Cuando Jonathan entró en su consultorio seis días más tarde se sintió contento, por Robert, al ver que todas las sillas en la sala de espera estaban ocupadas, unos cuantos pacientes estaban de pie en el vestíbulo exterior, y Robert trabajaba en la sala de examen. Entró en el consultorio y se encontró con Robert.
—Tenemos una muchedumbre, ¿ha sido siempre así? —preguntó éste.
—Sí. Muy bueno, ¿no le parece? La noticia de que no es usted casado y que es muy buen mozo debe haber corrido por ahí, pues estoy viendo que hay una buena cantidad de mamás muy bien vestidas ahí afuera, equipadas todas ellas, sin la menor duda, con hijas casaderas. También hay dos o tres señoritas. —Jonathan se quitó el sombrero y se enjugó la sudorosa frente—. Las cuatro, y todavía no ha empezado la oleada de la noche.
Robert tomó del lustroso escritorio una tarjeta escrita a máquina.
—Bueno, aquí tenemos a una joven señora que me interesa, una tal señora Edna Beamish. Hermosa y aparentemente con dinero. Insiste en verle solamente a usted. Hay indicios de que le pasa algo extraordinariamente malo.
—Nunca la he oído nombrar. —Jon tomó la tarjeta y leyó la dirección—. Kensington Terraces. Ése es uno de los pocos lugares en este pueblo que puede realmente llamarse casa de departamentos, unas cosas desagradables, precursoras del brillante futuro, cuando los hombres vivirán en hormigueros. Pero éste, hasta ahora, es un grupo de departamentos muy lindos y caros. He estado en uno de ellos, algo descabellado, rodeado de jardines, hum… Edna Beamish, veintidós años. ¿Tiene idea de lo que le pasa?
—No, para mí está muy bien. Tiene muy buen color, es muy bonita y elegante, y tiene una mirada alegre. Le dije que usted no toma nuevos pacientes, pero ella insiste en que ha oído hablar tanto de usted que no quiere ver a ningún otro. Véala, de todos modos, es posible que tenga la bolsa bien repleta. —Robert hizo una mueca—. Vale la pena verla, y por la forma en que actúa me parece que no se opondría demasiado si la invitara a pasar una buena noche.
Jonathan pasó a la sala de espera.
—¿La señora Beamish? —preguntó.
Una joven se levantó ágilmente. Iba ataviada con un vestido sencillo de seda pero evidentemente costoso que ceñía su físico y caía en una cascada de susurrantes pliegues sobre el piso. Llevaba un sombrero amplio haciendo juego, con rosas rojas, sus manos estaban enfundadas en guantes blancos y llevaba una sombrilla del mismo color del sombrero y el vestido. Sobre su seno firme reposaba un largo collar de amatistas engarzadas en oro, y las mismas joyas adornaban sus orejas.
El cabello rubio, abundante y muy bien peinado sobresalía del sombrero, la cara pequeña y traviesa, con grandes ojos castaños e impresionantes pestañas, y un hoyuelo en su mejilla rosada. Los ojos se fijaban seductoramente en Jonathan, recorriéndolo rápidamente de la cabeza a los pies. Suspiró y sonrió.
—Soy la señora Beamish —murmuró.
—No tomo nuevos pacientes, señora Beamish —le dijo Jonathan intrigado—. Ya se lo han dicho. Pero el doctor Morgan la verá. —«Linda figura para examinar» pensó.
Le hizo seña de que le precediera y ella se colocó a su lado con un suave susurro de sedas y envuelta en un perfume rico e incitante, que Jonathan apreció en todo su valor.
Una vez sola con él en el consultorio, se volvió, exhibió de nuevo el profundo hoyuelo de su mejilla, suspiró y sonrió.
—Oh, doctor —dijo con voz suave y acariciante— lo lamento mucho, pero no podía dirigirme a nadie más… después de todo lo que he oído. —Las pestañas se agitaron como polillas y echaron una tenue sombra sobre sus mejillas redondas—. Realmente no podía.
—Eso es una tontería —dijo Jonathan volviendo a inspeccionar su cuerpo—. El pueblo está lleno de buenos médicos y el doctor Morgan es uno de los mejores. Él mismo lo admite.
Ella se estremeció de gozo y con gesto de coquetería tocó a Jonathan en el brazo con la sombrilla, sacudiendo al mismo tiempo la cabeza.
