Capítulo 21

Ambos doctores regresaban al consultorio.

—Burrows ilustra con exactitud lo que decía antes —dijo Jonathan—. Que sólo los que tienen seguridad financiera pueden sufrir incontrolablemente «dolencias psíquicas». Oh, los pobres tienen sus preocupaciones, pero dichas preocupaciones tienen que ver con el pan, la vivienda, la ropa y la supervivencia, cosas honestas. Si Burrows, después de la muerte de su mujer, hubiera tenido que exprimirse para pagar las cuentas de médicos, entierro, contratar una mujer que cuidara de varios chicos y después hubiera tenido que continuar, por afligido que estuviera, trabajando mucho para ganarse la vida, pronto hubiera estado si no reconciliado, por lo menos demasiado presionado, como para sufrir por la pérdida. Simplemente, habría carecido de tiempo. Pero como tenía dinero y había heredado muchísimo más, disponía del ocio necesario para dedicarse a su pena egoísta, y al diablo con su hija, y al diablo con todo lo demás, incluida su propia vida.

»Es algo extraño también, aquéllos que verdaderamente disfrutan de la vida son los que sudan trabajando para ganársela y tienen pocos ocios, pero los que trabajan poco y tienen mucho descanso, y no necesitan preocuparse pensando de dónde saldrá el próximo dólar, son los que por regla general, descubren que la vida es insoportable y que la alegría no existe. Son los individuos que gustan de la poesía lóbrega, las obras de arte sombrías y las filosofías desesperadas y revolucionarias.

»No fue el trabajador de Francia ni el granjero, el minero, o el artesano quienes originaron y mantuvieron después la Revolución Francesa de 1795. No fueron los hambrientos, fueron los ociosos, los inquietos y descontentos, los envidiosos y los aburridos, los hombres con los bolsillos llenos de francos oro, los educados y filósofos, para abreviar: los hombres que no tenían nada de qué preocuparse y de ese modo podían cobijar penas en sus almas. Welschmerz, para hablar de Alemania, es admirado únicamente por aquéllos que no tienen callos en las manos, que nunca conocieron un arado o una vela o una máquina, ni tomaron las riendas de un caballo de tiro. Karl Marx es el ejemplo típico de esta edad moderna. Habrá notado usted que sus más entusiastas seguidores son aquéllos que nunca se han ensuciado los rosados dedos en el trabajo honesto. Woodrow Wilson, profesor de jurisprudencia y economía política de la Universidad de Princeton, es célebre por sus filosofías revolucionarias y socialistas muy peculiares, y al único elemento del mundo al que se ha acercado es la tinta.

»Si yo pudiera hacer lo que quisiera, no permitiría nunca que fuera elegido ni para un puesto tan bajo como superintendente de basureros, y menos para enseñar en clase o escribir un libro, un hombre que no haya trabajado con sus manos, por necesidad, en el campo, en una fábrica o en una mina. Los que más alborotan sobre la “justicia para el trabajador” son los que más lo desprecian y fueron los abolicionistas del Norte, que nunca habían visto o empleado a un negro, quienes más vociferaron en pro del fin de la esclavitud. Esta gente gusta de eso que llaman “ideas”. Las ideas, según sostienen, no deben confundirse con algo que ellos designan como “asqueroso lucro”. Lastimaría su pureza.

—Sin embargo —dijo Robert— usted sintió compasión por Elvira.

—Siempre siento compasión por las víctimas de los hombres de ideas. Tengo que separarla de su eminente padre, quien es indudablemente el alma de la nobleza, y por lo tanto, de quien hay que desconfiar.

Robert rió y movió la cabeza.

—No le entiendo a usted.

—Usted no entiende a nadie, y nadie lo ha entendido nunca tampoco.

Parecía de excelente humor, y Robert, que ignoraba los acontecimientos que habían acaecido durante el agitado día anterior y la realidad de hoy, pensó que Jonathan era un hombre muy voluble cuyos estados de ánimo podían variar como las sombras de las nubes que pasan sobre las colinas. «Mercurial», pensó Robert, que nunca pudo ser acusado de tener un concepto enteramente original de nada.

A su vez Jonathan pensaba que Robert sería un excelente clínico y un cirujano cuidadoso y conservador, pero nunca sería capaz de concebir un método nuevo de tratamiento ni se atrevería a efectuar una operación única. Nunca sería un descuidado, pero tampoco sería un iniciado. Un buen hombre sano, este joven Robert, pero no un genio, ni un innovador, pensó. Salvaría las vidas de muchas personas con cuidado y devoción, pero nunca sería capaz de rescatar a un individuo a punto de morir, empleando la audacia. El sendero del medio es algo muy recomendable por muchas razones, pero nunca ha abierto un mundo nuevo, ni elevado los horizontes de los hombres, ni acercado las estrellas, y nunca ha considerado si existía una nueva dimensión para el hombre todavía no descubierta por los filósofos o los científicos.

La sala de espera estaba llena de gente cuando llegaron. Jonathan saludó con afecto a los viejos pacientes, y sonrió a los nuevos.

—Estamos de nuevo en movimiento —le dijo a Robert cuando entraron en el consultorio—. Es como en los viejos tiempos. ¡Escuche mis clichés! Se lo voy a dejar todo a usted y voy a hacer mi ronda en Sta. Hilda. —Y salió silbando.

Todo se ofrecía ahora a sus ojos fresco, nuevo e interesante. Los que le vieron en Sta. Hilda pensaron que nunca le habían visto con tan elevado estado de ánimo, ni siquiera antes de su boda con Mavis Eaton. Estaba verdaderamente afable, cosa muy rara, se le podía oír canturrear. Cuando se encontró con un joven ginecólogo, recién recibido, en el vestíbulo, le paró. Pero Philip Harrington habló primero.

—Jon, ¿puedo felicitarlo por la operación que le practicó a la joven señora Nolan? Me he enterado de que realizó un milagro. Sabrá usted que me negué a intervenirla después que supe lo que le hizo el viejo Schaeffer.

—Yo traté de librarme también —dijo Jonathan, mirando al doctor Harrington con expresión reflexiva—. Phil, usted no está casado, y ¿cuántos años tiene… treinta, treinta y uno? Sí. Recuerdo que una vez me dijo que nunca se casaría a menos que encontrara una mujer joven, hermosa y rica, con inteligencia e independencia, y que a la vez tuviera algunas ideas originales. ¿Estoy en lo cierto?

—Exacto —dijo el joven médico sonriendo. Era un hombre alto, un tanto carnudo y muy rubio, de cara alegre y modales simpáticos.

