfecha la niña?

—Sí, por lo menos es saludable, aunque un poco delgada. Nunca ha estado enferma, ni siquiera ha padecido las enfermedades propias de los niños. ¿Satisfecha? ¡Nunca se me ha ocurrido pensarlo, pero creo que no! —Se sentó repentinamente y miró a Jonathan con creciente desconcierto—. No se trata de lo que hace o lo que dice. Parece… insatisfecha. A veces se sienta durante horas enteras y ni siquiera mueve un dedo.

—¿Se siente sola?

—Nunca. Ya se lo he dicho, es segura de sí misma, y eso desde que no era más que un bebé.

La idea desagradable seguía creciendo en la mente de Jonathan.

—¿Nunca habla de sus compañeros de escuela o de sus maestros?

—Sí, a veces. —Se notó en la voz de la señora una leve inquietud—. No se trata de que se queje o se lamente. Elinor no es muy habladora, doctor, pero he pensado, una o dos veces, que es injusta… para con los demás. Ella acusa… no, «acusa» es demasiado terminante, es una palabra muy fuerte… habla de los otros chicos o de los maestros como si no los quisiera, me da la impresión como si la hermana Mary Frances, su profesora de matemáticas, la estuviera persiguiendo. Por supuesto, eso es absurdo, los chicos tienen ideas raras. Raras… raras… —se repetía a sí misma Matilda con voz casi imperceptible—. Ha sido siempre una chica tan extraña. Hace apenas una semana dijo que: «papá la estaba vigilando y pensaba cosas malas de ella». Caramba ¡Peter adora a la niña y siempre se lo permite todo!

—¿Y su esposo no cree que la niña es extraña?

—No, en absoluto —dijo en tono enfático—. Lo insinué una vez, pero Peter dijo que es exactamente igual a su abuela, tranquila, retraída, reflexiva. Creo que hasta la admira.

—¿Y usted no?

La señora McHenry le miró por un instante con los ojos entrecerrados, como si la pregunta la hubiera alarmado. Finalmente sacudió la cabeza.

—Creo que no comprendo a Elinor. Tengo la sensación, que me parece sin sentido, de que no nos quiere. ¿No le parece ridículo?

Jonathan le tomó la delgada muñeca, el corazón latía furiosamente y el pecho bajaba y subía con violencia. La mujer le lanzó una mirada de desesperada súplica y él apartó la vista conmovido, lentamente fue soltando la mano.

—Si usted no se opone, quisiera ver a su hijita, señora McHenry —dijo.

—Oh, ¿lo haría? —dijo ella, y se le iluminó el rostro—. ¡Qué amable! Hay tan poca gente a la que le gusten los niños, aunque todos afirman afanosamente, que «aman a los niños». En realidad no los aman, no es más que una pose moderna y muy fastidiosa. Pero a usted le va a gustar Elinor, doctor. A la mayoría de las personas mayores les gusta.

—Probablemente porque no los fastidia con modales ruidosos o hablando en voz alta —dijo Jonathan sonriendo.

—Elinor nunca ha sido así. Nunca hemos sido demasiado severos con ella. No ha sido necesario, es muy obediente. —Se detuvo—. Y… ¿tengo yo algo grave, doctor?

—No, me parece que no. —Jonathan se levantó y miró las brillantes hojas verdes a través de la ventana—. Creo que no son más que sus emociones, cosa muy común. Por lo que veo de momento es usted una joven perfectamente saludable, pero ésta no ha sido más que una revisión superficial. Supongo que es mejor que lo dejemos así por algún tiempo. Mientras tanto, veré a su hija. No, quédese descansando ahí.

—¡Qué amable es usted, doctor! A veces pienso que Elinor está preocupada por mí, aunque ella nunca lo diría. A esta hora ya debe haber terminado su siesta. Hace la siesta los sábados por la tarde porque la llevamos al pueblo más tarde para que se distraiga un poco. —Le hizo una atractiva sonrisa—. Por favor, dígale a Elinor que su madre está perfectamente bien. ¿Lo hará?