—No, solamente usted, doctor. Me he enterado de que el doctor Morgan no está casado. —Dejó caer con modestia sus maravillosas pestañas.
—Oh —dijo Jonathan—. Yo tampoco. Le diré, de paso, que nunca tuve el placer de verla antes.
—Vivo en Hambledon desde hace pocos meses —dijo la joven agitando una pequeña mano enguantada y esparciendo así otra vez el perfume—. Tengo debilidad… en el pecho. Me dijeron en Scranton que el aire de aquí es bueno para esas cosas.
«Y el pecho es bastante bueno también», pensó Jonathan asintiendo.
—Eso es una tontería. Por supuesto, en Scranton hay más humo, pero no demasiado. ¿De modo que usted viene de Scranton?
—Sí, y no soy muy conocida allí tampoco, doctor. Verá, yo provengo de una modesta familia de clase obrera. Pobre, pero honesta. Hice una buena boda con un caballero de… de Chicago. Estaba de visita en Scranton, le gusté, y nos casamos.
—¿Pero a él le gusta más Hambledon?
Ella volvió a suspirar y su alegre cara adoptó una expresión triste.
—Soy viuda, señor.
—Lo lamento —dijo Jonathan. El suspiro de la dama era muy seductor.
—Una viuda solitaria —dijo la señora Beamish.
—¡Oh, eso sí que lo dudo! —dijo Jonathan galantemente.
Ella volvió a sacudir la cabeza y le ofreció una visión de perfil de sus pestañas y su nariz respingada. ¡Un equipaje muy atractivo! Jonathan estaba empezando a tener algunas ideas sobre la dama y dudaba ya de que fuera inconsolable y de que rechazara de plano la idea de una cena tranquila y en privado en algún sitio rociada con buen vino. Conocía el lugar apropiado, y lo conocía muy bien.
—Es muy difícil para una mujer sola poder relacionarse con gente adecuada en una ciudad extraña —dijo la señora Beamish con mirada compungida pero escudriñante.
Jonathan advirtió que su acento era vulgar e inculto, pero no estaba mal. No hay que despreciar la vulgaridad cuando proviene de una mujer bonita, al contrario.
—Bien —dijo mirando la tarjeta como si estuviera reflexionando— ya que usted insiste, señora Beamish… pero le advierto desde ahora que si su dolencia exige un tratamiento largo tendré que dejarla en manos del doctor Morgan.
—¡Qué amable es usted! —exclamó ella.
Robert apareció con un paciente y quedó sorprendido y complacido al ver a la señora Beamish.
—Yo examinaré a la señora Beamish —dijo Jonathan con voz grave guiñando un ojo a Robert—. Eso si usted no se opone, doctor. Después quedará en sus manos.
—Será un placer para mí —dijo Robert.
La muchacha sonrió con agrado y lanzó a Robert una mirada seductora. Jonathan abrió la puerta y la hizo entrar. Robert sacudió la cabeza y sonrió.
—Desnúdese, por favor —dijo Jonathan quitándose la chaqueta y poniéndose una bata blanca.
La señora Beamish inspeccionó con la vista la inmaculada habitación, con su mesa y el formidable despliegue de anaqueles llenos de instrumentos terribles. Parecía un poco acobardada.
—¿Desvestirme? —preguntó.
—Bueno, creo que sería difícil examinarla con ese vestido puesto y la ropa interior, ¿no le parece? —preguntó Jonathan con toda razón—. Voy a pasar a la otra sala de examen mientras usted se quita por lo menos el vestido y se afloja el sostén.
Cuando regresó, estaba más seductora que nunca, con un busto que valía bien por sí mismo, sin ayuda del sostén. «Sumamente atractiva», pensó Jonathan, sentándose a su lado y tomando una de sus pequeñas manos rollizas.
—Ahora, dígame qué le ocurre —le dijo—. ¿El pecho?
—Bueno, no, doctor —dijo ella bajando los ojos—. Tengo miedo de que sean molestias femeninas internas.
—Eso es lo que pasa generalmente —dijo Jonathan—. Nunca las he visto en otra parte. Ahora, querida, yo soy médico, y estoy seguro de que otros médicos la han revisado con anterioridad por una cosa u otra, de modo que dejaremos de lado la timidez por unos minutos y vamos a las preguntas.
Ella le sonrió con modestia y contestó las preguntas con bastante rapidez. Tenía dolores en el costado derecho muy frecuentemente, todos los meses.
—Probablemente se trate sólo de la ovulación —dijo Jonathan—. Con bastante frecuencia es un poco dolorosa.