—Acabo de encontrar justo la muchacha indicada para usted —dijo Jonathan—. Viva como un rábano, sabrosa como un buen vino viejo, devota como Penélope, paciente como Griselda, inocente como un ángel, bonita como Venus, rica como la hija de Creso, no de carácter fuerte sino de principios, límpida como la miel, y con una figura que le haría crecer a un eunuco un segundo par de testículos. ¿Qué le parece esa combinación?

El doctor Harrington se echó a reír.

—¿Por qué no aprovecha todo eso usted mismo, Jon? —le preguntó.

Jonathan se golpeó el pecho con gesto dramático.

—Mi corazón está en otra parte —dijo—. Si no fuera así, galoparía alrededor de esa dama como un centauro, aunque le aseguro que no es una yegua.

El doctor Harrington le observó con curiosidad.

—¿De dónde saca usted la idea de que semejante belleza se fijaría en un médico pobre, que todavía paga las deudas pendientes de sus estudios?

—Ya se lo he dicho. Es una muchacha de muy elevados principios. Además, la idea del dinero no ha penetrado nunca en esa adorable cabeza. Conozco estas jóvenes espiritualizadas, a pesar de que se cree muy «moderna». Su padre es un estudioso eminente, y tiene más dinero de lo que él cree, o de lo que cree ella. Vaya a su casa disfrazado de caballero andante, y podrá ponerla en la grupa de su potro blanco en cuanto pronuncie la palabra. A ella le encanta servir, y aunque creo que esa palabra es una maldición, cuando la pronuncia Elvira, suena bien saliendo, como sale, de esos hermosos labios que nadie ha besado.

—¿Qué tiene ella de malo para que nadie la haya besado? —preguntó el doctor Harrington con gesto de sospecha.

—Devoción hacia sus padres, dedicación al «deber». Horrible, ¿no? Sin embargo, su madre murió hace poco, y papá tiene cuarenta y nueve años, de modo que inevitablemente volverá a casarse, y ¿cómo va a quedar entonces Elvira? No sólo sin recibir besos para siempre, sino también vir…

—¡Eh! —dijo el doctor Harrington mientras un par de enfermeras jóvenes pasaban por su lado—. Sujete la lengua.

—Alguien tiene que rescatar a Elvira —prosiguió Jonathan— y si no es usted, va a ser algún sinvergüenza, pues no tiene la menor idea de cómo son los hombres, ¿no le parece que tiene suerte? Prefiero verla en manos competentes y conscientes que la guíen amablemente al lecho nupcial y la instruyan en todo lo que una buena mujer debería saber.

—Conozco muy bien uno de los extremos de la mujer —dijo el doctor Harrington—. No estoy muy al día sobre el otro extremo, sólo soy un aficionado.

—Tiene usted bastante conocimiento para Elvira —dijo Jonathan—. Pensará que es un verdadero calavera, y le adorará por eso. Es el tipo de mujer que puede ser muy ardiente, ¿y no le parece que eso es maravilloso? ¿Y bien?

—¿Qué debo hacer para conocerla?

—Muy sencillo. Su padre sufría de parálisis histérica y afasia. Le curé con coñac en menos de media hora —el doctor Harrington no pudo contener un gesto de sorpresa—. Es la verdad —prosiguió Jonathan—. Su esposa vivió dedicada a él y a su hija, y usted habrá observado que cuando un hombre pierde una buena esposa se lanza en seguida a buscar otra que sea exactamente igual y por regla general llega a encontrarla. Mi conversación erudita y mi coñac le sacaron de la cama casi de inmediato, y me equivocaré lamentablemente si no se casa de nuevo dentro de seis meses, o si no está pensando en eso en este preciso momento. Es uno de esos tipos que dependen de otro y no pueden vivir sin una mujer amante. Si se casa antes de que Elvira esté comprometida o interesada, o cualquier otra cosa, la muchacha se sentirá abandonada y permanecerá solterona. Todo lo que tiene usted que hacer para conocer a Elvira, es caer por allí a visitar al padre en mi nombre, en mi querido nombre, para ver cómo andan las cosas.

—Soy ginecólogo, y a pesar de que me siento muy capaz para bailar unos cuantos chotis con Elvira, mucho me temo no poder hacer lo mismo con papá —dijo el doctor Harrington, ahora muy interesado—. ¿Pero cómo les explico por qué no fue su sustituto? ¿Cómo les explico siquiera mi presencia?

—No tiene usted la menor imaginación —dijo Jonathan meneando la cabeza—. No va allí como médico, lo hace por caridad cristiana, como amigo y emisario mío. Mi sustituto está demasiado ocupado como para atender llamadas casuales. Y de paso, le diré que no tiene que explicar en una primera visita, lo que realmente hace, pues entonces Elvira querrá conocer detalles, y se pondrá a buscar la palabra en un diccionario médico, y estoy seguro de que tiene uno. No hay nada capaz de hacer que una mujer se aparte de un hombre más rápido que cuando descubre que él conoce a fondo a las mujeres. Amorosamente, todo va bien, a las mujeres les encantan los libertinos. Pero clínicamente no. Empezará por sospechar que a un hombre así le falta ardor y en lo mejor del acto sexual pensará si ve sus órganos en forma objetiva, eso es la muerte del romance. Empiece por darle unos besos y un suave manoseo. Sólo entonces podrá admitir su criminal especialidad y asegurarle que usted antes es hombre que médico. Convénzala de que puede rugir tan bien por lo menos como un estibador, y que le falta tiempo para demostrárselo. No le va a ser difícil. Estas mujeres intelectuales pueden inflamar y satisfacer a un hombre, y no me refiero de modo intelectual.

—Usted lo plantea con elocuencia —dijo el doctor Harrington—. Me está incitando.

—Deje que sea Elvira la que le incite —dijo Jonathan—. Y a propósito, me dijo que no confiaba en los médicos, y tratará de convertirle en un adepto de la homeopatía, las comidas saludables y las «formas de la naturaleza». No se ponga a gruñir, por favor. Enséñele a Elvira que sólo hay una «forma de la naturaleza» en la que usted es un experto, y ella querrá que usted se lo demuestre, pero después de sonar las campanas de la boda, naturalmente. Pero usted tiene que ser imaginativo para incitar la imaginación de ella —¿no le parece?— con unas pocas palabras hábiles y unos cuantos toquecitos oportunos, y provocando esas traviesas sensaciones que hasta las muchachas más recatadas sienten.

—¡Apártate de mí, Satanás! —dijo Philip Harrington—. ¿Cuál es la dirección?

Después de cumplir con la meritoria obligación de remediar la aflicción de una mujer joven, Jonathan se fue por el pasillo. Cerca de la sala de descanso de los médicos se encontró con el doctor Louis Hedler.

—Bien, Louis —dijo Jonathan—. He visitado a la joven Hortense Nolan, progresa espléndidamente, y dentro de más o menos un año puede intentar tener de nuevo hijos. Pero, por el amor de Dios, haz que la atienda el joven Harrington, o alguien como él. ¿Qué te pasa? —agregó.

