Capítulo 23

—Por el amor de Dios, ¿dónde has comprado ese traje? —preguntó Jonathan en una calurosa tarde de sábado a fines de julio mientras observaba riendo a Robert.

—Vaya con los provincianos. —Sonrió Robert—. Lo compré en Nueva York la primavera pasada. Son los celos, mi querido amigo, lo que colorea de amarillo sus mejillas, y la envidia ha inyectado ictericia en sus ojos. Fíjese en el corte, el estilo, la caída.

—No puedo —dijo Jonathan—. Me ciega. ¿Qué les ha parecido a los pacientes matutinos?

—Han quedado boquiabiertos —dijo Robert—. Boquiabiertos de admiración.

—Claro —dijo Jonathan—. Ni siquiera el lujurioso de Perry Belmont se hubiera atrevido nunca a ponerse un traje como ése. Parece un jockey gigantesco. Lo único que le hace falta ahora es un automóvil. Estoy pensando en comprarme uno en Inglaterra.

Robert quedó impresionado.

—¿Conoce usted a Perry Belmont personalmente?

—No sólo conozco al robusto pequeño libertino, sino que conozco también a la mayoría de sus damas, que están locas por él, si bien no he podido averiguar por qué. Se parece un poco a Nerón, con sus ojos perversos y su nariz gruesa, que al parecer resulta atractiva para las señoras. Los hombres bajos les encantan, especialmente si parecen napoleónicos, y Perry lo parece. —Jonathan sacudió la cabeza—. Fue ministro en la legación en España, cosa que le costó una fortuna, y he oído decir que arrollaba a las señoritas como un ciclón que atraviesa un bosque. Todas quedaban tendidas en el suelo y se levantaban la falda sólo con verle. O, al menos, él lo cuenta así.

—Él y yo fuimos huéspedes de Cornelius K. G. Billings, el criador de caballos, el año pasado, y los dos pertenecemos al Club de Equitación de Nueva York. Compré una yegua a Cornelius por mil quinientos dólares, y no valía ni siquiera quinientos. No se fíe nunca de un hombre rico, le desollará con todo placer y venderá su piel haciéndolo pasar por marroquí. Bien, Cornelius ofreció un banquete al Club en el famoso restaurante Sherry’s, y que me caiga muerto si no ensució todo el piso con tierra y pasto. Llegamos a caballo, nos llevaron al salón del banquete en ascensor, sin desmontar, y todavía estábamos a horcajadas sobre los caballos mientras nos servían caviar con champán y una cena cocinada por los mejores chefs del mundo, todo eso en una vajilla con incrustaciones de oro. Naturalmente, había lacayos encargados de limpiar el estiércol que dejaban los caballos. Allí estábamos, sentados sobre nuestros animales de gran precio, ataviados con trajes de noche. Fue la más infame, depravada, infantil y brutal reunión a que haya concurrido jamás en Nueva York, y eso que he concurrido a muchas. Me he enterado de que le costó unos veinticinco mil dólares, que hubieran venido muy bien para fundar en alguna parte un hospital para tuberculosos. —Su expresión se había vuelto despectiva—. Los únicos animales que podían jactarse de aristocracia y decencia eran los caballos. Yo me sentí avergonzado por ellos y quise pedirles disculpas. Se las pedí a mi propia yegua.

—He leído muchas cosas sobre el asunto en Nueva York —dijo Robert— y sobre lo que ellos llaman los Cuatrocientos. Serían buenos temas para William Jennings Bryan, ese descabellado, degradado y vulgar despilfarro de enormes cantidades de dinero, las gigantescas mansiones repletas de gente, las joyas llamativas, el vicio, y las enfermedades sociales, como se las llama discretamente. No es locura, es ostentación barata. ¡Pensar que un trabajador se siente muy afortunado si gana un jornal de doce o quince dólares por semana! ¡No hay que asombrarse de que la mitad, o más, de sus hijos mueran antes de cumplir cinco años! Y él mismo es un viejo a los cuarenta.

—Cierto —dijo Jonathan—. Pero no glorifiquemos tampoco al obrero. Admito que su condición en América es mucho peor que en ninguna otra parte del mundo, con la excepción quizá de Egipto, Arabia y los lugares más oscuros de África. Pero es humano, también. Está empezando a lanzar fuertes y amargas quejas sobre su condición, cosa que me alegra, y quisiera verlos fuertemente unidos. Pero déjele que consiga el poder y será tan malo como los de sangre azul, como les gusta que les llamen en Nueva York, Londres, París o Berlín. Es eso tan viejo que llamamos naturaleza humana. No se le puede tener confianza. Bueno, ¿quién es la afortunada señorita que va a quedar paralizada hoy por su traje?

Robert se calzó cuidadosamente sus guantes amarillos, era evidente que no habían sido usados nunca.

—La señorita Jenny Heger —dijo, prestando mucha atención a los botones de los guantes como si tuviera una pequeña dificultad para abrocharlos—. Le escribí la semana pasada y le pregunté si le interesaría cabalgar por el río y merendar conmigo en el campo.

—¿Jenny? —preguntó Jonathan.

—La señorita Jenny. No nos hablamos en términos menos formales que ésos —dijo Robert—. Recibí una amable nota en respuesta y debo confesar que quedé tan complacido como sorprendido, pues ella aceptó mi invitación.

Jonathan se apoyó contra la mesa cruzando los pies.

—No lo creo —dijo—. Jenny no ha aceptado nunca una invitación de ningún joven.

—Ha aceptado la mía.

Robert se sintió aliviado al comprobar que Jonathan no mostraba ni un interés intenso ni tampoco disgusto, aunque en realidad no veía qué motivos había para ello. Sólo sabía que, hasta aquel momento, cualquier referencia sobre Jenny provocaba en Jonathan una inexplicable emoción u observaciones lascivas. Sonrió levemente y miró a Jonathan, que estaba encendiendo un cigarrillo.

—Sé que es una muchacha muy retraída y voy a tratar de ganarme su confianza.

Los brillantes ojos negros de Jonathan inspeccionaron detenidamente el traje y los accesorios.

—Su aspecto la matará del susto, más que hacerla sentirse confiada —dijo—. ¿Qué hacemos si se presenta un caso urgente en el hospital?