¡Oh, pero aquel dolor era lacerante! La partía en dos. Gritaba, sí, gritaba. Todo le molestaba y duraba días enteros. No podía dormir, ni descansar, ni comer. Era algo temible. La cara se le desencajó y se puso pálida al decir todo eso.
«¿Quiste ovárico?», pensó Jonathan. Hizo más preguntas, que ella contestó en forma un tanto vaga. El conocimiento que tenía de su propia anatomía era un tanto esquemático y grotesco. Cuando él dijo «ovario», lo miró sin comprender.
—Sí —dijo Jonathan en tono de broma— es donde están los huevos.
—¿Huevos? ¡Doctor, yo no soy una gallina!
—No obstante, usted pone un huevo todos los meses, se lo aseguro. —Ella pareció ofenderse, pero él le dio una suave palmada en el sedoso muslo—. Ahora voy a examinarla. Acuéstese en esta mesa, por favor, y aquí están los estribos. Ponga los pies en ellos.
—¿Estribos?
—¿Nunca la han examinado antes en esta forma? —preguntó Jonathan.
—No. Siempre me examinaron nada más que el pecho.
—Bien, lo examinaremos también, después. No se ponga tan rígida. Acuéstese, así me gusta. Cúbrase con esta pequeña sábana, y levante los pies. No voy a lastimarla.
Pero ella miró con verdadero terror el dilatador, aunque estaba casi oculto con una servilleta, y apretó las rodillas.
—No le haré ningún daño —dijo Jonathan—. Quizá sea un poco incómodo, pero usted es ya una mujer y además ha estado casada.
Su voz divertida la calmó, y soportó el largo examen con una o dos muecas nada más. Después de pasar la primera vergüenza pareció perder su timidez y concentró su atención en el instrumento, sin importarle más la minuciosa observación de Jonathan.
—Muy bien —dijo él después de cinco minutos—. Puede sentarse ahora.
Llevó el instrumento a la pileta a la espera de su esterilización. La muchacha se sentó, arregló la sábana con mucho cuidado sobre sus piernas y Jonathan se le acercó de nuevo sonriente.
—Tengo buenas noticias para usted —le dijo— aunque es triste que su marido no viva para escucharlas. Está embarazada de casi tres meses.
—¡Oh! —gritó la señora Beamish echándose sobre la mesa y llorando—. ¡Oh! ¡Oh, pobre Ernest! ¡No haberlo sabido tanto como deseaba tener un hijo! Murió hace dos meses, doctor.
—Muy infortunado —dijo Jonathan sintiéndolo realmente, tanto por el finado señor Beamish como por él mismo—. Bueno, ahora tiene que cuidarse lo mejor que pueda, descansar tanto como le sea posible, tener valor y pasear tranquilamente todos los días. Le voy a dar un pequeño libro…
De repente, la señora Beamish dio paso a una oleada tras otra de lágrimas y torturados gritos, tan fuertes que los que estaban en la sala de espera los podían escuchar. Mientras Jonathan, apabullado e inmóvil, la miraba completamente asombrado, ella se revolcaba sobre la mesa, aullando.
—¡Doctor, por favor, por favor! ¡Oh, doctor, me está matando! ¡Oh! ¡Oh!
Se oyó un fuerte golpe sobre la puerta que Jonathan no oyó, petrificado como estaba por los gritos, y en seguida entró Robert muy agitado. Miró a la muchacha convulsionada y medio desnuda sobre la mesa, y luego a Jonathan.
—¿Qué diablos le pasa? —preguntó.
—Histérica —dijo Jonathan reaccionando al fin—. Es viuda y está embarazada, legítimamente, presumo. ¡Bueno! —gritó dirigiéndose a la señora Beamish—. ¡Ya basta!
—¡Dios mío! Se la puede oír desde la calle —dijo Robert impresionado.
Jonathan abofeteó a la muchacha y ella se detuvo de inmediato. Las lágrimas le corrían por la cara y miró a Robert con gesto suplicante.
—Me ha dolido horriblemente —dijo sollozando—. Me ha hecho mucho daño. Yo no sabía que sería tan doloroso.
—Tonterías —dijo Jonathan—. No se le ha escapado ni un sollozo. Vamos, ahora vístase. —Y dirigiéndose a Robert, dijo—: El pélvico común. Un ejemplar robusto.
Robert miró a la muchacha frunciendo las cejas.