El doctor Hedler tenía un aspecto muy solemne y reflexivo.

—Entremos en la sala de descanso, Jon —dijo—. No hay nadie ahí ahora, y lo que tengo que decirte es privado.

Se sentó con aire de importancia y miró a Jonathan ominosamente. Jonathan conocía aquel gesto, Louis tenía algo que decirle que le resultaba personalmente desagradable, pero que al mismo tiempo le daría un placer. Qué malo es que un hombre agradecido, pensó Jonathan, no pueda seguir estando agradecido. Se sentó, alisó prolijamente la raya de sus pantalones y cruzó las piernas.

—Muy bien, Louis —dijo—. ¿Qué he hecho ahora que ha levantado el polvo del Olimpo?

—No has hecho nada malo, nada en absoluto, Jon. ¿No recuerdas que hace poco armaste un escándalo muy fuerte con motivo de que había cirujanos que realizaban operaciones cuando había más que sospechas de que tomaban drogas?

—Lo recuerdo. Ningún hombre que esté bajo la influencia de la heroína o la morfina, o cualquier otro derivado del opio, debe tocar siquiera un bisturí en ninguna circunstancia. Ni un hombre en esas condiciones debe aplicar ni siquiera la medicina más inocua, ni debe aceptarse de ningún modo un diagnóstico suyo. Este hospital no es un matadero. Sólo Dios sabe cuántos cirujanos así han cometido asesinatos, y de eso no hace mucho tiempo.

—Bueno, mira, Jon siempre he creído que eres demasiado áspero. Tienes ideas muy modernas sobre los peligros del vicio por parte de los médicos, que no comparto del todo. No se ha probado hasta ahora en forma definitiva que esas drogas sean dañinas o que puedan disminuir la conciencia de un hombre. Un médico está sometido a tensión la mayor parte del tiempo. Si toma algo que le alivie, hay pruebas de que esto no sólo le ayuda, sino que le beneficia. Estoy seguro de que algunos médicos de los que llamas «adictos», en mi opinión no han causado daño alguno y que los desgraciados acontecimientos ocurridos en los quirófanos aquí, en Sta. Hilda, y en el Friend’s hubieran ocurrido de cualquier modo incluso en manos de cirujanos que no tuvieran el vicio. Pero esta opinión ya la he expresado ante la Junta.

—No estoy de acuerdo contigo —dijo Jonathan rojo de rabia—. Investigué por mí mismo los dos últimos «desgraciados acontecimientos», eran operaciones simples y sin ninguna complicación. Las víctimas, sí, porque fueron víctimas de hombres incapacitados por las drogas, murieron sin necesidad. Trabajo actualmente con una gran comisión de médicos de todo Estados Unidos, para hacer que el Gobierno Federal proscriba la aplicación indiscriminada de narcóticos a los pacientes por parte de los médicos y para que prohíba que los médicos adictos practiquen cirugía o medicina hasta que estén curados.

—No creo que ni siquiera los políticos sean tan estúpidos como para sancionar una ley semejante —dijo Louis con una sonrisa indulgente—. En mi opinión esas drogas han dejado de ser más dañinas de lo que puedan serlo las aspirinas o el bicarbonato de soda. Yo nunca las he probado por mí mismo, pero tampoco tengo el vicio del alcohol. Miró significativamente a Jonathan que sonrió apenas.

—¿Así que se rumorea por ahí, entre otros muchos rumores, también que soy un borracho? ¿De dónde salió eso? ¿De mi querida Mavis?

—¡Jonathan! —exclamó Louis asustado—. ¿Cómo puedes hablar en forma tan despectiva de aquella adorable muchacha que fue tu infortunada esposa?

—Déjate de tonterías Louis, Mavis difundió ese rumor. Había algunas razones que lo justificaban, lo admito, pero nunca entré en un quirófano si había bebido alcohol en las seis horas anteriores y nunca bebo la noche antes de una operación, con excepción de un vaso de cerveza o un poco de vino. Bebo muy poco en reuniones sociales, y todo el mundo lo sabe. De modo que sólo Mavis pudo haber dicho por ahí que puedo darle a la botella como cualquier otro, si no tengo que enfrentarme después con responsabilidades. ¿Y no insinuarás tal vez que el alcohol, para un hombre que no sea un alcohólico, no es más peligroso que los narcóticos?

—Los considero a todos narcóticos —dijo Louis con un aire justicieramente pomposo.

—Considero que la gula también es un vicio —dijo Jonathan—. Todo lo excesivo es peligroso, pero las drogas componen una clase especial por sí mismas. No tienen límites propios. Un hombre que sea un tragón en la mesa, llega un momento en que no puede comer ya más, y un alcohólico cae en un sopor en que ya no puede hacer daño. Pero las drogas no son así. Cuanto más se toman, más se necesitan, el apetito aumenta, y eventualmente el hombre muere o se vuelve loco. Yo no engaño a nadie ni meto las narices en las cosas de mis semejantes sin que me llamen. Me ocupo de lo mío. Que un hombre se mate a sí mismo con comidas, mujeres, bebidas o drogas, si quiere. Eso es asunto suyo. Pero cuando se convierte en una amenaza para el inocente que se confía a sus manos en el quirófano, o en su consultorio, entonces ya no tiene nada que hacer allí, y es nuestro deber sacarlo de en medio. —Hizo una pausa—. Un hombre borracho es muy pronto descubierto por sus pacientes, y se le acaba la profesión, pero ¿quién es el lego que puede decir cuándo su médico está enfermo por las drogas, y es por lo tanto incompetente?

Louis frunció el ceño, y Jonathan prosiguió, con creciente furia.

—Un médico vicioso se engaña a sí mismo diciéndose que su vicio no es más que una agradable forma de aliviar su cansancio y que es inofensivo, por lo tanto receta libremente drogas a cualquier paciente con dolor de cabeza o de espalda, o un dolor en el alma o en el culo. Y el paciente tiene la libertad de que se le recete y vuelva a recetar indefinidamente, y también de darle la mercancía a otros. ¿No has leído las recientes advertencias, Louis? Cuatro de cada diez médicos son ahora viciosos, y por tanto, constituyen un desastre para sus pacientes. Tres de cada quince legos americanos son también viciosos. Éstos son hechos, Louis, hechos recogidos por médicos responsables y enviados a los senadores y congresistas adecuados en Washington, ¡no pasará demasiado tiempo antes de que se vote una Ley de Drogas Narcóticas, y puedes apostar a que será así!

Louis seguía sin abrir la boca. Jonathan se levantó, se metió las manos en los bolsillos y echó a andar por la habitación, pero a los pocos minutos se paró delante del viejo doctor.