Jonathan salió al vestíbulo, en donde lo esperaban el sacerdote y Peter McHenry, y cerró la puerta.

—No he podido hacerle a su esposa un examen a fondo —dijo tranquilamente— por razones obvias. Pero no parece haber enfermedad física alguna, ateniéndome a sus propias palabras. Está sometida a una tensión de alguna clase, y creo que ni ella misma lo sabe. Pero ¿cuáles son las palabras que los psiquiatras están utilizando tan pródigamente en estos días? Ah, sí: «Sentimiento de inadaptación y de culpa». No, tampoco significa gran cosa para mí.

El violento carácter irlandés de Peter apareció pronto a la superficie.

—¿Matilda inadaptada? ¿Culpable? ¡Culpable! ¿Culpable de qué, por amor de Dios?

Jonathan levantó la mano con un gesto tranquilizador.

—Ha entendido usted mal. Son palabras psiquiátricas, bastante carentes de sentido en mi opinión. No explican realmente nada, pero es cierto que con mucha frecuencia la gente se carga con una tarea que le resulta demasiado pesada y no está a la altura de las exigencias, de las circunstancias, del ambiente que la rodea, o de su trabajo; se siente inferior a un hermano, a una hermana o a cualquier otra persona, entonces es «inadaptada». Creo que ésa es la explicación general. Lo extraño es que en nueve casos de cada diez se trata realmente de inadaptados y nada más, sin ninguna clase de misterio. Sólo necesitan consejos para que bajen un poco la vista y piensen en sí mismos con más consideración, que consigan un trabajo más fácil, que se arreglen mejor, que compren un sombrero con más frecuencia y, algunas veces, cosa bien simple, que ganen unos cuantos dólares en las carreras. Todos nosotros nos sentimos inadaptados con cierta frecuencia. Sólo cuando la cosa se hace crónica se vuelve perturbadora para las emociones. Entonces puede escapársenos de las manos y hacernos sentir enormemente desgraciados.

Peter escuchaba confuso.

—Pero eso no tiene nada que ver con Matilda.

—No. Bien, a veces hay un sentimiento más sutil de inadaptación, que no es reconocido en absoluto por el paciente. En cuanto a los sentimientos de culpa que he mencionado favoritos de los psiquiatras, ¿no nos sentimos todos culpables en ocasiones? ¡Y a veces tenemos alguna condenada razón para sentirnos así! Podemos superarlo haciendo expiación en una forma u otra, o podemos odiar más que nunca a la persona a quien hemos perjudicado y convencernos de que si la dañamos o la tratamos injustamente, era porque realmente se lo merecía. Hay muchísimas formas de lavarse las manos, incluyendo la que utilizó Pilatos. Pero hay una clase de culpa más sutil que sufren con frecuencia las personas sensibles, inteligentes y amables, sin darse cuenta de que la están padeciendo. Hacen todo lo que pueden, con amor, amabilidad y fervor, por una persona o frente a una situación; y fracasan. Entonces, como son personas conscientes, creen que es culpa de ellos y eso los derrumba. Y ahora, ¿qué le pasa?

Hizo la pregunta al ver que el rostro de Peter se había oscurecido por la furia.

—¡No entiendo una sola palabra de toda esta jerigonza, señor! ¡Aprecio todo lo que Matilda hace, hasta cuando me dedica una sonrisa o me toca! Es todo lo que tengo en el mundo y significa mucho más que Elinor o que cualquier otra cosa. ¡No tiene ningún motivo para sentir que no la amo o la aprecio! ¿Qué le ha hecho pensar algo semejante?