—Me parece que es mejor que me la deje a mí —dijo. La muchacha estaba vistiéndose a toda prisa. Lloraba suavemente y con un ligero temblor. No se puso ni el sombrero ni los guantes y salió corriendo de la sala de examen, elevando la voz en sollozos fuertes y tambaleándose. Pasó como una exhalación junto a la asombrada solterona sentada ante la máquina de escribir y los espantados y curiosos pacientes, exclamando al llegar a la puerta:
—¡Casi me mata! ¡Y dijo que no me haría daño! —gritó, y se lanzó afuera.
—¡Por amor de Dios! ¿Qué significa todo esto?
Jonathan se encogió de hombros.
—Las tenemos de todas clases —dijo—. Pienso simplemente que se ha trastornado al saber que está embarazada, dado que el marido murió recientemente. Se calmará y volverá dentro de una semana o dos. —Oyó un carruaje que se acercaba y miró por la ventana—. Tiene también un hermoso vehículo —agregó—. Hermoso par de yeguas.
Robert estaba inquieto.
—¿No la había visto nunca antes? —preguntó—. ¿Dónde ha estado escondida?
Jonathan le explicó lo que sabía.
—De todas formas no me gusta nada —dijo Robert turbado—. Si va a ver a otro médico chillando en esa forma, va a arruinar su reputación.
—No hay nada que pueda arruinar más mi reputación —dijo Jonathan echándose a reír—. No. Va a volver, aunque no sea más que para mirarle a usted.
Pero la señora Beamish no volvió y, al cabo de pocos días, los dos jóvenes médicos la olvidaron completamente. Pero no la olvidaron ni la madura solterona ni los otros pacientes que presenciaron la escena, que resultó muy dramática para individuos que, como ellos, llevaban una vida aburrida y en la que no ocurría nada. Los chismes corrieron por la ciudad.
Marjorie Ferrier leyó todos los recortes periodísticos que se referían a la exposición de su hijo Harald en Filadelfia, y casi lloraba de placer y tristeza a la vez.
—Maravilloso, querido —le dijo a Harald—. ¡Qué triunfo! ¡Estoy muy contenta de que te apreciaran tanto y vendieras tantos cuadros! Tenemos que enviar estos recortes a los diarios locales.
—Tres mil dólares —dijo Harald—. No está mal, pero hubo coleccionistas de Nueva York, que conocen las nuevas tendencias que vendrán en pintura, y que me ofrecieron nada menos que cinco mil dólares por uno. ¡Cinco mil! Pero me negué.
—Pero ¿por qué?
Harald sonrió a su madre con sus hermosos ojos castaños.
—Lo guardé para ti. Quiero que lo conserves. Fue el único retrato, y uno de los pocos que he hecho.
Levantó una tela grande y quitó con cuidado las varias envolturas de arpillera que la cubrían, exponiéndola luego a la brillante luz del mes de junio que entraba en la sala de estar.
Era un retrato de Jenny Heger, pero daba una impresión de frialdad, de abandono, de fe perdida. Era un cuadro que, lleno de vitalidad y de pasión, parecía transferir la emoción de la muchacha al espectador.
—Ah —dijo Marjorie, haciendo gestos—. ¡Muy hermoso! ¡Y qué… terrible! ¡Cómo has captado a la pobre Jenny! ¿Cuándo posó para ti, querido?
—Nunca. No necesité que posara, madre.
—No —dijo Marjorie mirando el cuadro, absorta y profundamente conmovida—. Supongo que no, Harald. No, creo que no. Es exactamente tal como es Jenny, y refleja tanto… yo bueno, debo confesar que nunca supe lo mucho que tú… —Se detuvo.
—¿Lo mucho que entiendo a Jenny y cuánto me preocupo por ella? —Harald sonrió alegremente, pero su mirada era ambigua—. Creí que lo sabías. Sea como sea, el cuadro es tuyo, madre, porque quieres tanto a Jenny. Quiero que lo tengas.
«Voy a colocarlo en la sala», pensó Marjorie, pero en seguida la asaltó un pensamiento molesto: Jonathan no tenía que ver jamás el retrato que su hermano había hecho a Jenny. Marjorie hubiera querido echarse a llorar. Vio cómo Harald apoyaba el cuadro contra la pared de la sala de estar y observó sus movimientos lentos, absortos. Vio cómo se apartaba del cuadro y lo miraba, con la cabeza inclinada como si se hubiera olvidado de su madre.