—Louis, hemos tenido aquí pacientes, muchos pacientes, hombres y mujeres viciosos, adictos a las drogas recetadas por sus médicos. Has visto a algunos, muchísimos, cuando les hemos apartado de esas drogas letales. Algunos mueren en medio de convulsiones, todos sufren torturas. Tenemos que establecer un programa de supresión lenta, aun cuando su éxito no sea permanente. Los pobres diablos salen de aquí «curados», y a los pocos días vuelven otra vez a las droguerías con una nueva receta, extendida por un médico que se niega a enfrentarse con la verdad, o por un vicioso. ¿No has leído los nuevos artículos publicados por nuestras revistas médicas?

Louis se movía con inquietud.

—Hubo una cantidad de advertencias sobre la aspirina también. Tanto adultos como niños han tomado dosis excesivas y han muerto.

—¡Louis, por amor de Dios!, la aspirina no produce hábito, ni tampoco el que ingiere unas cuantas tabletas, aun cuando lo haga regularmente, necesita con desesperación aumentar la dosis. Puedes morir por una dosis excesiva de cualquier cosa, hasta de agua, y lo sabes bien. Pero el vicio no está simplemente en una dosis excesiva. Es un ansia, un apetito destructor, mortífero, que sólo se ve satisfecho tomando más y más, hasta que el hombre muere, o lo matan, o pierde la razón. Las autoridades legales están informando, alarmadas, de que el vicio de las drogas constituye una de las principales fuentes del delito. ¡Y tú me hablas de las aspirinas!

Louis sacó una cigarrera de plata gastada y encendió un cigarrillo lenta y cuidadosamente, sin mirar a Jonathan.

—Fuiste tú, Jon —dijo después que el cigarrillo estuvo bien encendido— quien insistió en que se le retiren los privilegios a seis de nuestros mejores cirujanos aquí, en Sta. Hilda, como también a diez de nuestros mejores médicos. Tenías todos los «hechos, las cifras y los datos». Impresionaste a la Junta, eras muy apasionado. Una mayoría estuvo de acuerdo contigo, y ellos fueron excluidos del personal. Ocho eran muy buenos amigos míos.

—Lamento eso, Louis, pero sólo hice lo que tenía que hacer. Yo apreciaba a esos hombres personalmente, pero el bienestar de sus pacientes era lo primero.

—No habrías sido quizás un virtuoso, Jonathan, si hubieras tenido algún amigo muy querido y apreciado entre ellos. Hubiera sido un caballo de otro color.

—No, Louis, no hubiera sido así. Las emociones privadas terminan donde empieza el bienestar público.

—Muy bien, estoy muy contento de oírte decir eso —dijo Louis Hedler, sonrió, y a Jonathan no le gustó aquella sonrisa. Louis se levantó—. Lamento tener que decirte esto: Tom Harper, uno de nuestros más inteligentes y respetados cirujanos, y uno de tus amigos más íntimos, creo que le has estado prestando dinero durante estos últimos años, es un «adicto a las drogas», como tú lo llamarías.

—¿Tom Harper? —Jonathan quedó atónito.

—El mismo. Lo pasó mal para poder salir de la Facultad de Medicina, ¿no es así? Su padre vendió la granja de familia para pagarle los estudios. La granja estaba hipotecada, ¿verdad?, de modo que el dinero que quedó de la venta no fue muy considerable. Tom tenía que trabajar muchas horas después de estudiar para pagar las diferencias de los aranceles. Sus padres murieron en la más extrema pobreza, desnutrición creo que fue. Pero Tom es uno de esos médicos de vocación que nunca podría haber sido otra cosa, y su familia lo sacrificó todo, hasta sus propias vidas. Cuando estaba estudiando cirugía se casó con una simpática muchacha, una de nuestras enfermeras. También ella trabajó para que siguiera adelante. Era una situación desesperada. Tom ya tenía treinta y seis años cuando se casaron, y todavía estaba aquí haciendo el internado. Entonces tuvieron hijos, una situación infortunada: cuatro hijos. Cabía pensar que un médico sería más cuidadoso. ¿Cuántos años tiene ahora? ¿Anda por los cuarenta y tantos? Sí, muy infortunado. Permíteme exhibirte las realidades de su «adicción», Jonathan, y los accidentes en la sala de operaciones. Tal vez encuentres en tu corazón la forma de ser más tolerante, como yo deseé ser tolerante con mis propios amigos íntimos.

Jonathan no podía creerlo, pero el viejo médico, gozoso e implacable, le hizo conocer las innegables y temibles realidades.

—Entra aquí —le dijo Jonathan a Tom Harper. Entraron en una sala de examen, con su mesa, un escritorio y dos sillas; sus brillantes luces; sus paredes, sin ventanas, pintadas de blanco, y sus vitrinas de instrumentos. El doctor Harper se sentó y Jonathan observó el rígido cuidado con que lo hizo. Jonathan cerró la puerta y echó la llave con cuidado.

—¿Qué es esto? —preguntó Tom—. ¿No quieres ser interrumpido?

—Así es —repuso Jonathan.

Se quedó de pie mirando atenta y firmemente a su amigo, su cuerpo largo y magro, las muñecas excepcionalmente delgadas dentro de los puños duros y blancos sujetos por unos gemelos baratos, los botines gastados pero bien lustrados, el traje barato, con una chaqueta anticuada, que no tenía menos de ocho años. Pero mucho más que en eso, se fijó en la cara huesuda y amarillenta, los surcos oscuros debajo de los ojos grises y claros, las arrugas alrededor de la boca y la extraña falta de brillo de sus cabellos castaño claro. Su nariz ascética aparecía desacostumbradamente afilada y puntiaguda y la boca aquélla, poco amable, que podía expresar simpatía, compasión y paciencia estaba exangüe. Lucía un pequeño bigote castaño con las puntas engomadas. Por alguna extraña razón aquello produjo en Jonathan una sensación punzante. Pero apretó la boca con un gesto de profunda preocupación y miró a su amigo severamente.

—No andaré con rodeos, Tom —dijo—. Sabes que formo parte de la Junta aquí. El viejo y querido Louis Hedler me ha dicho que tiene más que sospechas de que sacas morfina de las existencias, y como los médicos en cualquier forma tienen fácil acceso a las drogas, ya que no hay ley alguna todavía que obligue a registrarlas y controlarlas, esto para mí tiene un sólo significado. Dime si me equivoco.