—¿Ya no se acuerda? —preguntó Robert—. Usted prometió amablemente que me sustituiría en ese caso, ya que no he tenido un día de descanso desde que llegué, y nosotros los médicos necesitamos distraernos, como usted mismo ha dicho, o dentro de poco no serviremos de nada para nuestros pacientes.

—¿Yo he dicho eso? —preguntó Jonathan—. Debe haber sido en uno de mis momentos de mayor descuido. —Parecía indiferente y divertido—. Va usted a eclipsar completamente a la pobre Jenny, que no posee, según me han dicho, ni un solo vestido bonito.

Robert recorrió con la mano su hermosa cadena de oro y sacó el reloj. Se sentía cada vez más aliviado.

—Mi madre observó una vez —dijo— que le parecía extraño que la señorita Jenny no buscara una acompañante, una mujer mayor que ella, en loco parentis, por así decirlo.

Lo que había dicho realmente su madre era lo siguiente: «Es una afrenta a la moral de toda la comunidad que esa joven tenga una conducta tan descarada y le importe tan poco la opinión pública y la sensibilidad de las jóvenes bien criadas, que no se haga acompañar por una dama de mayor edad, de impecables antecedentes y posición en esta ciudad, para protegerse de los chismes y conseguir respetabilidad». Al recordarlo Robert se sonrojó, y Jonathan se dio cuenta.

—¿Jenny? ¿Una compañía femenina mayor que ella? —dijo Jonathan echándose a reír—. Le puedo asegurar que Jenny puede cuidar muy bien de sí misma.

—Pero, después de todo, su hermano vive en la misma casa con ella y es todavía un hombre joven, y además de él, sólo están los sirvientes.

—¿Acaso no es suficiente protección para Jenny? —preguntó Jonathan.

El término empleado por Jonathan era ambiguo y Robert comenzó a sentir que le invadía un sentimiento de enojo contra él.

—¿Qué quiere usted decir con eso de protección? —preguntó.

—Vamos, ¿qué cree usted que quiero decir? —contestó Jonathan—. Oficialmente él es su padrastro, el marido de su difunta madre. No dé rienda suelta a su mente, Bob.

—¡No doy rienda suelta a mi mente! —dijo Robert, sintiendo que se le oprimía el pecho—. ¡Sólo he visto a la señorita Jenny unas cuantas veces desde el Cuatro de Julio, en la calle y en las tiendas, y no he conocido en mi vida a una muchacha más adorable y más inocente! —Al decir esto pareció hincharse—. Hemos hablado un poco en todas partes. Es muy retraída y tímida, parece miedosa y un poco torpe. ¡A mí… a mí me gusta muchísimo la señorita Jenny! En serio, me gusta. Y espero que ella me tome en serio también.

Jonathan silbó mirando a Robert sin ninguna amabilidad y luego con una expresión reflexiva.

—Hemos progresado, ¿no le parece?

—¡Así lo espero! ¡Lo espero fervientemente! —dijo Robert sacudiendo una invisible mota de polvo de su sombrero y preparándose a partir. Pero lo asaltó otro pensamiento y se volvió—. ¿Por qué su hermano no le aumenta los ingresos de modo que pueda dejar la isla por una residencia más… más… protegida?

—Me han dicho que quiso hacerlo —dijo Jonathan— pero ella se negó. Ya se lo he dicho a usted. Ella lo considera como un intruso, un pelagatos criminal que se casó con su madre por su dinero y tiene toda la razón, Harald no pretende ser otra cosa, fue un contrato amistoso. Ella considera que la isla es suya, como antes fue de su padre, y ha montado guardia en ella. Nunca la abandonará como no sea que alguien la ate de pies y manos y le vende los ojos, y no le veo a usted en ese papel.

—Muy difícil —dijo Robert— pero aun así, si se casa puede ser que cambie de opinión.

—Mi querido amigo del traje detonante —dijo Jonathan—. Yo no alimentaría esperanzas si fuera usted. Jenny y mi madre son casi tan íntimas como madre e hija, y mi madre me ha insinuado varias veces que el afecto de Jenny está firmemente fijo en algún misterioso extraño.

La cara de Robert se puso visiblemente pálida y Jonathan frunció el entrecejo.

—Si así fuera, no habría aceptado mi invitación —dijo Robert.

—Quizá el caballero sea inalcanzable —replicó Jonathan.

—Razón de más para hacer que ella se divierta —dijo Robert, y se alejó resplandeciente en su gloria sartorial.

Jonathan no había vuelto a ver a Jenny desde la noche en que había tratado de seducirla de manera un tanto extenuante. Había remado a menudo hasta la isla con el pretexto de divertirse burlándose de su hermano, pero cuando Harald estaba allí, lo cual era poco frecuente, Jenny parecía estar ausente, o por lo menos no aparecía. Jonathan había preguntado por ella una o dos veces afectando indiferencia, pero Harald se había encogido de hombros, afirmando que estaba «en el pueblo», o que «no se sentía bien», o «¡Sabe Dios dónde está!».

Harald parecía menos tranquilo últimamente, menos despreocupado y menos sonriente, como si estuviera absorbido por sus propios pensamientos. Estaba inquieto, preocupado. En vista de lo que había dicho Marjorie, aquella actitud resultaba interesante para Jonathan. Hubiera querido decirle: «En lo que respecta a Jenny, querido hermano, sería mejor que arriaras velas, y tal vez también yo debiera hacerlo, aunque no pienso hacerlo hasta el día que me muera».

Jonathan no sabía cuándo había visitado Jenny a Marjorie, pero lo sospechaba. Marjorie no mencionaba para nada a la muchacha, salvo una vez que insinuó que Jenny no la visitaba con la asiduidad de costumbre. Esto resultaba comprensible, teniendo en cuenta que Jenny posiblemente temía la llegada intempestiva de Jon a la casa y su consiguiente enfrentamiento.

Había una cosa que le aliviaba mucho: era evidente que Jenny no había contado nunca a Harald que su hermano la había atacado. Podría haberlo hecho fácilmente. Entonces Harald, ante su insistencia, podría haber prohibido a Jonathan que volviera a visitar la isla. ¡Hubiera resultado muy interesante constatar si Harald era capaz de reunir suficiente rabia o lanzar amenazas y fuegos de artificio por primera vez en su vida! Pero por alguna extraña razón Jenny no había abierto la boca, cosa que resultaba muy excitante. Tampoco le había escrito para decirle que nunca volviera a la isla ni había pedido a Marjorie que transmitiera el mensaje.