—La he visto tantas veces con esa misma expresión —dijo Harald sin dejar de darle la espalda—. Ha llevado una vida miserable, la pobre Jenny, es como una reclusa, y apenas tiene veinte años. Eso fue lo que hizo Pete, y después Myrtle no se preocupó por ella, a pesar del gran amor que sentía por su madre. Myrtle era incapaz de sensaciones fuertes, ya fueran emociones o cariño. Aceptaba el afecto de todos, graciosa y amablemente, lo apreciaba y era afectuosa a su vez. Pero amor, no. No era muy inteligente, pero tenía una forma especial de ser amable, yo la quería muchísimo, realmente la quería. Quise que hiciera algo en favor de Jenny, que la mandara fuera por su propio bien, que se encontrara con gente de su misma edad, que la obligara a vestirse mejor y realmente trató de hacerlo con suave persuasión.
Harald soltó una carcajada.
—¡Si le hubiera sugerido que se ahorcara, la muchacha no habría sentido tanto horror! «No», le dijo. Tenía que quedarse para cuidar a mamá, vigilar el castillo de papá y sus canteros de rosas. Particularmente sus canteros de rosas. He visto mujeres poseídas por hombres, por las joyas, por el placer y el vicio, por todas las pasiones, ¡pero jamás he visto a nadie poseído por canteros de rosas! ¿Y tú?
—No —dijo Marjorie sintiendo más ganas de llorar que nunca—. Tal vez el jardín de rosas significa algo, o alguien desmesuradamente querido para Jenny. A ella la obsesiona.
—Pete, probablemente —dijo Harald—. ¡Qué grosera bestia gorda era ese tipo! Y bruto en todo, menos para su estúpido castillo. —Se volvió hacia su madre con el rostro serio, lleno de color y atractivo—. Te lo he preguntado antes. ¿No puedes hablar con Jenny referente a mí?
—No, querido, no puedo, ya te lo he dicho antes. —Marjorie sacudió la cabeza y miró a su hijo con pasión—. Harald, querido, es mejor que busques por otro lado.
—No quiero a nadie más que a Jenny, madre, y nunca querré a nadie más. No soy muy joven, pues ya tengo treinta y tres años. Es una edad bastante buena para saber lo que se quiere. —Se sentó a lado de Marjorie, tomó un sorbo del coñac que tenía a su lado y la miró pensativo—. Acaba de ocurrírseme una cosa… hay algo que no me has dicho. Estás demasiado segura de que Jenny no se reconciliará nunca conmigo ni me tendrá en cuenta.
Marjorie vaciló.
—Tal vez —dijo— haya algún otro hombre. Jenny no me lo ha dicho, pero hay algo… algo en ella que me hace sentir que hay, ciertamente, alguien más.
—No es posible. Jenny nunca va a ninguna parte ni se ve con nadie, y no ha visto ni a media docena de hombres en otros tantos años. Y en cuanto a jóvenes, sólo uno o dos. —Harald sonrió confiadamente—. Es otra cosa, el recuerdo de Pete.
Marjorie seguía silenciosa. Las finas cejas de Harald cayeron sobre sus ojos mientras escudriñaba a su madre y sus sospechas tomaban más cuerpo.
—Madre, ¿tienes alguna idea?
—Jenny no me ha dicho nunca ni una palabra al respecto.
—Eso no es exactamente lo que te he preguntado, querida. Te he preguntado si tienes alguna idea.
—Yo no soy capaz de leer la mente, Harald.
—No, pero estás eludiendo la cuestión —dijo sonriéndole con afecto.
—Harald, no puedo hacer conjeturas sin tener un conocimiento absoluto, y Jenny no ha…
—Nunca te ha dicho nada, ya lo sé. No la has visto en ninguna parte, con ninguna otra persona, ¿es así?
Marjorie volvió a mirar el cuadro.
—Estuvo en los actos de celebración del Cuatro de Julio conmigo, Jon, el doctor Morgan —muchacho tan simpático— los Kitchener y la señora Morgan.
—¡Ésa sí que debió ser una reunión animada! Los Kitchener son algo así como suaves rollos de pechuga de pollo cocinados a la crema, y casi tan picantes. La señora Morgan según he oído decir es una arpía, y el joven doctor Morgan es muy inocuo, con todo ese encanto juvenil que tiene. Nuestra Jenny, que constantemente lee los Pensamientos de Pascal, Moliere, Walter Peter, San Agustín y sabe Dios a cuántos más, no puede estar interesada por el doctor Morgan.