—Nada en absoluto —dijo Jonathan sonriendo amablemente—. Sencillamente me había puesto didáctico, como los muchachos psiquiatras. Bueno, su esposa no padece ningún mal físico, pero está sometida a una tensión. Quisiera descubrir qué es. Quiero hablar con su hija, los chicos son mucho más perceptivos que los adultos —dijo Jonathan.

—Muy bien —dijo Peter, irritado y beligerante. Bajó al vestíbulo, golpeó una puerta y llamó a su hija.

La puerta se abrió al instante y apareció una niña delgada pero casi hermosa, con el pelo espeso y negro, la cara y los rasgos españoles de su padre, y el aire de elegancia de su madre.

—¿Qué quieres, papá? —preguntó.

Jonathan se acercó a la puerta del dormitorio de la niña, ella le miró con sus grandes ojos húmedos rodeados por espesas pestañas oscuras y él quedó helado. Había visto antes aquella mirada, extraña, inquietante, en los hospitales, pero jamás en un niño. Sintió frío aun en el calor del vestíbulo y le tendió la mano.

—Soy el doctor Ferrier, Elinor —dijo— y acabo de ver a tu madre, que no se encuentra bien. Me ha hablado de ti y le he dicho que me gustaría conocerte. Espero que a ti también te guste conocerme a mí.

Se sentía incómodo y el amor que sentía por los niños le hacía sentirse peor.

La niña le hizo una reverencia y habló con voz sumamente grave.

—Pobre mamá. Está enferma, ¿no es cierto? Lo he sabido todo el tiempo. Es por eso que está tan enfadada y algunas veces es mala y me dice cosas terribles.

—¡Elinor! —gritó Peter aturdido—. ¡Sabes que eso no es cierto!

Ella le echó una astuta mirada de reojo.

—¡Oh, papá! No lo hace cuando estás en casa.

—¡La niña lo imagina! —dijo Peter, agitado.

«Sí», pensó Jonathan. «Lo sé, amigo».

—Quisiera hablar a solas con Elinor, por favor.

—¡No si tiene que mentir de esta forma! —Peter se había puesto furioso—. Elinor, nunca has mentido así. ¿Qué te pasa hoy?

—Hace mucho calor, ¿no es cierto? —dijo la niña con su voz menuda, y se tocó la frente.

—Sabes que mamá nunca te ha dado un bofetón en su vida —siguió diciendo Peter.

—Me tomaría una limonada, papá.

—¡Elinor! ¡Contéstame! ¿Te ha pegado mamá alguna vez?

—Creo que iré abajo —dijo Elinor.

—¿No tienes vergüenza? —gritó Peter.

—¿Crees que debo cambiarme el vestido antes de ir al pueblo, o voy bien con éste, papá?

Peter estaba a punto de explotar, pero Jonathan lo tomó del brazo y lo condujo por el corredor. El hombre hervía.

—Espere. ¿Ha notado alguna vez que la niña hablara en esa forma, dejando de contestar preguntas directas, cualquiera que sea la frecuencia con que se las hagan?

La excitación disminuyó, pero los ojos de Peter, entrecerrados, lanzaban llamas, y respiraba afanosamente. Trató de controlarse.

—Sí, lo he notado —dijo al fin—. Varias veces, últimamente ha ido empeorando. Pero los chicos son así; yo trataba de eludir amenazas y castigos cuando era chico, evitando una contestación directa, y Elinor…

—Escúcheme —dijo Jonathan— y piense bien antes de contestar. ¿Es que Elinor sólo elude y evita contestar cuando teme haber hecho algo malo y sabe que pueden castigarla?

—¡Pero si nunca la castigamos! ¡No nos tiene miedo, por amor de Dios! ¿Por qué habría de tenerlo? —Jonathan se quedó silencioso y Peter se vio obligado a pensar, luego dijo con pocas ganas—: Sí, ha adquirido esa costumbre enloquecedora recientemente. He tratado de quitársela, pero ella sigue haciendo observaciones carentes de sentido, eludiendo el tema. Creo que le gusta hacer rabiar un poco, con la mayoría de los chicos pasa lo mismo.