Pero él no había podido verla, y lo que le sacaba de quicio era que Robert Morgan la hubiera visto en la calle, en las tiendas que recorría por encargo de su madre, y que hubiera aceptado una inocente invitación suya. Las deducciones que surgían de ese hecho irritaban a Jonathan. Quería enormemente a Robert, sentía por él un profundo afecto fraternal que nunca había sentido por su propio hermano y le fastidiaba en su orgullo y en la opinión que tenía de sí mismo que Harald, en aquella calurosa tarde de sábado, pensara cosas poco halagüeñas de su joven sustituto y de Jenny.

Si Jenny le había eludido antes, mucho más le eludía ahora. Jonathan había planeado su estrategia: se le aparecería en los jardines de la isla, donde ella estaba permanentemente trabajando, o dentro del castillo cuando se encontrara sola allí, y luego la obligaría a escucharle. Había pensado punto por punto en lo que tenía que decirle. Pero Jenny siempre le esquivaba, nunca podía echarle la vista encima. Jonathan no era un hombre paciente, había resuelto verla mañana mismo, o quizás en las últimas horas del día de hoy. Jamás le había fallado una mujer a la que cortejaba e incluso se había casado con la que no quiso casarse. No había dudado nunca, ni por un instante, de que llegaría a conquistar a Jenny. Ahora se daba cuenta de que la amaba como nunca había amado a ninguna otra mujer, y ahora, como surgido de la nada, aparecía este ingenuo de Robert Morgan, con su alegre atavío, y conseguía de Jenny lo que a todos los hombres resultaba imposible conseguir.

Sonó el teléfono y una voz femenina, fuerte y casi sin aliento, se introdujo en los oídos de Jonathan.

—¿Jon? ¡Jon! ¡Soy Prissy Witherby! ¡Oh, Jon, estoy muerta de miedo!

—No me extraña estando casada con Jonas —dijo Jonathan—. ¿Ocurre algo en especial, Prissy?

—¡Jon, ven en seguida, por favor! Ha salido a pasear como todos los días. ¡Pero de pronto no he podido soportarlo! ¡Voy a volverme loca!

Jonathan hubiera sonreído indulgentemente si fuera otra mujer la que le decía aquellas cosas, pero Priscilla Witherby, la exprostituta, tenía el sentido común y el realismo propios de su vocación, de modo que no era probable un ataque de histeria.

—¿En qué anda metido ahora, Prissy?

—¡No lo sé! Por eso tengo miedo, Jon. Pero hay algo, lo sé. Desde que vino del hospital se sienta solo, sonriendo, como una maldita araña satisfecha, tejiendo su tela, conspirando… ¡Oh, ya sé que debo parecerte exagerada, pero, tú conoces a Jonas!

—Lo conozco. Iré tan pronto como pueda, Prissy. ¿Cuánto tiempo se pasa fuera, paseando?

—Con este tiempo, de dos a tres horas. Jack lo lleva hasta el parque y anda dando vueltas por ahí. —La muchacha contuvo el aliento en un lastimero sollozo—. Hace quince minutos que se ha ido, tenemos bastante tiempo para hablar tranquilamente.

Después de terminar su conversación con Prissy, Jonathan pensó en Jonas Witherby, un mal hombre suave, sonriente, de voz amable, frases caritativas, mirada tierna. ¡Malditos sean estos tipos tan peligrosos! Jonathan recordó la esposa muerta, los hijos arruinados, todas las víctimas de su monstruosa corrupción. Jamás se había sabido que aquel hombre hablara, oyera o viera el mal, y había engañado a una pequeña ciudad en casi su totalidad hasta el punto de que llegaron a creer en su bondad, en su amabilidad y en una simpatía brotada del corazón. Si Jonas Witherby hubiera prestado testimonio ante un tribunal en contra o en favor de alguien, el juez habría creído inevitablemente en él, llevado por su afectuosa voz y la santidad de su expresión, y lo mismo hubiera ocurrido con el jurado.

Jonathan se preparaba para ir a casa de los Witherby cuando oyó la campanilla de la sala de espera. Hastiado, se dirigió hacia la puerta. Los sábados por la tarde no atendía el consultorio, salvo que se tratara de un caso de emergencia o una visita ya concertada.

Dos caballeros bien vestidos, de unos treinta años, a quienes Jonathan no conocía, le esperaban en la desierta sala de espera.

—Lo lamento —les dijo con brusquedad—. El doctor Morgan no está, y los sábados por la tarde no se atiende, a menos que hayan concertado visita.

Uno de los dos jóvenes habló. Era un hombre alto y agradable, con astutos ojos claros, espeso cabello rubio y rostro alegre.

—¿El doctor Ferrier? Gracias. Soy Bill Stokeley, de Scranton —dijo extendiendo su tarjeta a Jonathan, en la que éste leyó, WILLIAM SEBASTIAN STOKELEY, ABOGADO—. Y este otro caballero —siguió diciendo Stokeley— es el doctor Henderson Small, también de Scranton.

—Bien. ¿En qué puedo servirles?

—Quisiéramos discutir sobre una expaciente suya, doctor —dijo el señor Stokeley— y pagarle por su visita. Creo que no le ha enviado ninguna factura.

—¿Cómo se llamaba?

—La señora Edna Beamish.

Jonathan trató de recordar. El nombre le resultaba familiar, pero no podía recordar a la paciente y sacudió la cabeza, los dos hombres se miraron entre sí con un gesto de satisfacción.

—Tal vez ustedes no lo sepan —dijo por fin— pero hace mucho que ejerzo la profesión en Hambledon. No sólo aquí, sino en las aldeas y los pueblos de los alrededores, e incluso recibo pacientes de Scranton y de Filadelfia. Mi sustituto, el doctor Morgan, ha venido atendiendo a la mayoría de ellos. Me he quedado aquí simplemente para ayudarle a establecerse antes de abandonar para siempre la ciudad.

—La señora Beamish vivía en Kensington Terraces cuando le visitó, doctor.

Jonathan volvió a sacudir la cabeza, luego fue hacia los archivos, retiró una tarjeta, la estudió y se echó a reír.