La cara hundida de Tom Harper había empezado a sudar, aunque no hacía calor en la habitación, las gotas de sudor eran más grandes en la frente, como si fueran lágrimas. No dijo una palabra. Jonathan se le acercó entonces, le agarró la barbilla rudamente con la mano y le levantó la cara hacia la luz del techo. Se fijó en los ojos y vio las pupilas como las puntas de un alfiler. Al mirar las manos de Tom advirtió el temblor muscular. Después, ya enojado, agarró el brazo de Tom y levantando la manga de la chaqueta desabrochó el gemelo del puño gastado, aunque minuciosamente almidonado, levantó la manga, que estaba zurcida, y vio las marcas de la aguja. Dejó caer el brazo sin vida. El doctor Harper no había ofrecido la menor resistencia, se había vuelto fláccido.

—Hace una semana —dijo Jonathan mirando al otro médico lentamente y bajando con lentitud sus mangas, operaste a un anciano, a Finley, de cálculos en la vejiga. Es una operación mala, sangrienta, peligrosa, lo confieso, pero eres famoso por tus colecistectomías, Tom. Haces cosas que yo vacilaría en hacer y las haces con seguridad y éxito. No has perdido a ningún paciente todavía. La gente viene hasta de Filadelfia para que les operes. Te he visto actuar. El viejo Finley era un caso de rutina, cálculos sin inflamación ni complicaciones, y un campo operatorio bastante abierto, según me dijeron. Sin embargo, ligaste el conducto común, Tom, y a pesar de que te llamaron la atención con urgencia sobre los síntomas, dijiste que aquello no era «nada» y murió… Me han dicho que tomaste el caso con mucha indiferencia.

El doctor Harper se sujetó los gemelos escrupulosamente. Tenía la cabeza inclinada, las gotas de sudor le caían por las mejillas, una por una, y Jonathan creyó que hasta podía oírlas.

—El viejo Finley no ha sido el único, ¿no es así, Tom? Operaciones sencillas, no las que haces habitualmente, pero cuatro pacientes murieron el mes pasado. Louis insistió en que se hicieran autopsias, que no se acostumbran aquí. Ha sospechado de ti desde hace mucho tiempo, y en cada muerte han aparecido signos de descuido, estupidez e increíble torpeza. Louis no te quiere, Tom. Eres uno de los «nuestros» y por lo tanto están precavidos, y te vigilan, y tratan de descubrirte triunfalmente y hacerte caer en desgracia si es posible. Pero Louis, hay que reconocerlo, no permitirá que un cirujano opere cuando sospecha que tiene el vicio. El vicio de las drogas entre cirujanos y clínicos es común en estos días, y todos ellos dicen que es… inofensivo. Cuando hacían una chapuza, pero el paciente no moría, o se las arreglaban para salir bien a pesar de las drogas, Louis no solía decir nada. Los dejaba seguir. Pero ahora Louis ha trazado la línea. Tom, ¿no vas a decir nada?

El doctor Harper habló con una voz lejana, como si nada importara.

—Hice lo mejor que pude. No sé cómo sucedió. Ni siquiera sabía lo de las autopsias. Sospechaba, sí, sospechaba cómo había sido. Me advertí a mí mismo que no debía seguir operando. —Su voz se desvaneció como si estuviera infinitamente fatigado.

—Entonces, ¿por qué lo hiciste? —Jon estaba tan enfurecido como horrorizado, y a duras penas podía contenerse—. ¡Has asesinado a cinco personas inocentes! ¡Y, sin embargo, sigues operando! Eres un asesino, Tom. Si no cerráramos filas, estarías ya acusado de ineficacia por lo menos. Dime, ¿por qué lo hiciste, maldito seas? Conociendo tu vicio y falta de eficacia, además del peligro, ¿por qué lo hiciste?

—¿Revocarás mis privilegios? —El doctor Harper se enjugó el sudor y luego observó con mirada estúpida el dorso de su mano—. Tú no me harás eso, Jon. —Sacudía y volvía a sacudir la cabeza—. No me harás eso.

—Ante la terrible exasperación y el creciente horror de Jonathan, comenzó a llorar. Luego inclinó la cabeza sobre el pecho, y tartamudeó:

—No, no me lo harás, Jon. Están Thelma y mis cuatro hijos.

Jonathan se sentó en una silla y se metió violentamente las manos, que le temblaban, en los bolsillos.

—Tom, haré precisamente eso. Te acusaré, con Louis, y nunca volverás a operar, hasta que puedas darnos todas las seguridades de que has dejado de tomar las drogas. Y nunca verás el interior de ningún otro hospital.

El vapuleado médico continuaba llorando quedamente como si no oyera.

—No me harás eso, Jon. Necesito el dinero. Tengo cuarenta y seis años, y en los últimos seis meses he ganado cinco mil dólares. ¡Cinco mil dólares! Cuatro de ellos se me fueron en pagar deudas. Tengo seis operaciones programadas para la próxima semana. ¡Cien dólares por cada una… seiscientos dólares! Una fortuna. Necesito ese dinero, Jon —hablaba con una firmeza tranquila y desesperada.

—No las harás. No asesinarás a nadie más en este hospital, ni en ninguna otra parte.

Jon hablaba firmemente, pues su instinto le advertía que ni la rabia ni las amenazas podían conmover a aquel desgraciado, ya que algo que era muchísimo más terrible le destruía, algo que era aún más terrible que la morfina que él mismo se inyectaba.

—Escúchame, Tom, si es que puedes. Trata de fijarte en mí. ¡Mírame, maldito seas, y termina con ese ridículo llanto afeminado! Tom, soy tu amigo. Sé lo duro que todo ha sido para ti y para Thelma.

—No —dijo el doctor Harper—. No lo sabes, Jon. Mírame, Jon, me muero lentamente.

—¡No te creo!

—Es cierto. Tengo lo que llamas «la Bestia», Jon. Tengo cáncer gástrico.

—¿Quién te lo dijo?

La voz de Jon se hizo áspera, pues no quería creer en algo tan monstruoso.

—Jon yo también soy médico. Sabes cómo somos. Si sospechamos que algo anda mal en nosotros o tenemos algunos síntomas, somos los últimos en recibir asistencia médica, y, además, estamos demasiado ocupados. Además, sabemos todo lo que hay que saber, y eso nos convierte en unos cobardes. No es la ignorancia lo que nos hace cobardes, es el conocimiento. Empezó hace algunos meses. Durante muchísimo tiempo he sentido dolores epigástricos, y pensé «Oh, si no dejo de doparme tanto, voy a tener una úlcera», y entonces tomé los antiácidos habituales. Empecé a perder peso, y Thelma me dijo que trabajaba demasiado duro, lo que era cierto. Esas deudas, ¿sabes? Después, perdí el apetito y empecé a vomitar, y hará unos tres meses tuve ese famoso vómito como de café molido. Me examiné la sangre, encontré anemia y después descubrí sangre oculta en las heces. El cuadro clásico… nada vago. Mi madre murió de cáncer, tú lo sabes. Ahora no duermo mucho, excepto… —Hizo un movimiento vago con sus manos delgadas y temblorosas, y después las dejó caer sobre las rodillas—. Conoces el resultado final de eso, Jon.