«Pero no con ésta», pensó Jonathan. Miró hacia adelante y vio al padre McNulty hablando afectuosamente con Elinor. Al ver al padre McNulty, Jonathan sintió brotar una activa llamarada de odio. ¡Maldita situación en que le había metido aquel entrometido, en un día de verano tan hermoso!

—Muy bien —dijo Peter con gesto poco amistoso— puede hablar a solas con Elinor.

Jonathan vio la posibilidad de escapar del lío.

—Escúcheme bien, amigo —dijo—. Yo no quería venir a su casa, he sido traído a la fuerza por el cura McNulty, el benefactor del pueblo, que prácticamente me secuestró. Diga una sola palabra y me iré tranquilamente. Usted podrá llamar a otro médico. Lo preferiría.

Peter era astuto. Miró agudamente a Jonathan.

—¿Por qué? —preguntó.

—Quisiera que algún otro examinara a su hija, alguien más capacitado que yo.

—¿Mi hija? ¡Pero usted ha venido a ver a mi esposa! ¡Es mi esposa la que está enferma!

—No —dijo Jonathan—. Es su hija, lamento decírselo. Usted necesita un hombre más competente. Su esposa está sufriendo una mortal ansiedad e inadaptación de las que en su mayor parte no es consciente, pero las tiene profundamente hundidas en la mente y eso la está torturando. Sabe que algo anda mal, pero no sabe qué. No soy en absoluto la clase de médico que usted necesita para su hija, así que es mejor que me vaya.

—¡Ni siquiera ha examinado a Elinor y se atreve a dar un juicio tan terminante como ése!

El pobre padre estaba fuera de sí. Cerró el puño y se inclinó hacia Jonathan.

—¿Quiere que hable un poco con ella, a solas?

—¡Está bien, está bien! —gritó Peter señalando con su musculoso brazo a su hija—. ¡Y saldrá mostrando una sonrisa hasta las orejas!

—Así lo espero —contestó Jonathan.

Volvió a la habitación de la niña, le tomó la mano y le dijo con la voz especial que empleaba para hablar con los niños:

—Elinor, ¿quieres dedicarme unos pocos minutos de tu tiempo, querida?

—Tengo mucha sed —dijo ella.

—Sí, lo sé. No tardaremos más de uno o dos minutos. Seré breve.

La condujo a su dormitorio y cerró la puerta. La niña se acercó a una silla y se sentó con las manos sobre la falda y los tobillos cruzados. Miró a Jonathan sin la curiosidad normal y él se quedó de pie observando su cara inexpresiva y sus ojos inquietantes. Permaneció inmóvil durante varios minutos y los ojos de la niña no pestañearon ni cambió la tranquila expresión estática de su rostro.

—¿Quién te hace daño y habla cruelmente de ti, Elinor? —preguntó.

La expresión y la temible mirada no cambiaron, pero la niña había oído algo que la había puesto en contacto con su propia realidad amenazante.

—Todos —dijo—. No me gusta ir a la escuela porque la hermana y los otros chicos murmuran, me señalan y hablan de mí. Algunas veces tengo ganas de pegarles.

Por primera vez los ojos se movieron, pestañearon y apareció en ellos un destello repentino y peculiar.

—¿Y eso te da miedo?

—No, no tengo miedo, doctor. Algunas veces creo que no estoy realmente allí…

—¿Algo así como un sueño?

—En el que todos están muertos.

—¿Eso te hace sentirte mal?

—¿Tiene usted alguna hijita, doctor? ¿Así como yo?

—Elinor, te estoy haciendo preguntas sobre la escuela y tus amigos.

—Quisiera volver a Detroit y ver a abuelita.

Jonathan se dio cuenta de que no podría derribar aquel muro de cristal, tal como ya había sospechado. Sin embargo lo intentó de nuevo.