—Oh, Edna, sí, ahora la recuerdo. Estuvo aquí hace casi un mes. Una muchacha encantadora. No me permitió completar el examen y se puso un poco… turbada… Salió corriendo provocando toda una escena. Estaba completamente trastornada, pues descubrí que tenía un embarazo de por lo menos diez semanas, y como su esposo había muerto recientemente no podría conocer nunca a su hijo. No le envié la cuenta porque el examen fue incompleto —dijo mirando al abogado.

—He venido para pagar la cuenta —dijo el señor Stokeley—. Mi firma está encargada de la sucesión de su difunto marido, Ernest Beamish. Ella nos envía todas sus cuentas y nosotros las pagamos en su nombre. Es muy joven e inexperta y, por lo tanto, incapaz de manejar la herencia, más bien grande, que le dejó su esposo. Nos ha nombrado apoderados suyos. —Sonrió—. En realidad, actuamos como mandatarios suyos, de modo que cuando regresó a Scranton para quedarse a vivir allí, hace dos semanas, nos dijo que le había consultado y que usted no le había enviado factura.

—No se preocupen por la factura —dijo Jonathan—. Esperaba que la señora Beamish volviera para seguir examinándola, posiblemente para su atención prenatal y hasta el trabajo obstétrico, en manos de mi sustituto, como no volvió, no creo que ni ella ni ustedes estén obligados a pagar ninguna cuenta, y puede estar seguro que no le enviaré ninguna.

Miró con curiosidad a Henderson Small, un hombre bajo y delgado, muy moreno, grave e insignificante.

—¿Está atendiendo usted a la señora Beamish, doctor?

—La atendí —dijo el doctor Small con voz insignificante.

—¿También se escapó de su consultorio? —preguntó Jonathan sonriendo al notar que el doctor Small hablaba en tiempo pasado.

—La señora Beamish es… hum… una muchacha más bien difícil —interrumpió el señor Stokeley—. Me he encontrado con el doctor Small en el pueblo, hemos pensado que debíamos venir a verlo y pedirle su cuenta.

—No hay ninguna cuenta —dijo Jonathan, que ya se estaba irritando. La tarde era hermosa y calurosa, pensaba cabalgar hasta una de sus granjas y ver cómo andaba cierto potrillo que estaba dando muestras de poder convertirse en un excelente corredor—. Si eso es todo, caballeros…

—Cómo ya le he dicho, doctor, actuamos en representación de la señora Beamish —dijo con suavidad el señor Stokeley—. Necesita evidentemente un tratamiento continuado. El doctor Small no es ginecólogo. Es un cirujano general, ¡y por cierto no tiene nada de especialista en obstetricia! Le dijo a Edna que tenía muy poca experiencia en este campo… Creo que ésa es la nueva ciencia de los médicos que atienden partos, ¿no? Sin embargo, ella insistió en que la examinara, y el doctor descubrió una ligera… anormalidad. —El señor Stokeley mostró una sonrisa cordial—. La envió a un ginecólogo de Scranton, pero hasta ahora no ha seguido su consejo. Por cierto, ¿le encontró usted alguna anormalidad, doctor?

—Ninguna, al menos durante el examen pélvico —dijo Jonathan— que fue tan completo como pude hacerlo, considerando que la señora ofrecía resistencia, cosa no desacostumbrada en mujeres jóvenes que se encuentran en esas circunstancias. —Por primera vez advirtió que el doctor Small estaba tomando notas discretamente en una libretita negra—. ¿Qué es eso? —le preguntó.

—Nada más que referencias, doctor —dijo el señor Stokeley con expresión agradable—. Como ya le dije, hay una herencia considerable, y naturalmente… hum… un parto normal sería importante, ¿no le parece? Tenemos una gran responsabilidad con Edna, ahora bien, doctor, ¿tendría usted inconveniente alguno en decir exactamente cuál fue el resultado de su examen?

Eran casi las dos y llegar hasta su granja después de visitar a Prissy le llevaría casi una hora. Miró su reloj.

—No encontré ninguna anormalidad —dijo con creciente impaciencia, mirando al reservado doctor Small—. ¿Qué encontró usted?

—Ninguna anormalidad en la región pélvica —contestó el doctor Small— pero sí algo, aunque sin importancia, en el páncreas. Queríamos tener su opinión antes de enviar a la señora Beamish, insisto en que hay que enviarla, a un hombre competente en Scranton.

—No es necesario —dijo Jonathan, cada vez más impaciente—. Le encontré una preñez de diez semanas. Es una mujer joven, blanca, saludable, viuda, que no presenta historia de ninguna enfermedad anterior. Se quejó de un «dolor terrible» en el cuadrante inferior derecho del abdomen, lo que dio como motivo para venir a verme en primer lugar. Esto generalmente ocurre durante la ovulación, es una cosa común. La examiné buscando un quiste ovárico y lo encontré todo normal. La examiné luego por una posible apendicitis crónica o intestino ciego, como lo llaman los profanos, tampoco había allí nada patológico. Intenté examinarla por una posible complicación renal, o…

—Pero en cuanto se refiere al examen pélvico, ¿no encontró ninguna anormalidad? —interrumpió el doctor Small.

—Ninguna. ¿No ha dicho usted que ésa era también su opinión, doctor?

El señor Stokeley miró al doctor Small en forma enigmática, poco amistosa, y éste se apresuró a hablar.

—No noté ninguna anormalidad natural, repito, natural.

A Jonathan le pareció muy ambiguo todo aquello, y miró fijamente al doctor Small.

—Generalmente no hablamos de «anormalidades» naturales, doctor. Hay una contradicción entre los términos.

—Y de semántica —dijo el doctor Small.

—Sí; entonces, ¿qué ha querido decir usted?

—¡Oh! —dijo el señor Stokeley— ¡no nos metamos en discusiones médicas, caballeros, en un día tan hermoso! Nuestro tren sale para Scranton dentro de media hora. —Extendió la mano hacia Jonathan y dijo con voz fuerte y enfática—: ¿De modo que usted no ha recibido cantidad alguna por su examen?

—Ya le he dicho que no. —El doctor Small anotó cuidadosamente.

El señor Stokeley hizo un gesto y sacudió la cabeza.

—¡Esta Edna! Siempre se queja de que no tiene dinero para gastos menudos. Permítame que le sea franco, doctor. ¡Afirma que le pagó doscientos dólares por su examen! En efectivo, no en cheque, como habitualmente le insistimos en que haga.