—Creo que él quedó encantado con ella —dijo Marjorie, contenta de que un nombre no hubiera sido mencionado por Harald—. La miraba como embrujado durante toda la comida del pollo frito, la cerveza, la torta de chocolate y el té helado, para no hablar de la ensalada de papas, los rollos calientes y las cebollas verdes. Parece un joven sencillo con un apetito excelente, aunque apenas probó bocado, y cuando los dedos le quedaron recubiertos de chocolate se los chupó sin dejar de mirar a Jenny, extasiado.
Harald se reía, representándose vívidamente el cuadro.
—¿Y cuál fue la respuesta de nuestra Señora de Shalott?
—Bueno, tú sabes lo desafecta y espiritual que es Jenny, y lo poco que aprecia su propia belleza, si es que siquiera la conoce, estuvo ruborizándose todo el tiempo. Me temo que Robert la hizo sentirse inquieta.
Harald dejó de reírse.
—Cuando un hombre hace que una mujer se sienta inquieta, aun cuando se esté chupando el chocolate de los dedos o sujetando el pollo frito, entonces la cosa es seria. La inquietud puede convertirse en interés y el interés en algo más fuerte. ¿Le ha visto con frecuencia antes?
—Realmente no lo sé, querido. Tú sabes que Jenny viene al pueblo una o dos veces por semana en esa deplorable bicicleta, cuando podría tener una berlina propia o alquilar un coche, y es posible que se haya encontrado con Robert por la calle, en cualquier lugar, o en una tienda. Él anda en busca de un espejo especial que quiere su madre y algunos cuadros viejos, preferiblemente de Londres bajo una lluvia con niebla. Ése es el gusto de la señora Morgan.
Harald no se sentía contento. Tenía la frente contraída y reflexionaba.
—Es justamente el tipo de cordero color oro rojizo que puede despertar los instintos maternales de una mujer. Esos hombres terminan llevando cintitas azules en el pelo, que eventualmente les ha colocado mamá.
—No es tan suave, ni débil, ni falto de masculinidad, Harald. Da impresión de virilidad, de gran terquedad y de otras cualidades varoniles. Le invité por mediación de Maude Kitchener, que estaba tan extasiada por Robert como Robert por Jenny.
—¿Y por quién crees que estaba extasiada Jenny?
La pregunta, aguda y repentina, afectó a Marjorie desagradablemente.
—Puedes estar seguro de que no lo sé, querido —dijo— tal como te he dicho antes. Es sencillamente un… leve presentimiento que tengo. Pero ¿podrías tú realmente imaginarte a Jenny tan extasiada por alguien hasta el punto que la haga estar presente en cuerpo pero alejada en espíritu, soñando?
—¡Claro que sí! —dijo Harald en el mismo tono agudo—. ¡Claro que sí! Es de esa clase de gente. Ahora que lo mencionas, la he visto en ese estado de ausencia, mirando el vacío, durante casi una hora. Me recuerda ese tonto poema antiguo: «Una mujer soñando con su amante demonio». La cuestión es ésta, ¿quién es el demonio?
—¿Tenemos realmente necesidad de estar hablando tanto de la pobre Jenny? —preguntó Marjorie suspirando.
—Madre —dijo Harald— ella es lo único que llena mi pensamiento la mayor parte del tiempo. —Se sentó cerca de su madre y, aun cuando se parecía enormemente a Jonathan en su aspecto de contención y control de sí mismo, en aquel instante daba una impresión de apremio—. No puedo seguir tratando de que Jenny cambie de opinión sobre mí por más tiempo. Tengo que hacer que se dé cuenta… bueno, de que la amo y la necesito. ¡Se lo he dicho docenas de veces! Parece, como si no le penetrara en la mente, es por eso que pienso que tal vez tú podrías ayudarme, decir una palabra…
—Harald, no puedo. Tú sabes que nunca me entrometo y que no soy buena para hacer insinuaciones, de modo que no querría ofender a Jenny haciéndola creer que me meto en sus cosas. —Se mordió el labio—. Es posible que sepamos algo bastante pronto, si es que hay algo que saber.
—Y entonces será demasiado tarde para mí. Me estás ocultando algo, ¿no es así?
—Has estado en tu casa tres días, ¿verdad, Harald? Has visto a Jenny. Le has mostrado esos recortes.