—¿A qué te gusta jugar? —preguntó.

Volvió a verse de nuevo enfrentada con su realidad, sus ojos brillaron de inmediato.

—¡No saben que soy una princesa! —dijo—. ¡Una verdadera princesa! Soy hija adoptiva, ¡ellos me robaron a mis padres y les odio, les odio, les odio! —Golpeó el tocador sobre el que se apoyaba con una pasión que resultaba inhumana en alguien de tan corta edad.

Jonathan sabía que a los niños les gusta crearse fantasías para divertirse, pero aquella criatura no fantaseaba, creía lo que decía. Jonathan se inclinó, besó la pequeña cara espantosamente contraída y le acarició el hombro.

—Quédate quietecita, querida —le dijo, pero ella había vuelto a adoptar su inhumana mirada y no le vio marchar.

Jonathan se reunió con los otros dos hombres. Peter lo miró con odio y resentimiento, pero el padre McNulty, alarmado por su expresión, lo tomó del brazo.

—Vayamos abajo y sentémonos —dijo Jonathan apartándose, y empezó a bajar las escaleras seguido por los otros dos. Vio una habitación que parecía una salita y entró, lamentando de nuevo ser médico. ¿Cómo se le puede decir a un padre que su adorada hija única es una psicópata?

Entraron y el padre McNulty se sentó. Peter permaneció de pie en medio de la habitación, con gesto oscuramente burlón.

—¿Qué ha encontrado de malo en Elinor, doctor? He oído contar en el pueblo, antes de conocerle personalmente, que usted tiene un método para encontrar las dolencias misteriosas que tiene la gente, y se lo dice, haciéndoles morir de miedo. ¿Le ha dicho algo a Elinor? Si lo ha hecho… —Y cerró sus grandes puños.

—Cállese —le gritó Jonathan—. Le voy a decir de forma franca y brutal lo que pasa. Su esposa no está enferma, pero su corazón está sometido a una tensión insoportable y probablemente ceda dentro de un año o dos. Entonces morirá o quedará inválida para el resto de su corta vida. La tensión es motivada por su hija. Ella misma me ha dicho que cuando Elinor tenía apenas dos años, ya notó que la chica era «extraña». ¿No se lo ha dicho nunca a usted?

Peter tenía un espantoso color amarillento.

—¿Matilda? ¿Tiene Matilda alguna enfermedad de corazón?

—Pero ¿es que no ha oído lo que le he dicho?

El hombre respiró ruidosamente y Jonathan pestañeó.

—Sí, le he oído —dijo por fin Peter—. Sí; Matilda me dijo que Elinor era «extraña», cuando apenas era un bebé. Yo me reí de ella, la niña es demasiado inteligente para su edad, pero es muy reservada, madura e imaginativa.

—¿Tanto como para contar historias fantásticas sobre quién es ella, o cosas por el estilo?

La cara de Peter se distendió en una sonrisa amable.

—Bueno, ya conoce usted a los niños. Una vez conté a mis propios padres que yo era Davy Crockett y que me iba al Oeste.

—Pero usted no lo creía realmente, ¿verdad?

—Claro que no, pero era una historia excitante.

—El problema está —dijo Jonathan— en que su hija se cree esas historias. Y ahí está la diferencia…

Peter pareció a punto de estallar de rabia y horror.

—¿Está tratando de decirme que mi hija está… está… loca…?

El padre McNulty se levantó y se colocó junto a Peter, mirando a Jonathan con miedo y pena.

—La definición —dijo éste— es dementia praecox, del tipo paranoico. En Viena han acuñado para eso una palabra nueva: esquizofrenia. Personalidad dividida.

Peter estaba endurecido por la rabia creciente y la impresión, y los ojos se le saltaban de las órbitas al mirar a Jonathan.