—Si yo hubiera completado el examen como deseaba —dijo Jonathan echándose a reír— le hubiera enviado una cuenta por diez o quizá quince dólares. Me temo que nuestra pequeña Edna esté intentando un sablazo financiero contra usted. No me pagó ni un centavo, y no he enviado ninguna cuenta. Ahora, si me permiten…

—Gracias, doctor, gracias —dijo el señor Stokeley efusivamente—. Realmente voy a tener que castigar a nuestra Edna. Sí, lo voy a hacer. Siempre he sospechado algo de eso, buenos días, doctor.

Los dos hombres salieron y Jonathan vio que les esperaba un coche de la estación del ferrocarril. En su prisa olvidó el episodio de inmediato. Después de todo no era cosa desacostumbrada. Las señoras embarazadas y dueñas de mucho dinero siempre estaban comprensible y costosamente interesadas por su estado. Estaba a punto de dejar la tarjeta en el archivo cuando pensó que la señora Beamish no sería ya más paciente suya ni de Robert Morgan, rompió la tarjeta y la tiró, le gustaba tener sus archivos al día y no guardar en ellos información inútil o muerta.

Salió silbando. Generalmente silbaba aquellos días. Casi había llegado a la calle cuando un mensajero uniformado se le acercó.

—¿Doctor Ferrier? —preguntó el chico, tocándose la gorra y entregando a Jonathan una carta cerrada, pero sin sellar.

Jonathan se fijó en la escritura del sobre, que le resultó desconocida. Algo le hizo pensar que se trataba de letra fingida, y no la verdadera del que había escrito el sobre. La abrió.

¡Asesino! ¡Si no sale de esta buena ciudad por lo menos el 1.º de septiembre, lo sacaremos por la fuerza, lleno de alquitrán y emplumado! ¿Recuerda su efigie que fue colgada cerca del tribunal, cuando lo absolvieron ilegalmente de la muerte de su esposa? La próxima vez la soga estará enroscada en su cuello y no en el de una efigie. ¡Cuidado! ¡Sus crímenes son todos conocidos!

Jonathan no podía creer lo que veía. Su primer impulso fue echarse a reír y destruir la carta, pues sólo un demente podía haberla escrito. Pero luego se sintió impresionado por la sensación de malignidad que brotaba de la letra, más que de la redacción, un profundo y terrible odio contra él, un odio personal. Había recibido centenares de cartas perversas no sólo de Hambledon, sino de Filadelfia y Pittsburgh, y hasta de Nueva York y Boston cuando lo absolvieron, pero después de su irritación inicial había terminado por reírse de ellas y destruirlas, olvidándose en seguida de todo. Un hombre sensato no presta ninguna atención a los perversos anónimos que andan por el mundo, porque si no procede así se vuelve loco. Pero aquella carta le llamó la atención como nunca le sucediera antes. La había enviado alguien de Hambledon, Jonathan volvió al consultorio y llamó a la oficina de mensajeros.

Contestó una voz de hombre, que, según le informó, habían tenido un día muy atareado, ya que muchísima gente había estado trayendo paquetes y cartas de todas clases, de las que no se guardaba ningún registro, salvo en aquellos casos en que se esperaba respuesta. El hombre recordaba haber enviado una carta al doctor Jonathan Ferrier, pero no sabía si había sido un hombre o una mujer quien había pagado el envío. Jonathan esperó y se imaginó el oído ávido de la telefonista de la Central. ¡Al demonio con esas muchachas! Siempre escuchaban sus conversaciones telefónicas. Tendría que quejarse. La joven voz masculina del otro lado de la línea estaba reflexionando, y volvió con una disculpa. Evidentemente, alguien había llevado la carta, pero no podía recordar quién era ese alguien. Jonathan colgó, volvió a su archivo, abrió uno de los cajones y sacó una botella de whisky, de la que bebió una gran cantidad. Volvió a experimentar el deseo de matar con sus propias manos. Entonces recordó que había prometido ir a ver a Priscilla Witherby de inmediato. Volvió a poner la botella en su sitio, cerró el archivo con llave y abandonó la calurosa y silenciosa habitación.

Se dirigió al establo en busca de su caballo y habló distraídamente con el peón, que le observó alejarse. ¿Qué le pasaba al doctor Ferrier? Hacía mucho tiempo que no le veía con una expresión como aquélla. En Hambledon decían que era un hombre duro, y ahora el peón lo creía por primera vez.

Jonathan ató su caballo frente a la hermosa casa de ladrillo y estuco. Prissy salió a recibirlo, envuelta en su habitual perfume con el que siempre inundaba el ambiente que la rodeaba.

—¡Querido Jon! —gritó—. ¡Oh, querido, pensaba que me habrías olvidado! ¡No he dejado de mirar por la ventana ni un segundo! Ven a la sala, que es muy cómoda y fresca. Tengo tu whisky favorito, Jon, cada vez que te veo pareces más elegante, te lo juro. ¡Y nunca deberías usar otra ropa que la de equitación, con botas y el látigo! —Rompió en lágrimas—. ¡Jon, no puedo soportarlo más! ¡Ni un minuto, ni un solo minuto más!

Le echó los brazos al cuello poniéndose de puntillas y le besó fuertemente en los labios, después le abrazó muy fuerte y apretó la cara contra su cuello. Él la cogió por los brazos y la apartó con suavidad.

—Bueno, bueno, Prissy, ¿te ha puesto arsénico en el café ese viejo degenerado?

Prissy tenía treinta y dos años por lo menos. Había sido prostituta, muy alegre y cara, desde que tenía catorce. Era una mujer pequeña, aún para una época en que las mujeres pequeñas gozaban de las preferencias de la gente, era una perfecta miniatura de mujer, una figurita de porcelana hermosamente formada, siempre esbelta, limpia y perfumada, exquisitamente vestida a la última moda. Jonathan la apreciaba mucho. La había frecuentado como cliente antes de que Jonas se casara con ella, sin descubrir nunca en ella nada grosero o repelente, pero como decía Jonathan a menudo —opinión que era compartida por mucha gente— no había persona tan refinada como una prostituta que conociera su valía, se respetara a sí misma y gozara con su profesión. Prissy no había «sido obligada» a vender su cuerpo blanco y puro, como era el dicho corriente, sino que había elegido el oficio con toda deliberación y realismo, como se lo había confiado en repetidas oportunidades. ¡Es que le gustaban los hombres!