—¿Tendrías inconveniente en que te examine?

Jon no podía creerlo todavía. Tom Harper se levantó silenciosamente y se quitó la ropa, y Jonathan quedó horrorizado al ver las costillas, que se destacaban claramente debajo de la piel. Las piernas eran solamente huesos cubiertos con una delgada capa de músculo y piel. Tom se acostó sobre la mesa de examen y Jonathan le revisó en silencio, haciendo preguntas sólo cuando eran necesarias.

—¡Por Dios, si al menos tuviéramos una máquina de rayos X aquí en el pueblo! —dijo en cierto momento.

—¿Y qué pasaría si la tuviéramos? Sólo sería interesante para los médicos, pero no para mí, Jon. ¿Qué te parece?

—Vístete.

Jonathan se lavó las manos minuciosamente sólo para tener algo que hacer y poder así tranquilizarse. Se las secó con una toalla limpia y se sentó cerca de su amigo.

—¿Supongo que ya sabrás que la metástasis llega hasta el hígado, a los nódulos linfáticos supraclaviculares y al peritoneo?

—Sí, lo sé. Como médico y como paciente… lo sé.

—¿Por qué diablos no viniste a verme unos meses antes?

—¿Para hacer que me dijeras la verdad?

—He visto dos operaciones raras, Tom… resecciones. Puedo hacerlas yo mismo. Colaboré en una no hace mucho tiempo en Nueva York.

—¿Cuánto tiempo sobrevivió el paciente después de eso? —preguntó Tom sonriendo con tristeza.

—Un año más de lo que hubiera sobrevivido sin la operación, pero hay otro que vive todavía, no en un estado de salud arrollador, pero está vivo todavía.

—Si fuera médico, ¿estaría capacitado para seguir ejerciendo?

—No. Francamente, no.

—Ya lo ves —dijo Tom—. No me hubiera valido de nada a pesar de que pudiera sobrevivir. ¿Qué puedo hacer sin la medicina? No estoy capacitado para hacer ninguna otra cosa, y existen además mis hijos y mi esposa. Bueno, ahora ya lo sabes. Puedo seguir adelante gracias a la morfina que disminuye los dolores. Ganaré el dinero suficiente para darle a Thelma un pequeño respiro. Hay cinco mil dólares en seguros de vida, todo lo que pude conseguir. Los chicos no tendrán una gran oportunidad, pero por lo menos tienen salud. Tengo que seguir andando, Jon, no puedo detenerme.

Jonathan miraba sus finos y brillantes zapatos mientras los balanceaba hacia atrás y hacia adelante. Frunció los labios como si estuviera silbando. Su aspecto parecía despreocupado, pero pensaba con rapidez. Tom Harper terminó de vestirse, se lavó mecánicamente las manos en el lavabo, y después lanzando un suspiro, se alisó con las manos húmedas la espesa cabellera.

—Tom —le dijo Jonathan— eres un hombre de campo. Viviste en la granja de tu padre hasta que ingresaste en la Facultad de Medicina, y hace unos doce o catorce años, él vendió la granja de modo que siguieras estudiando, ¿no? Pero conoces los trabajos del campo.

»Tengo tres granjas. Una de ellas tiene cien hectáreas. Tengo allí un empleado que vive solo en una casa. La casa es grande, tiene agua corriente, es cómoda y ha sido renovada. Es muy vieja, pero muy hermosa. La granja está equipada con medios de transporte, y hay trescientas cabezas de ganado, Holsteins. Mis toros han ganado una cantidad de premios y mis vacas también. La granja está perfectamente equipada, y me produce muy buenas entradas, incluso después de que el empleado deduzca su parte, que es muy generosa. Es un hombre excelente, con familia, y su casa no queda lejos del edificio principal. Hay una buena escuela a tres kilómetros de distancia. La carretera corre cerca de allí, y hay menos de una hora de viaje hasta Hambledon. La iglesia queda a poco más de un kilómetro. Campo ondulado.

»Quiero que vayas a vivir a la granja, Tom, y que lleves a Thelma, que también es del campo, y a tus cuatro hijos. Será una vida tranquila y saludable para todos, y te garantizo una cosa, que aseguraré con un contrato firmado, Thelma podrá ocupar esa casa durante toda su vida a menos que vuelva a casarse, y los chicos se quedarán con ella hasta que se vayan de modo definitivo para casarse o para seguir una carrera. Las ganancias de la granja, después de deducir la parte del empleado, quedan para ti mientras vivas y para Thelma mientras viva o hasta que vuelva a casarse, lo que dudo que haga. Y todo se hará como te digo.

»He observado casos de remisiones temporarias en lo que tú tienes, Tom. Una vida sin esfuerzos y con tranquilidad, y sabiendo que tus hijos cuentan con lo necesario, ya que Thelma podrá ahorrar de sus ingresos para su educación, tal vez prolongue tu vida por unos cuantos meses. Tendrás paz espiritual por encima de todas las cosas. Y además, Tom, haré los arreglos necesarios en los próximos días para pagar de mi peculio todos los gastos de la granja; y todas las mejoras, hasta la semilla y los fertilizantes; maquinaria nueva y todo lo demás. Tú no tendrás gastos de ninguna especie. Si Thelma muriera prematuramente, tus hijos vivirán allí en las mismas condiciones. Y ahora, ¿qué piensas de eso?

Tom no dijo una palabra. Se limitó a mirar a Jonathan con una expresión de torturada estupefacción, haciendo gestos pero sin decir nada. Tenía las manos entrelazadas y se las retorcía sin parar.

—Hay una pequeña aldea llamada Russeville en el camino, y el viejo doctor Jonás vive y ejerce allí, haciendo lo que puede, pero es un hombre bueno. Ocasionalmente, cuando te sientas lo suficientemente bien, puedes ayudarle, de vez en cuando. Nada de llamadas nocturnas, partos ni operaciones, por supuesto. Simples diagnósticos. Tú conoces las regiones agrícolas y a su gente.

»Tom, tu vicio de drogarte es provocado por tus dolores, y sé que sólo la morfina te puede dar un alivio. De modo que llévate una buena provisión, pero úsala sólo cuando sea necesario, pues sabes tan bien como yo que mientras a un enfermo de cáncer le sea posible vivir normalmente, aunque sea un poco nada más, es mejor mantener la dosis tan baja como le sea posible, pues más tarde nada podrá aliviarle los dolores, salvo la muerte. Y tenemos que mantenerla alejada tanto como nos sea posible por Thelma y por los chicos. En la granja, libre de tensiones y de la necesidad de trabajar como cirujano, verás cómo puedes mantener la dosis bastante baja durante mucho tiempo, y ahorrar sus verdaderos beneficios, para… el fin.