—Su esposa va a morir —dijo éste— a menos que se la libre de esta carga. Ella no sabe que es una carga e inconscientemente se culpa por no ser capaz de llegar a su hija con un amor y una atención normales. Ése es el sentimiento de culpa de que hemos estado hablando. Cada vez que veo a un hombre o una mujer que no tienen enfermedades físicas, pero que están sometidos a una tensión tan terrible, gente normal y simpática, buena gente…, dejo de fijarme en ellos. Busco a la persona que provoca esa turbación, y, al revés de Freud, no echo la culpa de todas las malditas cosas que suceden a la madre, o a una «niñez frustrada». A una persona que es esquizofrénica no se la puede abordar en la forma normal. En realidad, una persona normal no puede abordarla de ningún modo. ¡Pero su esposa está tratando de hacerlo y Dios sabe cómo! Y no sirve de nada. La niña necesita atención especializada. Conozco un sanatorio privado en Filadelfia…

—Por favor, usted está loco —murmuró Peter, horrorizado ahora hasta del mismo Jonathan—. Usted ha perdido la razón. ¡Una niña psicópata!

—Su hija ya se está deteriorando mentalmente —dijo Jonathan con un tono frío y de completa indiferencia—. Su madre lo ha mencionado. ¿Quiere que pierda hasta la última esperanza de curarse? ¿Una pequeña esperanza, pero esperanza al fin?

—Está usted completamente loco —dijo en un susurro, pero de repente gritó—: ¡Váyase de mi casa en seguida!

Jonathan se levantó y se puso sus guantes de montar.

—Le he dicho que no soy psiquiatra —dijo—. Puedo estar completamente equivocado, aunque mucho me temo que no sea así. He visto muchos casos como éste en hospitales mentales, sanatorios, y puedo reconocerlos aunque otras formas de… insania… se me escapen completamente.

Dicho esto miró con amargura al padre McNulty.

—Sería mejor que usted se quedara un rato y hablara con estos padres… si puede. Y la próxima vez que crea que Dios ha contestado a sus plegarias, pídale que le sugiera a alguien que no sea yo. ¿Está claro?

—Jonathan —dijo el sacerdote.

Pero Jonathan dio la vuelta y abandonó la casa, se sentía descompuesto e impresionado, rabiosamente enojado con el sacerdote y contra su propia idiotez al haberse dejado embaucar. Montó sobre el caballo y miró a la desgraciada casa por última vez. Sí, estaba maldita. Se había adueñado de ella una fantasmal oscuridad que se estaba filtrando en los espíritus de dos personas normales y buenas, dos personas que no querían creer que tal cosa fuera posible. La verdad es que se trataba de algo muy difícil de aceptar, pero había que aceptarlo. Si no lo hacían, el resultado sería el desastre y la tragedia, pronto lo descubrirían, Dios mediante.

Las casas, reflexionaba Jonathan mientras seguía su camino, son misteriosos reflectores y cajas de resonancia. Si se aposenta en ellas el mal, se revela en la posición de los muebles, en las cortinas, en el aire mismo de las habitaciones, pero si lo que entra en ellas es el bien, entonces las habitaciones aparecen luminosas, los muebles son alegres, las cortinas hermosas y brillantes, no importa lo humilde que sean en realidad. La casa había sido buena para él hasta que entró en la habitación de Elinor. La presencia de aquella niña daba a la casa aquella sensación de aislamiento desde el principio.

No podía librarse de su sensación de desaliento y temor. Siempre había albergado dentro de sí un pensamiento caprichoso que era, por una parte, superstición reconocida y por otra, fantasía pura: «que los locos son, en cierto modo, seres malvados al margen del patetismo de su estado». Era estúpido, lo reconocía, pero había visto muchas veces juntas la locura y la maldad y muy raramente la una sin la otra. El exorcismo era algo muy mal comprendido, y se rió con ganas de sí mismo. ¡Pero quizá los psiquiatras fueran realmente exorcistas, aun cuando conscientemente no se dieran cuenta de ello!