Prissy condujo a Jonathan a la sala, le acercó una silla y le invitó a sentarse, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas. Le sirvió un vaso grande de bebida, vaciló, echó la cabeza hacia atrás, y luego se sirvió otra para ella, sentándose cerca de él y mirándolo dolorida.

—Vamos, Prissy, ¿qué te pasa? —le preguntó Jonathan después de tomar un buen trago—. Tengo una cita dentro de un rato.

—Tú conoces a Jonas —dijo Prissy limpiándose una lágrima con la punta de uno de sus rosados dedos—. Desde que volvió del hospital… Jon, nunca creíste que yo tratara de envenenarlo, ¿no es cierto?

—No, querida, pero muchas veces he tenido la esperanza de que lo hicieras.

—Bueno, lo cierto es que he pensado en ello —dijo Prissy ahogando una risa brusca—. Tú sabes bien de quién sospecharían primero, y sus buenas razones tendrían, con todo el dinero que tiene. No creo que me afligiera mucho si se cayera muerto, ¡pero es que va a vivir hasta los mil años, Jon! ¡Mil años! Es así de malo, sería capaz de vivir tan solo para mortificarme.

—Y para mortificar a otros también —agregó Jonathan.

—Bien —suspiró Prissy—. Sé que no vas a creerme, pero estoy segura de que Jonas estuvo envenenado de veras. Estoy segura de que se envenenó a sí mismo. Vamos, ríete de mí.

Jonathan sacudió la cabeza lentamente.

—No, querida, no voy a reírme, yo también lo creo. Lo que pasa es que el viejo demonio no tomó bastante veneno para matarse, pero sí lo suficiente para enfermar y conseguir que la gente haga preguntas sobre ti.

—Pero ¿por qué, Jon? —preguntó Prissy echándose a llorar de nuevo.

—Quiere que la gente recuerde la «enfermedad» que tuvo en el hospital. Oigo decir que habla constantemente de ella, para que nadie se olvide. Así, cuando se muera, se harán conjeturas muy desagradables. No podrán tener pruebas positivas contra ti… pero hablarán. Quizás haya pleito sobre su testamento y es posible que ya haya arreglado las cosas. Tal vez haya algo muy podrido sobre ti en ese testamento, no me sorprendería nada. Tal vez no te deje nada diciendo que siempre había «sospechado» que tratabas de matarle y que te salieron mal las cosas porque recibió una rápida atención médica. Para decirte la verdad, su ficha de ingreso dice que «mostraba todos los síntomas de envenenamiento». Pero como no vomitó en el hospital no pudimos tener muestras, y no pongas esa cara, Prissy. Sin embargo, ese querido viejecito inocente insistió en que no había comido nada que no hubieras comido tú y que seguramente sólo se trataba de una «indigestión aguda». Lloró cuando le interrogué. Yo no fui el médico que le dio entrada, pues estaba fuera cuando ingresó. Tal vez se aseguró también de eso, por temor de que yo fuera demasiado incisivo y cínico. Pero necesitaba un tipo que sospechara que detrás de todo aquello había veneno, y yo lo hice. No quería que le vieran doctores de ésos un poco ingenuos, que después no son buenos testigos. Manejó las cosas con suma habilidad. Nada de pruebas demasiado evidentes. Le vi cuarenta y ocho horas después de haber ingresado al hospital como caso urgente. Sufría claramente la secuela del veneno, pero no se veía con claridad de qué veneno se trataba. Yo creo que era arsénico.

—¡Todavía sigo sin comprender, Jon, por qué habría de hacer tal cosa!

—Prissy querida, como todos esos «amantes hermanos» beatos, odia a la gente, no sé por qué. Existen algunos infernales recovecos en la psiquis humana que, aún a estas alturas, me dejan desconcertado. Podría ser que los «amantes hermanos» temen que se pueda descubrir su lujurioso odio y entonces los demás dejen de amarlos, ¡y aprecian demasiado la estima de sus congéneres! Se conocen bien a sí mismos y probablemente se odian en secreto. Su única defensa contra el horror de todo su propio ser consiste en ver reflejados en los ojos del prójimo la luz del amor y de la admiración hacia ellos. Todos tenemos nuestros métodos de defensa propia contra el mundo, y el «amante hermano» probablemente en mayor proporción que los demás, pues se trata de un alfeñique que no puede aceptarse tal como es y tiene miedo de que el mundo lo descubra y lo castigue, como debería. ¡Por Dios! Es una amenaza. El «amante hermano» no sólo es cruel, con una crueldad mayor que la de otros mentirosos menos inteligentes, sino que también le gusta ver sufrir a la gente, no se atreve a ser franco con los demás dándoles así ocasión de que sospechen de su ruindad, pues en ese caso le castigarían como se merece. Entonces se desliza entre sus semejantes como una víbora, haciendo sonidos de amor mientras clava los colmillos, que los demás no saben que son sólo los suyos.

Prissy había escuchado con las cejas fruncidas, y sacudió la cabeza.

—Todo eso me parece tan extraño, Jon. Siempre he sido decente con los demás, creía que serían decentes conmigo. Hasta que conocí a Jonas. Por qué tendrán que gozar los, ¿cómo los llamas?, «amantes hermanos» viendo sufrir a los demás.

—Porque son dementes, querida, absolutamente locos. Y malos, además, en algunos casos la maldad y la locura son una misma cosa. Seguramente conoces la historia de la mujer de Jonas, que se mató junto con sus desgraciados hijos. Ellos no le habían hecho ningún daño a Jonas, pero estaban al alcance de su mano para que él los hiciera objeto de su maldad. Decía que aquello era «reformarlos». Te habrás dado cuenta que los que odian a la humanidad son los que siempre tratan de reformarla. Quieren sentirse superiores a los demás y encima son malévolos hasta el fondo de sus corazones, ¿cómo los llamó Cristo en uno de sus momentos de violencia?: «¡Hipócritas, mentirosos, hijos del Diablo!». Así es Jonas y por eso quiere hacerte sufrir. No creo que tenga nada contra ti, en realidad, creo que te quiere a su modo pervertido y se siente muy bien contigo, pero te tiene al alcance de la mano, si puede hacerte completamente desgraciada, se sentirá contento y radiante como una rosa. Pienso que esta pequeña comedia con el arsénico no tuvo otro fin que asustarte, hacerte temer a todo el mundo y que toda la ciudad sospechara de ti. Algunos sospechan, y tú lo sabes. Te está hiriendo mentalmente, te mantiene estremecida de terror. No sé cómo se las arregló para hacer eso con su primera esposa, pero lo hizo, y por eso se mató. Para huir de él, y sus hijos también huyeron de un modo u otro. Prissy, sé que no vas a seguir mi consejo, pero te lo daré. Haz las maletas y vete de aquí, a menos, por supuesto, que tengas la suficiente fuerza de voluntad para aparentar una gran serenidad y, además, seas capaz de hacerle un guiño de vez en cuando.