Se levantó, pero no pudo mirar a su amigo a la cara, le resultaba demasiado penoso.

—¿Quieres que se lo diga a Thelma, Tom? ¿Te parece que será mejor así? ¿O salimos ahora y se lo decimos juntos? Thelma es una mujer juiciosa.

—Jon… —dijo el doctor Harper en voz muy baja y apagada.

—¿Sí, Tom?

—Tengo que decirte algo, Jon. No puedo aceptar tu oferta sin decírtelo antes, y quizá después de que te lo diga la retirarás, y no podré hacerte el menor reproche.

—Muy bien, dímelo —dijo Jonathan con una sonrisa—. No puede ser demasiado importante.

Tom echó hacia atrás la cabeza, de modo que su delgada y torcida garganta emergió del cuello blanco, alto y rígido. Miró al techo y soltó un gemido. Después, alzando las manos y cubriéndose con ellas el rostro sufriente, habló sin descubrirse.

—Jon, unas semanas antes de que te detuvieran… era cosa aceptada que tú… habías estado afuera. Yo fui a ver a Humphrey Bedloe, y hablé con él en privado. Juré que si le repetía a alguien lo que le iba a decir o me llamaba a declarar como testigo, negaría haberlo dicho, y lo negaría asimismo en el estrado de los testigos. Jon, le dije a Humphrey Bedloe que te había visto aquí mismo, en Hambledon, el mismo día que tu esposa le dijo a su tío que le habían practicado el criminal aborto que le causó la muerte.

Jon, parado en el centro de la habitación como si le hubieran inmovilizado de un golpe, adquirió una expresión terrible.

—Humphrey fue a ver al sheriff —prosiguió Tom— y se lo contó, pero no le dio mi nombre. Sabía que ése era su deber. Dijo solamente que tenía «información». Fue por esa pequeña «información» que te detuvieron, Jon. Parece imposible que en estos días y a estas alturas pueda suceder una cosa así, sin una declaración jurada ante las autoridades competentes y un interrogatorio, pero sucedió de todos modos. Este pueblo TE ODIA, Jon. Siempre te ha odiado, es decir, la parte más importante de la población, aunque no tus pacientes, e incluso hay algunos de ellos que también te odian. Querían creer las peores cosas de ti, Jon, por envidia y porque tú… tú tienes a veces procedimientos muy rudos y no transiges con las mentiras, las hipocresías, las pretensiones y la malicia, sin las cuales la mayoría de la gente no podría vivir una vida plena, y dejas que la gente sepa cómo piensas, cosa que no perdonan.

Dejó caer pesadamente sus manos sobre sus rodillas e inclinó la cabeza como un hombre totalmente terminado y quebrado, pero sus ojos sin pestañear y llenos de angustia estaban fijos en Jonathan.

—Con lo que le dije al doctor Bedloe y con lo que Martin Eaton hizo también, fue suficiente. Tal vez uno sin el otro no hubiera tenido bastante peso, pero lo mío tuvo peso, Jon, sí, pesó bastante.

—¿Qué fue lo que realmente le dijiste a Bedloe?

—Yo… bueno… le dije que te había visto no lejos de tu casa, pues andaba por aquella vecindad. Le dije que te había visto caminando por la orilla del río, sumido en profundos pensamientos. Tenías… contigo una maleta de equipaje, y que luego caminaste en dirección de la estación. Bedloe no dudó un instante, Jon. Nunca había tenido motivos para dudar de mí antes, y tampoco los tenía ahora. No lo culpes por haberte eliminado de la lista del personal del Friend’s incluso antes de que te procesaran, Jon. Fue obra mía.

—¡Tú, hijo de puta! ¡Hijo de puta! —dijo Jonathan sin acabar de comprender.

Fue hacia la puerta y abrió la llave.

—Sí, sí, soy mucho peor que eso —dijo Tom detrás suyo—. Diste por pagados los cinco mil dólares que te había pedido prestados, Jon. Lo llamaste «contribución a la medicina», y «deber público». Traté de convencerme a mí mismo de que era verdaderamente eso, Jon. No me permití ni por un instante pensar que era la generosidad más grande que se había visto. Llegué hasta el extremo de convencerme a mí mismo de que hiciste solamente lo que tenías que hacer, y que de cierta manera yo era tu benefactor, y no al revés. Así es la gente, Jon, así es como se porta, pero no creo que lo hayas sabido nunca.

Jonathan, dándole la espalda, apoyó la mano sobre el picaporte y empezó a hacerlo girar. Unas pocas semanas antes, quizá menos, habría abierto la puerta y salido, y no le habría quedado otra cosa por hacer más que asegurarse de que Tom fuera eliminado de la lista de personal y se le retiraran los pacientes. Pero últimamente se había producido en los más profundos rincones de su mente en forma oscura y todavía desconocida, un incomprensible cambio. Parado en la puerta, volvió a enfrentar a Tom Harper.

—¿Por qué? —preguntó—. Dime por qué, quiero saberlo.

Tom suspiró desesperado.

—Jon, mi padre vendió su granja para ayudarme a cursar la Facultad de Medicina, y quedó muy poco después de pagar la hipoteca, tu padre compró esa granja, Jon, hará unos catorce años, y ahora es tuya. Siempre has sido rico, y ésa era otra cosa, no pasaste cientos de frías noches de insomnio para poder aprobar el curso de Medicina, pensando si lo lograrías o no, pasando hambre y sin poder dormir a causa de la necesidad de trabajar fuera para poder hacer frente a los gastos. No era culpa tuya, Jon, que yo tuviera que pasar por esas cosas y mi padre también, pero así es. La gente es así. Me quedé con tus cinco mil dólares, así es la gente.

—Sí, así es —dijo Jonathan—. Yo he tenido siempre una mala opinión de la humanidad, y ahora tú la has hundido otras mil brazas, Harper. Yo era diez años más joven que tú, o más. No supe cuándo fue que mi padre adquirió esa granja que luego me dejó. No tienes ninguna acusación que formular contra nadie, Harper. Mi padre compró esa granja porque se la ofreció en venta un agente inmobiliario. No sabía siquiera, ni se preocupó, por saber, por qué motivo se vendía. ¿Y por qué habría de saberlo? Si no hubiera sido la granja de tu padre hubiera sido otra cualquiera. A mi padre le gustaba la tierra, yo no sé nada sobre ella. Mi padre fue el único que quería comprar esa granja, y pagó por ella lo que le pidieron. No fue culpable de «explotación», ni de deliberada crueldad, pero eso es lo que tú pensaste, ¿no es así?