En ese momento Marjorie vio a Jonathan reflejado fielmente en Harald por primera vez, concentrado y disgustado por su intento de cambiar de tema.
—La he visto —dijo con la voz áspera e impaciente de Jonathan—. La he hablado. Es como si hubiera hablado con una estatua, pero una estatua que me ve como algo particularmente repugnante, si es que una estatua puede sentir algo. ¿Mostrarle yo los recortes? ¡Me los hubiera arrojado a la cara! ¿Y qué demonios le he hecho yo para merecer todo ese odio?
—¿No se te ha ocurrido pensar nunca, Harald, que una jovencita como Jenny puede encontrar un poco… bueno, repulsivo, pensar en casarse con un hombre que haya estado casado con su madre?
—No en ese caso. Le dije francamente después de la muerte de Myrtle que, ¿cuál es ese delicado eufemismo?, no habíamos vivido juntos como «marido y mujer», aunque ostensiblemente ocupáramos la misma cama.
Marjorie no supo si reírse con todas sus ganas o expresar horror. Con los ojos bien abiertos miró a su hijo.
—¡Por Dios que no lo sabía! Cómo… esto es muy confuso. ¿Por qué demonios os casasteis, pues?
—Fue muy sencillo. —Harald sonreía ahora—. Yo necesitaba dinero y Myrtle necesitaba un hombre adulador, atento, con quien poder viajar y a quien poder exhibir, y que fuera además atractivo para que las demás mujeres le envidiaran. No podía viajar con Jenny. Después de todo, hasta una mujer con tan poca imaginación como Myrtle vería que Jenny era un poco tosca para llevarla en sus viajes, y menos estando en compañía de otras personas. Myrtle era considerablemente mayor que Pete. Tenía cerca de cuarenta años cuando nació Jenny. Era una de esas mujeres simpáticas, inofensivas, agradables, llenas de afabilidad, que hombres como Pete, pequeña bestia barullera, ofensiva y resuelta, adoran. Vino una hija y fue bastante para que Myrtle considerara que ya había cumplido en materia de amor, decía que amaba el arte y quiso ser un apoyo para mi arte. Necesitaba una compañía atractiva y ahí estuve yo. Además, me quería y yo la quería a ella, no me parecía que hubiera nada repudiable. Su testamento me produjo una verdadera impresión, lo confieso, dadas las circunstancias.
Marjorie se sentía fascinada.
—¿Y qué dijo Jenny de todo eso, cuando se lo contaste?
—Me parece que quiso matarme, y te juro por mi vida que no sé por qué. ¿Lo sabes tú?
—Claro. Pensó que te habías casado con su madre por dinero.
—Y bien, lo hice. Pero la cosa no fue tan cruda como ella la ve.
Los ojos de Marjorie brillaban de regocijo.
—Sabes, Harald, te parecerá increíble, pero a veces eres tan cerrado como Jon. No con mucha frecuencia, pues sabes muchísimo más sobre la gente que él y nunca te sorprenden ni te aturden como a él. Pero aun así, fuiste un poco ingenuo al contarle todo eso a Jenny.
—No lo creo. Ella es de las que dicen las cosas a la cara, y así fui yo también. Por naturaleza no soy en absoluto tan brusco, de modo que, por favor, no me compares con Jon. Es como una apisonadora, y se arroja contra todo individuo que, según él, no sea lo bastante franco y sincero o que, simplemente, tenga las pequeñas debilidades humanas que todo el mundo naturalmente tiene, menos él. Por eso su… dificultad… fue peor de lo que debió ser. Todo lo que tenía que haber hecho en el tribunal era defenderse de manera respetuosa, amable, modesta y sincera, con un ojo puesto sobre el juez para impresionarlo con su impoluta naturaleza dulce, y también sobre el jurado. En lugar de hacer eso, procedió a dar muestras de desprecio hacia todos ellos, como si los considerara muy por debajo de la condición de humanos por haberse atrevido a creerle capaz de que le había… hecho aquello a Mavis. ¡Estaba enfurecido contra ellos! Le falta fineza, habilidad, para deslizarse entre los bordes ásperos. Le falta diplomacia.
—Sí, ya lo sé —dijo Marjorie—. Jon ha sido siempre así desde la infancia.
—No puedes andar por este mundo diciendo siempre la verdad —dijo Harald—. Es una mala costumbre muy desgraciada y se merece todos los golpes que le dan, toda la infamia y el odio. Además, ¿en qué se basa Jon para creer que todo lo que él piensa de la gente es la pura verdad? Por ejemplo, hace años, me llamó a mí «tocador de laúd…».