—¡Vamos, Jon! ¡He aguantado a ese viejo sinvergüenza más de tres años! ¿No crees que merezco algo después de que él reviente? Si lo dejara ahora, no recibiría nada, aunque confieso que algunas veces me siento inquieta. —Le lanzó una significativa sonrisa a través de sus lágrimas y él le palmeó la mano.

—Estoy seguro de que todavía tienes… amigos —le dijo— si sabes actuar con discreción.

—Oh, no podría, me vigila continuamente. Si salgo de compras, tengo que rendirle cuenta detallada de cada minuto, Jon, de lo que he comprado, y si los vendedores eran lentos o no. Cuenta el tiempo, Jack es quien me lleva y también le pide informes. Lo sé.

—No le interesa tu fidelidad, querida. Es su sistema para hacerte desgraciada. Estoy de acuerdo en que mereces algo por haberlo soportado tres años… y él probablemente viva para siempre. Tienes que terminar por decidir si vale la pena o no.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Prissy mirando por la ventana—. Ya está aquí, mirando tu caballo, ¡y sabe que es tuyo!

—Hagamos como si no supiéramos que ha vuelto —dijo Jonathan—. Será su primera desilusión: no encontrarnos revolcándonos en la cama. No es que le importe realmente o que sea capaz de revolcarse él también, sonriámosle dulcemente y luego déjanos solos. Tal vez pueda inculcarle el temor a Dios, aunque he podido advertir que los «amantes hermanos» no creen absolutamente en Dios.

El viejo Jonas Witherby entró en la casa ayudado aparatosamente por su cochero, que lo llevaba como si fuera extremadamente frágil, pero Jonas era vigoroso y fuerte, aun cuando permitía que su sirviente actuara como si no lo fuera. Entró radiante y rosado, con su sedoso cabello blanco, con sonrisa de santo y mirada feliz.

—¡Jon, muchacho! —dijo tendiéndole sus manos cálidas y suaves y tomando las de Jonathan, que estrechó con ternura—. ¡Qué alegría verte! Pero ¿es que Prissy está enferma? —preguntó mirando a su esposa con enorme preocupación y afecto.

—No, no lo está, ¿no estás contento? —dijo Jonathan—. Pasé por aquí y se me ocurrió entrar para ver cómo estaban, y por si tenían interés en darme un cheque para el nuevo hospital para tuberculosos que estamos proyectando.

Jonas cloqueó alegremente y agitó la cabeza como si Jonathan hubiera hecho una maravillosa broma que apreciaba en todo su valor, después se sentó lanzando un suspiro de placer.

—¡Qué día tan maravilloso! —dijo—. Tan reparador para los huesos viejos. Prissy, amorcito, ¿querrás servirme un trago? Lo de siempre. Un poquito, muy poquito whisky, pero con bastante soda fresca. Veo que habéis celebrado mi ausencia.

—Sí, es cierto —dijo Jonathan—. Después de todo, ¿con qué frecuencia sale usted de casa?

Jonas se sobresaltó y fingió, repentinamente, vigilar a Priscilla.

—Amorcito —le dijo en un tono de voz tímido y reflexivo— ¿es ése el whisky que tú y Jon habéis bebido?

Priscilla levantó la vista alarmada y su hermoso rostro adquirió una expresión tensa. No notó que Jonathan sacudía la cabeza con reprobación.

—Sí —dijo, y le temblaba la mano mientras servía la bebida. Jonathan miraba con indiferencia.

—¿Sabe, Jonas? —dijo—. No le reprocharía a Prissy en lo más mínimo si le pusiera arsénico aunque… ¿cómo lo conseguiría?

El viejo estaba atento a la maniobra de servir el whisky, fingiendo sumo interés.

—¿Cómo? —preguntó.

—Ya me ha oído. Usted sabe que el arsénico no es fácil de conseguir, aunque se usa en los jardines contra los insectos. No el puro, naturalmente. Para conseguir el puro hay que comprarlo en una farmacia y firmar, así lo manda la ley. De modo que ¿cómo podría conseguirlo Prissy sin que sospecharan de ella? —Jon se sentó y dedicó una dulce sonrisa al viejo—. Tal vez usted pueda decírnoslo, Jonas.

La cara del viejo parecía angelical en su infantil desconcierto.

—¿Eh? ¿Otra de tus bromas, Jon? De mal gusto, realmente.

Jonathan se recostó en su silla y se puso a observar el techo.

—Naturalmente, se podría inventar el cuento de que se necesita para las ratas, o enviar alguien a buscarlo a otro pueblo, con nombre y dirección falsos. Prissy, ¿has conspirado con Jack, el jardinero-cochero?

—¡Jon! ¿Qué estás diciendo? —la pobre Priscilla, con la botella en la mano, miró a Jonathan con terror.

—Simplemente especulando, Prissy, soy un gran especulador. Además soy curioso. Jonas, ¿qué le parece?

—Yo no envenenaría ni a un gato —dijo Jonas con voz triste y temblorosa. Tomó su vaso de la mano de Priscilla haciendo una cortés inclinación de cabeza como agradecimiento—. Yo amo todo lo que vive.

—¡Oh, estoy seguro de que es así, tiene una reputación firme en ese sentido, Jonas! Prissy, ¿me sirves otra copa de esa misma botella, querida, y nos dejas solos un minuto? Todavía estoy preocupado por la salud de Jonas y quisiera hacerle unas cuantas preguntas.

Priscilla se había puesto muy pálida y Jonathan vio cómo le temblaban las manos. Cuando su mirada se cruzó con la de él, Jonathan le hizo un guiño muy pronunciado y por primera vez se dibujó en su boca una leve sonrisa. Los dedos de él rozaron los de ella al entregarle el vaso, y los apretó hábilmente. Luego, con un murmullo, Priscilla abandonó la habitación caminando con aquella gracia que le era característica. Jonas la miraba en forma tal que Jonathan advirtió su amplia y suave sonrisa, su aire de indulgente adoración.