—Eso es lo que me obligué a mí mismo a pensar, Jon. Debo haber estado loco durante todo ese tiempo. Thelma cree que eres el hombre más maravilloso del mundo, y muchas veces siento un profundo deseo de decirle: «¡Querida, si supieras!».

—Muy bien, ¡eso le dio un bonito impulso a tu ego! Te colocó al mismo nivel de Jonathan Ferrier, o hasta llegó a hacerte superior. ¡Lo raro del caso es que yo nunca te consideré por «debajo de mí», Harper, y nunca te creí inferior! Para mí, fuiste siempre un médico y un cirujano de primera, muy por encima del nivel común. Éramos ambos iguales. Yo siempre sentí orgullo de ayudarte, porque eras miembro de una profesión que me parece ser la más importante del mundo. Ahora que he visto algunos ejemplares ya no estoy tan convencido. Y tú has contribuido Harper, tú has contribuido.

—Lo sé, Jon, lo sé. Dime lo que se te ocurra, no es ni la mitad de lo que merezco.

El enfermo inclinó la cabeza sobre el pecho. Jonathan le miró con la mayor amargura y odio, pensando «¡Quiere que me sienta compadecido de él, que le palme el hombro, me ría alegremente, y le diga que aquí no ha pasado nada, y que el convenio sobre la granja seguirá de todas formas!».

Pero le asaltó de repente otro pensamiento. Tom Harper no había tenido otra compulsión que la de su conciencia para contarle lo que había hecho. Sólo tenía que haber guardado silencio, y aceptar. Sí, en aquella desesperada circunstancia había arriesgado deliberadamente lo que pudo haber sido la solución para su catastrófica situación. Se había sacrificado él, y había sacrificado a su mujer y sus hijos nada más que por volver a sentirse honorable y reparar una injusticia.

Jonathan regresó lentamente a la habitación.

—¿Por qué me lo has contado, a fin de cuentas?

—Tenía que hacerlo… después de tu oferta. ¿No creerás, ni siquiera por un momento, que podría haberla aceptado, aun por Thelma y los niños, sabiendo lo que te había hecho por envidia, malignidad y resentimiento, cuando no tenías la menor culpa de nada, y no me habías dado otra cosa que amabilidades?

—Lo entiendo —dijo Jonathan mirando ceñudo al suelo.

—La gente no razona con la mente —dijo Tom Harper—. Razona con sus tripas, con sus emociones. Por eso el mundo es lo que es. Acepté tu amistad y todo lo que me diste con ella, pero por ser tú rico y yo pobre creo que te odiaba, Jon, mientras que al mismo tiempo te quería y te respetaba y era tu amigo. Qué cosa más complicada, ¿no es así?

—No del todo —dijo Jonathan—. Somos una raza bastante ambigua, y de repente empiezo a creer a medias en el dogma del Pecado Original.

Le pareció absurdo, pero un fragmento de una vieja oración que aprendiera de niño se le presentó como si alguien la recitara en voz alta: «… y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores».

Sentimiento hermoso, pero alejado de la realidad, y en cierto modo engañoso. Si no se perdona un espantoso delito que se comete contra uno, que pudiera haberle causado la muerte si hubiera salido bien, entonces no le serán perdonados tampoco sus pequeños pecados veniales. Una idea loca, pensaba Jonathan. La justicia, en un mundo racional, tiene que ser siempre una medida contra otra medida. Los antiguos fueron más sensatos: ojo por ojo, diente por diente. Si recuerdo bien, se supone que ahora hay que perdonar a los condenados los peores delitos que cometen contra nosotros, y no sólo perdonarlos, sino pedir que nos perdonen también. Eso, indudablemente, estuvo bien que lo hiciera Cristo, pero los hombres no son Dios. No era nada raro que no hubiera cristianos en el mundo. Todo aquello estaba contra la razón y la lógica, y, sobre todo, contra la naturaleza humana.

—Está bien —le dijo Jonathan a Tom Harper con desprecio—. Vuelve a levantarte, te he absuelto y puedes dejar el confesionario. Vamos y hablemos con Thelma, y si le dices una palabra de lo que me has dicho a mí lo lamentarás el resto de tu vida. ¡No cargarás a Thelma con tu crimen, de modo que puedas revolcarte en su perdón también y hasta llegar a conseguir que te tenga lástima, por el nombre de Cristo!

—Jon —dijo Tom— te juro esto, y sabes que me estoy muriendo, NUNCA hubiera permitido que te condenaran. Yo creía, y debo de haber estado loco, que tu detención te hubiera rebajado un poco, como se dice, y te hubiera hecho menos orgulloso, arrogante y altanero. No eras así, lo sé, yo simplemente creía que lo eras. Porque, y que Dios me ayude, estando en tu posición así hubiera sido justamente yo y otros diez mil hombres también.

—Cállate —dijo Jonathan—. No sé quién te ha perdonado, yo no he sido. Voy a hacer lo que te sugerí, pero no por ti, Harper. Si se tratara sólo de ti, podrías pudrirte con tu enfermedad, y yo no volvería a dedicarte ni un pensamiento pero ¿por qué habrían de sufrir tu inocente mujer y tus hijos?

Su rostro bronceado reventaba de rabia y los ojos echaban llamas.

—¿Sabes de qué me va a servir esto el resto de mi existencia, Jon? Me va a servir de penitencia, y tal vez en alguna ocasión puedas ser suficientemente superhombre como para perdonarme…

«¿Se enteraron de lo que hizo Jonathan Ferrier al desgraciado de Tom Harper, su mejor amigo, o casi, el otro día? ¡Lo obligó a renunciar a sus privilegios en el hospital nada más que porque Tom tomaba un poco de morfina ocasionalmente!», dijeron los colegas y «amigos» de Jonathan, con movimientos de cabeza y cloqueas de compasión. «Bueno, pero Jon ha sido siempre un hombre muy vengativo. No podré olvidar nunca aquella vez en que se negó a declarar en el tribunal a favor de Jim Spaulding, cuando el pobre Jim fue procesado por incompetencia por aquel insignificante obrero a quien le cortaron el brazo que no tenía infectado. Aquello casi llevó a Jim a la ruina. Jon se levantó delante de todo el tribunal para decir que a Jim debían sacarle hasta el último condenado céntimo que le quedara por reparación de daños, y Jim es uno de los mejores cirujanos del país. ¿Quién era aquel obrero de apellido extranjero, después de todo? Bueno, ése es Jon. Tenemos que alegrarnos de que se vaya pronto de este pueblo».

Corrieron después rumores de que Jon le había dado a Tom Harper un empleo como jornalero en una de sus granjas, y el resentimiento y la envidia que todo Hambledon sentía contra Jonathan subió de tono más que nunca. El senador Campion estuvo muy particularmente elocuente, y anotó el incidente en su pequeña libreta negra de apuntes… sonriendo con satisfacción.