—¿Tocador de laúd…?
—Sí, un ocioso cantor de cantitos poéticos para divertir a las damas. Naturalmente es una manera de hablar, pero eso es lo que él creía de mí. Nunca tomó en serio mi pintura, por la sencilla razón de que el todopoderoso Jonathan nunca la comprendió ni quiso comprenderla. Para él yo era tan superficial como… Mavis, y prácticamente tan inútil como ella. No ser útil para la sociedad es, según él, un pecado capital, uno de los peores. Yo me paseaba por las orillas del mugriento y laborioso mundo, me reía cuando debía estar seriamente solemne, vagaba cuando, según él, debía estar corriendo. Me faltaba «propósito», según decía. Él siempre estuvo reventando de propósitos hasta que se casó con Mavis, y luego empezó a andar perdido en una selva oscura, como Dante. Pero puedes estar segura de que, en el fondo, estaba hirviendo con su infernal propósito o tratando de recuperarlo. No podía vivir sin él.
—Sí, lo sé —dijo Marjorie.
—Nunca descubrió que el verdadero propósito de la vida, si es que hay uno, es gozar tanto como sea posible y experimentar tan pocos dolores como se pueda. Es un mundo muy interesante y hermoso, y a mí me gusta recorrerlo y pintarlo, tener mis propias impresiones de él y mezclarme con la gente, me gusta la gente y no puedo vivir sin ella, y beber, y cenar, y reír con ella. Es inofensivo, es divertido, y si se ha elaborado un plan para nosotros, creo que es puramente el de lograr el placer en un mundo hecho para el placer. Hay todas clases de seducciones, y Dios lo sabe.
—Y ésa ha sido la lucha entre tú y Jon. —Harald se agitó en la silla.
—En cierto modo, por lo menos fue lo que la originó. Además, Jon es dominante. ¿Sabías que cree que nunca te has ocupado de él en lo más mínimo y que toda tu devoción maternal ha estado centrada en mí? —dijo riéndose del asombro que se pintó en el rostro de su madre.
—¡Bueno, ya está bien, Harald!
—Sí, es así. Yo solía vigilarlo cuando éramos chicos, y me gustaba atormentarlo así. Él quería que todas las personas y todas las cosas giraran a su alrededor.
—Jon nunca se interesó por nadie más que por su padre.
—No lo creas, madre. Él se ocupaba mucho de las tiernas y pequeñas sensibilidades del pobre papá, pero tú eras el objeto de su verdadero afecto. Jon creía que no contaba con el tuyo, de modo que llegó a la conclusión de que no eras muy inteligente al no apreciar la fuente de oro que te ofrecía, y que contenía la sangre de su corazón o algo parecido. Tal vez fuera su cabeza.
Marjorie no acababa de creerle, y le sonrió con expresión de negación.
—Tal vez tú estés tan equivocado sobre Jon como él lo está sobre ti, querido. Siempre fuisteis incompatibles. Creo que los dos tratáis con mucho empeño de hallar algo tangible para poder contrariarse mutuamente, cuando es sólo cuestión de… de…
—«Yo no lo quiero, doctor Fell, aunque la razón no la sé».
—Exacto —dijo Marjorie—. No es cosa rara entre hermanos o cualquier otra persona.
Harald se levantó.
—¿Cuándo se va de Hambledon, con esa áspera lengua suya, para causar preocupaciones en alguna otra comunidad?
—Pienso que pronto, cuando el joven Robert esté bien establecido. Pero hay algo muy extraño, últimamente no ha hablado mucho del asunto.
Al decir esto, Marjorie miró a su hijo con sus ojos castaños, que se fueron oscureciendo y se volvieron más profundos y escudriñadores. Él, a su vez, perdió su expresión amable. Se acercó al retrato haciendo como que lo estudiaba.
—Desearía que se fuera muy pronto —dijo con tono indiferente—. Sería mejor para él, mucho mejor. Y mucho más seguro. Más seguro especialmente.
Marjorie permanecía en silencio y cuando Harald se volvió otra vez hacia ella su rostro mostraba dolor y todos los signos de una enorme fatiga.
—¿Entonces quieres decir que Hambledon le ha disuadido de sus propósitos? —dijo al cabo de unos instantes.
—No —le contestó Harald—. No he querido decir eso en absoluto. Me refería a Mavis.