—Mi querida muchacha —dijo Jonas—. ¡Cómo ha alegrado mis días y ha traído nueva vida a un cuerpo viejo e indefenso!

—Apuesto a que sí —dijo Jonathan—. Pero ¿qué recibe Prissy en pago?

—Mi todo —dijo Jonas en tono profundo—. Mi todo. Mi adoración, mi protección, y por fin mi dinero.

—Muy bien. Me encantan los matrimonios como éste, son tan escasos. Prissy será todavía joven cuando usted se haya juntado con sus antepasados, Jonas. Debería sentirse satisfecho de saber que ella podrá disfrutar de su dinero por muchísimo tiempo, aunque sin la alegría de contar con su presencia, naturalmente.

Una mirada oscura y desagradable brilló en los ojos del anciano, y Jonathan vio reflejado en ella su espíritu, traicionero y mentiroso, pero en seguida la ocultó tras un velo de benignidad.

—Ah, sí —suspiró—. Pensar en eso es una de mis mayores satisfacciones.

—Realmente le quiero —dijo Jonathan—. En un mundo tan ruin usted es una brillante luz de virtud, Jonas. Una luz de paz y buena voluntad para los hombres, inmaculada, tierna, confiada, generosa. Y sobre todo inocente. Ahora que estamos solos, Jonas, dígame una cosa. ¿Dónde consiguió el arsénico?

Jonas lo miró con una sonrisa cargada de odio.

—Por favor, Jon, no bromees con cosas tan serias.

—No estoy bromeando, se lo aseguro, Jonas. Deje por una vez de ser tan beato. Soy médico, ¿lo recuerda? No tengo más que hacer algunas averiguaciones aquí o en otras ciudades del Estado, y consigo en seguida la información que necesito. Me tomará un poco de tiempo, unas pocas descripciones y un poquito de presión, pero la conseguiré. ¿Me comprende?

—Claro, Jon —dijo sonriendo—. Si alguien compró algún arsénico en alguna parte…

—No fue Prissy. Ya he hablado de eso. ¿Qué pasa? ¿Se siente mal? —preguntó Jonathan levantándose con fingido gesto de alarma.

Jonas le hizo una seña con la mano, sacó de su bolsillo un pañuelo de hilo y se lo pasó por su cara blanda que había dejado de ser rosada.

—No, no me pasa nada, Jon, sólo un poco de insolación, supongo. —La respiración era ahora sinceramente ronca—. No sé de qué estás hablando, Jon. ¿A qué viene todo eso del arsénico? Yo no fui envenenado.

—De modo que no. Sé que ocasionalmente menciona eso. Le tenemos registrado por indigestión aguda y con el hígado un poco afectado. Hice subrayar bien eso en su tarjeta —dijo sin dejar de sonreír—. A menos, naturalmente, que desee que se sepa que quiso envenenarse porque ya no podía soportar más la perversidad de este viejo mundo o algo parecido, y se tomó el arsénico en un ataque de noble desesperación.

—¡He pensado hacerlo! —La voz de Jonas sonaba trémula y llena de una musicalidad dolorida—. ¡He pensado hacerlo!

—Bueno, todos lo pensamos en alguna ocasión. Solamente los estúpidos no piensan nunca en el suicidio. Pero que no vuelva a ocurrírsele, Jonas, viejito querido. Trate de gozar de la vida.

Jonas estaba muy conmovido y miraba a Jonathan con gratitud.

—Querido muchacho, ¡qué consuelo eres para una pobre alma vieja!

—Claro que lo soy. No voy a mencionar una palabra de esta conversación, pobre amigo, a menos que sea absolutamente necesario, espero que no lo sea nunca.

—No sucederá, Jon, te doy mi palabra. Después de todo, no parecería muy apropiado que dijera que mi médico insinuó que me había envenenado, ¿no es así?

—Ah, para entonces ya tendría pruebas —dijo Jonathan con un gesto vivo—. Nombres, fechas, descripciones. ¿Se imagina cómo se reiría la gente?

Jonas bebía lenta y pensativamente.

—Jon —dijo limpiándose los labios— no creo que ames verdaderamente, ¿no es así?

—Puede estar seguro —dijo Jon afablemente.

Jonas lanzó un suspiro.

—He pasado mi vida entera dedicado a la humanidad, alimentando, ofreciendo, consolando…

—Bueno, puede hacerlo de nuevo. Envíeme cinco mil dólares por cheque, mañana, para ese hospital para tuberculosos que hemos proyectado.

Sus miradas se cruzaron: la de Jonathan divertida y dura, la del anciano, maligna.

—Cinco mil dólares —repitió Jonathan—. No lo extienda a mi nombre, sino al del Hospital de Hambledon para tuberculosos. ¡Vaya! ¡Pondremos una placa en el muro con su nombre, querido amigo! «Donación de Jonas Witherby, Fundador», en el lugar más visible, como es natural. Tal vez la hagamos con un bajorrelieve suyo, con esos hermosos rasgos patricios y su benévola sonrisa. ¿No le parece una hermosa idea?

Una lágrima humedeció los ojos de Jonas mientras reflexionaba, pero… la maldad que lo iluminaba no disminuyó. Hizo un gesto afirmativo.

—Mañana, Jon. Te doy mi palabra.

—Bueno, y que no se hable más de envenenamientos, ni siquiera por indirectas, querido amigo.

Jonathan saludó amigablemente y abandonó la habitación. Al salir al vestíbulo se encontró con la asustada Prissy.

—No te preocupes, me parece que le he frenado —murmuró besándole la mejilla.

Después de marcharse Jon, Jonas subió a su dormitorio con paso elástico, pidió un número a la Central con voz amable y zalamera. A los pocos instantes otra voz le contesto.

—¿Kenton? Habla Jonas Witherby. ¿Cuándo podemos tener una breve charla?

La aprensiva Priscilla, que todavía no se sentía segura a pesar de lo que le había dicho Jonathan, y que aquellos días sospechaba de todo, había seguido discretamente a su marido. Cuando éste hubo cerrado la puerta de su dormitorio, acercó el oído y escuchó.